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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ficcion, fantasía

El séptimo hijo (18 page)

BOOK: El séptimo hijo
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—Cercenando mis gozos y quimeras... —repitió Alvin—. Veo que no haces buenas migas con la religión.

—En cada aliento respiro religión —dijo Truecacuentos—. Anhelo visiones, busco las huellas de la mano de Dios. Pero, en este mundo, antes veo huellas de otra mano. Es un hilo de baba brillante que me quema al tocarlo.

Dios nos tiene medio olvidados en estos días, Al, pero al parecer Satán no teme hundirse en la ciénaga con la humanidad.

—Thrower dice que su iglesia es la casa de Dios...

Y Truecacuentos permaneció sentado, sin articular palabra durante largo rato.

Finalmente, Alvin se lo preguntó sin rodeos:

—Dime, ¿alguna vez has visto señas del diablo en esa iglesia?

En los días que Truecacuentos llevaba con ellos, Alvin había notado que el hombre nunca mentía exactamente. Pero cuando no quería dar la respuesta verdadera, recitaba un poema. Esa vez lo hizo.

Oh, Rosa, enferma estás. La invisible larva que vuela en la noche, en la vil ráfaga, ha hallado tu lecho de dicha escarlata y su amor perverso con tu vida acaba.

Las respuestas enrevesadas impacientaban a Alvin.

—Para escuchar algo que no comprendo me basta con leer a Isaías...

—Ah, niño, que me compares con el más grande de los profetas suena a música celestial en mis oídos.

—No veo de qué sirve ser tan gran profeta si nadie entiende lo que dices...

—O tal vez lo que quiso es que todos fuéramos profetas.

—No me gustan los profetas —aseguró Alvin—. En mi opinión, acaban todos tan muertos como el que más. —Era algo que había oído decir a su padre.

—Todos acaban muriendo—dijo Truecacuentos—. Pero algunos sobreviven en sus palabras.

—Las palabras nunca son lo que deben ser —repuso el niño—. Pero cuando hago una cosa, es la cosa que he hecho. Como cuando hago una cesta: es una cesta. Cuando se rompe, es una cesta rota. Pero cuando digo palabras, pueden mezclarse y confundirse. Thrower puede tomar mis propias palabras y darles la vuelta y hacer que digan lo contrario.

—Piénsalo de otro modo, Alvin. Cuando haces una cesta, no puede ser más que una cesta. Pero cuando dices palabras, pueden ser repetidas una y otra vez y llenar los corazones de los hombres a miles de kilómetros del sitio donde las pronunciaste. Las palabras tal vez magnifiquen, pero las cosas jamás son más que lo que son.

Alvin trató de imaginarlo y, mientras Truecacuentos lo decía, la imagen cobró vida en su mente. Palabras, invisibles como el aire, que salían de la boca de Truecacuentos y se transmitían de persona a persona. Creciendo y creciendo, pero siempre invisibles.

Entonces, de pronto, la visión cambió. Vio que las palabras salían de la boca del predicador como un temblor en el aire, se dispersaban, se introducían en todas las cosas... y entonces, inesperadamente la imagen se convirtió en su pesadilla, en ese sueño atroz que lo acosaba, dormido o despierto, y que le atravesaba el corazón hasta hacerle desear la muerte. El mundo se colmaba de una nada invisible y temblorosa que se introducía en todas partes y descomponía todo lo que existía. Alvin la veía rodar hacia él como una inmensa bola cada vez más grande. Había aprendido de las otras veces que, aunque apretara los puños, la nada se escurriría entre ellos y, aunque cerrara la boca y los ojos, se comprimiría contra su rostro y se filtraría por su nariz y por sus oídos...

Truecacuentos lo sacudió. Con fuerza. Alvin abrió los ojos. El aire trémulo se retiró hacia los confines de su vista. Allí era donde Alvin lo veía casi siempre, al acecho, apenas fuera de su ángulo de visión, alerta como una comadreja, dispuesto a invadir terreno apenas volviera la cabeza.

—¿Qué te ha sucedido, niño? —preguntó Truecacuentos. El temor asomaba en su rostro.

