Read El Séptimo Secreto Online

Authors: Irving Wallace

El Séptimo Secreto (28 page)

BOOK: El Séptimo Secreto
7.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Claro que sé lo que sucedió con Manfred Müller —dijo Anneliese Raab, mientras caminaba con paso enérgico por el pasillo del bloque de apartamentos Eden situado junto al hotel Palace en el Europa Center.

Anneliese confesó orgullosamente que poseía el costoso ático que acababan de dejar y también el apartamento que estaban a punto de visitar y que ella había convertido en su sala privada de proyecciones.

—Müller era un actor absolutamente maravilloso —aseguró a Tovah.

No resultó difícil para Tovah dar con Annaliese Raab, una mujer baja, fuerte, que llevaba una peluca rubia y rizada y un traje sastre gris, pues era muy conocida en la ciudad. Anneliese había aceptado cordialmente la entrevista, invitando a Tovah a ir a verla.

En cuanto Tovah expuso el motivo de su entrevista, Anneliese telefoneó a alguien de su sala de proyecciones, y pidió en tono enigmático a Tovah que la acompañase a ver un carrete o dos de las filmaciones de los Juegos Olímpicos de Berlín 1936, en cuya producción había ayudado a Leni Riefenstahl.

—Bueno, ¿y qué le pasó a Manfred Müller después de que la Gestapo lo atrapara en el club Lowendorff aquella noche de 1936? Anneliese miró divertida a Tovah y dijo:

—Pues que se convirtió en el doble de Hitler, claro. Venga, se lo mostraré.

Tovah Levine, excitada por la inesperada revelación, siguió a la cineasta alemana al interior de su sala de proyecciones, pequeña y bellamente decorada, con sus filas de butacas plegadas de cuero marrón.

Anneliese se instaló en un asiento junto al cuadro de mandos e hizo señas a Tovah para que se sentara a su lado. Anneliese apretó una tecla situada junto al micrófono y habló a alguien que estaba encima de ellos en la sala de proyección:

—Cuando estés a punto empezamos.

—Necesito cinco minutos para montar el carrete —anunció la voz incorpórea desde la cabina de proyección.

Anneliese se echó hacia atrás y giró un poco hacia Tovah.

—O sea que tenemos cinco minutos de explicaciones. Le diré lo que yo sé.

—Sobre el doble de Hitler —dijo Tovah con voz entrecortada.

La simple confirmación de esta posibilidad otorgaba validez inmediata a la búsqueda de Emily Ashcroft en pos de la verdad.

—Sí, Manfred Müller fue el doble de Hitler gracias a mí —dijo distraídamente Anneliese—. Por lo que yo dije a Hitler de él en una gran cena que el Führer celebró en honor del aviador y héroe norteamericano Charles A. Lindbergh. Antes de la cena los invitados se reunieron en grupos a charlar y a cotillear. Yo había conocido a Hitler en otro acto a través de Leni Riefenstahl. Pero Goebbels me vio que estaba bebiendo sola y me introdujo en el círculo de Hitler. Por entonces, yo era muy joven y realmente bastante guapa. Goebbels sabía que a Hitler le gustaba rodearse de chicas guapas, así que me llevó para que me uniera al coro de mujeres que adulaban al Führer. No recuerdo cómo sucedió, pero por un momento me hallé al lado de Hitler, un poco bebida. Supongo que había tomado demasiado vino. Sea como fuere, de repente estaba hablándole a Hitler del magnífico imitador suyo, del magnífico mimo llamado Manfred Müller que actuaba cada noche en el Lowendorff. Cuando acabé de contarlo, temí que se hubiera ofendido. Sin embargo, le había fascinado la historia. Me cogió por el codo y me apartó a un lado hasta que estuvimos solos. «¿Quieres decir —dijo Hitler— que este actor, Müller, se parece a mí?» Me di cuenta de que estaba realmente interesado, así que dije: «No se parece a usted, mein Führer. Es usted, una réplica exacta de usted en estatura, rasgos, movimientos. Ni siquiera creo que utilice maquillaje o medios artificiales para parecerse a usted. Es uno de esos accidentes de la naturaleza tan increíbles.» Entonces Hitler me pidió que repitiera dónde actuaba Manfred Müller. Se lo dije y supe que no lo olvidaría. Después de aquello, se sirvió la cena y todos ocupamos nuestros lugares en las mesas. La próxima vez que fui al club Lowendorff, supe que Manfred Müller ya no estaba actuando. Me dijeron que se había retirado. Lo cual no tenía sentido, porque era demasiado joven para haberse retirado.

