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Authors: Jack London

Tags: #ciencia ficción

El Talón de Hierro (25 page)

BOOK: El Talón de Hierro
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—Fui soldado en mi juventud —me respondió—. Era en Alemania. Allá todos los jóvenes deben formar parte del ejército. En mi regimiento tenía un camarada de mi edad. Su padre era lo que usted llama un agitador y había sido encarcelado por crimen de lesa majestad, es decir, por haber dicho la verdad respecto del emperador. El muchacho, su hijo, me hablaba a menudo del pueblo, del trabajo y la manera cómo es robado por los capitalistas. Me hizo ver las cosas bajo una nueva luz y me hice socialista. Lo que decía era justo y bueno y nunca lo he olvidado. Cuando vine a los Estados Unidos, me puse en contacto con los socialistas y me hice aceptar como miembro de una sección; era en los tiempos del Partido Socialista Laborista. Más tarde, cuando ocurrió el cisma, entré en el partido Socialista local. Trabajaba entonces con un alquilador de caballos en San Francisco. Era antes del terremoto. Pagué mis cuotas durante veintidós años. Siempre sigo siendo miembro y pago mi parte, aunque todo eso se haga hoy en gran secreto. Continuaré cumpliendo con este deber, y cuando advenga la República cooperativa, estaré contento.

Librada a mí misma, hice cocer mi almuerzo en un hornillo dé petróleo y puse en orden mi nueva vivienda. En lo sucesivo varias veces, muy de mañana y después de la caída de la tarde; Carlson se deslizaba hacia mi refugio y venía a trabajar durante una o dos horas. Al principio me abrigaba con el brin engomado; luego levantamos una pequeña tienda; más tarde, cuando estuvimos tranquilos sobre la perfecta seguridad de nuestro refugio, se edificó una casita que estaba completamente escondida a cualquier mirada que pudiera escudriñar desde el borde de la sima; la lujuriante vegetación de ese rincón abrigado formaba una pantalla natural. Por lo demás, la casa se levantó sobre la pared vertical de la gruta y en ese mismo muro cavamos dos pequeñas habitaciones, secas y bien aireadas, que apuntalamos con fuertes maderos. Os ruego que me creáis si os digo que teníamos nuestras comodidades. Cuando, más adelante, el terrorista alemán Biedenbach vino a ocultarse con nosotros, instaló un aparato fumívoro que nos permitió sentarnos durante las veladas de invierno ante un fuego de leños crepitantes.

Aquí todavía, debo decir una palabra en favor de este terrorista de alma tierna, que fue ciertamente el peor conocido de todos nuestros camaradas revolucionarios. Biedenbach nunca traicionó a la Causa. No fue ejecutado por sus compañeros, como generalmente se cree. Es un infundio lanzado por las criaturas de la Oligarquía. El camarada Biedenbach era muy distraído y de mala memoria. Fue muerto de un tiro por uno de nuestros centinelas en el refugio subterráneo del Carmel, porque olvidó nuestro santo y seña. Fue un error lamentable y nada más. Es absolutamente falso que haya traicionado a su Grupo de Combate. Jamás trabajó por la Causa un hombre más sincero y leal
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Van para diecinueve años que el refugio elegido por mí ha estado casi constantemente ocupado y en todo este tiempo, dejando de lado una sola excepción, nunca fue descubierto por un extraño
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Sin embargo, no estaba más que a un cuarto de milla del pabellón de caza de Wickson y a una milla apenas de la aldea de Glen Ellen. Todas las mañanas y todas las noches oía llegar y partir el tren. Y yo regulaba mi reloj por el silbato de un horno de ladrillos.

CAPÍTULO XIX:
TRANSFORMACIÓN

«Tienes que transformarte totalmente», me escribía Ernesto. «Es menester que dejes de existir y te conviertas en otra mujer, no sólo cambiando la manera de vestirte, sino trocando hasta tu propia personalidad. Tienes que rehacerte completamente de modo que ni yo mismo pueda reconocerte, modificando tu voz, tus gestos, tus maneras, tus modales, tu estampa y toda tu persona».

