El sindicato de policía Yiddish (49 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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Litvak escribió algo en su cuaderno y se lo pasó a Roboy.

—Es tarde —dijo Roboy—. Y está oscuro. Permítanos que la alojemos esta noche.

Ella pareció considerar la posibilidad de rechazar la oferta durante un largo rato. Después asintió con la cabeza.

—Buena idea —dijo.

Al pie de la larga escalera de caracol, Shpilman se detuvo para contemplar los detalles del ascenso y la plataforma del montacargas inclinado, y pareció sentir cierto reparo: un presagio ominoso, un acceso repentino de comprensión de todo lo que en adelante se iba a esperar de él. Con cierto dramatismo, se dejó caer en la silla de ruedas de Roboy.

—Me he dejado la capa en casa —dijo.

Cuando llegaron a lo alto, se quedó en la silla y dejó que la Landsman lo empujara hasta llegar al edificio principal. La tensión del viaje o el paso que acababa de dar por fin o la caída del nivel de heroína en su sangre estaba empezando a notarse. Pero cuando llegaron a la habitación de la planta baja que habían preparado para él —una cama, un escritorio y un elegante ajedrez inglés— se recuperó. Se metió la mano en el bolsillo de su traje arrugado y sacó un paquete de cartón de color negro y amarillo brillante.


Nu
, entiendo que no está de más un
mazel tov
, ¿no? —dijo repartiendo media docena de puros Cohiba de aspecto estupendo. El olor que desprendían, aun sin encender y a un metro de sus orificios nasales, bastó para susurrarle a Litvak promesas de descanso bien merecido, sábanas limpias, agua caliente, mujeres de piel morena y la tranquilidad que sigue a las batallas brutales—. Me dicen que es chica.

Durante un momento nadie supo de qué estaba hablando, y luego todos soltaron risas nerviosas, salvo Litvak y Turteltoyb, cuyas mejillas se pusieron del color del
borscht
. Turteltoyb sabía, igual que todos los demás, que a Shpilman no había que darle ningún detalle del plan, incluyendo la vaquilla recién nacida, hasta que Litvak diera la orden.

Litvak tiró de un golpe el puro que Shpilman tenía en la mano blanda. Miró con el ceño fruncido a Turteltoyb y apenas pudo verlo a través del caldo de color rojo sangre de su furia. La certeza que había sentido abajo en los muelles de que Shpilman iba a servir a sus necesidades se volvió abruptamente del revés. Un hombre como Shpilman, un talento como el de Shpilman, nunca podría servir a nadie. Solamente podía ser servido, y en especial por la persona que poseía dicho talento. No era de extrañar que el pobre desgraciado llevara tanto tiempo escondiéndose del mismo.

«Fuera.»

Ellos leyeron su mensaje y desfilaron uno tras otro fuera de la habitación, la última de todos la Landsman, que preguntó bien alto para que todos la oyeran dónde iba a dormir ella y luego le aseguró con firmeza a Mendel que lo vería a la mañana siguiente. En aquel momento a Litvak se le ocurrió vagamente que ella podría estar concertando una cita, pero su idea de que era lesbiana canceló aquel pensamiento antes de que tuviera tiempo de considerarlo con seriedad. A Litvak no se le ocurrió que la judía, dispuesta como estaba siempre a vivir cualquier aventura, ya estaba sentando las bases para la osada huida que Mendel todavía no había decidido intentar. La Landsman encendió una cerilla y le dio una calada a su puro para encenderlo. Luego salió con paso tranquilo.

—No se lo recrimine al chico,
reb
Litvak —dijo Shpilman cuando se quedaron solos—. A la gente se le escapan las cosas delante de mí. Pero supongo que ya se ha dado cuenta. Por favor, coja un puro. Adelante. Son muy buenos.

