El sueño más dulce (51 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El sueño más dulce
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Al igual que le ocurría cuando escuchaba a la hermana Molly quejarse del papa y su impenitente machismo; o al padre McGuire repetir a diario que era viejo, que ya no estaba a la altura de las circunstancias y que regresaría a Irlanda; o a Colin lamentarse por su situación con Sophie, tuvo que esperar el momento oportuno para meter baza y hablar de lo que le preocupaba.

El fondo de la situación resultaba fácil de entender: los agricultores blancos eran el principal objeto del odio de los negros, y el Líder los cubría de insultos cada vez que abría la boca, pese a que eran ellos quienes ingresaban las divisas extranjeras que mantenían a flote el país y servían principalmente para pagar los intereses de los préstamos de... Sylvia imaginó al risueño y cortés Andrew entregando con una mano un talón con un montón de ceros mientras con la otra aceptaba otro talón con la misma cantidad de ceros. Ésta era la gráfica imagen que había utilizado para explicarle las operaciones de Dinero Mundial a Rebecca, que, tras soltar una carcajada, había dicho con un suspiro: «Vale.»

Debido a que el Líder propugnaba ideas socialistas, abrazadas en la madurez con el fanatismo del converso, diversas políticas que consideraba esenciales para el marxismo habían adquirido el peso de mandamientos divinos. Una de ellas establecía que nadie podía ser despedido de su empleo, lo cual significaba que todo empresario debía cargar con trabajadores que, sabiéndose a salvo, bebían, eludían sus obligaciones, se tendían al sol y robaban siempre que se presentaba la oportunidad, al igual que sus superiores. Ésta constituía una de las innumerables quejas que Sylvia oía a menudo. Otra era que no se conseguían piezas de recambio para las máquinas que se averiaban, y que resultaba imposible comprar otras nuevas. Las que se importaban iban a parar directamente a manos de los ministros y sus familiares. Estas lamentaciones, las más frecuentes, revestían menor gravedad que la principal, que, como tantos hechos importantes, cruciales y básicos, rara vez se mencionaba, porque era tan evidente que no hacía falta expresarla con palabras. Ante la continua amenaza de que los expulsasen y les quitaran las tierras, los agricultores blancos se sentían inseguros, no sabían si invertir o no y vivían a salto de mata, sin hacer planes a largo plazo. Edna Pyne interrumpió a su marido para decir que estaba harta y que quería marcharse.

—Que se queden con todo; ya se enterarán de lo que han perdido cuando nos hayamos largado.

La hacienda, que en el momento en que la habían comprado no era más que un vasto terreno virgen sin desmontar —y sin la casa, por supuesto—, estaba perfectamente equipada para la agricultura, con graneros, cobertizos, corrales, abrevaderos, pozos y el añadido reciente de una gran acequia. La pareja había invertido allí todo su capital, del cual carecían en el momento de llegar.

—No pienso darme por vencido —replicó Cedric; eran palabras que Sylvia ya había oído—. Tendrán que venir y echarme por la fuerza.

Entonces empezaron las lamentaciones de Edna. Desde la liberación costaba muchísimo proveerse de productos básicos como un café decente o una lata de pescado. Ni siquiera contaban con un suministro constante de harina, y necesitaban tener un almacén lleno hasta el techo de ésta para cuando los trabajadores fueran a mendigar comida. Estaba harta de que la injuriasen. Ellos —los Pyne— estaban financiando los estudios de doce niños negros, pero los cabrones del Gobierno jamás reconocerían los méritos de los granjeros. Eran presuntuosos, incompetentes, inútiles y sólo les interesaba robar todo lo posible, y ella estaba hasta la coronilla de...

Su marido sabía que, al igual que él, necesitaba desahogarse cuando aparecía una cara nueva en el porche, de manera que guardó silencio y dirigió la vista más allá de los tabacales —de un verde reluciente— hacia el cúmulo de nubes oscuras que parecía anunciar una tormenta vespertina.