Obedecí esta orden. Horas y horas por día me ejercitaba para enterrar definitivamente a la Avis Everhard de otrora bajo la piel de una nueva mujer que podría llamar mi otro yo. Sólo a fuerza de trabajos pueden lograrse semejantes resultados. Nada más que para los detalles de mi entonación ensayaba casi sin descanso, hasta que logré fijar la voz de mi nuevo personaje y convertirla en automática. Este automatismo adquirido era condición esencial para que pudiera desempeñar bien mi papel. Tenía que llegar hasta hacerme yo misma la ilusión del cambio. Algo parecido a cuando se aprende un nuevo idioma, el francés, por ejemplo. Al comienzo, uno lo habla de una manera consciente, por un esfuerzo de voluntad. Se piensa en inglés y se traduce al francés, o bien se lee en francés, pero hay que traducir al inglés antes de comprender. Más tarde, el esfuerzo se vuelve automático: el estudiante se siente en terreno sólido, lee, escribe y «piensa» en francés, sin recurrir para nada al inglés.

Del mismo modo, nos era necesario ejercitarnos con nuestros disfraces hasta que nuestros papeles artificiales se hubiesen convertido a tal punto reales, que necesitásemos un esfuerzo de atención y de voluntad para volver a ser nosotros mismos. Al comienzo, desde luego, andábamos un poco a ciegas y nos extraviábamos a menudo. Estábamos creando un arte nuevo y era mucho lo que teníamos que descubrir. Este trabajo progresaba en todas partes: surgían nuevos maestros en este arte, y todo un surtido de trucos y de expedientes se iban acumulando poco a poco. Este surtido se convirtió en una especie de manual que pasaba de mano en mano y que, por así decirlo, formaba parte del programa de estudios de la escuela de la Revolución
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Fue por entonces cuando desapareció mi padre. Sus cartas, que me llegaban regularmente, un día dejaron de venir. No se le vio más en nuestro cuartel general de Pell Street. Le buscaron nuestros camaradas por todas partes. Todas las prisiones del país fueron registradas por nuestro servicio secreto. Pero estaba tan absolutamente perdido como si se lo hubiese tragado la tierra, y hasta el día de hoy no se ha podido descubrir el menor indicio sobre cómo lo mataron
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Pasé seis meses de soledad en el refugio, pero no fueron perdidos. Nuestra organización progresaba a grandes pasos y todos los días se amontonaban montañas de trabajo ante nosotros. Ernesto y los demás jefes decidían desde sus prisiones lo que había que hacer y nos tocaba a los de fuera cumplirlo. El programa incluía, por ejemplo, la propaganda de boca en boca, la organización de nuestro sistema de espionaje con todas sus ramificaciones, el establecimiento de nuestras imprentas clandestinas y lo que llamábamos nuestro ferrocarril subterráneo, es decir, el poner en comunicación a nuestros millares de refugios nuevos cuando faltaban eslabones en la cadena establecida a través de todo el país.

Por eso, como decía, nunca se acababa el trabajo. Al cabo de seis meses mi aislamiento quedó interrumpido por la llegada de dos camaradas. Eran dos muchachas, almas animosas, amantes apasionadas de la libertad: Laura Petersen, que desapareció en 1922, y Kate Bierce, que más tarde casó con Du Bois
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y que todavía está con nosotros, aguardando la próxima aurora de la era nueva.

