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Authors: Leonard Foglia,David Richards

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El sudario (18 page)

BOOK: El sudario
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—Sí, Teri Zito. No quiero molestarla, señora Whitfield —pensaba que Hannah la apoyaría, pero Jolene ya estaba decidida.

—No aceptaré un no por respuesta, Teri. Es lo menos que puedo hacer. Nuestra casa es la casa de Hannah, después de todo. Me siento en deuda con ella, viéndola comer aquí con su amiga. No me hagas sentir aún peor. Tened una buena charla, os veo a las dos en breve.

Sin esperar respuesta, salió apresuradamente, produciendo otro agudo campanilleo en la puerta. Se alejó caminando por la vereda.

—Un poco controladora y dominante, ¿eh? —dijo Teri una vez que la perdieron de vista—. No creo que estuviera particularmente contenta de verme.

—No le dije que venías. Se ha quedado sorprendida. Creo que yo te quería para mí solita. Jolene es buena persona, pero tiene un modo de entrometerse…

Teri examinó a su amiga.

—¿Todo va bien?

—Sí, todo va bien. Bueno, a veces Jolene me saca de quicio. Es rara.

—Cuéntame más, no seas tan calladita.

—Bueno, por ejemplo este anillo —alzó la mano izquierda—. Ella y su marido quieren que use una alianza matrimonial cuando salgo, para que todos piensen que estoy casada.

—Mientras te lo dejen después…

—Creo que preferirían que ni siquiera saliera a la calle.

—¿Por algún motivo?

—Son misteriosos. Bueno, no, ésa no es la palabra correcta. Son gente muy reservada. A veces creo que no los conozco en absoluto.

Relató su aparición nocturna en el jardín y cómo ambos habían permanecido de pie, bajo la luz de la luna, inmóviles durante unos minutos, y confesó a su amiga que nunca habían mencionado el incidente. Además, esa misma mañana oyó la voz en el contestador del estudio de Jolene.

—¿Qué hay de raro en eso?

—Me dijeron que no tenían hijos. Que no podían tener hijos. ¡Por eso hago lo que hago!

—¿Estás segura de que esa persona dijo «mamá»?

—Sí —a Hannah le incomodaba la mirada de Teri—. Muy segura. Aunque ahora, no sé. Estoy confundida todo el tiempo. A veces querría no haberme enterado nunca de la existencia de Aliados de la Familia.

—Bueno, cálmate, preciosa. No te enfrentas a un simple dolor de oídos. Tu cuerpo ya no es sólo tuyo. Ahora lo compartes con una personita y lo que sucede es sorprendente, maravilloso y terrible, e increíblemente confuso. Nick me dice a veces que conducir un camión con tráiler es un trabajo duro. Yo le respondo: «Tener un bebé es un trabajo difícil, llevar un puto camión con tráiler lo hace cualquiera» —Teri dejó que su amiga pensara en el último comentario, antes de agregar—: Vayamos a ver lo que nos tiene preparado Jolene.

—Se llama «delicia de ciruelas y pasas» —explicó Jolene mientras le pasaba el plato a Teri—. Pocas grasas y baja en calorías, si hemos de creer al panadero.

—Tiene buena pinta —observó la camarera cortésmente.

—Se conocen del restaurante, en Fall River, ¿no es verdad?

Estaban sentadas en torno a una mesa circular, en el jardín de invierno, donde Jolene había servido el té y una tarta de sospechoso parecido a un pastel de carne. Hannah pensó que se estaba excediendo en su papel de anfitriona bombardeando a Teri con preguntas y luego mostrándose muy interesada por respuestas que para ella tenían que ser irrelevantes.

—El Blue Dawn Diner, orgullo de la carretera interestatal.

—Estoy segura de que lo es. Personalmente, no conozco mucho ese tipo de lugares —Jolene cortó otra porción de tarta y se la alcanzó a Hannah—. Dime, Teri, ¿vienes mucho por aquí?

