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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

El sueño del celta (53 page)

BOOK: El sueño del celta
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Era obvio que el Gobierno británico tomara este tipo de represalias y a él ni siquiera se le había ocurrido. Viendo las caras ansiosas de los brigadistas, sólo atinó a asegurarles que sus familias nunca quedarían desprotegidas. Si dejaban de recibir esas pensiones, las organizaciones patrióticas las ayudarían. Ese mismo día escribió a Clan na Gael pidiendo que se creara un fondo para compensar a los parientes de los brigadistas si eran víctimas de esa represalia. Pero Roger no se hacía ilusiones: tal como iban las cosas, el dinero que entraba a las arcas de los Voluntarios, el IRB y el Clan na Gael era para comprar armas, la primera prioridad. Angustiado, se decía que por su culpa cincuenta familias humildes irlandesas pasarían hambre y acaso serían diezmadas por la tuberculosis el próximo invierno. El padre Crotty trataba de calmarlo pero esta vez sus razones no lo tranquilizaron. Un nuevo tema de preocupación se había sumado a los que lo atormentaban y su salud sufrió otra recaída. No sólo su físico, también su mente, como en los períodos más difíciles en el Congo y la Amazonia. Sintió que perdía el equilibrio mental. Su cabeza parecía a ratos un volcán en plena erupción. ¿Iba a perder la razón?

Regresó a Múnich y desde allí siguió enviando mensajes a Estados Unidos e Irlanda sobre el apoyo económico a las familias de los brigadistas. Como sus cartas, para des pistar a la inteligencia británica, pasaban por varios países donde les cambiaban sobres y direcciones, las respuestas tardaban uno o dos meses en llegar. Su zozobra estaba en su apogeo cuando por fin apareció Robert Monteith a hacerse cargo militar de la Brigada. El oficial no sólo traía su impetuoso optimismo, su decencia y su espíritu aventure ro. También, la promesa formal de que las familias de los brigadistas, si eran objeto de represalias, recibirían ayuda inmediata de los revolucionarios irlandeses.

El capitán Monteith, que, apenas llegado a Alemania, viajó de inmediato a Múnich para ver a Roger, se desconcertó al verlo tan enfermo. Le tenía admiración y lo trataba con enorme respeto. Le dijo que nadie en el movimiento irlandés sospechaba que su estado fuera tan precario. Casement le prohibió que informara sobre su salud y viajó con él de regreso a Berlín. Presentó a Monteith a la Cancillería y el Almirantazgo. El joven oficial ardía de impaciencia por ponerse a trabajar y manifestaba un optimismo férreo sobre el futuro de la Brigada que Roger, en su fuero íntimo, había perdido. Los seis meses que permaneció en Alemania, Robert Monteith fue, al igual que el padre Crotty, una bendición para Roger. Ambos le impidieron hundirse en un desánimo que tal vez lo hubiera empujado a la locura. El religioso y el militar eran muy distintos y, sin embargo, se dijo Roger muchas veces, ambos encarnaban dos prototipos de irlandeses: el santo y el guerrero. Alternando con ellos, recordó algunas conversaciones con Patrick Pearse, cuando éste mezclaba el altar con las armas y afirmaba que de la fusión de esas dos tradiciones, mártires y místicos y héroes y guerreros, resultaría la fuerza espiritual y física que rompería las cadenas que sujetaban a Eire.

Eran distintos pero había en los dos una limpieza natural, una generosidad y una entrega al ideal, que, mu chas veces, viendo que el padre Crotty y el capitán Monteith no perdían el tiempo en cambios de humor y desmoralizaciones, como él, Roger se avergonzaba de sus dudas y vaivenes. Ambos se habían trazado un camino y lo se guían sin apartarse del rumbo, sin intimidarse ante los obstáculos, convencidos de que, al final, los esperaba el triunfo: de Dios sobre el mal y de Irlanda sobre sus opresores. «Aprende de ellos, Roger, sé como ellos», se repetía, como una jaculatoria.

