Read El segundo anillo de poder Online
Authors: Carlos Castaneda
Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato
Empezaron a recorrer la casa, apresurándose a apagar todas las lámparas. Daban la impresión de estar aprontándose para partir. Iba a preguntarles a qué obedecía tanta prisa, cuando tomé conciencia de que yo mismo me había vestido con suma rapidez. Todos nos precipitábamos. Es más: ellas parecían estar esperando órdenes mías.
Salimos corriendo de la casa, llevando con nosotros todos los paquetes de los regalos. Lidia me había recomendado que no dejase ninguno; aún no los había distribuido y por lo tanto seguían perteneciéndome. Los arrojé en el asiento trasero del automóvil, mientras las dos muchachas se instalaban en el delantero. Puse el motor en marcha y fui retrocediendo lentamente, buscando el camino en la oscuridad.
Una vez en la carretera, me vi enfrentado a una cuestión espinosa. Ambas declararon al unísono que yo era el guía; sus actos dependían de mis decisiones. Yo era el Nagual. No podíamos huir de la casa y marchar sin rumbo. Debía guiarles. Pero lo cierto era que yo no tenía idea de a dónde ir ni qué hacer. Me volví hacia ellas. Los faros arrojaban cierta luz dentro del coche, y sus ojos la reflejaban como espejos. Recordé que con los ojos de don Juan sucedía lo mismo; parecían reflejar más luz que los de una persona corriente.
Comprendí que las dos muchachas eran conscientes de lo extremo de mi situación. Más que una broma destinada a disimular mi incapacidad, lo que hice fue poner francamente en sus manos la responsabilidad de una solución. Les dije que me faltaba práctica como Nagual y que les quedaría muy agradecido si me hacían el favor de hacerme una sugerencia o una insinuación respecto al lugar al que debíamos dirigirnos. Ello pareció disgustarlas conmigo. Hicieron chasquear la lengua y negaron con la cabeza. Repasé mentalmente varios probables cursos de acción, ninguno de los cuales era factible, como llevarlas al pueblo, o a la casa de Néstor, o incluso a Ciudad de México.
Detuve el coche. Iba en dirección al pueblo. Deseaba más que nada en el mundo tener una conversación sincera con las muchachas. Abrí la boca para comenzar, pero se apartaron de mí, se pusieron cara a cara y se echaron mutuamente los brazos al cuello. Eso parecía ser una indicación de que se habían encerrado en sí mismas y no iban a escucharme.
Mi frustración fue enorme. Lo que anhelaba en ese momento era la maestría de don Juan frente a cualquier situación que se presentara, su camaradería intelectual, su humor. En cambio, me hallaba en compañía de dos idiotas.
Percibí cierto abatimiento en el rostro de Lidia y puse fin a mi ataque de autoconmiseración. Por primera vez fui abiertamente consciente de que no había modo de superar nuestra mutua desilusión. Era evidente que ellas también estaban acostumbradas, aunque de una forma diferente, a la maestría de don Juan. Para ellas, el cambio del propio Nagual por mí debía de haber sido desastroso.
Permanecí inmóvil un buen rato, con el motor en marcha. De pronto, un estremecimiento, comenzado como un cosquilleo en mi coronilla, volvió a recorrer mi cuerpo; supe entonces lo que había sucedido poco antes, al entrar en la habitación de doña Soledad. Yo no la había visto en un sentido ordinario. Aquello que había tomado por doña Soledad acurrucada junto a la pared, era en realidad el recuerdo del instante, inmediatamente posterior a aquel en que la había golpeado, en el cual había abandonado su cuerpo. Comprendí también que al retirar aquella sustancia glutinosa, fosforescente, la había curado, y que se trataba de una forma de energía dejada en su cabeza y en la mano de Rosa por mis golpes.
Pasó por mi mente la imagen de un barranco singular. Me convencí de que doña Soledad y la Gorda estaban en él. Mi convicción no obedecía a una mera conjetura: se trataba de una verdad que no requería corroboración. La Gorda había llevado a doña Soledad al fondo de ese barranco, y en ese preciso instante estaba tratando de curarla. Deseaba decirle que era un error cuidarse de la hinchazón de la frente de doña Soledad, y que ya no tenían necesidad de permanecer allí.
Describí mi visión a las muchachas. Ambas me dijeron, tal como solía hacerlo don Juan, que no debía dejarme llevar por tales representaciones. En él, sin embargo, la reacción resultaba más congruente. Yo nunca había hecho realmente caso de sus críticas ni de su desdén; pero con ellas era diferente: no estaban al mismo nivel. Me sentí insultado.
—Las llevaré a su casa —dije—. ¿Dónde viven?
Lidia se volvió hacia mí y me dijo furiosa que ellas eran mis protegidas y que debía llevarlas a lugar seguro, puesto que habían renunciado a su libertad, a pedido del Nagual, con la finalidad de ayudarme.