—No mucho. Hasta que Hannah se vino, no conocía a nadie por esta zona.

—Bueno, espero que vuelvas. Está claro que esta pequeña visita ha levantado una barbaridad el ánimo de Hannah.

—Lo intentaré, pero con dos niños en edad escolar no es fácil tener tiempo libre.

—¿Dos? Dios mío. Debes de estar muy bien organizada.

—Me las ingenio como puedo. A lo más que se puede aspirar es a tenerlos alimentados, limpios y sanos, y procurar que no se maten entre sí. Pronto empezará a comprobarlo por sí misma. Entonces, ¿éste será su primer hijo?

Jolene dejó el cuchillo sobre la mesa con cuidado y se sacudió algunas migas de los dedos con una servilleta.

—Sí, el primero y probablemente el único. No puedes imaginarte lo ilusionada que estoy. Es un mundo nuevo para mí.

Capítulo XXVII

Hannah escuchó pasos en la escalera, un suave golpe en la puerta y finalmente la voz de Jolene.

—Buenos días… ¿Hannah?… ¿Estás despierta, Hannah?…

Se mantuvo inmóvil y silenciosa en la cama. Primero miraba el elegante dosel, pero enseguida cerró los ojos para fingir que dormía en caso de que Jolene abriera la puerta y espiara. Hubo un segundo golpecito, pero la puerta permaneció cerrada. Luego los pasos cambiaron de dirección y se hicieron más débiles. Jolene regresaba a la cocina.

Hannah sabía que volvería en poco tiempo. El desayuno en la cama era ahora una rutina firmemente establecida. El día comenzaba invariablemente con Jolene llevándole su primer alimento de la jornada. No importaba lo temprano que se levantara la joven, Jolene siempre parecía haberlo hecho antes. El día también terminaba con Jolene, y a veces también Marshall, mirándola mientras subía las escaleras del segundo piso hacia su dormitorio, comprobando, como decían en su broma nocturna habitual, «que llegaba bien a su casa». ¡Como si alguien la fuera a secuestrar entre escalón y escalón!

Jolene, pues, abría y cerraba sus días. La controlaba.

Hannah se arrebujó en las mantas, arrugándolas cuanto pudo, para que pareciese que había pasado la noche en vela, dando vueltas sin poder dormir. Luego esperó a que se oyeran otra vez los pasos de Jolene.

Como había previsto, cuarenta y cinco minutos más tarde volvió, dando otra vez golpes en la puerta, esta vez más fuertes que antes.

—¿Hannah? ¡Es hora de levantarse! —en esta ocasión Jolene se tomó la libertad de asomarse—. No me gusta despertarte, pero son casi las diez de la mañana. Se enfría el desayuno.

—Está bien, ya estoy despierta —masculló Hannah en medio de un sonoro bostezo, con los ojos apretados para fingir que aún no estaba espabilada y que todavía trataba de acostumbrarse a la luz matinal—. Me noto con una falta total de energías —dijo, mientras estiraba los brazos sobre la cabeza.

—¿Ves qué fácilmente te agotas? —exclamó Jolene con autoridad—. Fue agradable que tu amiga te sorprendiera ayer con una visita, pero pienso que la próxima vez tendría que avisarnos antes, ¿no crees? Eso te permitiría planear las actividades por adelantado y conservar mejor tus fuerzas. ¿Sabía que el doctor te ordenó guardar reposo?

—Por eso vino a visitarme.

—Ah —Jolene siguió hablando mientras se ocupaba de la bandeja del desayuno—. ¿Hablas a menudo con ella? No me había dado cuenta. Tal vez, como estoy siempre en el estudio, no me entero… ¿Te apetece el zumo de manzana?

—Sí.

Le alcanzó a Hannah un vaso de zumo bastante frío.

—Haces bien. Creo que todos deberíamos esforzarnos por seguir en contacto con los viejos amigos. Marshall y yo no vemos a los nuestros tanto como quisiéramos. Así que, por favor, invita a Teri a almorzar cuando tú quieras. A ella o a quien desees. Lo único que te pido es que en el futuro me des cuarenta y ocho horas, para que pueda tener la nevera bien abastecida y procurar que la ropa sucia de Marshall no esté desparramada por toda la casa.

