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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantasía

El segundo imperio (33 page)

BOOK: El segundo imperio
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Aras no dijo nada durante largo rato. Cuando volvió a hablar, lo hizo con voz fuerte.

—¡Capitán Vennor!

Un joven con la librea de uno de los señores del sur asomó la cabeza por la puerta.

—¿Coronel?

—Que los hombres suelten las armas y abandonen sus posiciones. Este sacerdote debe ser escoltado a través de las líneas hasta los barracones fimbrios. Desmantelad las barricadas. Todo ha terminado.

El capitán Vennor lo miró fijamente.

—Señor… ¿por orden de quién…?

—¡Obedeced mis órdenes ahora mismo, maldita sea! Yo estoy al mando aquí. ¡Haced lo que os digo!

El sobresaltado oficial saludó y se retiró.

—Gracias —dijo Corfe en voz baja.

—Espero que habléis en mi favor en el consejo de guerra, señor —dijo Aras.

—¿Consejo de guerra? —Corfe se echó a reír—. Aras, mi querido amigo, os necesito en las filas. En cuanto hayamos solucionado este pequeño problema, hemos de preparar nuestra cita con el ejército merduk. No puedo permitirme perder a un oficial de vuestra experiencia.

Le tendió una mano. Aras vaciló, y luego la estrechó con calidez.

—No volveré a decepcionaros, señor. Soy vuestro hombre hasta la muerte.

Corfe sonrió.

—Creo que una parte de mí ya lo sabía; de lo contrario, habría escapado en cuanto me reconocisteis.

—¿Qué queréis que haga con estos mercenarios?

—Continuarán a vuestras órdenes por el momento. Mercenarios o no, siguen siendo torunianos. En cuanto Formio y sus hombres hayan salido, marcharemos juntos hacia el palacio.

Odelia estaba en el balcón, contemplando cómo el humo de la guerra se retorcía sobre la torturada ciudad. Junto a la puerta norte todavía se oían descargas de arcabuz, y la orilla del agua era una masa de fuego sobre la que el humo se elevaba en nubarrones negros. Los mástiles de los grandes barcos se recortaban, firmes y severos, contra las llamas. Algunos habían soltado amarras para salvarse del infierno, y avanzaban a la deriva por el estuario en dirección al mar.

Más cerca, el rugido ensordecedor de las ráfagas de artillería había cesado al fin, para ser reemplazado por una caótica tormenta de disparos de arcabuz y el estruendo atronador de hombres luchando por sus vidas. Los fimbrios estaban tomando el palacio, y pajes y doncellas aterrados habían acudido a sus aposentos para amontonarse en los rincones, como conejos huyendo de un incendio. Y Corfe estaba vivo.

Él y Formio estaban reconquistando el palacio habitación por habitación. Fournier había perdido la partida, y pronto perdería también la vida. La animó pensarlo.

Las puertas se abrieron de golpe y un sucio grupo de soldados irrumpió en la habitación, haciendo que las doncellas chillaran y se encogieran. Tras ellos apareció el propio conde Fournier, junto a Gabriel Venuzzi y unos cuantos jóvenes nobles del sur, que con tanta pompa habían entrado en la ciudad pocos días atrás. Todos iban cubiertos de hollín o manchados de sangre, con los ojos asustados y las espadas desenvainadas. Fournier, sin embargo, vestía de modo tan impecable como siempre; de hecho, parecía haber dedicado un cuidado especial a su apariencia, y lucía una casaca azul oscuro con medias negras y un estoque de empuñadura de plata. Sostenía un pañuelo junto a su nariz para no respirar el humo de pólvora que había invadido el palacio, pero cuando vio a la reina se lo guardó con un gesto elegante y se inclinó profundamente.

—Majestad.

—Mi querido conde. ¿Qué os trae por aquí a estas horas?

Un estruendo de disparos ahogó su réplica, y el conde frunció el ceño, irritado.

—Disculpad, majestad. Creí que era una cuestión de buenos modales venir a despedirme de vos.

—¿Vais a dejarnos entonces, conde?

