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Authors: Antonio Gomez Rufo

Tags: #Histórico

El secreto del rey cautivo (5 page)

BOOK: El secreto del rey cautivo
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—¡Pues por eso! —se irritó el primero—. ¡Los están asesinando y nosotros aquí…, como mujeres asustadas!

—Las mujeres no están asustadas, Juan José. Las he visto morir a puñados ahí fuera… Pero nosotros esperamos instrucciones. Cada cual tenemos que cumplir con nuestro deber.

Sartenes se volvió al capitán, encogiéndose de hombros. En su forma de mirar parecía un perro agradecido.

—¿Usía también espera instrucciones?

Zamorano no respondió. Se limitó a beber otro sorbo del vaso.

—Pues yo no lo sé —siguió Sartenes—. Tal vez me den alguna. ¿Usía cree que me darán alguna instrucción a mí también?

—Todavía no sé ni quién eres… —respondió Zamorano, desdeñoso—. Pero, ¿se puede saber de dónde diablos sales tú? En fin, déjalo… ¿Al menos puedes decirme por qué están arcabuceando a tanta gente? ¿Es que ninguno de ellos ha podido escapar?

Sartenes cabeceó y sonrió con tristeza. Se volvió a llenar el vaso y lo apuró de un sorbo. Luego, sin levantar los ojos del fondo, dijo:

—¿Yo…? Yo salgo de la cárcel, capitán…, pero esa es otra historia. Y nos matan porque nos han traicionado nuestros propios compatriotas. La autoridad ha colaborado con los franceses, disparando contra nosotros. Se han unido a los gabachos y forman patrullas que rebuscan dentro de las casas, denunciando armas y gentes. Cualquier sospechoso de haber participado en la sublevación del Parque de Artillería o de haber combatido en las calles, ha sido conducido ante Murat, ha sido entregado a los franceses para que lo fusilen. Traidores… ¡Una auténtica saca de patriotas! ¡Eso es lo que están haciendo! Y cuando no encuentran armas en los registros de las casas, de todos modos hallan una excusa para considerar sospechoso a algún vecino y denunciarlo. Dicen que los están asesinando en el Prado. Mire esto…

Sartenes sacó un papel de un bolsillo, lo desdobló y se lo dio a leer al capitán.

—¿Qué es?

—Léalo.

Zamorano lo inclinó en dirección a la vela y leyó: «
ORDEN DEL DÍA. SOLDADOS: El populacho de Madrid se ha sublevado, y ha llegado hasta el asesinato. Sé que los buenos españoles han gemido por estos desórdenes. Estoy muy lejos de mezclarlos con aquellos miserables que no desean más que el crimen y el pillaje. Pero la sangre francesa ha sido derramada; clama venganza; en su consecuencia mando: Artículo 1º: El General Grouchy convocará esta noche la Comisión militar. Artículo 2º: Todos los que han sido presos en el alboroto y con las armas en la mano, serán arcabuceados. Artículo 3º: La Junta de Gobierno va a hacer desarmar los vecinos de Madrid. Todos los habitantes y estantes quienes después de la ejecución de esta orden se hallaren armados o conserven armas sin una licencia especial, serán arcabuceados. Artículo 4º: Todo lugar en donde sea asesinado un francés será quemado. Artículo 5º: Toda reunión de más de ocho personas será considerada como una junta sediciosa y deshecha por la fusilería. Artículo 6º: Los amos quedarán responsables de sus criados; los jefes de talleres, obradores y demás, de sus oficiales; los padres y madres de sus hijos, y los ministros de los conventos de sus religiosos. Artículo 7
º
: Los autores, vendedores, distribuidores de libelos impresos o manuscritos provocando a la sedición, serán considerados como agentes de Inglaterra y arcabuceados. Dado en nuestro Cuartel General de Madrid a 2 de mayo de 1808. JOACHIM. Por mandato de A. I. y R. El Jefe de Estado Mayor General, BELLIARD.
»

El capitán no dijo nada. Conocía el carácter militar y no le sorprendía el Bando; tan sólo que estuviese siendo eficaz con tanta rapidez. No cabía duda, por lo sucedido, de que las autoridades civiles y militares madrileñas, y los diversos Regimientos de la ciudad, estaban colaborando con las tropas francesas en sofocar la sublevación. De otro modo era imposible comprender el tono empleado en el escrito.

