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Authors: Jack London

Tags: #ciencia ficción

El Talón de Hierro (17 page)

BOOK: El Talón de Hierro
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—Eso quiere decir que tendremos que casarnos antes de lo que usted había proyectado.

Tal fue el comentario de Ernesto cuando le referimos el incidente.

Al principio no pude captar la lógica de este razonamiento, pero no tardaría en comprenderlo. Fue para esta época cuando el dividendo de las Hilanderías de la Sierra fue pagado… o, por lo menos, habría debido serlo, pues papá no recibió el suyo. Después de varios días de espera, escribió al secretario. La respuesta vino inmediatamente, diciendo que ningún asiento en los libros de la Compañía indicaba que papá poseyese fondos allí, y requiriendo informes más explícitos.

—¡Ya le voy a enseñar yo informes explícitos a ese bandolero! —amenazó papá, saliendo fiara el Banco a fin de retirar sus títulos de su caja de seguridad.

—Ernesto es un hombre muy notable —dijo en cuanto llegó, y mientras yo lo ayudaba a quitarse el sobretodo—. Te lo vuelvo a repetir, hija mía, tu joven enamorado es un muchacho muy notable.

Al oírlo hablar así de Ernesto, yo sabía que debía esperar algún desastre.

—Ya me pisotearon la cara. No había títulos: mi caja de seguridad estaba vacía. Ernesto y tú os tendréis que casar cuanto antes.

Siempre fiel al método científico, papá inició la querella y consiguió hacer comparecer a la Compañía ante los tribunales, pero no consiguió que comparecieran allí sus libros. La Sierra gobernaba a los tribunales y él no: eso explicaba todo. Su demanda fue no sólo denegada, sino que la ley sancionó esta impúdica estafa.

Ahora que todo eso está tan lejos, me dan ganas de reírme al recordar de qué manera papá fue derrotado. Encontró por casualidad a Wickson en una calle de San Francisco y lo trató de grandísimo pillo. Por este hecho lo detuvieron por provocaciones, lo condenaron a una multa ante el tribunal policial y debió comprometerse bajo caución a quedarse tranquilo. Era todo tan ridículo que él mismo no pudo menos de reírse. ¡Pero qué escándalo en la prensa local! En ella se hablaba gravemente del bacilo de la violencia que infestaba a todos los que abrazan el socialismo, y papá era citado como ejemplo patente de la virulencia de ese microbio. Más de un periódico insinuaba que su espíritu estaba debilitado por el cansancio de sus estudios científicos y daba a entender que deberían encerrarlo en un' asilo. Y no eran palabras al viento: denunciaban un peligro inminente. Por suerte, papá era bastante sensato como para no advertirlo. La experiencia del obispo Morehouse era una buena lección, y él la había aprendido. No dio un traspié ante ese diluvio de injurias, y creo que su paciencia sorprendió hasta a sus mismos enemigos.

Vino luego el asunto de nuestra casa, la que habitábamos. Nos declararon una hipoteca prescrita y tuvimos que abandonar la posesión de ella. Como es natural, no había tal hipoteca ni nunca la había habido: el terreno había sido completamente pagado y la casa también en cuanto estuvo construida; casa y terreno habían estado siempre libres de toda carga. A pesar de ello, se produjo una hipoteca, redactada y firmada legal y regularmente, con los recibos de los intereses pagados durante cierto número de años. Papá no protestó: como le robaran su renta, así le robaban su casa sin que hubiera recurso posible. El mecanismo de la sociedad estaba entre las manos de los que se habían juramentado para perderlo. Como en el fondo era un filósofo, ya no se encolerizaba más.

—Estoy condenado a que me rompan —me decía—; pero no hay razón para que no intente ser vapuleado lo menos posible. Mis viejos huesos están frágiles y la lección no ha caído en saco roto. Sabe Dios que no deseo pasar mis últimas días en un asilo de alienados. Esto me recuerda que todavía no he contado la aventura del obispo. Pero antes tengo que hablar de mi casamiento. Como su importancia se amengua ante una serie de acontecimientos semejantes, no diré más que algunas palabras acerca de mi boda.

—Ahora vamos a convertirnos en verdaderos proletarios —dijo papá cuando fuimos arrojados de nuestra casa—. Muchas veces envidié a tu futuro marido su perfecto conocimiento del proletariado. Voy a poder observar y darme cuenta por mí mismo.

Papá debería llevar en sus venas el gusto por la aventura, pues era bajo esa faz que consideraba nuestra catástrofe. Ni la ira ni la amargura hacían presa de él. Era demasiado filósofo y demasiado simple para ser vindicativo, y vivía demasiado en el mundo del espíritu para lamentar las comodidades materiales que dejábamos. Cuando fuimos a San Francisco a establecernos en cuatro miserables cuartos del barrio bajo al sur de Market Street, se embarcó en esta nueva vida con la alegría y el entusiasmo de un niño, armonizados por la visión clara y la amplia comprensión de un cerebro privilegiado. Mi padre estaba al abrigo de toda cristalización mental y de toda falsa apreciación de los valores: las convencionales o las de las costumbres carecían de sentido para él; no reconocía otras que los hechos matemáticos y científicos. Era un ser excepcional: tenía un espíritu y un alma como sólo los tienen los grandes hombres. En ciertos aspectos era superior aun a Ernesto, el más grande, sin embargo, que yo hubiese encontrado jamás.