Fournier sonrió.

—Por desgracia, sí. Pero mi viaje no será largo.

El rugido de la batalla pareció haber llegado al otro extremo del corredor. Los compañeros de Fournier salieron corriendo en dirección al estrépito, a excepción de Gabriel Venuzzi, que cayó al suelo y se echó a llorar.

—Antes de irme —continuó Fournier—, hay algo que me gustaría entregaros. Un regalo de despedida que espero sea de utilidad a la… a la nueva Torunna que sin duda resurgirá después de mi partida.

Se introdujo la mano en la casaca y extrajo un maltrecho pergamino. Estaba arrugado y manchado de sangre, y llevaba un sello roto.

—Veréis, señora, pese a lo que podáis pensar, nunca deseé ningún mal a este reino; simplemente, fui incapaz de ver otro modo de salvarlo distinto del mío. Es posible que otros lo salven, pero al mismo tiempo lo destruirán. Si todavía no veis a qué me refiero, estoy seguro de que algún día lo comprenderéis.

Odelia tomó el pergamino con una leve inclinación de cabeza.

—Os he de ver ahorcado, conde. Y vuestra cabeza colgará sobre las puertas de la ciudad.

Fournier sonrió.

—Lamento decepcionaros, majestad, pero soy un noble de la antigua escuela, y he decidido despedirme del mundo a mi modo. Perdonadme.

Se dirigió a una mesa de un rincón sobre la que había varios frascos de vino y brandy, ignorando los golpes y el estruendo del combate que se libraba unas cuantas puertas más allá. Sirviéndose una copa de vino, echó en ella un polvo blanco envuelto en un papelito que apretaba en la palma de su mano. Luego vació la copa con un rápido trago.

—Gaderiano. Un buen vino para terminar, supongo. —Hizo una inclinación perfecta. Cuando se incorporó, Odelia vio que un sudor repentino le había cubierto la frente. El conde dio un paso hacia ella; luego se dobló y cayó al suelo.

Odelia se acercó a él, y, a pesar de todo, se arrodilló y le acunó la cabeza en una mano.

—Sois un traidor, Fournier —dijo suavemente—, pero nunca os faltó valor.

Fournier le sonrió.

—Es un hombre hecho de sangre y hierro, señora. Nunca os hará feliz. —Luego sus ojos quedaron en blanco, y murió.

Odelia le cerró los párpados muertos, frunciendo el ceño. Los disparos del corredor alcanzaron su punto álgido, y luego se oyó el choque de acero contra acero, gritos de hombres y órdenes apenas comprensibles en el caos. Luego una voz que ella conocía muy bien gritó:

—¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego! Vosotros, soltad las armas. Formio, rodeadlos. Andruw, acompáñame.

Se hizo un silencio siniestro, y luego se oyeron pasos de botas en el corredor, resonando contra el suelo de mármol. Corfe y Andruw aparecieron en la puerta, junto a una guardia de fimbrios y catedralistas de mirada salvaje. El rostro de Corfe estaba lleno de morados y ennegrecido por la pólvora. La reina se levantó, dejando caer al suelo la cabeza de Fournier.

—Buenos días, general —dijo, ardiendo en deseos de correr hacia él y abrazarlo.

—Confío en que os encontréis bien, señora —replicó Corfe, recorriendo la habitación con los ojos. Al ver a Fournier, los entrecerró—. Veo que el conde ha conseguido escapar.

—Sí, justo en este momento.

—Ha tenido suerte. Lo hubiera empalado, de haberlo capturado con vida. Muchachos, registrad la habitación contigua. Aquel palurdo dijo que no hay nadie más, pero no podemos estar seguros. —Andruw y los demás soldados salieron con aire decidido. Corfe se fijó en el derrumbado y lloroso Venuzzi, y lo apartó de un puntapié.

—La ciudad está controlada, majestad —dijo—. Hemos enviado una patrulla a traer la cabeza del coronel Willem. Se ha escondido en el este con algunos soldados regulares.

—¿Y los demás conspiradores? —preguntó la reina.

