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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El secreto del Nilo (11 page)

BOOK: El secreto del Nilo
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Kai resopló, pues no tenía alternativa. Era el momento de rescatar su dignidad. Entonces contó al sacerdote todo cuanto había ocurrido.

Al terminar su historia, Kai observó al sacerdote. Este permanecía impertérrito, como si nada de lo que había escuchado le extrañase. A veces ocurrían casos de corrupción, pues la ambición desmedida es despiadada con el alma del hombre. En cuanto a los abusos, no representaban nada nuevo aunque él se negara a consentirlos.

Ahora aquella pequeña familia lo miraba como si estuviera desamparada, y Pairi comprendió cómo se sentían.

—El
maat
no ha existido en estos campos —dijo al fin.

—La diosa se olvidó de nosotros —respondió Kai.

Pairi asintió con gravedad.

—Sois gratos a los ojos de Amón —señaló el sacerdote, levantando el dedo índice de su mano derecha—. Nada habéis de temer, pues yo soy aquí la justicia.

8

Desde la terraza de su palacio, Ptahmose observaba su jardín al atardecer. Era espléndido, y tan cargado de aromas como pudiera desear un gran amante de las flores como él. Los acianos, las malvarrosas, las espuelas de caballero, las amapolas, los alhelíes y las adelfillas cubrían aquella suerte de edén hasta los mismos márgenes del río, y daban a la tierra un aspecto ilusorio, como de fantasía, pues los colores, abigarrados, parecían flotar sobre el terreno para mecerse al compás de la brisa procedente del Nilo. Ra-Atum, desde el atardecer, creaba los más insospechados matices en aquella alfombra tejida por la naturaleza, sutil y a la vez tangible, que hacía deleitarse a cuantos la admiraban. Ptahmose disfrutaba de aquel regalo en toda su magnitud, sabedor de lo que representaba y del valor que tenía. Allí conseguía abstraerse durante un tiempo de los numerosos problemas a los que debía enfrentarse cada día, para aliviar su corazón de pesares y preocupaciones, aunque a la postre resultara efímero. Un hombre como él los llevaba siempre consigo, dondequiera que se encontrara, pues formaban parte de su cargo.

No existía la más mínima duda de que, después de Nebmaatra, el dios que se sentaba en el trono de las Dos Tierras, Ptahmose era el hombre que más altos cargos ostentaba en Egipto. Él era
ti-aty
, visir del Alto Egipto, y también
hem netcher tapy
, primer profeta de Amón. Aunar en una sola persona semejantes títulos significaba atribuirle un poder extraordinario. Solo dos hombres en la milenaria historia del país de la Tierra Negra habían llegado a alcanzar tal honor: Hapuseneb, en tiempos de la reina Hatshepsut, y Menkheperreseneb, en los de su sobrino y sucesor Tutmosis III. Ambos habían desempeñado simultáneamente tales puestos, y ahora Ptahmose se les unía en un momento que resultaba determinante para el futuro de Kemet.

Por si fuera poco, aquel hombre estaba alumbrado por la gracia que solo los dioses conceden de cuando en cuando, ya que a sus importantes funciones había que sumar la de director de los Profetas del Sur y del Norte, lo cual le ponía al frente de los cleros de Egipto. Ptahmose ejercía de esta forma un control absoluto sobre todos los sacerdotes de la Tierra Negra, y, por ende, su divino padre Amón, al que servía desde su niñez, se convertía en el rey de los dioses del país de las Dos Tierras. El faraón en persona le había designa nle 00e sdo para tan alto cargo, y en ello el visir no podía por menos que ver la milagrosa mano del Oculto.

Indudablemente, Ptahmose era poseedor de grandes aptitudes para desarrollar sus funciones. Era un individuo inteligente y sumamente lúcido, con capacidad suficiente para poder resolver los problemas de Estado, y aquellos que eran propios del clero. Un trabajo colosal, sin duda, que sin embargo el visir manejaba con habilidad y discreción; casi sin hacer ruido.

Evidentemente, Ptahmose tenía muchos enemigos. Desde hacía años se había desplegado sobre Egipto un tablero en el que se jugaba una partida de resultado incierto. En ella participaban tal número de contendientes, y eran tantos los intereses, que cada movimiento que se producía, aunque pareciera insignificante, podía traer consecuencias. El visir llevaba permanentemente consigo aquel tablero y analizaba cualquier jugada que se hubiera realizado, fuera la que fuese. Él sabía muy bien que poderosos adversarios esperaban, ocultos, el momento adecuado para desatar la batalla final. El objetivo no era otro que el dios que gobernaba Karnak, a quien él servía sobre todas las cosas.

Esto no significaba que el visir no desempeñara sus funciones como correspondía, pues se esforzaba en llevar los asuntos de gobierno con sabiduría, y siempre bajo el cumplimiento del
maat
. Mas, como sumo sacerdote de Amón, él formaba parte de aquella partida, y con el poder que el Horus viviente, el faraón, le había concedido, trataría de mantener el equilibrio hasta que el juego se decidiera a favor de los intereses del Oculto.