Robert Monteith era un hombre muy cercano a Tom Clarke, a quien profesaba también un culto religioso. Hablaba del puesto de tabaco de éste —su cuartel general clandestino— en la esquina de Great Britain Street y Sackville Street como de un «lugar sagrado». Según el capitán, el viejo zorro sobreviviente de muchas cárceles inglesas era quien dirigía desde la sombra toda la estrategia revolucionaria. ¿No era digno de admiración? Desde su pequeño estanco, en una calle pobretona del centro de Dublín, este veterano de físico menudo, delgado, frugal, gastado por los padecimientos y los años, que había dedicado su vida a luchar por Irlanda, pasando por ello quin ce años en prisión, había conseguido montar una organización militar y política clandestina, el IRB, que llegaba a todos los confines del país, sin haber sido capturado por la policía británica. Roger le preguntó si la organización era de veras tan cuajada como él decía. El entusiasmo del capitán se desbordó:

—Tenemos compañías, secciones, pelotones, con sus oficiales, sus depósitos de armas, sus mensajeros, sus claves, sus consignas —afirmó, gesticulando eufórico—. Dudo que haya en Europa un Ejército más eficiente y motivado que el nuestro, sir Roger. No exagero un ápice.

Según Monteith, los preparativos habían llegado a su punto máximo. Lo único que faltaba eran las armas alemanas para que la insurrección estallara.

El capitán Monteith se puso a trabajar de inmediato, instruyendo y organizando al medio centenar de reclutas de Zossen. Iba con frecuencia al campo de Limburg, a tratar de vencer las resistencias de los demás prisioneros contra la Brigada. Conseguía uno que otro, pero la inmensa mayoría seguía mostrándole total hostilidad. Nada era capaz de desmoralizarlo. Sus cartas a Roger, quien había vuelto a Múnich, rebosaban entusiasmo y le daban noticias alentadoras sobre la minúscula Brigada.

La próxima vez que se vieron en Berlín, unas se manas después, cenaron solos en un pequeño restaurante de Charlottenburg lleno de refugiados rumanos. El capitán Monteith, armándose de valor y cuidando mucho las palabras para no ofenderlo, le dijo de pronto:

—Sir Roger, no me considere un entrometido y un insolente. Pero no puede seguir en este estado. Es usted demasiado importante para Irlanda, para nuestra lucha. En nombre de los ideales por los que ha hecho tanto, se lo suplico. Consulte un médico. Está mal de los nervios.

No es raro. La responsabilidad y las preocupaciones han hecho mella. Era inevitable que ocurriera. Necesita ayuda.

Roger balbuceó unas palabras evasivas y cambió de tema. Pero la recomendación del capitán lo asustó. ¿Era tan evidente su desequilibrio que este oficial, siempre tan respetuoso y discreto, se atrevía a decirle una cosa así? Le hizo caso. Después de algunas averiguaciones, se animó a visitar al doctor Oppenheim, que vivía fuera de la ciudad, entre los árboles y riachuelos de Grunewald. Era un hombre ya anciano y le inspiró confianza, pues parecía experimentado y seguro. Tuvieron dos largas sesiones en las que Roger le expuso su estado, sus problemas, desvelos y te mores. Debió someterse a pruebas memotécnicas y minuciosos interrogatorios. Por fin, el doctor Oppenheim le aseguró que necesitaba internarse en un sanatorio y someterse a un tratamiento. Si no lo hacía, su estado mental seguiría ese proceso de desquiciamiento que se había ya iniciado. El mismo llamó a Munich y le consiguió una cita con un colega y discípulo, el doctor Rudolf von Hoesslin.

Roger no se internó en la clínica del doctor Von Hoesslin, pero lo visitó un par de veces por semana, a lo largo de varios meses. El tratamiento le hizo bien.

—No me extraña que con las cosas que ha visto usted en el Congo y en el Amazonas y con lo que hace ahora, padezca estos problemas —le dijo el psiquiatra—. Lo notable es que no sea un loco furioso o no se haya suicidado.