—Estás loco, Cedric —le dijo su esposa, como si fuese la continuación de un altercado privado—. Deberíamos cortar por lo sano e irnos a Australia, como los Freeman y los Butler.

—Nosotros no somos tan jóvenes como ellos —repuso Cedric—. Siempre lo olvidas.

—Y las tonterías que tenemos que aguantar... —prosiguió ella—. La mujer del cocinero dice que está enferma porque le echaron el mal de ojo. La verdad es que padece malaria porque no toma las píldoras. No paro de decirles a todos: «Si no tomáis las medicinas, enfermaréis.» Pero ese maldito
n'ganga
tiene más influencia en este distrito que cualquier funcionario del Gobierno.

—Precisamente quería hablaros de eso —dijo Sylvia, interrumpiendo el efusivo discurso—. Necesito vuestro consejo.

En el acto, los dos pares de ojos azules le concedieron toda su atención: dar consejos era algo para lo que sabían que estaban capacitados.

Sylvia les contó la historia a grandes rasgos.

—De modo que ahora soy una ladrona. ¿Y qué hay de la supuesta maldición que ha caído sobre el nuevo hospital?

Edna soltó una risita débil, cargada de furia.

—Ahí tienes otro ejemplo. ¿Lo ves? Es una tontería. Cuando se quedaron sin dinero para el nuevo hospital...

—¿Qué ocurrió? He oído decir que era de los suecos, luego de los alemanes... ¿Quién lo estaba construyendo?

—¿Qué más da? Suecos, daneses, yanquis, vaya uno a saber... La cuestión es que el dinero se evaporó de la cuenta de Senga donde lo depositaron y, entonces, decidieron retirarse. Dinero Mundial, Cooperación Internacional o no sé quién, porque hay centenares de esos idiotas solidarios, está tratando de conseguir nuevos fondos, pero hasta ahora no ha habido suerte. No sabemos qué está pasando. Entretanto, las cajas con material se están pudriendo, o eso dicen los negros.

—Es verdad. Yo las he visto. Pero ¿por qué enviaron material antes de terminar de construir el hospital?

—Típico —espetó Edna Pyne, con la satisfacción de haber acertado una vez más—. ¿Por qué va a ser? Porque son unos incompetentes. En teoría el hospital iba a estar terminado y funcionando en seis meses, pero ya ves, menuda patraña, aunque ¿qué se puede esperar de esos idiotas de Senga? De manera que el gran jefe local, el señor Mandizi, como se hace llamar él, fue a ver al n 'ganga y le pidió que hiciera correr la voz de que había echado una maldición que afectaría a cualquiera que robase o simplemente tocase las cajas del hospital.

Cedric Pyne soltó una breve carcajada perruna:

—Genial —dijo—. Continúa, Edna, fue una treta muy ingeniosa.

—Si tú lo dices, cariño... Bueno, lo cierto es que funcionó. Pero luego fuiste tú y te llevaste lo que querías. Por lo visto, rompiste el hechizo.

—Sólo me llevé media docena de cuñas de hospital. No teníamos ni una.

—Media docena más de lo que convenía —apuntó Cedric.

—¿Por qué nadie me dijo nada? Me acompañaban Rebecca y unas seis mujeres de la aldea. Ellas recogieron las cuñas. Y no me dijeron una palabra de eso.

—¿Qué iban a decirte? Representas a la misión, a Dios y a la Iglesia, por no mencionar que el padre McGuire siempre está criticando sus supersticiones; y como tú estabas allí, quizá pensaron que la
muti
de Dios es más poderosa que la medicina del brujo.

—Pues no ha resultado ser así, porque ahora hay gente muriéndose por haber robado cosas de las cajas. O eso opina Rebecca, aunque la verdadera causa es el sida.

—Ah, el sida.

—¿Por qué lo dices de ese modo? Es un hecho.