—Nada —respondió Alvin.

—No digas «nada» —repuso Truecacuentos—. De pronto he visto que el miedo se apoderaba de ti, como si estuvieras ante una terrible visión.

—No era una visión —dijo Alvin—. Una vez tuve una visión, y por eso lo sé.

—¿Eh? ¿Y cómo fue esa visión?

—Un Hombre Refulgente —confesó Alvin—. Jamás se lo he contado a nadie, y no pienso empezar ahora.

Truecacuentos no insistió.

—¿Y ahora, qué has visto? Si no era una visión... pues bien, ¿qué era?

—Nada. —Era una respuesta verdadera, pero también sabía que no era ninguna respuesta. Pero no quería decirlo. Cuando lo contaba a otros, siempre recibía burlas por armar tanto escándalo por nada.

Pero Truecacuentos no pensaba dejarle eludir su pregunta.

—He aguardado largo tiempo la hora de tener una visión verdadera. Y tú, Al Júnior, has visto una a plena luz del día, con los ojos bien abiertos. Has visto algo tan terrible que te ha dejado sin aliento, y ahora me dirás qué fue.

—Ya te lo he dicho. ¡Nada! —Y luego, en voz más baja—: Es nada, pero puedo verlo. El aire se pone turbulento por donde pasa...

—Es nada, pero no es invisible...

—Se filtra en todas las cosas. Se introduce en las rendijas más pequeñas y lo deshace todo. Se agita sin parar hasta que no queda más que polvo, y luego hace temblar el polvo, y yo trato de impedirlo, pero cada vez se vuelve más grande y echa a rodar por encima de todas las cosas, hasta que parece llenar el cielo y la tierra por entero. —Alvin no podía controlarse. Estaba temblando de frío, aun cuando estaba abrigado como un oso.

—¿Cuántas veces has visto esto antes?

—Desde que tengo memoria. Se me aparece cada tanto. La mayoría de las veces pienso en otra cosa y se retira.

—¿Adonde?

—Se retira. Se aleja de mi vista. —Alvin se puso de rodillas y finalmente se sentó, exhausto. Se sentó sobre el césped húmedo con sus pantalones de los domingos, pero ni siquiera reparó en ello—. Cuando hablaste de extenderse más y más vino a mi mente otra vez.

—Cuando un sueño vuelve sin cesar es que intenta decirte la verdad —dijo Truecacuentos.

El anciano estaba tan excitado con el asunto que Alvin se preguntó si realmente habría comprendido lo pavoroso que era.

—Esto no es una de tus historias, Truecacuentos.

—Lo será —repuso—en cuanto logre comprenderla.

Truecacuentos se sentó a su lado y pensó en silencio durante una eternidad.

Alvin estaba a su lado, retorciendo la hierba entre sus dedos. Pero no tardó en impacientarse.

—Quizá no puedas comprender nada. Tal vez sea una locura propia de mí. Tal vez me hayan hechizado...

—Vale —comenzó Truecacuentos, sin siquiera pensar en lo que Alvin acababa de decir—. He pensado en un significado. Déjame que te lo cuente, a ver si creemos en él.

A Alvin no le gustaba que lo ignoraran.

—O quizá seas tú el hechizado. ¿Alguna vez lo has pensado, Truecacuentos?

Truecacuentos apartó las dudas de Alvin de un manotazo.

—Todo el universo es un sueño de la mente de Dios, y mientras duerme, cree en él y las cosas siguen siendo reales. Lo que tú ves es que Dios comienza a despertar, y su vigilia se filtra por entre el sueño, deshace el universo, hasta que finalmente se sienta, se frota los ojos, y dice: «Caracoles, qué sueño.

Ojalá pudiera recordar qué era», y en ese momento todos desaparecemos.

—Miró a Alvin con ansiedad—. ¿Qué te parece?

—Si tú crees eso, Truecacuentos, eres tonto de remate, como dice Soldado de Dios.