Era un hombre todavía joven, apasionado de la música, vegetariano y pacifista. Estaba contra esta guerra y contra todas las guerras y soñaba con que un día se estableciera la fraternidad universal —«la paz kantiana», decía— en todo el mundo, se eclipsaran las fronteras y los hombres se reconocieran como hermanos. De las sesiones con el doctor Rudolf von Hoesslin Roger salía calmado y con ánimos. Pero no estaba seguro de que fuera mejorando. Esa sensación de bienestar siempre la había tenido cuando encontraba en su camino a una persona sana, buena e idealista.

Hizo varios viajes a Zossen donde, como era de esperar, Robert Monteith se había ganado a todos los reclutas de la Brigada. Gracias a sus ímprobos esfuerzos, ésta había aumentado en diez voluntarios. Las marchas y entrenamientos iban de maravilla. Pero los brigadistas seguían siendo tratados como prisioneros por los soldados y oficiales ale manes y, a veces, vejados. El capitán Monteith hizo gestiones en el Almirantazgo para que los brigadistas, como se lo habían prometido a Roger, tuvieran un margen de libertad, pudieran salir al pueblo y tomar una cerveza en una taberna de cuando en cuando. ¿No eran aliados? ¿Por qué seguían siendo tratados como enemigos? Hasta ahora aquellos intentos no habían dado el menor resultado.

Roger presentó una protesta. Tuvo una escena vio lenta con el general Schneider, comandante de la guarnición de Zossen, quien le dijo que no se podía dar más libertad a quienes mostraban indisciplina, eran propensos a las peleas e incluso cometían latrocinios en el campo. Según Monteith, estas acusaciones eran falsas. Los únicos incidentes se debían a insultos que los brigadistas recibían de los centinelas alemanes.

Los últimos meses de Roger Casement en Alemania fueron de constantes discusiones y momentos de gran tensión con las autoridades. La sensación de que había sido engañado no hizo más que crecer hasta su partida de Berlín. El Reich no tenía interés en la liberación de Irlanda, nunca tomó en serio la idea de una acción conjunta con los revolucionarios irlandeses, la Cancillería y el Almirantazgo se habían servido de su ingenuidad y su buena fe haciéndole creer cosas que no pensaban hacer. El proyecto de que la Brigada Irlandesa luchara con el Ejército turco contra los ingleses en Egipto, estudiado en todo detalle, se frustró cuando parecía a punto de concretarse, sin que le dieran explicación alguna. Zimmermann, el conde Georg von Wedel, el capitán Nadolny y todos los oficiales que participaron en los planes, de pronto se volvieron escurridizos y evasivos. Se negaban a recibirlo con pretextos fútiles. Cuan do conseguía hablar con ellos estaban siempre ocupadísimos, sólo podían concederle unos minutos, el asunto de Egipto no era de su incumbencia. Roger se resignó: su anhelo de que la Brigada se convirtiera en una pequeña fuerza simbólica de la lucha de los irlandeses contra el colonialismo se había hecho humo.

Entonces, con la misma vehemencia con que había admirado a Alemania, comenzó a sentir por este país un desagrado que se fue convirtiendo en un odio semejante, o acaso mayor, que el que le inspiraba Inglaterra. Así se lo dijo en una carta al abogado
John
Quinn, de New York, luego de contarle el maltrato que recibía de las autoridades: «Así es, mi amigo: he llegado a odiar tanto a los alemanes que, antes de morir aquí, prefiero la horca británica».

Su estado de irritación y malestar físico lo obliga ron a regresar a Múnich. El doctor Rudolf von Hoesslin le exigió que se internara en un hospital de reposo de Baviera, con un argumento contundente: «Está usted al borde de una crisis de la que no se recuperará nunca, a menos que descanse y olvide todo lo demás. La alternativa es que pierda la razón o sufra un quebranto psíquico que lo convierta en un inútil para el resto de sus días».