Llegados a este punto, monté en cólera. Quise abofetearlas, pero entonces sentí el extraño estremecimiento recorrer mi cuerpo una vez más. Volvió a comenzar como un cosquilleo en la coronilla, y bajó por mi espalda hasta llegar a la región umbilical: en ese instante supe dónde vivían. El cosquilleo era como una capa protectora, una suave, cálida, hoja de celuloide. La percibía físicamente, cubriendo la zona que va desde el pubis hasta el reborde costal. Mi cólera desapareció, dando paso a una extraña serenidad, una frialdad, y, a la vez, un deseo de reír. Comprendí en aquel momento algo trascendental. Ante el impacto de los actos de doña Soledad y de las hermanitas, mi cuerpo se había desprendido de la racionalidad; yo había, dicho en los términos de don Juan, parado el mundo. Había amalgamado dos sensaciones disociadas. El cosquilleo en la parte alta de la cabeza y el ruido seco de quebradura en la base del cuello: entre ambas cosas yacía la clave de aquella suspensión del juicio.
Sentado en el coche con las dos muchachas, al costado de un camino de montaña desierto, supe a ciencia cierta que, por primera vez, había tenido completa conciencia de parar el mundo. Esa sensación trajo a mi memoria otra similar: mi primera experiencia de conciencia corporal, ocurrida hacía años. Tenía que ver con el cosquilleo en la coronilla. Don Juan me había dicho que los brujos debían cultivar esa sensación, y se había extendido en su descripción. Según él, era una suerte de comezón, algo ni placentero ni doloroso, que se iniciaba en el punto más alto de la cabeza. Para hacérmelo comprender, en un nivel intelectual, definió y analizó sus características, y luego, atento al aspecto práctico, intentó orientarme en el desarrollo de la conciencia corporal y la memoria de la sensación, haciéndome correr bajo ramas o rocas salientes según un plano horizontal situado a pocos centímetros por encima de mí.
Pasé años tratando de comprender lo que me había indicado, pero, por una parte, me resultaba imposible captar todo el sentido de su descripción, y, por otra parte, era incapaz de dotar a mi cuerpo de la memoria adecuada para seguir sus consejos prácticos. Nunca sentía nada sobre la cabeza al correr bajo las ramas o las rocas que él había escogido para sus demostraciones. Pero un día mi cuerpo descubrió la sensación por sí mismo, al intentar entrar conduciendo un camión de caja alta en un edificio para aparcamiento de tres plantas. Traspuse el umbral a la misma velocidad con que solía hacerlo en mi pequeño sedán de dos puertas; de resultas de lo cual vi, desde el alto asiento del camión, cómo la viga de cemento transversal del techo se acercaba a mi cabeza. No pude detenerme a tiempo y la sensación que tuve fue la de que la viga me escalpaba. Nunca había conducido un vehículo tan alto como ese, de modo que no me era posible haber hecho los ajustes perceptuales necesarios. El espacio que separaba el camión del techo del aparcamiento, me parecía inexistente. Sentí la viga con el cuero cabelludo.
Ese día pasé horas conduciendo en el aparcamiento para dar a mi cuerpo la oportunidad de hacerse con el recuerdo del cosquilleo.
Me volví hacia las muchachas con el propósito de informales que acababa de recordar dónde vivían. Desistí. No había modo de explicarles que la experiencia del cosquilleo había traído a mi memoria una observación hecha al azar por don Juan en cierta oportunidad en que, camino de la vivienda de Pablito, pasamos por otra casa. Había señalado una característica poco corriente de esos alrededores, y dicho que esa casa era un lugar ideal para quien buscase quietud, pero no un lugar para descansar. Las llevé allí.
Su casa era una construcción de adobe bastante grande con techo de tejas, como aquél en que vivía doña Soledad. Tenía una habitación larga delante, una cocina techada al aire libre en la parte trasera, un enorme patio contiguo a ella y, al otro lado del patio, un gallinero. La parte más importante de la casa, no obstante, era una habitación cerrada con dos puertas, una que se abría a la sala delantera, y otra que daba a los fondos. Lidia dijo que ellas mismas la habían construido. Quise verla, pero ambas argumentaron que no era el momento apropiado, puesto que ni Josefina ni la Gorda se hallaban presente para mostrarme las partes de la habitación que les pertenecían.
En un rincón de la primera habitación había una plataforma de ladrillos de tamaño considerable. Su altura sería de unos cuarenta y cinco centímetros y estaba destinada a hacer las veces de cama, con uno de sus extremos pegado a la pared. Lidia puso sobre ella unas espesas esteras de paja y me instó a que me echara a dormir mientras ellas velaban.
Rosa había encendido una lámpara y la colgó de un clavo sobre la cama. La luz alcanzaba para escribir. Les expliqué que al escribir me serenaba y les pregunté si les molestaba.
—¿Por qué lo tienes que preguntar? —replicó Lidia—. ¡Hazlo!
Con la pretensión de darle una explicación superficial, le dije que yo siempre había hecho cosas raras, como tomar notas, lo cual resultaba extraño inclusive a don Juan y a don Genaro y que, en consecuencia, debía resultarles extraño a ellas.
—Nosotras siempre hacemos cosas raras —dijo Lidia secamente.
