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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia, Ensayo

El secreto del universo (41 page)

BOOK: El secreto del universo
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4. El agua tiene que considerarse como un recurso global, y hay que esforzarse por trasladarla desde los lugares en los que hay exceso hasta aquellos en que es escasa, como hacemos normalmente con la comida y el combustible, por ejemplo.

Hasta aquí lo relativo a lo que podemos hacer con el agua de que disponemos. ¿Hay alguna manera de aumentar las reservas? Bien…

a) Es posible minimizar las pérdidas de agua dulce debidas a la evaporación, disponiendo finas películas unimoleculares de determinados alcoholes sólidos o capas de bolitas de plástico sobre las superficies de agua abierta. Pero estas barreras contra la evaporación son de difícil mantenimiento, porque el viento y las olas pueden romperlas. Y si se
mantienen
, pueden dificultar la oxigenación del agua.

b) Toda la lluvia que cae sobre los mares se desperdicia por completo. Sería preferible que cayera en tierra firme; en cualquier caso, acabaría por volver al mar, pero podría aprovecharse por el camino. Cualquier método que pudiéramos idear para controlar el clima de forma que la lluvia se desviara desde el mar hacia el interior sería de gran utilidad.

c) Como en último término la lluvia procede de la evaporación del agua del mar a causa del calor del sol, podemos reforzar este proceso y obtener agua dulce desalinizando artificialmente el agua de los mares. No se trata de un proyecto inviable, sino de algo que hoy en día se hace de manera rutinaria. Los grandes barcos obtienen agua dulce mediante la desalinización, y también los países ricos en energía y con escasas reservas de agua, como Kuwait y Arabia Saudita, que tienen prevista la futura ampliación de sus equipos. Pero en el proceso se consumen grandes cantidades de energía, y por el momento no podemos permitirnos este gasto. ¿Hay alguna otra solución?

Bueno, como he dicho más arriba, el 98 por 100 de las reservas de agua dulce de la Tierra se encuentran en forma de hielo, que no necesita ser destilado; basta con deshelarlo. El proceso de deshielo consumiría mucha menos energía que el de desalinización.

El principal problema es que este hielo se encuentra sobre todo en Groenlandia y en la Antártida, y no es fácilmente accesible.

Pero parte de este hielo se encuentra flotando en los mares. ¿Podrían arrastrarse los icebergs a los lugares en los que haya necesidad de agua sin que los costes llegaran a ser prohibitivos?

Los icebergs del Ártico que salen al Atlántico Norte están relativamente alejados de la mayor parte de las regiones de la Tierra más necesitadas de agua. Por ejemplo, para llegar al Oriente Medio tendrían que ser arrastrados alrededor de África, y para llegar al oeste de América tendrían que rodear América del Sur.

Pero, ¿y los grandes icebergs tabulares del Antártico? Estos podrían ser trasladados directamente hacia el norte, hasta las zonas desecadas, sin necesidad de rodear grandes masas continentales. E incluso uno de estos icebergs relativamente pequeño representaría 100.000.000 metros cúbicos de agua dulce, lo que equivale al suministro necesario para abastecer a 67.000 personas durante un año.

Un iceberg de este tamaño tendría que ser remolcado lentamente hacia el norte hasta el Oriente Medio, por ejemplo, atravesando las cálidas aguas de los trópicos. Seria necesario darle una forma parecida a la de un barco para reducir la resistencia del agua, aislar sus lados y el fondo para reducir el deshielo, y al llegar a las costas de Oriente Medio tendría que ser cortado en grandes trozos que luego habría que deshelar para almacenar el agua.

¿Es posible hacer todo esto sin que el agua de los icebergs resulte más cara que el agua desalinizada? Algunos expertos así lo creen, y yo estoy deseando presenciar algún ensayo.

A fin de cuentas, ¿qué mejor manera podría haber de tomarse la revancha por lo del
Titanic
que utilizar los icebergs para algo tan vital?

NOTA

Estos artículos me brindan la oportunidad de disfrutar de los más variados placeres.

Uno de ellos es comenzar por un hecho muy sencillo y conocido, y llevarlo hasta sus últimas consecuencias, hasta acabar con alguna cuestión sorprendente y actual; incluso relacionada con la ciencia-ficción.

Este artículo me gusta porque me proporcionó precisamente este placer.

No obstante, he de admitir que últimamente no he oído gran cosa sobre el proyecto de remolcar icebergs hacia el Ecuador para conseguir agua dulce. Pero no olvidemos que los proyectos de ingeniería también están sujetos a modas; van y vienen. Hace una generación se hablaba mucho del proyecto de construir un túnel bajo el Canal de la Mancha. Y después… nada. Y ahora se ha empezado a construir sin demasiados aspavientos.

