El señor de la Guerra de Marte, tercer título de la serie de John Carter de Marte, nos desvuelve a la acción bruscamente interrumpida en "Dioses de Marte", donde transcurrido un año marciano se espera ansiosamente la apertura de la celda del Templo del Sol. John Carter y sus inseparable Woola volverán a recorrer Barsoom, el Marte imaginado por el autor, desde las llanuras Carmesí del Valle Dor Hasta las tierras de los hombres amarillos.
Edgar Rice Burroughs
El Señor de la guerra de Marte
Ciclo John Carter 3
ePUB v1.1
NoOneSun24.03.12
Portada: LANANE
Colaboración: ORKELYON
CAPÍTULO I
En el río Iss
Cobijado a la sombra del bosque que bordea la roja llanura, junto al Mar Perdido de Korus, en el valle del Dor, bajo las pálidas lunas de Marte, que recorrían su ruta meteórica, muy próximas al centro del agonizante planeta, me deslicé sigilosamente siguiendo la pista de una forma oscura, que buscaba los sitios más sombríos, con una persistencia que proclamaba la siniestra naturaleza de su misión.
Durante seis largos meses marcianos había permanecido cerca del odioso templo del Sol, bajo cuya flecha giratoria, a gran profundidad de la superficie de Marte, estaba sepultada mi princesa, pero ignoraba si estaría viva o muerta. El fino puñal de Phaidor, ¿había traspasado aquel corazón tan amado? Sólo el tiempo podría revelar la verdad.
Seiscientos ochenta y siete días marcianos tenían que transcurrir antes de que la puerta de la celda se hallase de nuevo frente al extremo del túnel, desde donde, por última vez, había contemplado a mi siempre hermosa Dejah Thoris.
Ya habían pasado la mitad, o habrían pasado mañana y, sin embargo, vívida en mi memoria, borrando todo acontecimiento ocurrido antes o después, permanecía la última escena que precedió a la ráfaga de humo que nubló mis ojos antes de que la estrecha rendija por la cual había podido distinguir el interior de la celda se cerrase entre la princesa de Helium y yo durante un largo año marciano.
Como si fuese ayer, veía aún el hermoso rostro de Phaidor, hija de Matai Shang, descompuesto por los celos y el odio, al precipitarse con el puñal levantado sobre la mujer que yo amaba.
Veía a la muchacha roja, Thuvia de Ptarth, saltar hacia adelante para evitar el odioso crimen.
El humo del ardiente templo, en aquel momento, había venido a borrar la tragedia; pero en mis oídos resonaba el grito lanzado al caer el puñal. Después reinó el silencio, y cuando el humo se desvaneció, el templo giratorio había sepultado toda vista y sonido de la cámara, en la cual las tres hermosas mujeres quedaban prisioneras.
Desde aquel terrible momento, muchos asuntos habían ocupado mi atención; pero ni por un instante se había borrado el recuerdo de este hecho, y todo el tiempo que podía robar a los numerosos deberes que habían caído sobre mí, con la reconstitución del gobierno del Primer Nacido, desde que nuestra flota victoriosa y nuestras fuerzas de tierra los habían vencido, lo había pasado cerca de la sombría flecha que ocultaba a la madre de mi hijo, Carthoris de Helium.
La raza negra, que durante siglos había adorado a Issus, la falsa deidad de Marte, había quedado sumida en un caos por mi revelación de que sólo era una anciana cruel. En su furor, la habían despedazado.
Desde la cima de su egoísmo, el Primer Nacido había sido arrojado a la más profunda humillación. Su diosa había desaparecido y, con ella, todo el falso edificio de su religión. Su tan alabada Armada había sido derrotada por naves superiores y por los guerreros rojos de Helium.
Fieros guerreros verdes del fondo del mar de Marte exterior habían atravesado los jardines sagrados del templo de Issus, cabalgando sobre sus indómitos thoats, y Tars Tarkas, jeddak de Thark, el más fiero de todos ellos, se había apoderado del trono de Issus y gobernaba al Primer Nacido, mientras los aliados decidían la suerte del reino conquistado.