—Los hemos ejecutado según los íbamos encontrando. Y eso me recuerda que… —Corfe desenvainó la espada de John Mogen. Hubo un destello veloz como un relámpago, un crujido repugnante, y la cabeza de Venuzzi saltó por los aires, unida al cuerpo sólo por una cinta de sangre arterial. Las doncellas chillaron, y una de ellas se desmayó. Odelia frunció los labios.

—¿Era necesario?

Corfe la miró sin rastro de compasión en los ojos.

—Ordenó matar a ochenta de mis hombres. Tiene suerte de haber muerto rápido. —Limpió su espada en el cadáver de Venuzzi.

Odelia le dio la espalda y se apartó del charco de sangre en el suelo.

—Limpiad esto —espetó a una de las doncellas.

De nuevo, el paisaje en el balcón. Una cuarta parte de la ciudad estaba en llamas, especialmente junto al río. Pero los disparos habían cesado. Macrobius seguía predicando en la plaza mayor, como llevaba haciendo desde el amanecer. Odelia se preguntó vagamente de qué estaría hablando.

Corfe se reunió con ella. Tenía un ojo hinchado que apenas podía abrir, y moratones negros en los pómulos y la mandíbula. Parecía un boxeador derrotado.

—Bueno, has salvado a la ciudad, general —dijo Odelia, furiosa con él por toda clase de motivos que no podía explicar—. Te felicito. Ahora sólo tienes que salvarnos de los merduk. —¿Era posible que las últimas palabras de Fournier la hubieran afectado? Aquel repugnante asesinato a sangre fría, ¡delante de sus propios ojos! ¿Qué clase de hombre era aquél?

—Marsch ha muerto —dijo Corfe en voz baja.

—¿Qué?

—Lo han matado cuando intentaba salir con el ejército.

Odelia se volvió hacia él y vio que las lágrimas le corrían por las mejillas, aunque su rostro parecía duro como el mármol.

—Oh, Corfe, cuánto lo siento. —Lo abrazó y él se abandonó por un instante, enterrando el rostro en el hueco de su hombro. Pero luego se apartó y se secó los ojos con los dedos.

—Ahora debo irme. Hay mucho que hacer, y queda poco tiempo.

La reina lo observó alejarse. Corfe salió de la habitación a ciegas, pisando la sangre de Venuzzi y dejando tras él un rastro de huellas sangrientas.

La agonía breve pero violenta de Torunn terminó al fin cuando el ejército regular aplastó los últimos restos del golpe abortado. Los incendios fueron controlados, y se movilizó a miles de ciudadanos para formar cadenas de cubos. Posado sobre un cerezo en la parte alta de los jardines del palacio, el homúnculo contemplaba el espectáculo sin parpadear. Al oscurecer, volvió a despegar y voló hacia el norte.

Aquella noche, junto a las almenas más altas de la única torre superviviente del dique de Ormann, Aurungzeb, el sultán de Ostrabar, golpeó con el puño la piedra inconmovible de la antigua fortaleza.

—¿Quién es aquí el soberano? ¿Quién está al mando? Shahr Johor, puedes ser mi
khedive
, pero no eres insustituible. Ya te hice caso una vez, y te perdoné por el fracaso resultante. ¡Ahora harás lo que te digo!

—Pero, alteza —protestó Shahr Johor—, cambiar el plan de batalla cuando faltan pocos días para que el ejército entre en contacto con el enemigo es… una temeridad.

—¿Qué has dicho?

Impotente, Shahr Johor se pellizcó la nariz.

—Perdonadme, mi sultán. Estoy algo fatigado.

—Sí, lo estás. Debes dormir un poco antes de que empiece la batalla. O no servirás para nada. —La voz de Aurungzeb perdió parte de su dureza—. No soy un bisoño en asuntos militares, Shahr Johor, y lo que estoy sugiriendo no implica un total cambio de planes, sino una simple alteración menor.

Shahr Johor asintió, demasiado agotado para seguir protestando.