Llegaron en un estado afiebrado, como cuadra a dos muchachas que se escaparon arañando a un peligro de muerte súbita. Entre los tripulantes del pesquero en que cruzaban la bahía de San Pablo había un espía, una criatura del Talón de Hierro, que había logrado hacerse pasar por revolucionario y penetrar profundamente en los secretos de nuestra organización. Probablemente estaba sobre mi pista, pues desde hacía tiempo sabíamos que mi desaparición había preocupado en serio al servicio secreto de la Oligarquía. Felizmente, como lo probaron los acontecimientos posteriores, no había revelado a nadie sus descubrimientos. Era evidente que había dejado para más adelante su informe, con la esperanza de llevar su plan a feliz término, encontrando mi asilo y apoderándose de mí. Sus averiguaciones murieron con él. Cuando las muchachas desembarcaron en Petaluma Creek y subieron a caballo, el espía dio un pretexto cualquiera y se las compuso para abandonar su pesquero.

Mientras iba hacia el Sonoma, John Carlson dejó que las muchachas se le adelantaran con su caballo y volvió sobre sus pasos a pie. Sus sospechas se habían despertado. Se apoderó del espía y, de acuerdo con su relato, y por escasa que fuera la imaginación del narrador, pudimos representarnos lo que había pasado.

—Le hice la papeleta —dijo simplemente—. Le hice la papeleta —repitió, y un sombrío resplandor brillaba en sus ojos; sus manos deformadas por el trabajo se abrían y se cerraban con elocuencia—. No hizo ningún ruido. Lo escondí, y esta noche volveré para enterrarlo profundamente.

Durante este período me asombraba de mi propia metamorfosis. Alternativamente me parecía inverosímil, ya que hubiese vivido alguna vez en la tranquilidad de una ciudad universitaria, ya que me hubiese vuelto una revolucionaria aguerrida y habituada a las escenas de violencia y de muerte: una u otra de las dos cosas parecía imposible. Si una era una realidad, la otra debió haber sido un sueño, ¿pero cuál de ellas? ¿Representaba una pesadilla mi actual vida de revolucionaria escondida en una madriguera? ¿O, por el contrario, podía creerme una rebelde soñando con una existencia anterior en la que no había conocido cosas más excitantes que el té y el baile, las reuniones polémicas y las salas de conferencia? Pero, después de todo, me imagino que ésa era una experiencia común a todos los camaradas agrupados alrededor del rojo estandarte de la sociedad humana.

A menudo me acordaba de los personajes de esta otra existencia; de manera muy curiosa aparecían y reaparecían de tanto en tanto en mi nueva vida. Tal era el caso del obispo Morehouse. Después del perfeccionamiento de nuestra organización, lo habíamos buscado en vano. Lo habían cambiado de asilo en asilo. Habíamos seguido sus huellas desde el sanatorio de Napa al de Stockton, luego al hospital de Agnews, en el valle de Santa Clara. Pero ahí se terminaba la pista. No existía su partida de defunción. Seguramente debió escaparse de una u otra manera. Estaba lejos de sospechar las terribles circunstancias en que habría de volver a verlo, o, mejor, a entreverlo, en el torbellino de muerte de la Comuna de Chicago.

Nunca volví a ver a Jackson, el hombre que había perdido su brazo en las Hilanderías de la Sierra y determinado mi conversión a la Revolución; pero sabíamos todo lo que había hecho antes de morir. No se unió en ningún momento a los revolucionarios. Exasperado por su destino, incubando en su espíritu el recuerdo del mal que se le había hecho, se hizo anarquista, no en el sentido filosófico, sino como un simple animal, enloquecido por el odio y el deseo de venganza. Y se vengó bien. Una noche, cuando todos dormían en el palacio de Pertonwaithe, burlando la vigilancia de los guardianes, lo hizo saltar en pedazos. No se escapó ni un alma, ni siquiera la de los guardianes. Y en la prisión, en donde aguardaba su enjuiciamiento, el autor del desastre se ahogó debajo de las mantas.

Muy diferentes de éste fueron los destinos del doctor Hammerfield y del doctor Ballingford. Los dos permanecieron fieles a su pesebre y por ello fueron recompensados con palacios episcopales en donde viven en paz con el mundo. Los dos se han vuelto apologistas de la Oligarquía. Los dos han engordado.