—¿Cuándo supo usted que la Gestapo había cogido a Müller?

—Poco después —dijo Anneliese—. Meses antes de los Juegos Olímpicos, en agosto de 1936, habían encargado a Leni Riefenstahl la filmación oficial de los actos, en una película llamada Olympia. Para cubrir los dieciséis días Leni reunió un equipo de ciento sesenta especialistas, la mitad de ellos cámaras y ayudantes de cámara, y los preparó en los talleres Geyer. Yo fui ayudante de producción de Leni. Antes de aquéllas, todas las filmaciones de las Olimpiadas habían sido reproducciones aburridas, planas y unidimensionales de cada competición. Leni fue la primera en convertir una filmación olímpica en una obra de arte, pues ya introdujo en 1936 las técnicas que hoy en día son tan corrientes: zanjas o fosas para mantener bajos los ángulos de la cámara, cámaras que avanzaban sobre rieles para seguir a los corredores, rodajes subacuáticos, tomas de las actividades que se desarrollaban en tierra desde el Graf Zeppelin en el cielo. Unos cuantos días después de haber comenzado nuestros preparativos, Leni y yo estábamos tomando un aperitivo en la Haus Ruhwals y charlando de las actividades sociales de Berlín. Dije en tono casual a Leni que había dejado de asistir al espectáculo del club Lowendorff porque la atracción principal, Manfred Müller, ya no actuaba allí. Leni asintió con la cabeza. «Lo sé —me dijo—. Porque Müller ha empezado a trabajar para unser Führer» Me quedé asombrada. «¿A trabajar para Hitler?» Leni me lo explicó todo. Hitler había mandado detener a Müller para que lo llevaran a su presencia y comprobar si era cierto. Vio que Müller era su Doppelgänger. Así que sacó a Müller del Lowendorff y lo contrató para que le hiciera de doble.

—¿Está totalmente segura? —dijo Tovah.

Annelise pulsó el timbre del cuadro de mandos.

—Ahora lo verá por sí misma.

La sala de proyecciones se oscureció.

–El metraje original de nuestro Olympia fue de cuatrocientos mil metros. Le enseñaré solamente los dos primeros rollos, de la ceremonia de apertura. Ignore las festividades del día de la apertura, las ciento diez mil personas aclamando a las diez mil muchachas que actuaban en medio del campo, y a Richard Strauss dirigiendo la orquesta que interpretaba Deutschland über alles, y fíjese en el propio Hitler que está en la tarima oficial mirando la entrada de los competidores de las diferentes nacionalidades.

Tovah miraba a la pantalla hipnotizada

—Allí, allí se ve a Hitler observando la entrada del equipo austriaco que le saluda con el «Sieg Heil» nazi. Luego los franceses hacen casi lo mismo. —Los comentarios de Anneliese continuaron sobre el sonido apagado del proyector—. Espere a ver a los norteamericanos, que son los últimos. No hacen el saludo nazi ni inclinan la bandera de estrellas y franjas hacia Hitler. Verá que Hitler oculta su resentimiento, pero observará también el descontento de los espectadores en el estadio. Ahora, fíjese bien en Hitler. Se pregunta si es Hitler o su doble. Yo se lo puedo decir, el día de la apertura es Hitler. Apareció en persona. Porque pensaba que podría ser una estrategia propagandística. Fue la única vez que Hitler apareció en la Olimpiada. Sin embargo, le verá otras cuatro veces.

Mientras la película parpadeaba sobre la pantalla, Tovah se concentró en lo que veía.