—Aja, conque eso dice... —De pronto, Truecacuentos tomó la muñeca de Alvin de un zarpazo. Alvin se sorprendió tanto que dejó caer lo que tenía en la mano—. ¡No! Recógelo. Mira lo que estabas haciendo...

—Sólo jugueteaba, por todos los cielos.

Truecacuentos extendió su mano y recogió lo que Alvin había dejado caer. Era una cestilla diminuta, de menos de una pulgada de ancho, hecha de briznas de hierbas.

—Acabas de hacer esto.

—Supongo que sí —concedió Alvin.

—¿Por qué lo has hecho?

—Lo hice, eso es todo.

—¿Ni siquiera pensabas en lo que hacías?

—Bueno, a decir verdad, como canastilla no vale gran cosa. Solía hacérselas a Cally. De niño las llamaba cestas para bichos. Se deshacen con facilidad.

—Tuviste una visión de la nada y luego hiciste algo.

Alvin miró la cestilla.

—Supongo que sí.

—¿Siempre naces esto?

—Alvin pensó en las otras veces que había visto temblar el aire.

—Siempre estoy haciendo cosas —dijo—. No tiene significado. —Pero no te sientes bien nuevamente hasta que haces algo. Cuando se te presenta la visión de la nada, no logras serenarte hasta haber creado algo.

—Bueno, tal vez trabajando me tranquilice...

—Pero no se trata de trabajar, ¿verdad, niño? No creo que te serene cortar leña. Ni recoger huevos, ni bombear agua, ni cortar heno. Nada de eso te devuelve la paz.

Ahora Alvin comenzaba a ver la idea que había desarrollado Truecacuentos.

Era cierto, por lo que podía recordar. Solía despertar de sus pesadillas por la noche y no podía dejar de dar vueltas hasta haber tejido algo, o armado una muñeca para las sobrinitas con vainas de maíz o construido algún almiar. Lo mismo cuando la visión lo perseguía de día: no podía hacer bien ningún quehacer hasta crear algo que no existiera antes, aunque no fuera más que una pila de piedras o parte de un muro de adoquines.

—Es cierto, ¿verdad? ¿Lo haces todas las veces?

—Casi siempre.

—Déjame que te diga el nombre de esa nada. Es el Deshacedor.

—Jamás oí hablar de él.

—Ni yo, hasta ahora. Eso es porque le gusta mantenerse oculto. Es el enemigo de todo lo que existe. Lo único que busca es deshacerlo todo en pedazos, y deshacer esos pedazos en pedazos, hasta que no queda nada.

—Si uno rompe algo en partes y rompe las partes en partes, no es la nada lo que obtiene... —razonó Alvin—. Lo que consigue es un montón de pedacitos.

—Calla y escucha la historia —dijo Truecacuentos.

Alvin estaba acostumbrado a oírle decir eso. A Alvin se lo decía con más frecuencia que a ningún otro, sobrinitos incluidos.

—No estoy hablando del bien y el mal —dijo Truecacuentos—. Hasta el mismo diablo no puede permitirse eso de andar deshaciéndolo todo, pues en ese caso él también dejaría de existir, como todo lo demás. Las criaturas más perversas no desean la destrucción de todo, sino sólo explotarlo en provecho propio.

Alvin nunca antes había oído la palabra «explotarlo», pero le pareció horrible.

—Por ello, en la gran guerra entre el Deshacedor y todo lo demás, Dios y el diablo deberían estar en el mismo bando. Pero el diablo no lo sabe, y por ello demasiado a menudo acaba sirviendo al Deshacedor.

—¿Quieres decir que el diablo va a acabar por derrotarse a sí mismo?

—Mi historia no se refiere al diablo —repuso Truecacuentos. Cuando se le ocurría contar una historia, era más tenaz que la lluvia—. En la gran guerra contra el Deshacedor de tu visión, todos los hombres y mujeres del mundo deberían ser aliados. Pero el gran enemigo se mantiene invisible, de modo que nadie advierte estar sirviéndole involuntariamente. Nadie comprende que la guerra es el aliado del Deshacedor, puesto que destruye todo lo que toca.