—Es la maldita gota que colma el vaso —saltó Edna Pyne—. Ahora vienen de la aldea para pedir
muti
. Les digo que no hay
muti
para el sida, pero ellos creen que tengo una medicina y no quiero dársela.

—Yo conozco al
n'ganga
—dijo Sylvia—. A veces le pido ayuda.

—Vaya, eso es como meterse ingenuamente en la guarida del león —señaló Cedric.

—No empieces... —dijo Edna en tono deliberadamente quisquilloso, para demostrar que estaba hasta ia coronilla.

—Cuando me encuentro con casos que no puedo tratar, lo cual ocurre a menudo, y Rebecca me cuenta que el paciente cree que le han echado mal de ojo, le pido al
n'ganga
que venga y lo convenza de que no le han lanzado una maldición o algo por estilo... Le he asegurado que no quiero interferir en su medicina, que sencillamente necesito su ayuda. La última vez habló con cada uno de los pacientes que yo suponía al borde de la muerte. No sé qué les dijo, pero algunos se levantaron y se marcharon... Estaban curados.

—¿Y los demás?

—Los
n'gangas
están al corriente de la existencia del sida..., del flaco. Saben más al respecto que la gente del Gobierno. Bueno, ésta me dijo que no podía curar el sida, pero sí tratar algunos de los síntomas, como la tos. ¿No lo entendéis? Me alegro de contar con sus remedios, porque casi no tengo medicamentos. La mayor parte del tiempo ni siquiera hay antibióticos. Esta tarde, cuando volví de Londres y entré en la choza de las medicinas, descubrí que no queda prácticamente nada; lo han robado todo. —Se le quebró la voz, y finalmente rompió a llorar.

Los Pyne cambiaron una mirada.

—Estás dejando que la situación te desborde —dijo Edna—. No es bueno tomarse las cosas tan a pecho.

—Mira quién habla —se burló Cedric.

—De acuerdo, tienes razón —reconoció Edna, y dirigiéndose a Sylvia añadió—: Yo sé lo que se siente. Regresas de Inglaterra cargada de adrenalina y de repente... pum, te vienes abajo y estás un par de días hecha polvo. Vamos, entra y echa una cabezada. Llamaré a la misión y les avisaré.

—Un momento —dijo Sylvia entre sollozos al recordar la pregunta más importante que quería formular. Durante la comida se había enterado de que corría el rumor de que ella era una espía al servicio de Sudáfrica.

Edna soltó una carcajada.

—No les hagas caso. No desperdicies lágrimas en esa tontería. Se supone que nosotros también somos espías. Una vez que te han colgado el sambenito no hay nada que hacer. El día que se apoderen de la hacienda lo harán con la conciencia limpia, porque a fin de cuentas somos espías sudafricanos, ¿no?

—No seas tonta, Edna —intervino Cedric—. No necesitan esas artimañas. Pueden quedarse con la hacienda cuando se les antoje.

Edna rodeó a Sylvia con su fuerte brazo, la condujo a una amplia habitación del fondo de la casa y la obligó a tenderse en la cama. Después corrió las cortinas y se fue. Los movimientos de las nubes proyectaban inquietas sombras sobre las delgadas telas de algodón. La amarilla luz del atardecer regresó para dar paso a una súbita oscuridad; a continuación sonó un trueno y la lluvia comenzó a caer con estruendo sobre el techado de hierro. Sylvia durmió. La despertó un negro risueño ofreciéndole una taza de té. Durante la guerra de liberación, el entonces leal cocinero de los Pyne había dejado entrar a unos guerrilleros en la casa y luego se había marchado con ellos. «No le quedaba más remedio —había dicho el padre McGuire—. No es un mal hombre. Ahora trabaja para los Finlay en Koodoo Creek. No, claro que no conocen sus antecedentes, ¿de qué serviría informarles?» Los comentarios del cura sobre esta clase de episodios eran tan imparciales como los de un historiador, aunque no demostraba la misma objetividad cuando se lamentaba de sus propios problemas. Era curioso: a juzgar por los tonos de voz, la indigestión del padre McGuire tenía la misma envergadura que las críticas de la hermana Molly al papa, los reproches de los Pyne al Gobierno negro... o las lágrimas de Sylvia porque el cobertizo de los medicamentos estaba vacío.