Eran casi unánimes las peticiones para que yo ocupase el antiguo trono de los hombres negros; hasta los mismos vencidos lo solicitaban; pero yo no quería admitirlo. Mi corazón nunca podría estar con la raza que había cubierto de ultrajes a mi princesa y a mi hijo.
Por indicación mía, Xodar se convirtió en jeddak del Primer Nacido. Había sido un dátor o príncipe, hasta que Issus le había degradado, de modo que su aptitud para el alto cargo que le había conferido no fue impugnada.
Asegurada de este modo la paz del valle del Dor, los guerreros verdes se dispersaron al fondo de sus desolados mares, mientras nosotros, los de Helium, volvimos a nuestra patria.
Aquí se me ofreció de nuevo un trono, no habiéndose sabido nada del desaparecido jeddak de Helium, Tardos Mors, abuelo de Dejah Thoris, o su hijo Mors Kajak, jed de Helium, su padre.
Más de un año había transcurrido desde que salieron a explorar el hemisferio Norte, buscando a Carthoris y, por fin, su desconsolado pueblo había aceptado como ciertos los vagos rumores de su muerte, que habían llegado de las heladas regiones del Polo.
De nuevo rehusé un trono, porque me resistía a creer que el poderoso Tardos Mors o su no menos temible hijo hubiesen muerto.
—Que uno de vuestra propia sangre os gobierne hasta que vuelvan —dije a los nobles de Helium, reunidos, al dirigirme a ellos desde el Pedestal de la Verdad, junto al trono del Derecho, en el templo de la Recompensa, desde el mismo sitio en donde me hallaba un año antes, cuando Zat Arras pronunció mi sentencia de muerte.
Mientras hablaba me adelanté y puse la mano sobre el hombro de Carthoris, que estaba entre los primeros en el círculo de nobles que me rodeaban.
Todos a una, nobles y plebeyos, prorrumpieron en prolongados vítores de aprobación. Diez mil espadas salieron de otras tantas vainas, y los gloriosos guerreros del antiguo Helium proclamaron a Carthoris jeddak de Helium.
Debía ocupar el trono toda su vida, a no ser que su abuelo o bisabuelo volviesen. Habiendo arreglado, de modo tan satisfactorio, este asunto importantísimo para Helium, salí al día siguiente para el valle del Dor, a fin de permanecer junto al templo del Sol hasta el día decisivo en que presenciase la apertura de la puerta de la celda donde mi perdido amor estaba sepultado.
Hor Vastus y Kantos Kan, con mis otros nobles ayudantes, habían quedado en Helium con Carthoris para que pudiese aprovecharse de su sabiduría, valor y lealtad en el cumplimiento de los arduos deberes que habían caído sobre él. Sólo Woola, mi perro marciano, me acompañaba.
Aquella noche, junto a mis pies, el fiel animal se movía suavemente siguiendo mis pasos. Tan grande como un póney, con una espantosa cabeza y horribles colmillos, tenía en verdad un aspecto horrible al deslizarse sobre sus diez cortas y musculosas patas; pero para mí era la personificación del cariño y la lealtad.
La figura que me precedía era la del negro dátor del Primer Nacido, Thurid, cuya eterna enemistad me había ganado el día que con mis desnudas manos lo derribé en el patio del templo de Issus y lo até con sus propios correajes ante los nobles y las damas, que un momento antes habían estado admirando sus hazañas.
Como muchos de los suyos, había aceptado, en apariencia, el nuevo orden de cosas de buen grado, jurando lealtad a Xodar, su nuevo gobernante; pero yo sabía que le odiaba y estaba seguro de que, en el fondo de su corazón, envidiaba y detestaba a Xodar; así es que había vigilado sus idas y venidas, logrando al fin convencerme de que ocultaba alguna intriga.
Varias veces le había observado salir de la amurallada ciudad del Primer Nacido, después de oscurecer, dirigiéndose al terrible y cruel valle del Dor, adonde ningún asunto honrado puede conducir a hombre alguno.