Anneliese siguió hablando.

—Éste es el segundo día de las Olimpiadas de Berlín, pero realmente el primero de las competiciones. Aquí verá a Hitler de nuevo. Está felicitando a Hans Völlke, nuestro lanzador de pesa alemán y nuestra primera medalla de oro. Aquí puede ver a Hitler felicitando a los tres finlandeses que ganaron todas las medallas en la prueba de diez mil metros. Luego le ve felicitando a nuestras ganadoras de medalla de oro y plata en la competición de lanzamiento de jabalina femenino. Un Adolf Hitler muy agradable. —Anneliese hizo una pausa teatral y dijo enfáticamente—: Con la característica de que el Führer que estaba saludando a los vencedores el segundo día no era Hitler. Era su doble en acción. Era Manfred Müller.

—¿Cómo puede adivinarlo? —preguntó Tovah.

—No tengo que adivinarlo. Lo sé. Si pudiera señalar alguna diferencia tendría que observar las orejas del Hitler real y del Hitler falso. La configuración varía, aunque también ligeramente.

Después, cuando la película se hubo terminado y se encendieron las luces en la sala de proyección, Anneliese continuó hablando con Tovah.

—Hitler estaba orgulloso de organizar los Juegos Olímpicos, sin embargo no tenía ningún interés en los deportes. Tenía demasiadas cosas en qué pensar. Ordenó a Manfred Müller que apareciera en su lugar. Y tan perfecta fue la actuación de Müller, que ni un solo asistente captó nunca la diferencia. Pero no me interprete mal. Hitler siempre aparecía en persona cuando se trataba de algún acontecimiento político importante, como el gigantesco Rally de Nuremberg que filmamos en 1934, y que producimos con el título de Triumph des Willens, y otras concentraciones políticas celebradas después de que contratara a Müller. Cuando se le pedía que asistiera a algún acto político de poca importancia solía enviar a Manfred Müller.

—Cuesta creerlo —dijo Tovah.

—Es cierto. Le diré algo que aún cuesta más de creer. Un atleta norteamericano llamado Carson Thompson escribió unas memorias hace poco afirmando que Eva Braun visitó la ciudad Olímpica de Berlín para conocer a los jugadores de béisbol norteamericanos.

—¿Cómo pudo ser eso? Creía que Hitler tenía escondida a Eva Braun?

—Casi siempre sí. Pero Eva adoraba todo lo que viniera de Norteamérica. Probablemente vio Lo que el viento se llevó media docena de veces. También le encantaba todo lo relacionado con el deporte norteamericano, especialmente el béisbol. Ella deseaba hacer alguno de los comentarios para el documental olímpico de Leni Riefenstahl, y por eso quería saber más detalles sobre el béisbol. Se las arregló para ir a conocer a los jugadores olímpicos norteamericanos de béisbol que estaban en Berlín jugando un partido de exhibición. Pero en el último momento, Hitler no la dejó ir en persona. Hitler envió a Hannah Wald, otra doble, en lugar de Eva, para visitar a los americanos. Hannah era una joven y atractiva actriz de segunda fila que pasaba por Eva Braun.

—¿Qué pasó con Hannah Wald?

—Eso me gustaría saber —dijo Anneliese—, pero no pude seguirle la pista después de la década de 1930. Se evaporó, simplemente desapareció de vista.

—Y qué pasó finalmente con Manfred Müller? ¿Dónde fue a parar?

Anneliese dijo con un gesto de impotencia:

—Confieso que tampoco estoy enterada. Sé que Hitler le siguió utilizando hasta 1942. Después de entonces, especialmente cuando la guerra comenzó a irle mal, Hitler estaba demasiado acosado y ocupado con sus generales para molestarse en hablar con Leni o conmigo, o en vernos.

—¿Podría haber alguien que supiese si Manfred Müller sigue vivo?