Shpilman cogió el corona que Litvak le había hecho soltar de la mano, y como Litvak no lo aceptó ni lo rechazó, el
yid
se lo acercó a la cara a Litvak y se lo puso suavemente en los labios. Y allí se quedó, exudando sus olores a salsa de carne y a corcho y a algarrobo, unos olores como de coño que removían antiguas nostalgias. Se oyó un clic y un chasquido y Litvak se inclinó asombrado hacia delante y acercó la punta del puro a la llama de su propio encendedor Zippo. Sintió el shock momentáneo de un milagro. Luego sonrió e hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza, sintiendo una especie de alivio aturdido por la llegada con retraso de una explicación lógica: debió de dejarse el encendedor en Sitka, donde Gold y Turteltoyb lo encontraron y lo trajeron consigo en el vuelo al estrecho de Peril. Shpilman lo debió de coger prestado y, con sus instintos de yonqui, se lo guardó en el bolsillo después de encender un
papiros
. Sí, bien.

El puro se encendió con un crujido y un destello. Cuando Litvak volvió a levantar la vista de las brasas resplandecientes, Shpilman lo estaba mirando fijamente con aquellos extraños ojos de mosaico, con motas doradas y verdes. Bien, se dijo a sí mismo otra vez Litvak. Un puro muy bueno.

—Adelante —dijo Shpilman. Le metió el Zippo en la mano a Litvak—. Adelante,
reb
Litvak. Encienda la vela. No tiene que decir ninguna oración. No tiene que hacer ni sentir nada. Limítese a encenderla. Hágalo.

Mientras la lógica se escapaba del mundo, para no volver nunca del todo, Shpilman metió la mano en el bolsillo de la chaqueta de Litvak y sacó el vaso con la cera y la mecha. Litvak no le pudo encontrar ninguna explicación a aquel truco. Cogió la vela que le daba Shpilman y la puso sobre la mesa. Accionó el pedernal frotándolo con el pulgar. Sintió la intensa calidez de la mano de Shpilman sobre su hombro. El puño de su corazón empezó a relajarse, de la misma forma en que lo haría el día en que por fin pusiera el pie en la casa donde estaba destinado a vivir. Era una sensación aterradora. Abrió la boca.

—No —dijo con una voz que, para su asombro, tenía dentro de sí una nota de humanidad.

Cerró el encendedor de golpe y apartó la mano de Shpilman de un golpe tan violento que Shpilman perdió el equilibrio, tropezó y se dio con la cabeza en el estante de metal. La fuerza del golpe hizo que la vela se soltara y cayera contra el suelo de baldosas. El cristal se partió en tres grandes trozos. El cilindro de cera se partió en dos.

—No lo quiero —graznó Litvak—. No estoy listo.

Pero cuando bajó la vista para mirar a Shpilman, despatarrado en el suelo, aturdido y sangrando de un corte en la sien derecha, supo que ya era demasiado tarde.

40

Justo cuando Litvak deja su pluma, se oye un tumulto fuera: media palabrota, cristales rotos, el aire abandonando de un soplido los pulmones de alguien. Luego Berko Shemets entra paseando en el dormitorio. Trae la cabeza de Gold debajo del brazo como si trajera un asado apetitoso y al resto de Gold a rastras detrás. Los talones del
ganef
cavan hondos surcos en la moqueta. Berko cierra de un portazo detrás de él. Tiene el
sholem
desenfundado y buscando como la aguja de una brújula el norte magnético de Alter Litvak. La sangre de Hertz forma un mapa sobre la camisa de cazador y los vaqueros de Berko. El sombrero de Berko está echado hacia atrás de una forma que hace que de su cara solo se vea el ceño y el blanco de los ojos. La cabeza de Gold suelta una mirada feroz de oráculo desde el interior del brazo de Berko.

—Tendrías que cagar sangre y pus —declama Gold—. Tendrías que coger la sarna como Job.