—Batak no consiguió neutralizar al comandante en jefe toruniano. Ese traidor de Fournier tampoco podrá entregarme Torunn sin necesidad de luchar. Batak dice que el golpe de estado ha sido ya abortado, ¡en un solo día! Ha habido demasiadas intrigas… y todo ello es una pérdida de tiempo. Ya basta. La fuerza bruta es lo que destruirá ahora a los torunianos; eso, y un buen plan de batalla. He estudiado tus intenciones. —En aquel punto, Aurungzeb bajó la voz, hablando con tono más razonable—. Tu plan es bueno. No tengo ningún problema con él. Todo lo que pido es que refuerces ese flanco. Separa a diez mil
hraibadar
del cuerpo principal y envíalos con la caballería.

—No comprendo vuestro repentino deseo de cambiar el plan, alteza —dijo Shahr Johor con obstinación.

—Ha habido muchas idas y venidas de aquí a Torunn últimamente. Sospecho… —Aurungzeb bajó todavía más la voz— sospecho que hay un traidor entre nosotros.

Shahr Johor se irguió bruscamente.

—¿Estáis seguro?

Aurungzeb agitó una de sus manazas.

—No estoy seguro, pero prefiero no confiarme. Ese monje loco escapó de aquí con la ayuda de alguien de la corte… y quién sabe qué información podía contener su cerebro demente. Haz el cambio, Shahr Johor. Obedéceme. No me inmiscuiré más en tu dirección de esta batalla.

—Muy bien, mi sultán. Cedo ante vuestra superior sabiduría. El flanco de ataque que planeamos será reforzado, y con la mejor infantería de asalto que poseemos. Y nadie más que vos y yo lo sabremos, hasta el mismo día de la partida.

—Me tranquilizas, Shahr Johor. Es muy posible que ésta sea la batalla decisiva de la guerra. No podemos dejar nada al azar. Mehr Jirah tiene a medio ejército convencido de que el Santo occidental es también nuestro Profeta, y los
minhraib
, malditos sean, son lo bastante estúpidos para creer que eso significa el fin de la guerra contra los ramusianos. Es posible que ésta sea la última gran leva que Ostrabar pueda movilizar.

—No os fallaré, alteza —dijo con fervor Shahr Johor—. Caeremos sobre los infieles con la contundencia de un rayo. Dentro de pocos días, no más, estaréis sentado en Torunn, recibiendo el homenaje de la reina toruniana. Y ese famoso general suyo no será más que un recuerdo.

Capítulo 20

No había habido tiempo para reuniones del estado mayor, debates sobre estrategia ni ninguna de las discusiones de último minuto tan apreciadas por los oficiales desde que el hombre empezó a dirigir guerras organizadas. Antes de que se extinguieran los últimos rescoldos de los incendios que habían ardido en el muelle de Torunn, el ejército emprendió la marcha. Corfe se llevaba a treinta y cinco mil hombres de la capital, dejando a cuatro mil para defenderla. Algunos de los soldados de la guarnición y del ejército de campo habían estado luchando unos contra otros muy pocos días atrás, pero ante la necesidad de luchar contra los merduk, todos olvidaron sus antiguas lealtades. De todas formas, hubo que procurar mantener a los catedralistas lejos de los reclutas. Los salvajes estaban muy resentidos por la muerte de Marsch, y no tendían a perdonar u olvidar fácilmente.

Andruw estaba al mando de los catedralistas, con Ebro como segundo. Formio dirigía a los fimbrios, como siempre, y Ranafast a los veteranos del dique. El cuerpo principal de los regulares torunianos estaba bajo las órdenes del general Rusio, con Aras como segundo, y los reclutas recién llegados habían sido distribuidos entre los tercios más veteranos, dos o tres en cada compañía. En Torunna, la guarnición había quedado bajo el mando personal de la propia reina, lo que había hecho alzarse unas cuantas cejas. Pero Corfe simplemente no tenía más oficiales. Muchos habían muerto al ser liberados de las mazmorras. En cualquier caso, si el ejército de campo era destruido, Torunn no tendría ninguna posibilidad.

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