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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantasía

El segundo imperio (20 page)

BOOK: El segundo imperio
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El ejército se puso de nuevo en marcha antes del amanecer. Corfe y sus guardias catedralistas cabalgaban por delante del cuerpo principal, dejando al viejo Ranafast al mando detrás de ellos. Pasaron junto a granjas aisladas que habían sido incendiadas por los saqueadores merduk, y en una ocasión vieron una iglesia solitaria que había escapado inexplicablemente de las llamas, pero en cuyo interior era evidente que el enemigo había estabulado sus caballos durante un tiempo considerable. Los restos chamuscados de dos hombres estaban atados a una estaca en el patio; los muñones ennegrecidos de sus piernas terminaban en un montón de ceniza y ascuas muertas. Corfe hizo que los enterraran y siguió adelante.

Se detuvieron a mediodía para dar un descanso a los caballos y aguardar a la infantería. Corfe mascó un poco de carne salada y trozos de galleta de campaña, mientras estudiaba sin cesar el horizonte oriental en busca de signos de vida. A su alrededor, los salvajes conversaban en voz baja en su idioma, entre ellos y con los caballos.

Un jinete solitario apareció en la distancia, y las conversaciones cesaron. Cabalgaba a todo galope, tirando del cuello de su montura cuando ésta tropezaba sobre las rocas sueltas, encorvado sobre la silla para conseguir toda la velocidad posible. Un catedralista, con la armadura reluciendo como sangre recién derramada. Corfe le saludó con la mano, y el jinete alteró su rumbo. Unos minutos después se había detenido frente a ellos, mientras su caballo echaba espuma por la boca, con las fosas nasales rojas y dilatadas y los costados en movimiento. El mensajero saltó al suelo y les tendió una funda, jadeante.


Ondrow
… Él enviar…

—Bien hecho. Cerne, dale un poco de agua. Ocúpate de su caballo y consíguele uno de refresco.

Corfe se volvió y desenrolló el pergamino arrugado sobre el que Andruw había escrito su despacho.

Cuerpo principal merduk avistado a tres leguas al sur de Berrona. Unos quince mil hombres, más dos mil jinetes en la vanguardia. Todos con armamento ligero. Mi posición está a media legua al norte de la ciudad, pero retrocederé una legua más hacia el norte para evitar ser descubierto. Parece que pretenden entrar en Berrona esta tarde. Los ciudadanos todavía ignoran nuestra presencia y la de los merduk. ¿Cuándo puedes llegar?

Andruw Cear–Adurhál

Coronel al mando

Corfe captó la súplica desesperada en las palabras de Andruw. Quería salvar a la ciudad del horror de un ataque merduk. Pero la velocidad que los hombres podían alcanzar tenía sus límites. Habría oscurecido antes de que el ejército pudiera volver a reunirse, y Corfe no tenía intención de enviar a sus hombres a un ataque nocturno tras una marcha de treinta y cinco millas contra un enemigo superior. Más aún, no podía permitir que Andruw advirtiera a la población de la catástrofe que se avecinaba; ello revelaría la presencia de un ejército toruniano en la región, y cuando sus hombres llegaran por la mañana encontrarían a los merduk esperándolos.

No, era imposible. Berrona tendría que correr el riesgo.

Hubo un tiempo en que tal vez lo hubiera hecho, cuando llevaba menos galones en los hombros y no había gran cosa en juego, aparte de su propia vida. Pero si su ejército era destruido en aquel momento, Torunna estaría acabada. Garabateó una respuesta para Andruw con el rostro pálido y tenso.

Mantened vuestra posición. No entréis en combate bajo ninguna circunstancia. La infantería estará con vosotros esta noche. Atacaremos por la mañana.

Corfe Cear–Inaf

Comandante en jefe

Ya estaba. Corfe sintió una sensación de repugnancia en el estómago al entregar el despacho al correo, y cuando el hombre partió de nuevo estuvo a punto de cambiar de opinión y volver a llamarlo. Pero era demasiado tarde. El salvaje era ya una mancha cada vez más pequeña, que pronto se perdió de vista. Estaba hecho. Acababa de condenar a los ciudadanos de Berrona a una noche infernal.

—¿Qué hacemos con los prisioneros? —preguntó Ranafast, mientras junto a él desfilaba la interminable columna de hombres.

La infantería se había incorporado, y estaba de nuevo en marcha tras un breve descanso. El sol se ocultaba ya en el oeste, y todavía les quedaba un largo trecho que recorrer antes de llegar al punto de encuentro con Andruw y los catedralistas. Pero ni un solo hombre había quedado atrás, según dijeron a Corfe Ranafast y Formio. Las noticias de que estaban a punto de caer sobre los saqueadores merduk había llenado a las tropas de energía renovada, y todos avanzaban a buen paso.

—Dejad que se vayan —dijo Corfe—. No son más que un maldito estorbo.

Ranafast lo miró fijamente, con sus ojos oscuros centelleando sobre una nariz aguileña y una barba gris y puntiaguda que parecía haber sido afilada.