Otro ejemplo es todo el follón que se armó con la historia de hacer perforaciones en la corteza terrestre hasta llegar al manto, para obtener muestras directas de las capas más profundas de la Tierra. Más tarde se decidió que era un proyecto demasiado caro y difícil, y cayó en el olvido. Pero algún día (quién sabe) es posible que la idea se recupere y se lleve a cabo.

Y puede que algún día la gente beba icebergs.

AY, TODOS HUMANOS

Allá por la Edad Media, cuando estaba haciendo mi tesis doctoral, tuve ocasión de familiarizarme con un invento innovador. El director de mi tesis. Charles R. Dawson, había inventado un nuevo tipo de cuaderno de datos que podía conseguirse en la librería de la universidad a cambio de una considerable cantidad de monedas del reino.

Cada página estaba numerada y por duplicado. La primera hoja de cada par era blanca y estaba bien cosida al lomo, y la otra era amarilla y tenía perforaciones para que pudiera ser fácilmente arrancada.

Había que poner un pedazo de papel carbón entre la hoja blanca y la amarilla al registrar los datos de los experimentos, y al final del día teníamos que arrancar las páginas amarillas y entregárselas a Dawson. Aproximadamente una vez a la semana él revisaba atentamente las páginas con cada uno de nosotros.

De vez en cuando esta costumbre me hacia pasar un mal rato, porque lo cierto es, amable lector, que soy muy torpe en el laboratorio. Carezco de destreza manual. Cuando estoy allí se caen los tubos de ensayo y los reactivos se niegan a actuar como de costumbre. Esta es una de las razones por las que, a su debido tiempo, no me resultó difícil inclinarme por la escritura en lugar de la investigación.

Cuando comencé mis trabajos de investigación, una de las primeras cosas que tenía que hacer era familiarizarme con las técnicas experimentales relacionadas con las diversas investigaciones que mi grupo estaba llevando a cabo. Realicé un cierto número de observaciones en condiciones variables y luego dibujé un gráfico con los resultados. En teoría, estos valores tenían que formar una curva suavemente descendente. La realidad era que había puntos dispersos por todo el gráfico, como si éste hubiera sido tiroteado con una ametralladora. Dibujé sobre ese lío la curva teórica. Escribí debajo «curva tiroteada» y entregué la copia.

Mi profesor sonrió cuando le entregué la hoja de papel, prometiéndole que la próxima vez lo haría mejor.

Y cumplí mi promesa… en cierto modo. Pero vino la guerra y pasaron cuatro años antes de que volviera al laboratorio. Y allí estaba el profesor Dawson, que había guardado mi curva tiroteada para enseñársela a la gente.

Le dije:

—Oiga, profesor Dawson, no debería reírse así de mi.

Y él me dijo muy serio:

—No me estoy riendo de ti, Isaac. Estoy alabando tu honradez.

Me quedé desconcertado, y no fui capaz de decir más que «gracias» y marcharme.

A partir de ese momento, más de una vez intenté comprender a qué se refería. El había establecido el sistema de páginas duplicadas con la intención de mantenerse al tanto de lo que hacíamos exactamente cada día, y si resultaba que yo era irremediablemente inexperto en técnicas experimentales, no tenia más remedio que revelarle el hecho al entregarle el duplicado al carbón.

Y de repente un día, nueve años después de haber terminado el doctorado, me puse a pensarlo, se me ocurrió que no tenia por qué haber registrado los datos directamente en el cuaderno. Podría haberlos apuntado en cualquier trozo de papel y luego haber
copiado
las observaciones en las páginas duplicadas, bien arregladas y ordenadas. En ese caso podría haber omitido las observaciones que no concordaran.

La verdad es que cuando llegué a este punto en mi tardío análisis de la situación se me ocurrió que era incluso posible alterar los datos para que tuvieran mejor aspecto, o inventarlos para probar una teoría y
luego
pasarlos a las páginas duplicadas.

De repente me di cuenta de la razón por la que el profesor Dawson había considerado el hecho de que le entregara la curva tiroteada como una prueba de honradez, y me sentí terriblemente avergonzado.

Me gusta pensar que soy honrado, pero aquella curva tiroteada no era una prueba de ello, sino en todo caso de mi falta de ingenio.

Tenia otra razón para avergonzarme. Me avergonzaba de haberlo pensado. En todos los años transcurridos desde la curva tiroteada, la posibilidad de alguna superchería científica me parecía literalmente inconcebible, y ahora que se me había ocurrido me sentía un poco sucio por ello. Lo cierto es que en ese momento estaba en pleno cambio de carrera; acababa de empezar a dedicarme exclusivamente a escribir, y me sentí aliviado por ello. Ahora que había pensado en la posibilidad de una superchería, no estaba seguro de que pudiera volver a confiar en mí mismo.