Aperitivos en el porche al anochecer: la tormenta había pasado, los arbustos y las flores resplandecían, los pájaros cantaban con frenesí. Si ella, Sylvia, hubiera establecido esa granja, si hubiese construido esa casa, ¿no habría opinado lo mismo que los Pyne? La intensa sensación de que eran víctimas de una injusticia estaba envenenándolos. Al tiempo que servían las copas y arrojaban suculentos bocados a
Lusaka
y
Sbeba
, las uñas de cuyos dedos chirriaban y martilleaban sobre el cemento cada vez que saltaban abriendo y cerrando las mandíbulas, y mientras Sylvia escuchaba, los Pyne hablaron sin parar, obsesionados y llenos de rencor. Cierta vez, cuando era una ignorante recién llegada, Sylvia había dicho en ese mismo porche:

—Si vosotros, quiero decir los blancos, hubieseis educado a los negros, ahora no habría ningún problema, ¿no? Serían personas instruidas y competentes.

—¿A qué te refieres? Por supuesto que los educamos.

—En la administración pública les habían impuesto un techo —señaló Sylvia—. No les permitían ascender por encima de un nivel bastante bajo.

—Tonterías —dijo Edna.

—No, no es una tontería —reconoció Cedric—. Cometimos errores.

—¿Por qué dices «cometimos»? —inquirió Edna—. En esa época aún no estábamos aquí.

No obstante, si los errores quedan marcados en un paisaje, un país, una historia, significa... Cien años antes los blancos habían llegado a un país del tamaño de España poblado únicamente por un cuarto de millón de negros. Uno pensaría —el «uno» aquí es el Ojo de la Historia, que lo observa todo desde el futuro— que con tanto territorio libre no habría habido necesidad de apoderarse de la tierra de nadie. Sin embargo, lo que ese Ojo estaría pasando por alto, por adoptar la óptica del sentido común, sería la arrogancia y la codicia del Imperio. Porque además de que los blancos querían tierras que les pertenecieran para siempre, con vallas firmes y límites precisos, mientras que los negros pensaban que nadie podía adjudicarse la tierra, que era su madre, también estaba la cuestión de la mano de obra barata. Cuando en los años cincuenta llegaron los Pyne, en esa hermosa tierra había un millón y medio de negros y menos de doscientos mil blancos. Para quienes procedían de la atestada Europa se trataba de un paisaje desierto. Los movimientos nacionalistas de Zimlia no habían surgido. Los Pyne, unas almas inocentes, por no decir ignorantes, habían salido de un pequeño pueblo rural de Devon, dispuestos a trabajar de firme y prosperar.

Ahora miraron los pájaros que volaban desde las flores de pascua, perladas con gotas de lluvia, hasta la fuente, contemplaron las colinas, que parecían más cercanas debido a la limpidez del aire, y él dijo que por nada del mundo se iría de allí, y ella que estaba harta de que la tratasen como a una criminal, que ya había tenido bastante.

Sylvia les dio las gracias con sinceridad, consciente de que la veían como a una pobre desgraciada con ideas demasiado sentimentales, subió al coche y regresó a la misión a través de la creciente oscuridad del monte. Durante la cena, volvió a mencionar que la tomaban por una espía sudafricana, y el padre McGuire comentó que lo habían acusado de lo mismo cuando se había quejado ante el señor Mandizi de que la escuela era una vergüenza para un país civilizado, ¿dónde estaban los libros de texto? «Padecen una forma de paranoia bastante aguda, querida —añadió—. Sería conveniente que no te dejases abrumar por esas cosas.»

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