Ptahmose suspiró para salir de su abstracción. Siempre le pasaba igual cuando Ra-Atum se dirigía hacia los cerros de la necrópolis para iniciar su viaje nocturno; el atardecer tenía la facultad de lograr que se olvidara durante un tiempo de los problemas diarios. Era su privilegio el poder gozar de tales momentos; sobre todo en tardes como aquella, en la que no necesitaba ir a despachar con el rey. El faraón se encontraba en Menfis, y ello liberaba al visir de tener que reunirse con él a la caída de la tarde, como era norma.

Ptahmose se paró a escuchar los trinos de los pájaros que revoloteaban alegres por el jardín, y luego dirigió su mirada pensativa al Nilo. El río había traído rumores empujados por el aliento de Amón, el viento del norte. Eran susurros apagados que el visir conocía bien, y que encerraban mensajes para todo aquel que estuviera dispuesto a escucharlos. Murmuraciones que nada tenían que ver con el chisme y que el Nilo conducía contra su voluntad, ya que eran medrosas. Al parecer habían permanecido ocultas durante muchos
hentis
, prisioneras de una mano férrea que las había amordazado. Pero lo peor del hombre se hallaba en ellas; corazones pérfidos para los que el
maat
nada significaba. Ptahmose conocía las servidumbres que nacían alrededor del atropello. Los abusos quedaban grabados para siempre en el
ba
de quienes los perpetraban, y también en el de los que los consentían. Entonces se creaba una suerte de genio, más oscuro aún que los que moran en el Amenti, que terminaba por convertirse en la peor de las cargas. Había que alimentarlo a diario, y con el tiempo esto era motivo de ambiciones insatisfechas, de corazones despechados que acababan por buscar el desagravio. Alguien, inesperadamente, soltaba los cerrojos para abrir la puerta y permitir que la opresión se mostra sónaban ra en toda su magnitud.

Habitualmente era un funcionario el que se encargaba de ello. Algún escriba resentido, desengañado, al que el rencor empujaba a la venganza. De este modo habían llegado noticias a la administración… Un papiro anónimo en el que se contaban tropelías de todo tipo en las que las víctimas siempre eran las mismas: los campesinos.

La carta en cuestión era tan escandalosa, y los abusos que se relataban de tal magnitud, que llamaron la atención del departamento, y el documento llegó a manos de su máximo responsable: Amenhotep. El supervisor se dio cuenta de inmediato de la importancia de la acusación, no por los hechos en sí, por muy deleznables que fueran, sino por el lugar donde se habían producido.

Con mucha discreción, Amenhotep evitó a sus superiores hasta conseguir hablar personalmente con el primer profeta, quien alabó tal medida en cuanto leyó el papiro.

Como buen conocedor de la naturaleza humana, Ptahmose sabía que ese tipo de hechos se daban con más frecuencia de la deseada. Como juez supremo del Alto Egipto perseguía y castigaba con dureza a todo aquel que transgrediera las reglas del
maat
. Pero en aquel caso ni podía ni debía intervenir.

Al conocer la identidad del acusado, el visir se imaginó los años que debía de llevar ejerciendo sus prácticas, y también las implicaciones que se escondían tras ellas. El noveno nomo del Alto Egipto pertenecía casi por entero a la reina, pues no en vano esta era natural de allí. Resultaba de todo punto imposible que Tiyi no hubiera estado al tanto de lo que ocurría, pues si dos funcionarios intrigaban en el lejano Kush, la noticia llegaría a oídos de la reina, e incluso si dos cortesanos se disputaban una esclava en Menfis.

Era evidente que la reina había favorecido el hermetismo que durante años allí se había mantenido. No en vano Pepynakht, el
sehedy sesh
encargado de los Dominios de Amón en el nomo, estaba emparentado con ella. Ptahmose pensó de inmediato que aquello no había sido por casualidad. Si el escriba se casó con una cuñada de Anen fue porque la reina vio posibilidades de sacar algún partido. Bajo la protección que la figura de su hermano proporcionaba al inspector, Tiyi debió de imaginar los abusos que este podría llegar a cometer pues, como Ptahmose sabía muy bien, la reina era capaz de leer en el corazón de las personas con facilidad.

Lo demás era sencillo de comprender. Tiyi movía un peón en el tablero sabedora de que le sería de utilidad algún día. Era una jugada tan insignificante que nadie se percataría de ella, como así había ocurrido. Pepynakht se había encargado de sembrar odios por las posesiones de Amón en aquella provincia y la reina los había ocultado para que fructificaran debidamente, llegado el momento.

Esta era la política que Tiyi llevaba a cabo desde hacía tiempo. La reina era muy poderosa, pues controlaba con habilidad al dios. Ella no se molestaba en ocultar su animadversión hacia el clero de Amón, al que había logrado imponer a su hermano Anen como segundo profeta, en una clara advertencia de hasta dónde llegaba su influencia. Tiyi manejaba sus hilos por todo Egipto, y Ptahmose debía actuar con prudencia.