Miró a la mujer que permanecía acodada en el mostrador, impasible, sin apartar los ojos del instrumento que tenía ante ella. Sartenes buscó qué era lo que atraía la atención del capitán y movió la cabeza, con malicia. Luego dijo:

—Una mujer… Lo que daría yo por un poco de calor de hembra… —Y apuró otra vez su vaso—. Pero, en fin…, no parece que hoy toque día de holganza.

—¿Sabes quién es? —preguntó el capitán.

—Ni por lo más remoto —acompañó la respuesta moviendo la cabeza de un lado a otro—. Yo llevo fuera del mundo más de dos años… Pero si quiere saberlo, lo averiguo.

—Tal vez más tarde.

—Como desee mi capitán.

Dos golpes tímidos arañaron el portón de la taberna. Inquietos, todos volvieron la cabeza hacia el lugar de donde provenía la llamada y algunos hombres echaron mano a la faja, descubriendo pistolas y puñales. El tabernero fue a ver quién era, apresurado. Descorrió la mirilla, miró al exterior y al instante abrió la puerta.

—Pase, excelencia —dijo, inclinando la frente en un gesto parecido a una reverencia—. Allí —añadió, señalando a Zamorano.

Sin protocolo, el caballero se aproximó al capitán y tomó asiento a su lado. Iba a hablar, pero de pronto reparó en Sartenes y se contuvo.

—¿Quién es? —preguntó.

—Está conmigo —respondió Zamorano.

—Seguro que tiene algo que hacer por ahí —replicó el caballero—. Vamos, déjanos solos.

Sartenes miró al capitán y éste afirmó con la cabeza. Entonces se levantó y se fue a buscar un lugar en la barra, cerca de la mujer del semblante abatido.

—Capitán Zamorano, permítame que me presente —empezó el caballero—. Mi nombre es don José Francisco Acebal y Soriano, y pertenezco al consejo privado de Su Majestad el rey don Fernando, a quien Dios guarde.

—Le escucho, señor.

—Su Majestad, como sabrá, se encuentra estos días en Bayona reunido con su padre y con Napoleón, atendiendo sus deberes con la patria —comenzó a explicar el recién llegado en un tono discreto y con el hablar pausado—. Pues bien, antes de partir dejó unas instrucciones muy precisas que fueron trasladadas de inmediato a su superior, el teniente coronel de Granaderos don Juan Díaz Porlier, en quien Su Majestad tiene puesta su más absoluta confianza. Nuestro rey solicitaba al teniente coronel la presencia inmediata en Madrid de su mejor hombre, y ese ha resultado ser usted, capitán. Me alegra conocerle.

—Muy honrado —respondió Zamorano.

—El marquesita…, perdón, el teniente coronel Díaz Porlier es, aunque yo aún no lo conozca personalmente, hombre muy apreciado por nosotros, puesto que goza del afecto de Su Majestad —Acebal y Soriano hizo una pausa antes de añadir, sin estar seguro de que el capitán hubiese comprendido bien el énfasis que había puesto al emplear el pronombre nosotros—: Y, por los mismos motivos, usted también es ya muy apreciado por nosotros —lo repitió, subrayándolo igualmente—. Así es que le vamos a encomendar una misión de la mayor trascendencia.