Roger le hizo caso. Durante unos días su vida entró en un período de tanta paz que se sentía un ser descarna do. Los somníferos lo hacían dormir diez y doce horas. Luego, daba largos paseos por un bosque vecino de arces y fresnos, en unas mañanas todavía frías, de un invierno que se negaba a partir. Le habían quitado el tabaco y el alcohol y comía frugales dietas vegetarianas. No tenía ánimos para leer ni escribir. Permanecía horas con la mente en blanco, sintiéndose un fantasma.

De este letargo lo sacó violentamente Robert Mon teith una soleada mañana de principios de marzo de 1916.

Por la importancia del asunto, el capitán había conseguido un permiso del Gobierno alemán para venir a verlo. Estaba todavía bajo el efecto de la impresión y hablaba atropellándose:

—Una escolta vino a sacarme del campo de Zossen y me llevó a Berlín, al Almirantazgo. Me esperaba un grupo grande de oficiales, dos generales entre ellos. Me informaron lo siguiente: «El Comité Provisional irlandés ha decidido que el levantamiento tendrá lugar el 23 de abril». Es decir, dentro de mes y medio.

Roger saltó de la cama. Le pareció que la fatiga desaparecía de golpe y que su corazón se convertía en un tambor al que aporreaban con furia. No pudo hablar.

—Piden fusiles, fusileros, artilleros, ametralladoras, municiones —prosiguió Monteith, aturdido por la emoción—. Que el barco sea escoltado por un submarino. Las armas deben llegar a Fenit, Tralee Bay, en County Kerry, el Domingo de Pascua a eso de la medianoche.

—Entonces, no van a esperar la acción armada alemana —pudo decir por fin Roger. Pensaba en una hecatombe, en ríos de sangre tiñendo las aguas del Liffey.

—El mensaje también trae instrucciones para usted, sir Roger —añadió Monteith—. Debe permanecer en Alemania, como embajador de la nueva República de Irlanda.

Roger se dejó caer otra vez en la cama, abrumado. Sus compañeros no le habían informado a él de sus planes antes que al Gobierno alemán. Además, le ordenaban que se quedara aquí mientras ellos se hacían matar en uno de esos desplantes que les gustaban a Patrick Pearse y a Joseph Plunkett. ¿Desconfiaban de él? No había otra explicación. Como estaban conscientes de su oposición a un alzamiento que no coincidiera con una invasión alemana, pensaban que, allá, en Irlanda, sería un estorbo, y preferían que se quedara aquí, cruzado de brazos, con el extravagante cargo de embajador de una República que esa rebelión y ese baño de sangre harían más remota e improbable.

Monteith esperaba, mudo.

—Nos vamos de inmediato a Berlín, capitán —dijo Roger, incorporándose de nuevo—. Me visto, preparo mi maleta y partimos en el primer tren.

Así lo hicieron. Roger alcanzó a poner unas líneas apresuradas de agradecimiento al doctor Rudolf von Hoesslin. En la larga travesía, su cabeza crepitó sin descanso, con pequeños intervalos para cambiar ideas con Monteith. Al llegar a Berlín tenía clara su línea de conducta. Sus problemas personales pasaban a segundo plano. La prioridad, ahora, era volcar su energía e inteligencia en conseguir lo que habían pedido sus compañeros: fusiles, municiones y oficiales alemanes que pudieran organizar las acciones mi litares de manera eficiente. En segundo lugar, partir él mismo hacia Irlanda con el cargamento de armas. Allá trataría de convencer a sus amigos que esperaran; con algo más de tiempo la guerra europea podía crear situaciones más propicias para la insurrección. En tercer lugar, debía impedir que los cincuenta y tres inscritos en la Brigada Irlandesa partieran a Irlanda. Como «traidores», el Gobierno británico los ejecutaría sin contemplaciones si eran captura dos por la Royal Navy. Monteith decidiría lo que quería hacer, con total libertad. Conociéndolo, era seguro que iría a morir con sus compañeros por la causa a la que había consagrado su vida.

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