—Bueno, tenía familia... —dijo Anneliese lentamente—, al menos sé que tenía un hijo. Recuerdo en qué trabajaba. Hace unos años leí un artículo en alguna parte sobre los hijos de los grandes actores alemanes. Me sorprendió ver que había una pequeña mención de Manfred Müller. Y también había una cita de su hijo, Josef Müller, que trabajaba como controlador de vuelos de Lufthansa. Josef decía en su cita que le hubiera gustado ver a su padre en sus buenos tiempos. Eso me dio una idea atractiva y sentimental. Copié el rodaje que acabamos de ver donde Müller representa a Hitler en la película Olympia y mandé la copia a Josef Müller con una nota que decía: «Si quiere saber cómo era su padre en los buenos tiempos, aquí lo tiene.» A Josef le emocionó recibir la película y me escribió una nota de agradecimiento con su membrete personal. Lo buscaré con mucho gusto, me pondré en contacto con él y le pediré que la llame al Bristol Kempinski.

—No sabe cuánto se lo agradezco —dijo Tovah.

Cuando después estaban a punto de separarse en la puerta del ático de Anneliese Raab, Tovah se detuvo un momento para comentarle algo que tenía en mente. Era arriesgado, pero se decidió hacerlo.

—Fräulein Raab, una cosa más —dijo Tovah—, algo que me he estado preguntando mientras hablábamos.

—¿Dígame, por favor?

—Si Hitler tenía un doble, tal vez fue el doble quien murió en el búnker del Führer y fue incinerado, el doble y no el propio Hitler. Anneliese se detuvo perpleja.

—¡Qué idea tan asombrosa!

—Pero posible.

—Y poco probable —dijo Anneliese. Y luego encogiéndose de hombros añadió—: Aunque, por supuesto, todo es posible. —Miró fijamente a Tovah—. Pero hay un problema. Si Hitler no murió en el búnker, ¿qué fue de él?

7

El jefe de Policía Wolfgang Schmidt se sentó frente a Evelyn Hoffmann en su mesa de costumbre y esperó a que acabaran de servir su salchicha, su cerveza, el té para ella y la cesta de panecillos para ambos.

Schmidt estaba de mal humor, y no reveló lo que tenía que decir hasta que Evelyn hubo cogido un panecillo, lo abrió y lo untó con mantequilla, y comenzó a sorber su té.

Schmidt carraspeó antes de decir:

—Effie, traigo noticias que no son especialmente buenas, pero tampoco malas del todo.

Ella dejó su taza y dijo:

—Adelante Wolfgang.

—Te prometí que impediría que aquella señora británica, Emily Ashcroft, husmeara en el pasado. Me temo que mi primer intento por detenerla ha fracasado.

—¿Trataste de ahuyentarla?

—No, Effie, intenté liquidarla; pero la misión se vio interrumpida, de un modo más bien accidental. La encargué a un hombre bastante preparado, con experiencia. Éste penetró en la suite del Kempinski, pero luego sucedió algo inesperado. Cuando mi agente estaba a punto de tomar contacto con la Ashcroft, un hombre, un americano, llamado Foster, se interpuso entre ellos. Foster resultó ser muy rápido y ágil, y también muy fuerte. Después supe que se había entrenado en el ejército norteamericano, para la aventura del Vietnam, y que se ha mantenido en forma desde entonces. Se entrometió. Fue una suerte que no dejara sin sentido a mi agente y lo capturara. Mi hombre logró escapar.

—¡Gracias a Dios!

—Después de esto, nuestro próximo paso será más arriesgado, porque ahora la Ashcroft está sobre aviso y va con pies de plomo. No se quedará sola ni un momento. Logró incluso que ese Rex Foster dejara su habitación y se instalara en su suite.

BOOK: El Séptimo Secreto
7.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

These Dead Lands: Immolation by Stephen Knight, Scott Wolf
Fly Away Home by Jennifer Weiner
The Berkeley Method by Taylor, J. S.
Matagorda (1967) by L'amour, Louis
Shockball by Viehl, S. L.
Codename Winter by Ross, Aubrey
Water Steps by A. LaFaye
Island's End by Padma Venkatraman
Peaceweaver by Rebecca Barnhouse