—Puedo hacer que los hombres se encarguen de ellos —dijo.

—No. Limítate a dejarlos en libertad. Pero antes quiero hablar con ellos.

—Señor, debo protestar…

—No convertiré a mis hombres en asesinos, Ranafast. Si empecemos a masacrar prisioneros sin más, no seremos mejores que ellos. Los hombres tendrán todas las oportunidades que quieran de matar merduk mañana, en un combate abierto. Ahora quiero que me traigan a los prisioneros.

—Espero que sepáis lo que estáis haciendo, general —dijo Ranafast.

Los cautivos eran un grupo de aspecto miserable, vigilados por un par de fimbrios que los miraban con cierto desprecio distante. Se encogieron ante Corfe como si éste fuera su verdugo. Una parte de él deseaba ordenar sus muertes. No se hacía ilusiones respecto a lo que estaban haciendo en el norte, pero al mismo tiempo pensaba en el ejército de campesinos al que había masacrado en Staed. Arrendatarios de Narfintyr, pequeños granjeros obligados a tomar las armas por un señor al que apenas conocían y que les consideraba animales prescindibles. La matanza de aquellos desdichados ignorantes había repugnado a Corfe, y aquellos merduk eran lo mismo. Habían sido reclutados por el ejército del sultán, dejando atrás familias y granjas. Algunos de ellos ni siquiera tenían sangre merduk. Mataría a hombres anónimos como aquéllos por millares en los días y meses que se avecinaban, pero ello era una consecuencia inevitable de la guerra. No se mancharía la conciencia con asesinatos a sangre fría. Ya llevaba suficiente sangre en las manos.

—Sois libres de iros —les dijo—. Con la condición de que no regreséis con el ejército merduk, sino que intentéis regresar a vuestras casas con vuestras familias. Sé que no estáis en esta guerra por gusto, sino porque os obligaron. De modo que id en paz.

Los hombres se quedaron con la boca abierta, y luego se miraron unos a otros, parloteando en merduk y normanio. Parecían incrédulos, demasiado atónitos para alegrarse. Algunos alargaron la mano para tocarle los pies en los estribos, y Corfe hizo retroceder a su montura para apartarse de ellos.

—Ahora marchaos. Y no regreséis nunca a Torunna. Si lo hacéis, os prometo que moriréis aquí.

—¡Gracias, excelencia! —dijo el hombre al que Corfe reconoció como un maltrecho Felipio. Luego los merduk se alejaron, y empezaron a correr en grupo hacia las largas sombras de las montañas de Thuria en el norte, como si intentaran escapar antes de que Corfe pudiera cambiar de opinión. Los soldados torunianos les observaron marcharse, algunos de ellos escupiendo con repugnancia, pero ningún hombre protestó.

Corfe se volvió hacia Ranafast, que seguía montado en su caballo junto a él.

—¿Soy un maldito idiota, Ranafast? ¿Me estoy volviendo blando?

—Tal vez, muchacho —dijo el veterano, con una sonrisa—. Tal vez simplemente os estáis convirtiendo en un político. Sabéis muy bien que esos bastardos van a tratar de reunirse con sus camaradas; no hay otro sitio adonde ir. Pero si lo consiguen, la noticia de que los torunianos tratan bien a sus prisioneros correrá como un reguero de pólvora. Si los reclutas merduk piensan que serán respetados si abandonan las armas, es posible que no luchen con tanto convencimiento.

—Eso es lo que esperaba, supongo, aunque no estoy demasiado convencido. Pero he llegado a una conclusión, Ranafast: no podemos ganar esta guerra sólo con la fuerza. Necesitamos también algo de astucia.

—Así es. Pero no deja muy buen sabor de boca, ¿no es cierto? —Y Ranafast dio la vuelta a su caballo para regresar a la columna. Corfe permaneció sentado en su montura y observó cómo los merduk liberados corrían frenéticamente colina arriba, hasta convertirse en simples puntos contra la silueta manchada de nieve de las montañas de Thuria en el horizonte frente a ellos. Durante un instante loco e incomprensible, casi deseó estar corriendo con ellos.

Los exploradores catedralistas los guiaron aquella noche. El tiempo había empeorado hasta convertirse en una llovizna que azotaba los rostros al ser arrojada contra ellos por los vientos de las montañas, pero su sonido serviría al menos para disimular el ruido de sus pasos y el tintineo de las armas. Los hombres tenían la cabeza baja y arrastraban los pies, y en la tormentosa oscuridad media docena de mulas habían conseguido liberarse de sus cuidadores y se habían perdido, pero en general el ejército estaba intacto, la columna algo maltrecha pero todavía entera. Andruw había localizado un lugar plano para acampar a unas cinco millas al norte de la ciudad. Un riachuelo atravesaba el lugar, un verdadero regalo para hombres y caballos, pero cuando los agotados soldados llegaron al campamento, sus cabezas se levantaron para observar atentamente el horizonte del sur. Había un resplandor naranja temblando en el cielo. Berrona estaba en llamas.