El caballero, entonces, se desprendió despacio de una bolsa de cuero que llevaba colgada del hombro y la depositó sobre la mesa, con lentitud, como si se pudiese quebrar su contenido. Después puso la mano encima, lo mismo que si se tratase de una Biblia sobre la que fuese a realizar un juramento, y lentamente añadió:

—No se moleste en abrirla, no es necesario. —El caballero pareció leer las intenciones del capitán—. Se trata de un libro, tan sólo de un libro. Pero su importancia es vital. De esta bolsa depende en buena medida el bienestar de la Corona. Su misión consiste en custodiarla y entregársela al teniente coronel Díaz Porlier, quien ya sabe lo que ha de hacerse con ella.

—¿Custodiar un libro? ¿Sólo eso? —el capitán parecía decepcionado.

—Custodiar la bolsa y protegerla con su vida si fuese necesario. Su pérdida sería de una gravedad que usted no puede imaginar.

—Está bien —se conformó Zamorano—. Se hará como vos decís. ¿Cuándo he de partir?

—Cuanto antes —respondió Acebal—. Pero, tal y como ahora se producen las cosas, le aconsejo no ponerse en camino antes del amanecer. Todavía las salidas de Madrid están muy vigiladas.

—Así se hará —aceptó el capitán, y aproximó hasta él la bolsa.

Don José Francisco Acebal y Soriano se acodó en la mesa y respiró hondo: pareció aliviarse con la entrega que acababa de realizar. Como si se hubiese quitado de encima la mayor responsabilidad de su vida. Por primera vez esbozó una leve sonrisa y señaló la jarra con la mano.

—¿Tomamos un poco? Creo que lo necesito.

—Por supuesto —sirvió Zamorano un vaso limpio y aprovechó para rellenarse el suyo—. Confío en que no surja ninguna dificultad en el cumplimiento de este encargo…

—Eso esperamos todos —el caballero se llevó el vaso a los labios y bebió un sorbo corto—. Por cierto, capitán: hábleme del teniente coronel Porlier.

Zamorano titubeó.

—No sé qué puedo decirle. Es mi amigo…

—Muy joven, dicen.

—Bueno, veinte años tiene ya —replicó Zamorano. Y ante el respingo del consejero real, asombrado por la juventud del aludido, continuó—: Pero no os sorprendáis: su experiencia es grande. Combatimos juntos en Trafalgar; después estuve con él en Mallorca, donde era capitán del Regimiento de Infantería; y ahora le sirvo en los ejércitos de Extremadura. Llegará a general muy pronto, sin duda.

—Sin duda —aceptó Acebal, pasmado aún.

—Es valiente en campaña, leal en la amistad, honesto en sus costumbres e insobornable en su fidelidad a Su Majestad. Es todo cuanto puedo deciros de él. Y que me siento orgulloso de ser su amigo.

—Lo comprendo, lo comprendo —aceptó el caballero, afirmando con la cabeza y volviendo a beber—. Le confieso que sólo he conocido un hombre igual: el teniente coronel don Rodrigo López de Ayala.

—¿Granadero?

—De Infantería. Ha muerto esta mañana.

—A veces la muerte es el último honor que puede alcanzar una persona honrada —comentó el capitán. Y añadió—: Decidme cómo, ¿queréis?