La pistola de Berko cambia de dirección para echar un vistazo al cerebro del joven
yid
dentro de su frágil contendor. Gold deja de forcejear y la pistola reanuda su inspección con un solo ojo del pecho de Alter Litvak.

—Berko —dice Landsman—, ¿qué es esta locura?

Berko lanza su mirada hacia Landsman como si fuera una carga enorme. Abre los labios, los cierra y coge aire. Parece tener algo importante que quiere expresar, un nombre, un encantamiento, una ecuación capaz de alterar el tiempo o de desanudar las cuerdas del mundo. O tal vez está intentando evitar desanudarse él mismo.

—Ese
yid
—dice, y luego en voz más baja y un poco ronca—: Mi madre.

Landsman ha visto tal vez una fotografía de Laurie Jo Oso. Consigue rescatar un vago recuerdo de un flequillo negro cardado, gafas rosadas y una sonrisa de listilla. Pero para él la mujer ni siquiera es un fantasma. Berko solía contar historias sobre la vida en los territorios
indianer
. Baloncesto, cacerías de focas, borrachos y tíos, historias de Willie Dick, la historia de la oreja humana sobre la mesa. Landsman no recuerda ninguna historia sobre la madre. Supone que siempre ha sabido que Berko debió de pagar algún precio por darse la vuelta a sí mismo tan completamente como lo hizo, alguna clase de gesta heroica de olvido. Simplemente nunca se molestó en pensar en ello como una pérdida. Un fracaso de la imaginación, un pecado peor en un
shammes
que entrar en un sitio peligroso sin refuerzos. O tal vez sea una forma distinta del mismo pecado.

—No hay duda —dice Landsman dando un paso hacia su compañero—. Un mal tipo. Merece una bala.

—Tienes dos niños, Berko —dice Bina en su tono más frío—. Tienes a Ester-Malke. Tienes un futuro que no puedes tirar por la borda.

—No lo tiene —dice Gold, o intenta decirlo.

Berko le aprieta el cuello con más fuerza y Gold se atraganta, intentando dar la vuelta, afianzar los pies en el suelo.

Litvak escribe algo en el dorso del cuaderno sin apartar la mirada de Berko.

—¿Qué pasa? —dice Berko—. ¿Qué ha escrito?

«Aquí no hay futuro para ningún judío.»

—Sí, sí —dice Landsman—. Ya lo pillamos.

Le quita la pluma y el cuaderno a Litvak. Le da la vuelta a la última página y escribe, en americano: «
¡NO SEAS IDIOTA! ¡ESTÁS ACTUANDO COMO YO!
». Arranca la página y le tira la pluma y el cuaderno de vuelta a Litvak. Sostiene la página delante de la cara de Berko para que su compañero pueda leerla. Se trata de un argumento bastante convincente. Berko suelta a Gold justo cuando el
yid
se está poniendo todo de color morado. Gold se desploma en el suelo, intentando coger aire. La pistola titubea en el puño de Berko.

—Mató a tu
hermana
, Meyer.

—No sé si lo hizo o no —dice Landsman. Se gira hacia Litvak—. ¿Lo hizo usted?

Litvak dice que no con la cabeza y empieza a escribir algo en el cuaderno, pero antes de terminar, un clamor se desata en la sala de afuera. El jolgorio entusiasta pero avergonzado de un grupo de jóvenes que están viendo algo genial en la televisión. Alguien ha marcado un gol. A una chica que juega a voley playa se le ha caído la parte de arriba del bikini. Un momento más tarde, Landsman oye un eco del grito, cuyo sonido entra por la ventana abierta del apartamento del tejado como si lo trajera un viento lejano, del Harkavy, del Nachtasyl. Litvak sonríe y deja el cuaderno y la pluma de una forma extrañamente definitiva, como si ya no le quedara nada por decir. Como si toda su confesión condujera únicamente a este momento, y hubiera sido posible únicamente gracias al mismo. Gold gatea hasta la puerta, la abre como puede y por fin se pone de pie dando tumbos y va a la habitación de al lado. Bina se acerca a Berko y extiende la mano, y al cabo de un momento Berko le pone la pistola en la palma abierta.