Yo misma sentí cierto alivio por este cambio de existencia, aunque no fuese más que por escapar al ostracismo metódico y progresivo a que nos sometía la oligarquía pujante en nuestra ciudad universitaria. A mí también esta nueva vida se me presentó como una aventura, y la más grande de todas, puesto que era una aventura de amor. Nuestra crisis de fortuna había precipitado mi boda, y fue en calidad de esposa que vine a ocupar el pequeño departamento de la calle Pell, en el barrio bajo de San Francisco.

De todo aquello esto subsiste: que lo hice feliz a Ernesto. Entré en su vida borrascosa, no como un elemento de violencia, sino como una potencialidad de paz y de reposo. Le traje la calma: fue mi don de amor para él, y para mí, el signo infalible de que no había errado mi misión. Provocar el olvido de las miserias o la luz de la alegría en esos pobres ojos fatigados… ¿Qué mayor alegría podía serme reservada?

¡Esos queridos ojos cansados! Se prodigó como pocos lo han hecho y toda su vida fue para los demás. Tal fue la medida de su virilidad. Era un humanista, un ser de amor. Con su espíritu batallador, su cuerpo de gladiador y su genio de águila, fue para mí dulce y tierno como un poeta. Y lo era: ponía sus cantos en acción. Hasta el día de su muerte cantó la canción humanó; la cantó por puro amor hacia esa humanidad por la cual dio su vida y fue crucificado.

Y todo eso, sin la menor esperanza de una recompensa futura, pues en su concepción de las cosas no había vida por venir. El, en quien resplandecía la inmortalidad, se la negaba a sí mismo: ésa era la paradoja de su naturaleza. Este espíritu ardiente estaba dominado por la helada y sombría filosofía del monismo materialista. Yo trataba de refutarle diciéndole que podía medir su inmortalidad por el tamaño de las alas de su alma y que me serían necesarios siglos sin fin para apreciar exactamente su envergadura.

En tales momentos, Ernesto se reía y sus brazos se lanzaban hacia mí y me llamaba su dulce metafísica; el cansancio se esfumaba de sus ojos y yo veía asomar en ellos ése feliz resplandor de amor que, en sí mismo, era una nueva y suficiente afirmación de su inmortalidad.

Otras veces me llamaba su querida dualista y me explicaba cómo Kant, por medio de la razón pura, había abolido la razón para adorar a Dios. Establecía un paralelo y me acusaba de una actitud semejante. Y cuando, abogando por mi defensa, yo defendía esta manera de pensar como profundamente racional, no hacía otra cosa que apretarme más fuertemente y reír como únicamente podría hacerlo un amante elegido por Dios.

Me negaba a admitir que su originalidad y su genio fuesen explicables por la herencia y el medio, o que los fríos tanteos de la ciencia lograsen jamás aprehender, analizar y clasificar la fugitiva esencia que se esconde en la constitución misma de la vida.

Yo sostenía que el espacio es una apariencia objetiva de Dios y el alma una proyección de su naturaleza subjetiva: Y cuando Ernesto me llamaba su dulce metafísica, yo lo llamaba mi inmortal materialista. Y nos queríamos y éramos perfectamente dichosos; le perdonaba su materialismo en mérito de esta inmensa obra realizada en el mundo sin preocuparse por el medio personal y en mérito también de esa excesiva modestia espiritual que le impedía enorgullecerse y hasta tener conciencia de su alma magnífica.

Sin embargo, él tenía su orgullo. ¿Cómo no habría de tenerlo un águila? Sentirse divino —razonaba Ernesto— sería sin dudó hermoso en un dios; pero ¿no sería todavía más soberbio en un hombre, molécula ínfima y perecedera de la vida? Así se exaltaba a sí mismo proclamando su propia mortalidad. Le gustaba recitar cierto fragmento de un poema que nunca había podido leer completo y payo autor nunca había podido conocer. Transcribo este fragmento, no sólo porque a él le gustaba, sino porque es un resumen de la paradoja que había en él y en su concepción de su propia espiritualidad. El hombre capaz de recitar estos versos, estremecido de ardiente entusiasmo, ¿podía, acaso, no ser más que un poco de limo inconsistente, de energía fugitiva y de forma efímera?

Alegrías y alegrías, bienes y bienes

me están destinados por el hecho de nacer;

por eso quiero clamar a plena

el himno elogioso de mis muchos días.

Hasta la edad extrema que alcanzan los dioses

—aunque tenga que morir de muerte humana—,

he de beber hasta quedar sin aliento

y habré apurado mi copa llena

con el vino de mis dichas, en todos los días

y en todos los lugares.