—Tal vez a causa de la ingenuidad —suspiró—. La edad no regala virtudes, mi capitán, acaso las disimula; y de él no se puede decir que poseyera la de la prudencia. Como usted sabrá, a eso de las nueve de la mañana la multitud se arremolinaba ante las puertas de Palacio. Confieso que resultaba muy emocionante: los madrileños estaban alterados, los franceses inquietos, todos nosotros confusos… Cuando un carruaje ha salido de Palacio, perdiéndose por la calle del Tesoro, llevándose a la reina de Etruria, el gentío lo ha festejado. Esa mujer nunca contó con el fervor popular, todos lo sabíamos: la consideran de la máxima confianza del mariscal Murat y eso en Madrid es grave delito. Pero ahí no ha acabado la cosa: poco después ha sucedido lo más grave, porque ni el gentío ni ninguno de nosotros contábamos con el atrevimiento de los franceses de llevarse, en otro carruaje, a su Alteza Real el Infante don Francisco de Paula. Mi pariente José Blas Molina y Soriano, otro imprudente, se ha irritado tanto al ver al ayudante de Murat, el coronel Rucher, escoltando el carruaje de su alteza, que ha salido al patio gritando: «¡Nos llevaron al rey y ahora quieren llevarse a toda la familia real! ¡Mueran los franceses!». Si los ánimos estaban encrespados, imagínese usted la indignación popular al reconocer al Infante. Todos corriendo hacia el carruaje en que viajaba, cortando los correajes de los caballos, saltando sobre la escolta francesa, agrediendo al mismo coronel Rucher… Todavía no comprendo la imprudencia del teniente coronel López de Ayala: se ha asomado al balcón de Palacio, enloquecido, gritando: «¡Vasallos, a las armas! ¡Se llevan al Infante!» —Acebal y Soriano hizo una pausa, como intentando digerir los recuerdos. Y luego de beber otro sorbo, prosiguió—: El caso es que, en efecto, se lo han llevado… Y al teniente coronel le han disparado en la cabeza. Ha muerto allí mismo, al instante… De lo demás, de lo ocurrido después a lo largo de todo el día, le supongo bien informado.

—En efecto —aceptó el capitán.

—En fin, levantemos la copa por un héroe, por el pobre López de Ayala —dijo en voz alta, alzando su vaso.

Los congregados en la taberna, que no habían podido escuchar el relato del caballero, se volvieron al oír que se brindaba por un héroe y decidieron sumar su brindis al que se proponía.

—¡Y por el capitán Velarde! —dijo uno.

—¡Y por el capitán Daoíz! —se alzó otro.

—¡Y por Clara del Rey! —añadió un tercero.

—¡Y por el teniente Ruiz!

—¡Y por Anselmo Rodríguez de Avellano!

—¡Y por Gaudioso Calvillo!

—¡Y por Teodoro Arroyo! —levantó su copa otro hombre.

—¡Y por…!

—¡De acuerdo! —alzó aún más su vaso el caballero, poniéndose en pie—. ¡Por todos y cada uno de los fusilados en el Prado y en la tapia del Cuartel de la Montaña de Príncipe! ¡Por los caídos en Cibeles, la Puerta de Alcalá, el Portillo de Recoletos y el Buen Suceso! ¡Y por los otros cientos de muertos en las demás calles! ¡Por todos ellos, caballeros!

Pero antes de que levantasen la copa, la voz de la mujer se elevó sobre la de todos como un cántico sagrado:

—¡Y por Manuela Malasaña!

Los presentes, todos a la vez, se volvieron para mirarla. Y ella, alzando la cara como rindiendo un homenaje que necesitaba hacer, apuró su vaso de un sorbo, lo arrojó contra el suelo, estrellándolo, y desconsolada se echó a llorar sobre el mostrador, escondiendo la cara entre los brazos cruzados.

Los hombres, impresionados ante aquella visión, repitieron:

—¡Por Manuela Malasaña!

Y acabaron su bebida.

Hubo un profundo y prolongado silencio.

Y algunos ojos húmedos por la emoción.

La piel, a veces, se eriza a traición para sentir un frío que no hace.

Al cabo, respetuoso y grave, don José Francisco Acebal y Soriano dejó el vaso sobre la mesa y se alisó la casaca.

—Bueno, creo mi deber retirarme. —Se volvió hacia Zamorano y se despidió de él, estrechándole la mano—. Le deseo, es más, le exijo en nombre de nuestro rey y de España, capitán, que acierte a cumplir su misión.

—Será un deber y un honor —replicó Zamorano, colgándose la bolsa de cuero en el hombro—. Mi vida por ello.

Y se levantó para despedir al caballero que, inclinando la cabeza a modo de despedida a todos los presentes, esperó a que el tabernero abriese el portón, mirase el exterior y le franquease la salida.

En cuanto hubo salido, Sartenes regresó de inmediato junto al capitán. Traía la cara roja, a causa de los excesos que empezaba a cometer con el vino, y en los labios una sonrisa.

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