Nadie comprende que el fuego, el crimen, la muerte, la concupiscencia y la codicia destruyen los frágiles lazos que convierten a los seres humanos en naciones, ciudades, familias, amigos y almas.

— Oye, debes de ser un profeta — dijo Alvin — , porque no entiendo nada de lo que dices.

— Profeta... — murmuró Truecacuentos — , pero fueron tus ojos los que lo vieron. Ahora conozco la agonía de Aarón: hablar con verdad, mas nunca ver la visión con los propios ojos.

— Estás exagerando con mis pesadillas. Truecacuentos permaneció en silencio, sentado en el suelo, con los codos sobre las rodillas y el mentón aplastado contra las palmas de las manos. Alvin trató de imaginar a qué se refería el hombre. Sin duda alguna, lo que él veía en sus sueños no era una cosa, eso seguro, por tanto, hablar del Deshacedor como si fuera una persona debía de ser una licencia poética. Pero tal vez fuese verdad y el Deshacedor no fuera una mera imaginación de su mente, sino algo real, y Al fuese el único capaz de verlo. Tal vez el mundo entero estuviera en un terrible peligro y la misión de Alvin fuera combatirlo, mantener a raya a ese ser, forzarlo a replegarse. Cuando el sueño lo acosaba, así era por cierto: Alvin no podía tolerarlo, quería alejarlo. Pero nunca lograba adivinar cómo.

— Supongamos que te creo — concedió Al. Supongamos que existiera ese Deshacedor.

Yo no puedo hacer nada de nada. Una sonrisa asomó lentamente al rostro de Truecacuentos. Se inclinó un poco de lado para liberar su mano, y con ella fue hasta el suelo sin premura y recogió la cestilla de hierba que yacía sobre el suelo.

—¿Esto te parece nada de nada?

—No es más que un puñado de hierba.

—Era un puñado de hierba —dijo Truecacuentos—. Y si tú lo destruyeras volvería a serlo. Pero ahora, en este mismo instante, es algo más que eso.

—Es una cestilla para bichos.

—Es algo hecho por ti.

—Bueno, sí. Es verdad que la hierba no crece con esta forma...

—Y cuando lo hiciste, derrotaste al Deshacedor.

—No por mucho.

—No —negó Truecacuentos—. Por haber hecho una canastilla para bichos. Por haber hecho tan poco lo derrotaste.

Y entonces la mente de Alvin vio con claridad lo que Truecacuentos trataba de decirle. Alvin conocía toda clase de opuestos en el mundo: el bien y el mal, la luz y la oscuridad, los libres y los esclavos, el amor y el odio... Pero por debajo de todos esos opuestos estaban el hacer y el deshacer. Tan profundamente que casi nadie advertía que era el oponente más formidable de todos. Pero él lo sabía, y eso hacía del Deshacedor su enemigo. Por eso el Deshacedor venía tras él en sueños. Después de todo, Alvin tenía sus dones.

Tenía el don de poner las cosas en orden, de dar a las cosas la forma que debían tener.

—Creo que mi visión verdadera tenía que ver con eso mismo —comentó Alvin.

—No tienes que hablarme del Hombre Refulgente —lo detuvo Truecacuentos—.

Nunca es mi intención fisgonear.

—¿Qué quieres decir? ¿Que fisgoneas por accidente?

Ésa era la clase de observaciones que en casa le valían un buen sopapo, pero Truecacuentos se contentó con echarse a reír.

—Hice algo malo sin saberlo siquiera —dijo Alvin—. Apareció el Hombre Refulgente y se detuvo a los pies de mi cama, y primero me mostró una visión de lo que había hecho, y así supe que había sido algo malo. Te digo que hasta lloré al saber que yo era tan pero tan malo. Pero luego me mostró para qué servía mi don, y ahora veo que es lo mismo de lo que tú hablas. Vi una piedra, la extraje de una montaña y era redonda como una bola, y al mirar de cerca vi que era el mundo entero, con bosques y animales, océanos y peces. Todo eso estaba allí. Y para eso sirve mi don: para intentar poner en orden las cosas.

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