Lo primero que hizo el sumo sacerdote de Karnak fue responder a la jugada. Para ello movió sus fichas adecuadamente, con la mayor discreción que le permitía el caso.

Fiscalmente, Pepynakht no había cometido delito alguno contra el Templo. Él siempre había enviado la parte que le correspondía y por tanto no le podían castigar. Sin duda había perpetrado abusos y, al parecer, robos contra los campesinos. El visir conocía de sobra esas prácticas, que habían sido realizadas por muchos otros durante la larga historia de Egipto. La ley perseguía a quienes especulaban con el grano, sobre todo en épocas de hambruna, pero aquel tipo de faltas se seguía cometiendo. Si se acusaba públicamente a Pepynakht por sus acciones el escándalo sería mayúsculo, y Tiyi sacaría beneficio de él. El clero de Amón siempre huía del alboroto, pues solo en la reflexión se encontraba la respuesta correcta, como bien habían aprendido a través de los siglos. Por ello hizo que Amenhotep enviara a Ipu a dos hombres de su confianza. Uno era Pairi, un sacerdote recto y justo al que apreciaba, y el otro se llamaba Nebamón, contable de los Graneros y un escriba agudo como pocos. Ellos sabían lo que debían hacer.

9

El escriba Nebamón era un tipo peculiar. De pequeña estatura y complexión enclenque, el contable era un hombre sumamente astuto y de tal agudeza mental que era famoso por sus juegos de palabras y, sobre todo, de números, ya que manejaba las cifras con maestría sin igual. Nebamón no era agraciado en absoluto, incluso era un poco cabezón, pero tenía unos ojillos particularmente vivos que hablaban de la sagacidad que poseía, así como de su picardía. Apenas necesitó unos días para darse cuenta de la cantidad de abusos que se habían cometido en aquel lugar. En Ipu había afición por el atropello, se decía jocoso. Y si aquello ocurría en los dominios del Oculto, qué no sucedería en los laicos.

Nebamón se tomó la cosa con calma, pues tampoco era conveniente dar la impresión de que conocían todo lo que acaecía. Su visita no era más que una inspección rutinaria, como las que solían llevarse a cabo en todo el territorio de vez en cuando, o al menos eso era lo que quería que pensasen los demás. Claro que los funcionarios que llevaban los asuntos de Karnak en aquel nomo de sobra se imaginaban a lo que habían venido sus superiores. Seguramente, los rumores sobre las irregularidades que allí se producían habían surgido de alguno de ellos, aunque a Nebamón, francamente, eso le importara poco. En cuanto conoció al tal Pepynakht supo el tipo de individuo que era. Ya había tratado a gente como él, y lo único que le extrañaba era que pudiera haber sido elegido un día para cuidar de los intereses de Amón en aquella provincia. Claro que todo tendría una explicación, como bien sabía él, aunque tampoco le interesara conocerla. Su misión era supervisar los archivos, y a eso se atendría.

A Nebamón no le pasaron desapercibidas, en absoluto, las miradas de complicidad que se dirigían los escribas mientras él inspeccionaba las cuentas. Interiormente le divertían aquellas actitudes, ya que siempre encerraban algún tipo de arbitrariedad. Los funcionarios podían llegar a ser muy hábiles a la hora de ocultar sus faltas, y él había sido testigo de todo tipo de ardides a fin de disimular sus engaños. Era un juego que le divertía sobremanera y al que se aplicaba con el humor que le caracterizaba; siempre con una sonrisa.

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Toda la documentación que examinó se hallaba escrupulosamente en orden, sin la más mínima deficiencia, algo que le dio que pensar ya que era corriente encontrar algún
hekat
de más o de menos a la hora de cerrar los balances. Allí no había habido necesidad de añadir ninguno durante los últimos cinco años, que era el período transcurrido desde la anterior revisión. Con su perspicacia habitual, Nebamón pensó que no había nada mejor para las prácticas de Pepynakht que ser un leal cumplidor para con quien servía. Y a fe que lo había conseguido.

Cuando Pairi le confirmó que las sospechas eran ciertas, el escriba contable sonrió para sí; no tanto por las vejaciones como por lo proclive que resultaba la naturaleza humana a semejantes abusos. El sacerdote había recorrido buena parte de las tierras para encontrarse con campesinos huidizos, de mirada asustada y reacios a contar nada. Era comprensible, desde luego —pensaba el contable—, dada la magnitud de los atropellos. Además, Pepynakht tenía buen cuidado en acompañarle, sabedor del temor que infundía.

Curiosamente, tuvo que ser un niño el que destapara el asunto. Al parecer Pairi quedó impresionado por la historia que le relataron, y así se lo había comunicado. El sacerdote era un hombre justo, incluso santo en su opinión, y Nebamón se hizo cargo de su pesar, pues no era para menos. A partir de aquel día, a Pairi le fue fácil contrastar con otras familias cuanto le habían confiado.

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