Hannah nunca había visto ni siquiera una corbata olvidada sobre el respaldo de una silla, y mucho menos una camisa o unos calcetines sucios. La casa estaba exageradamente limpia. Sólo el estudio de Jolene era un desastre. Así pues, cabía preguntarse cuál era la verdadera Jolene. ¿La loca por la limpieza que tenía frente a ella, o la artista que parecía inspirarse en medio de la suciedad y el caos? Fuera quien fuese, mentía más de la cuenta.

Por obligación, tomó un par de cucharadas de cereales caliente y luego dejó el tazón en la mesa con un suspiro.

—¿No tienes hambre? —preguntó Jolene.

—Tal vez tengas razón. El almuerzo de ayer con Teri me agotó. Se me ha ido el apetito… ¿Qué vas a hacer hoy, Jolene?

—Unos cuantos recados. Tengo que ir a comprar algo de comida y dejar unos trajes de Marshall en la tintorería.

—¿Te molestaría traerme champú?

—Por supuesto que no.

—Gracias. Uso champú de manzanilla Avedo. Lo venden en Craig J’s.

—¿Craig J’s? —la voz de Jolene reflejaba cierta sorpresa.

—Sí. En el Framingham Mall. Te daré el dinero.

—No es por el dinero, Hannah. Es que no había pensado ir tan lejos hoy.

—Ah, claro. No importa, entonces —se dejó caer de lado, dándole la espalda a Jolene.

—Bueno, tal vez podría… si es tan importante para ti.

—Lo es. Mira mi pelo, Jolene. Lo odio —se sentó casi de un salto y se agarró un mechón con aire de disgusto—. Está áspero y sin vida. Me estoy convirtiendo en una ballena gorda y fea.

—No seas tonta. Si necesitas champú, te lo traeré, pero con dos condiciones: terminas tu desayuno y te quedas en la cama hasta que vuelva.

—Gracias, Jolene. Te lo prometo —se tapó la boca con la mano y volvió a bostezar—. Me podría dormir otra vez.

Hannah esperó hasta que escuchó el sonido del motor cuando arrancaba y luego su marcha sobre la gravilla. Entonces se levantó y se puso su ropa habitual aquellos días: unos pantalones elásticos y un overol muy holgado que había pertenecido a Marshall. En el baño, cogió un frasco medio lleno de champú Prell del estante de la bañera y lo escondió bajo el lavabo, contenta de que Jolene no se hubiera molestado en comprobar si tenía o no jabón para la cabeza. No había usado productos Avedo en su vida. Eran demasiado caros. Los conocía porque había visto su publicidad en el escaparate de Craig J’s.

Se pasó el cepillo por el pelo, con muchas prisas, y luego bajó rápidamente las escaleras, hasta llegar a la puerta trasera.

Una vez dentro del estudio de Jolene, tuvo la sensación de que las obras de arte la estaban observando. No había caras en las telas, pero algo de la chorreante pintura, quizá los cortes, parecía pedir ayuda. Jolene había dicho que significaban lo que deseara el observador. No podía ser nada bueno, pensó Hannah. Cuanto más las miraba, más espantosas se volvían.

Se fue directamente a la mesa de trabajo y apartó los rollos de tela y la pila de trapos. Cubrían una especie de armario construido en la pared. Dentro encontró un teléfono inalámbrico y un contestador automático, tal como imaginaba. No había escuchado ningún timbre, sólo la voz de Jolene y luego el mensaje. Examinó los botones colocados en la parte lateral de la máquina.

Una idea cruzó su mente: marcó el número de la casa, y en cuanto comenzó a sonar, fue hasta la puerta del estudio a escuchar. Se oía el timbre, regular e insistente, sonando en el teléfono de la cocina. Colgó el inalámbrico. El campanilleo de la cocina cesó. Estaba claro que la línea del estudio era independiente.