Aquella noche andaba apresuradamente a lo largo del lindero del bosque, hasta dejar muy atrás la ciudad; después, volviéndose, atravesó el rojo césped, dirigiéndose a la orilla del perdido mar de Korus.
Los rayos de la luna más cercana, oscilando a través del valle, hacían relucir las piedras preciosas que adornaban sus correajes y su brillante y suave piel, negra como el ébano. Por dos veces volvió la cabeza hacia el bosque, como quien teme ser observado, aunque debía creerse libre de persecución alguna.
No me atreví a seguirle hasta allí, bajo los rayos de la luna, puesto que favorecía mis planes el no interrumpir los suyos: quería que llegase a su destino sin sospechar nada para poder averiguar cuál era aquel destino y qué asunto era el que esperaba al trasnochador.
Así, pues, permanecí escondido hasta después que hubo desaparecido Thurid por encima del borde de la escarpada orilla junto al mar, un cuarto de kilómetro más allá. Entonces, con Woola a mis talones, me apresuré a atravesar la llanura tras el negro dátor.
La quietud del sepulcro envolvía el misterioso valle de la Muerte, agazapado profundamente en el caliente nido del área hundida, en el Polo Sur del moribundo planeta. A lo lejos, los Acantilados Áureos elevaban su poderosa barrera hasta muy cerca de los iluminados cielos, reluciendo los metales y piedras preciosas que los formaban a la brillante luz de las dos espléndidas lunas de Marte.
El bosque quedaba a mi espalda, podado y arreglado como el césped, con la simetría de un parque.
Ante mí se extendía el Mar Perdido de Korus, mientras que más allá distinguía la reluciente cinta del Iss, el río misterioso que nacía por debajo de los Acantilados Áureos, para desembocar en el Korus, al cual, durante innumerables años, habían sido llevados los engañados y desgraciados marcianos del mundo exterior en voluntaria peregrinación a este falso cielo.
Los hombres planta, con sus manos succionadoras de sangre, y los monstruosos monos blancos, que hacían a Dor espantoso de día, estaban de noche escondidos en sus guaridas.
Ya no había un sagrado Thern en la atalaya de los Acantilados Áureos, que daba sobre el Iss, para llamar con su destemplado grito a las víctimas que flotaban hacia sus manos sobre el frío y ancho seno del antiguo Iss.
Las Armadas de Helium y el Primer Nacido habían limpiado las fortalezas y los templos de sus therns, cuando rehusaron rendirse y aceptar el nuevo orden de cosas que desterraba su falsa religión del agonizante Marte.
En algunos países aislados conservaban aún su decadente poder; pero Matai Shang, su hekkador, padre de los therns, había sido expulsado de su templo. Grandes habían sido nuestros esfuerzos para capturarle; pero había logrado escapar con unos cuantos fieles y estaba escondido ignoramos dónde.
Al acercarme cautelosamente al borde de un pequeño peñasco, que daba sobre el Mar Perdido de Korus, vi a Thurid internándose en las relucientes ondas sobre un pequeño esquife, uno de esos antiquísimos botes de forma muy rara que los sagrados therns y sus sacerdotes, y therns inferiores, solían distribuir a lo largo de las orillas del Iss para facilitar la larga jornada de sus víctimas.
Sobre la playa, que se extendía a mil metros, había varios botes similares, cada uno con su larga pértiga, uno de cuyos extremos tenía un chuzo y el otro un remo. Thurid iba bordeando la playa, y al quedar oculto a mi vista por un promontorio, lancé uno de los botes; llamando a Woola me aparté de la orilla.
La persecución de Thurid me llevó bordeando a lo largo del mar hacia la boca del Iss. La luna más lejana se hallaba junto al horizonte, cubriendo, con profunda sombra, los bajos de los acantilados que franqueaban el agua. Thuvia, la luna más cercana, se había ocultado y no saldría de nuevo hasta dentro de cuatro horas; así es que me hallaba tranquilo respecto a la oscuridad durante al menos todo aquel espacio de tiempo.