Me senté en la cama, bajo la lámpara, con la espalda apoyada en el muro. Ellas se echaron cerca de mí, una a cada lado. Rosa se cubrió con una manta y se quedó dormida, como si todo lo que necesitase para ello fuera tenderse. Lidia declaró entonces que esos eran el momento y el lugar apropiados para conversar, si bien a ella le parecía preferible apagar la luz, porque ésta le daba sueño.
Nuestra conversación, en la oscuridad, giró en torno del paradero de las otras dos muchachas. Sostuvo que no tenía ni una remota idea del lugar en que pudiese hallarse la Gorda, pero que indudablemente Josefina seguía en las montañas buscando a Néstor, a pesar de la oscuridad. Explicó que Josefina era la más capaz de valerse por sí misma en circunstancias tales como encontrarse en un lugar desierto y oscuro. Esa era la razón por la cual la Gorda la había escogido para esa misión.
Le comenté que, escuchándolas referirse a la Gorda, me había hecho la idea de que era la jefe. Lidia me respondió que efectivamente la Gorda mandaba, y que el propio Nagual había ordenado que así fuera. Agregó que, más allá de esa circunstancia, tarde o temprano, la Gorda habría terminado por ponerse a la cabeza porque era la mejor.
En ese punto, me vi obligado a encender la lámpara, para poder escribir. Lidia se quejó de que la luz le impedía permanecer despierta, pero me salí con la mía.
—¿Qué es lo que determina que la Gorda sea la mejor? —pregunté.
—Tiene más poder personal —dijo—. Lo sabe todo. Además, el Nagual le enseñó a controlar a la gente.
—¿Envidias a la Gorda por ser la mejor?
—Antes, pero ya no.
—¿A qué se debe este cambio?
—Terminé por aceptar mi destino, como me había dicho el Nagual.
—¿Y cuál es tu destino?
—Mi destino… mi destino es ser la brisa. Ser una soñadora. Mi destino es ser un guerrero.
—¿Envidian Rosa o Josefina a la Gorda?
—No, no la envidian. Todas nosotras hemos aceptado nuestros destinos. El Nagual dijo que el poder sólo llega tras haber aceptado nuestros destinos sin discusión. Yo solía quejarme mucho y sentirme terriblemente mal porque me gustaba el Nagual. Creía ser una mujer.
Pero él me demostró que no lo era. Este cuerpo que ves es nuevo. Lo mismo nos ocurrió a todas. Tal vez a ti no te haya sucedido lo mismo, pero para nosotras el Nagual significó una nueva vida.
—Cuando nos dijo que iba a partir, porque tenía que hacer otras cosas, creímos morir. Pero ya nos ves. Estamos vivas; ¿sabes por qué? Porque el Nagual nos demostró que éramos él mismo. Está aquí, con nosotras. Siempre estará aquí. Somos su cuerpo y su espíritu.
—¿Las cuatro se sienten de la misma manera?
—No somos cuatro. Somos una. Ese es nuestro destino. Debemos sostenernos unas a otras. Y tú eres lo mismo. Todos nosotros somos lo mismo. Incluso Soledad es lo mismo, aunque vaya en una dirección distinta.
—¿Y Pablito, y Néstor, y Benigno, dónde encajan?
—No lo sabemos. No nos gustan. Especialmente Pablito. Es cobarde. No ha aceptado su destino y pretende huir de él. Es más: quiere renunciar a su condición de brujo y vivir una vida ordinaria. Eso sería estupendo para Soledad. Pero el Nagual nos ordenó ayudarle. No obstante, nos estamos cansando de hacerlo. Tal vez uno de estos días la Gorda lo quite de en medio para siempre.
—¿Puede hacerlo?
—¡Si puede hacerlo! Claro que puede. Ella tiene más del Nagual que ninguno de nosotros. Quizás incluso más que tú.
—¿A qué se debe que el Nagual nunca me haya dicho que ustedes eran sus aprendices?
—A que estás vacío.
—Todo el mundo sabe que estás vacío. Está escrito en tu cuerpo.
—¿En qué te basas para decir eso?
—Tienes un agujero en el medio.
—¿En el medio de mi cuerpo? ¿Dónde?
Con suma delicadeza, tocó un lugar en el lado derecho de mi estómago. Trazó un círculo con el dedo, como si recorriese con él los bordes de un agujero invisible de diez o doce centímetros de ancho.
—¿Tú también estás vacía, Lidia?
—¿Bromeas? Estoy entera. ¿No lo
ves
?
Sus respuestas a mis preguntas estaban tomando un giro inesperado. No quería que mi ignorancia me pusiera a malas con ella. Asentí con la cabeza.
—¿Qué es lo que te lleva a pensar que tengo allí un agujero que me hace estar vacío? —pregunté, tras considerar cuál sería el más inocente de los interrogantes que le podía plantear.
No respondió. Me volvió la espalda y se lamentó de que la luz de la lámpara le hiciese escocer los ojos. Insistí. Me enfrentó, desafiante.
—No quiero decirte nada más —dijo—. Eres estúpido. Ni siquiera Pablito es tan estúpido, y es el peor.