Perpleja, volvió a examinar el teléfono y vio que la luz indicadora de mensajes del contestador titilaba. No dudó un momento en activarlo.

—Hola, mamá, soy Warren.

¡Mamá! Había oído correctamente. Jolene tenía un hijo adulto. Hannah cerró el armario y puso las telas y los trapos tal como estaban. A punto ya de salir, notó la presencia de un fichero metálico debajo de la mesa de trabajo de Jolene. Curiosa, abrió el cajón superior.

Como la mayoría de los ficheros, contenía cantidad de documentos legales y papeles semioficiales. Varias carpetas estaban dedicadas a cuentas y recibos de diversos negocios relacionados con el arte. La mujer guardaba catálogos de exposiciones anteriores. Material previsible en los archivos de una artista.

El cajón inferior estaba repleto de folletos sobre marcos, caballetes y pinceles, y muestrarios de colores y pinturas. Había una carpeta titulada «Viajes», cuyo grosor daba testimonio de la afición de los Whitfield por recorrer el mundo. Al fondo del cajón vio dos carpetas de acordeón sin marcar. La primera guardaba fotos viejas, algunas todavía en los sobres de revelado. Eran testimonio de reuniones familiares, cumpleaños, comidas, el tipo de eventos que la gente se siente obligada a guardar para la posteridad y que olvida una semana más tarde.

No faltaban las típicas fotos antiguas de vacaciones. En varias de ellas se veía a una Jolene más joven, vestida con chaqueta de cuero a la moda de la época, llevando una colorida cartera de paja y con sus labios tan pintados de rojo como en el presente. Su pelo era de un intenso color cobrizo que brillaba al sol, lo que le hacía suponer a Hannah que ahora se lo teñía de negro. O quizá fuera entonces cuando se lo había teñido.

De pie, junto a ella, había un niño delgado, de once o doce años, con el mismo pelo cobrizo. Parecían estar en otro país. Había una catedral al fondo. Tenía una torre principal, afilada y elegante. Gótica o románica, no sabría decirlo. Varias de las fotos habían sido tomadas frente al hermoso templo, en una espaciosa plaza bordeada por edificios antiguos, nobles, con tejas rojas y balcones de hierro forjado.

Allí estaba otra vez el muchachito, de pie en la plaza, tomando un helado y sonriendo con su boca manchada de chocolate. Hannah se preguntó si sería la persona que se había identificado como Warren en el contestador automático.

Más tarde, Hannah se preguntaría qué fue lo que hizo que se quedara en el estudio: ¿una intuición, una premonición, el magnetismo de alguna de las dolientes pinturas? Lo cierto es que algo la impulsó a revisar la última carpeta. Los ojos comenzaron a nublársele nada más ver lo que había dentro.

Contenía más fotos, esta vez Polaroid. Decenas de instantáneas que carecían de la inocencia de las fotos que acababa de ver. Eran terroríficas. Mostraban… En realidad Hannah no podía decir exactamente lo que sucedía en ellas, pero el tono de sadismo y violencia de las escenas era evidente. Tuvo que hacer un esfuerzo para examinarlas con detenimiento.

La primera que vio mostraba a un hombre con una bolsa de tela, que parecía estar atada con una soga, cubriéndole la cabeza. Era visible sólo de cintura para arriba, y llevaba el pecho descubierto. Tenía los nervudos brazos levantados, como si algo tirara de ellos hacia arriba y hacia fuera, en direcciones opuestas. La cabeza metida en la bolsa de tela caía sobre un lado y descansaba en un brazo. El dolor tenía que ser agonizante, si es que el hombre no había muerto ya, asfixiado. En fotos sucesivas, cambiaba el ángulo, pero la posición del cuerpo distorsionado seguía siendo la misma. ¿Eran fotos policiales sacadas en la escena de un crimen o, peor aún, una brutal forma de pornografía?

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