Intenté exorcizar este sentimiento escribiendo mi primera novela de misterio, en la que aparecía un aprendiz de investigador que falsificaba los datos de sus experimentos, por lo que era asesinado. Se publicó en edición de bolsillo, con el titulo de
The Death-Dealers (Los comerciantes de la muerte
, Avon, 1958), y más adelante se reeditó en edición normal con mi título original
A Whiff of Death (Un solo mortal
, Walker, 1967).

Y últimamente este tema ha vuelto a llamarme la atención…

La ciencia como concepto abstracto es un dispositivo de búsqueda de la verdad que corrige sus eventuales errores durante el proceso. Es posible caer en errores y equivocaciones si se manejan datos incompletos o equivocados, pero el movimiento es siempre de menos a más verdadero
[29]
.

Pero los científicos no son la ciencia. Por muy gloriosa, noble e inhumanamente insobornable que sea la ciencia, los científicos, ¡ay!, son todos humanos.

Aunque resulte descortés suponer que un científico pueda ser un tramposo, y por muy descorazonador que sea descubrir de vez en cuando a uno que efectivamente lo es, no obstante es algo que hay que tener en cuenta.

Ninguna observación científica puede entrar en los libros de cuentas de la ciencia hasta que no ha sido confirmada de manera independiente. Esto se debe a que cualquier observador y cualquier instrumento tiene defectos y prejuicios innatos, por lo que, aun suponiendo que la observación se haya realizado con toda honradez, es posible que sea defectuosa. Si otro observador con otro instrumento y con otros defectos y prejuicios realiza la misma observación, se admite entonces que existe una posibilidad razonable de que ésta sea objetivamente cierta.

Sin embargo, esta obligación de que la observación sea confirmada independientemente también sirve para salir al paso de la eventualidad de que el observador no sea tan honrado como se supone. Nos ayuda a defendernos de los posibles fraudes científicos.

La falta de honradez científica puede tener distintos grados de venalidad; en ocasiones, casi puede ser perdonable.

En los tiempos antiguos, una de las formas que podía tomar la falta de honradez era la de fingir que el propio trabajo era, en realidad, obra de alguna figura notable del pasado.

La razón es comprensible. Cuando la única posibilidad de manufacturar y reproducir libros era la de copiarlos laboriosamente, no era fácil disponer de todas las obras existentes. Es posible que la única forma de presentar al público una obra fuera simular que había sido escrita por Moisés, o por Aristóteles o Hipócrates.

Si la obra del simulador es inútil y sin fundamento, la pretensión de que ha sido escrita por una gran figura del pasado sólo sirve para desorientar a los estudiosos y mutilar la Historia hasta que se aclare el asunto.

Pero más trágico aún es el caso del autor de una gran obra que renuncia a que se reconozcan sus méritos por siempre jamás.

Por ejemplo, uno de los más grandes alquimistas de la Historia fue un árabe llamado Abu Musa Jabir ibn Hayyan (721-815). Cuando se tradujeron sus obras al latín, se transcribió su nombre como Geber, y éste es el nombre por el que se le conoce generalmente.

Entre otras cosas, Geber sintetizó el blanco de plomo, el ácido acético, el cloruro de amonio y el ácido nítrico débil. Y lo que es más importante, describió cuidadosamente los procedimientos que utilizaba e introdujo la costumbre (no siempre observada) de hacer posible que otras personas repitieran sus investigaciones y comprobaran por sí mismas la validez de sus observaciones.

Alrededor del 1300 otro alquimista realizó el descubrimiento más importante de la alquimia. Fue el primero en describir el procedimiento para sintetizar el ácido sulfúrico, que es el producto químico más importante de los utilizados hoy en día en la industria que no se encuentra en la naturaleza.

Este nuevo alquimista atribuyó su descubrimiento a Geber para poder publicar su obra, que apareció bajo este nombre. ¿Cuál fue el resultado? Que en la actualidad sólo podemos hablar del falso Geber; no conocemos el nombre de la persona que hizo este gran descubrimiento, ni su nacionalidad, ni siquiera su sexo; porque no es imposible que se tratara de una mujer.

Pero mucho peor es el pecado contrario de atribuirse los méritos ajenos.

Hay un caso clásico, en el que la victima fue Niccoló Tartaglia (1500–1557), un matemático italiano que fue el primero en descubrir un método general para resolver las ecuaciones cúbicas. En aquellos tiempos los matemáticos se planteaban problemas entre si, y su reputación dependía de su capacidad para resolverlos. Tartaglia era capaz de resolver problemas que incluían ecuaciones cúbicas, y también de plantear otros que nadie era capaz de resolver. En aquella época era corriente mantener en secreto estos descubrimientos.

Otro matemático italiano, Girolamo Cardano (15011576), convenció a Tartaglia para que le revelara su método, bajo promesa solemne de guardar el secreto… y lo publicó. Cardano llegó a admitir que lo había tomado de Tartaglia, pero sin insistir mucho en ello, y hoy en día el método para resolver las ecuaciones cúbicas se sigue conociendo como regla de Cardano.

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