En la sala exterior del apartamento del tejado, los jóvenes creyentes se abrazan entre ellos y dan saltos vestidos con sus trajes. Los
yarmulkes
se les caen de las cabezas. Las lágrimas les brillan en las caras.

En la enorme pantalla de televisión, Landsman ve por primera vez una imagen que pronto ocupará las portadas enteras de todos los periódicos del mundo. Por toda la ciudad, las manos ortodoxas la sujetarán con clips y con cinta adhesiva a sus puertas delanteras y ventanas. La enmarcarán y la colgarán detrás de los mostradores de sus tiendas. Algún entusiasta, como no puede ser de otra manera, ampliará la imagen hasta convertirla en póster de setenta centímetros por un metro. La cima de la colina de Jerusalén, atestada de callejones y casas. La meseta amplia y vacía de suelo adoquinado. El maxilar recortado de dientes quemados. El penacho magnífico de humo negro. Y debajo la inscripción, en letras azules, «
¡POR FIN!
». Esos pósters se venderán en la papelería por precios entre los diez y los doce con noventa y cinco dólares.

—Dios bendito. ¿Qué están haciendo? ¿Qué han hecho?

Hay muchas cosas que horrorizan a Landsman de la imagen en la pantalla del televisor, pero lo más horroroso de todo es el simple hecho de que unos judíos de Sitka han actuado sobre un objeto que se encuentra a doce mil kilómetros de distancia. Esto parece violar alguna ley fundamental de la física emocional que Landsman entiende. El espacio-tiempo de Sitka es un fenómeno curvado: un
yid
puede extender el brazo al máximo en cualquier dirección y terminar simplemente dándose un golpecito en la espalda.

—¿Y qué hay de Mendel? —dice.

—Supongo que ya lo tenían todo demasiado avanzado para pararlo —dice Bina—. Supongo que se limitaron a continuar sin él.

Resulta perverso, pero por alguna razón, la idea hace que Landsman se entristezca por Mendel. A partir de ahora, todo y todos continuarán sin él.

Durante un par de minutos Bina se queda mirando cómo los muchachos arman escándalo, con los brazos cruzados, sin ninguna expresión en la cara más que en el rabillo de los ojos.

La forma en que está mirando le recuerda a Landsman a la fiesta de compromiso de una amiga de Bina a la que asistieron hace años. La anfitriona se iba a casar con un mexicano, y a modo de chiste, la fiesta tenía como tema el Cinco de Mayo. Colgaron un pingüino de cartón piedra de un árbol del jardín. Luego vendaron los ojos de los niños y los mandaron de un empujoncito, armados con palos, a atizarle golpes al pingüino para que se abriera. Los niños se dedicaron a golpear al pingüino con salvajismo, hasta que cayó un chaparrón de caramelos. No era más que un puñado de caramelos duros envueltos, de toffee, menta y mantequilla con azúcar, de esos que se puede confiar que la tía abuela de uno lleva en un bolsillito polvoriento de su bolso. Pero mientras llovían del cielo, los niños se apiñaron presa de un placer bestial. Y Bina se los quedó mirando con los brazos cruzados y una arruga en el rabillo de los ojos.

Ella le devuelve su
sholem
a Berko y desenfunda el suyo.

—Cállate —dice Bina, y luego en americano—: ¡Cállate, cojones!

Algunos de los jóvenes han sacado sus
shoyfers
y están intentando llamar a gente, pero en Sitka todo el mundo debe de estar intentando llamar a alguien. Se enseñan entre ellos los mensajes de error que están recibiendo en las pantallas de sus teléfonos. La red está sobrecargada. Bina va hasta el televisor y le da una patada al cable que arranca el enchufe de la pared. La televisión suelta un suspiro.

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