Todo lo habré gustado: la dulzura femenina,

y la sal del poder, y el orgullo y su espuma.

De hinojos beberé en la fuente;

pues es buena la emoción de la bebida

y me da deseos de beber la muerte, de beber la vida.

Cuando un día me sea arrebatada la vida,

pasaré mi copa a las manos de otro yo.

El ser que arrojaste del jardín del Edén

¡era yo, Señor! Allí estaba yo, desterrado.

Cuando se desplomen los vastos edificios

de la tierra y del cielo, allí estaré, purificado,

en un mundo mío de profunda belleza,

en un mundo en que yacen nuestros queridos dolores,

desde nuestros primeros vagidos de niño

hasta nuestras noches de amor y nuestras noches de

[deseos.

Mi sangre generosa y tibia es una ola

en la que alienta un pueblo increado, pero real:

siempre anhelante de un mundo,

mi sangre apagará las llamas de tu infierno cruel.

¡Soy hombre! Humano soy por mi carne toda

y por el fulgor de mi alma desnuda y orgullosa;

lo soy desde mi noche tibia en el seno materno

hasta el retorno fecundo de mi cuerpo en polvo.

Este mundo, hueso de nuestros huesos y carne de

[nuestra carne,

salta al ritmo con que decimos nuestra canción:

por eso, la sed insaciada del maldito Edén

arrasa las raíces profundas de la vida.

Cuando en mi copa de miel haya apurado

todos los rayos de su arco iris,

el eterno reposo de una noche sin fin

no alcanzará para agotar mi sueño.

El hombre que arrojaste del jardín del Edén

¡era yo, Señor! Allí estaba yo, desterrado.

Y cuando se desplomen los vastos edificios

de la tierra y del cielo, allí estaré, purificado,

en un mundo mío, de forma ideal,

un mundo en que se hallan nuestros placeres más

[queridos,

desde nuestras más puras salidas de la aurora boreal

hasta nuestras noches de amor y nuestras noches de [deseos
[77]
.

Ernesto trabajó hasta el agotamiento toda su vida. Lo sostenía solamente su robusta constitución, la que, sin embargo, no suprimía la lasitud de su mirada. ¡Sus queridos ojos cansados! No dormía más de cuatro horas y media por noche, y a pesar de eso nunca encontraba tiempo para realizar todo lo que tenía que hacer. En ningún instante interrumpió su obra de propaganda, no obstante el tiempo que le llevaba preparar sus conferencias a las organizaciones obreras. Luego vino la campaña electoral, en la que trabajó todo lo humanamente posible. La supresión de las editoriales socialistas lo privó de sus magros derechos de autor, y pasó bastantes penurias para encontrar de qué vivir; pues, además de todos sus otros trabajos, tenía que ganarse la vida. Hacía muchas traducciones para revistas científicas y filosóficas. Volvía tarde por la noche, ya agotado por sus esfuerzos en la lucha electoral, y se absorbía en ese trabajo que casi no abandonaba hasta la madrugada. Y por sobre todas estas cosas, estaban sus estudios. Los prosiguió hasta su muerte, estudiando prodigiosamente.

A pesar de todo eso, encontraba tiempo para amarme y para hacerme dichosa. Yo me acomodé a ello, fundiendo por completo mi vida en la suya. Aprendí taquigrafía y dactilografía y me convertí en su secretaria. Me decía a menudo que yo había logrado aliviarlo de la mitad de su tarea; volví voluntariamente a los estudios escolares para llegar a entender bien sus trabajos. Nos interesábamos el uno en el otro, trabajábamos de concierto y gozábamos juntos.

Y luego teníamos los instantes de ternura robados al trabajo: una simple palabra, una rápida caricia, una mirada de amor; esos instantes eran tanto más dulce cuanto más furtivos. Vivíamos sobre cimas en donde el aire es vivo y centelleante, en donde la tarea se realiza para la humanidad, en donde no tiene cabida el sórdido egoísmo. Amábamos al amor, que se engalanaba para nosotros con los más bellos colores. Y el hecho cierto, en definitiva, fue que yo no fracasé en mi misión. Le llevé cierto reposo a este ser que se afanaba tanto por los demás, le di alguna alegría a mi querido mortal de los ojos cansados…

CAPÍTULO XII:
EL OBISPO

Poco tiempo después de mi boda tuve la sorpresa de encontrarme con el obispo Morehouse. Pero voy a contar los acontecimientos por su orden. Después de su estallido en la Convención del I. P. H., el venerable y dulce prelado, a instancias de sus amigos, había salido de licencia. De ésta había vuelto más decidido que nunca a predicar el mensaje de la Iglesia. Con gran consternación de los fieles, su primer sermón fue idéntico, punto por punto, al discurso que había pronunciado en la Convención. Con más amplia exposición e inquietantes detalles, repitió que la Iglesia se había apartado de las enseñanzas del Maestro y que el becerro de oro se había levantado en el sitio de Cristo.

BOOK: El Talón de Hierro
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