Andruw saludó a Corfe sin sonreír, con el rostro convertido en un pálido borrón bajo el yelmo, marcado sólo por dos agujeros negros para los ojos y una rendija para la boca.

—Su caballería ha entrado en la ciudad hace varias horas —dijo—. Se llevaron a los hombres al sur. Ahora se están divirtiendo un poco con las mujeres.

Corfe se acercó a él hasta que sus rodillas se tocaron. Apoyó una mano en el hombro de Andruw.

—No podemos hacerlo. Esta noche no. Los hombres están agotados. Atacaremos al amanecer, Andruw.

Andruw asintió.

—Lo sé. Debemos actuar con sensatez. —Su voz parecía a punto de quebrarse por la tensión.

—¿Habéis explorado el cuerpo principal?

—Siguen acampados al sur. Su campamento está lleno de botín y mujeres de media docena de ciudades distintas. Estos chicos se lo han pasado muy bien aquí en el norte. Les debe parecer que están de vacaciones.

—Esto acabará mañana al amanecer, te lo prometo. Ahora reúne a los oficiales. Quiero que nos cuentes todo lo que sepas sobre las disposiciones de esos bastardos.

Andruw asintió y empezó a alejarse. Luego se detuvo.

—¿Corfe?

—¿Sí?

—Prométeme otra cosa. —La voz de Andruw sonaba cargada de dolor, pero la oscuridad era demasiado intensa para que Corfe leyera su expresión.

—Continúa.

—Prométeme que mañana no haremos prisioneros.

El viento y los ruidos apagados de un ejército preparándose para la noche llenaron el silencio que se extendió entre ellos. Política, estrategia, su conversación con Ranafast… Todo ello invadió como una nube la mente de Corfe. Pero ardiendo por debajo de todas las racionalizaciones estaba su propia ira, y el dolor de su amigo. Cuando Corfe respondió al fin, su voz sonó tan ronca como la de Andruw.

—De acuerdo, entonces. Mañana no habrá cuartel. Te lo prometo.

Capítulo 12

La ciudad de Berrona siempre había sido un lugar poco notable, disimulado en la frontera noroccidental de Torunna, no lejos del nacimiento del río Searil. Unas seis mil personas residían allí, a la sombra de las montañas de Thuria, y su único nexo con el resto de Torunna era una carretera polvorienta que serpenteaba hacia el sur a través de las colinas. Tras la caída del dique de Ormann, Berrona se encontraba técnicamente tras las líneas merduk, pero durante aquel invierno de matanzas y destrucciones había permanecido intacta. Estaba demasiado apartada, más cerca de Aekir que de Torunn, y protegida por las largas estribaciones de las montañas de Thuria, de modo que la guerra había pasado de largo y no era más que una fuente de historias y rumores. Unos cuantos supervivientes de la caída de Aekir habían conseguido llegar hasta allí y habían sido bien recibidos. Solían hablar en las abarrotadas tabernas de la ciudad, llenando a sus oyentes de terror con sus historias de guerras y atrocidades. «Marchaos de aquí», decían los fugitivos de Aekir. «Cruzad el Torrin mientras todavía estáis a tiempo». Pero los habitantes de la ciudad, aunque se estremecían al oír las terribles historias que contaban los refugiados, no podían creer que la guerra fuera a alcanzarlos. «Estamos demasiado apartados», decían. «¿Por qué iban los merduk a querer venir tan al norte, cuando los ejércitos están luchando en las llanuras en torno a la capital? Esperaremos a que acabe la guerra y veremos qué ocurre».

Los refugiados de Aekir, convertidos en maltrechas parodias de los prósperos ciudadanos que habían sido, se limitaban a sacudir la cabeza. Y aunque fueron invitados a quedarse con verdadera generosidad por los habitantes de Berrona, rehusaron y prosiguieron su huida hacia la cada vez más reducida frontera toruniana.

Pero parecía que los habitantes de la ciudad iban a tener razón. A medida que transcurría el invierno y el nuevo año envejecía, cada vez parecía más seguro que el mundo iba a olvidarlos y dejarlos en paz. Cazaban en las colinas como habían hecho siempre durante los meses oscuros, abrían agujeros para pescar en el hielo que cubría el Searil, y consumían sus conservas de carne, pescado y fruta seca. Y el mundo les dejaba en paz.

—¡Caballos, Arja! ¡Mira! ¡Hombres a caballo!

La muchacha se irguió, apoyando los puños en el hueco de su espalda como una anciana, aunque no tenía aún quince años. Se protegió los ojos contra el resplandor del sol sobre la nieve, y miró al otro lado de las blancas colinas, hacia donde señalaba su hermano menor temblando de excitación.

—Estás otra vez imaginando cosas, Narfi. Yo no veo nada. —Se inclinó para atar la cuerda de cuero alrededor del haz de leña que había recogido, con el cabello oscuro cayéndole en torno a la cara. Pero su hermano Narfi le tiró de la manga; su cabeza apenas alcanzaba el codo de la muchacha.

—¡Mira ahora! ¡Me apuesto algo a que ahora puedes verlos! Cualquiera podría.

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