—El doctor Hammerfield —explicaba un día Ernesto— ha llegado a modificar su metafísica de modo tal que le asegure la sanción divina al Talón de Hierro, luego a incluir en esa sanción a la adoración de la Belleza y, finalmente, a reducir al estado de espectro invisible al vertebrado gaseoso de que habla Haeckel. La diferencia entre el doctor Hammerfield y el doctor Ballingford reside en qué este último concibe al dios de los oligarcas un poco menos gaseoso, un poco menos verdadero.

Peter Donelly el capataz amarillo de las Hilanderías de la Sierra, a quien había encontrado en el curso de mi encuesta sobre el caso Jackson, nos deparaba a todos una sorpresa. En 1918 yo asistía a una reunión de los Rojos de San Francisco. De todos nuestros Grupos de Combate, era el más formidable, el más feroz y sin piedad. No formaba precisamente parte de nuestra organización. Sus miembros eran fanáticos, locos. No nos atrevíamos a fomentar y favorecer semejante estado de espíritu. Sin embargo, aunque no fuesen de los nuestros, estábamos en términos amistosos con ellos. Lo que esa noche me había llevado hasta ellos era un asunto de importancia capital. Era yo, entre unas veinte personas, la única no disfrazada. Una vez terminado mi asunto, me acompañó uno de ellos. Al pasar por un corredor sombrío, mi guía encontró un fósforo, lo acercó a su cara y se desenmascaró. Entreví los rasgos apasionados de Peter Donelly; luego el fósforo se extinguió.

—Quería simplemente mostrarle que era yo —dijo en la obscuridad—. ¿Se acuerda de Dallas, el capataz?

Recordé enseguida la cara de zorro de ese personaje.

—Pues bien, le hice la papeleta —dijo Donelly orgullosamente—. Después me hice admitir por los Rojos.

—¿Pero qué ocurrió para que usted esté aquí? ¿Y su mujer? ¿Y sus hijos?

—Muertos —respondió—. Es por eso… No —continuó con viveza—, no es para vengarlos. Todos murieron tranquilamente en sus camas… Las enfermedades, usted sabe, un día u otro. Mientras los tenía, ellos me ataban los brazos; ahora que se han ido, lo que busco es la venganza de mi virilidad infamada. Antes yo era Peter Donelly, el capataz amarillo, pero actualmente, es decir, hoy, soy el número treinta y siete de los Rojos de San Francisco.

Ahora venga, voy a hacerla salir.

Más tarde oí hablar nuevamente de él. Me había dicho la verdad a su manera cuando me declaró que todos los suyos habían muerto. Le quedaba uno de sus hijos, Timoteo, pero el padre lo consideraba como muerto porque se había enrolado con los Mercenarios
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de la Oligarquía. Cada miembro de los Rojos de San Francisco se comprometía bajo juramento a cumplir doce ejecuciones por año y a suicidarse si no lograba llegar a ese número. Las ejecuciones no se realizaban al azar. Ese grupo de exaltados se reunía, frecuentemente y pronunciaba sentencias en serie contra los miembros y servidores de la Oligarquía que se habían hecho acreedores a la vindicta. Las ejecuciones se distribuían de inmediato por sorteo.

El asunto que me había llevado esa noche era precisamente un juicio de ese género. Uno de nuestros camaradas, que desde hacía varios años conseguía mantenerse como empleado en la oficina secreta del Talón de Hierro, había sido vigilado como sospechoso por los Rojos de San Francisco y lo iban a juzgar ese mismo día. Ese camarada, naturalmente, no estaba en la sala y sus jueces ignoraban que fuese uno de los nuestros. Yo tenía que ir a esa reunión a dar testimonio de su identidad y de su lealtad. Se me preguntará cómo podía estar yo al corriente de este asunto. Es muy sencillo. Uno de nuestros agentes pertenecía a los Rojos de San Francisco. Nos veíamos en la necesidad de estar muy atentos tanto sobre nuestros enemigos como sobre nuestros amigos, y ese grupo de fanáticos era demasiado importante para que escapase a nuestra vigilancia.

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