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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

El templo de Istar (47 page)

BOOK: El templo de Istar
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El kender se hallaba recostado en el camastro mientras Caramon se ejercitaba, en el centro de la alcoba, en el uso de la maza y las cadenas, ya que Arack quería instruirle en los secretos de otros pertrechos además del acero. Al comprobar que el hombretón se desenvolvía con torpeza, el kender se arrebujó en una esquina del jergón con el objeto de eludir un golpe mal dirigido.

—¿Cómo está? —indagó el musculoso humano lanzando a su contertulio una fugaz mirada, sin descuidar su trabajo.

—Lo ignoro —fue la desencantada respuesta—. Supongo que bien, al menos su aspecto no es el de una enferma. Pero tampoco parece feliz, tiene el rostro ceniciento y, cuando traté de hablarle, me ignoró. Creo que no me reconoció.

—Intenta averiguar qué está ocurriendo —ordenó el guerrero, fruncido el entrecejo—. No debemos olvidar que la sacerdotisa también buscaba a Raistlin, de manera que su extraña actitud puede guardar relación con él.

—De acuerdo —accedió Tas, al mismo tiempo que el amenazador silbido de la maza lo obligaba a bajar la cabeza—. ¡Cuidado, podrías lastimarme! —protestó, y se tanteó el copete para asegurarse de que se mantenía en su lugar.

—A propósito de Raistlin —dijo Caramon quedamente—, ¿tampoco hoy has tenido noticias de su paradero?

—No, mis pesquisas han vuelto a fracasar. Y eso que he indagado sin tregua entre los moradores del Templo —agregó a modo de disculpa—. Rodea a Fistandantilus una cohorte de aprendices que transitan incansables por el recinto, mas ninguno conoce a una criatura que responda a la descripción de tu hermano. Dudo que esté entre ellos, ya que un individuo con la tez dorada y las pupilas en forma de relojes de arena debería destacarse incluso en medio de una muchedumbre. Sin embargo, quizá no tarde en descubrir algo —anunció en tono confidencial—. He oído comentar que Fistandantilus ha regresado.

—¿De verdad? —El hombretón interrumpió sus ejercicios con la maza y giró el rostro hacia Tasslehoff.

—Sí. Yo no lo he visto, pero los clérigos no cesaban de comunicárselo a sus colegas. Si no me equivoco, reapareció anoche en la sala de audiencias del Príncipe de los Sacerdotes. Se oyó un estallido y allí estaba, surgido de la nada. Estos magos son muy teatrales.

—Sí —gruñó Caramon.

El guerrero comenzó a balancear su maza, sumido en hondas cavilaciones. Tanto rato permaneció callado que Tas bostezó y se estiró en el camastro, presto a dejarse envolver por los vapores del sueño. El vozarrón de su amigo lo devolvió, pobre kender, al mundo real.

—Tas, se nos ofrece al fin la oportunidad.

—¿Qué oportunidad? —preguntó Tasslehoff, sobresaltado y somnoliento a la vez.

—La de matar a Fistandantilus —declaró Caramon sin alterarse.

7

Traición

El frío aserto de Caramon despertó por completo al kender.

—¡Matarle! Creo que deberías pensarlo con calma —balbuceó Tasslehoff—, y tener en cuenta un detalle de la máxima importancia. Fistandantilus es un buen mago, perverso en sus intenciones pero dotado de un talento extraordinario. Si lo que se rumorea es cierto, ni siquiera Raistlin y Par-Salian juntos pueden equiparársele, así que no te resultará sencillo sorprenderlo de no fraguar antes un plan. ¡Y menos tú, que nunca asesinaste a nadie! Aunque estoy de acuerdo en la conveniencia de intentarlo, no me parece oportuno actuar de manera precipitada.

—Tiene que dormir, ¿no es verdad? —lo atajó el guerrero.

—Todo el mundo necesita descansar —concedió el kender—, incluidos los practicantes de la brujería.

—Ellos más que nadie —afirmó Caramon—. ¿Recuerdas cuánto se debilitaba Raistlin si no disfrutaba de un largo reposo? Esta fórmula debe ser aplicable a todos los nigromantes, sin excepción de ninguna clase. Es una de las razones por las que fueron derrotados en las mayores lides, como las Batallas Perdidas que jamás libraron. El enemigo aprovechó sus intervalos de sueño para reducirlos. Y no debes preocuparte por los riesgos, en definitiva soy yo quien me expondré. Ni siquiera te pediré que me acompañes, tú limítate a descubrir dónde están sus aposentos, qué tipo de defensas lo protegen y a qué hora se acuesta. Una vez me comuniques estos pormenores, yo me ocuparé de todo.

—¿Estás seguro de que tu actitud es atinada? —sugirió el hombrecillo—. Ya sé que ésta es la misión que nos encomendaron los magos al enviarnos al pasado, o al menos eso creo, pues al final todo se complicó tanto que todavía me siento confuso. Tampoco ignoro que Fistandantilus es una criatura aborrecible investida de la Túnica Negra y de dotes demoníacas, pero me pregunto si al destruirle no incurriremos en un crimen tan abyecto como los suyos. No desearía por nada del mundo asemejarme a él.

—A mí eso no me importa —replicó el guerrero sin un atisbo de emoción en sus rasgos, centrados sus ojos en la maza que, despacio, balanceaba de un lado a otro—. Es su vida o la de Raistlin, Tas. Si aniquilo a Fistandantilus ahora, en este tiempo, se esfumará y no podrá adueñarse de la personalidad de mi hermano. De conseguir mi propósito, mi gemelo se desembarazará de su estragado cuerpo y recuperará la salud perdida. En cuanto lo libere del influjo de esa criatura sé que volverá a ser el viejo Raist, el que yo amé y cuidé. —Su voz se entrecortó ante tal perspectiva, sus párpados se humedecieron—. Podrá vivir con nosotros, como habíamos proyectado.

—¿Has olvidado a Tika? —apuntó Tas dubitativo—. ¿Qué opinará ella de que hayas matado a sangre fría?

—Te lo he advertido en más de una ocasión, no menciones a mi mujer —lo amonestó el guerrero, centellantes sus pupilas.

—Pero Caramon…

—¡Hablo muy en serio, Tas!

Profirió su amenaza con unos ribetes de cólera que silenciaron al kender, consciente de que había ido demasiado lejos. Se arrebujó en el jergón, tan compungido que Caramon se dulcificó.

—Escúchame atentamente —le indicó—, porque sólo te lo explicaré una vez. No me porté bien con Tika. Tuvo razón al expulsarme de casa, ahora lo comprendo, aunque hubo una época en que pensé que nunca la perdonaría. —Hizo una pausa para tratar de ordenar sus ideas y, transcurridos unos segundos, continuó—. Antes de casarnos le expuse con total claridad mis sentimientos respecto a Raistlin, ella siempre supo que mientras él viviera ocuparía un lugar preferente en mi corazón. Hasta le aconsejé que buscara a otro hombre capaz de prodigarle las atenciones que merecía. Luego, cuando mi hermano emprendió su camino en solitario, creí que lograría borrarlo de mi mente. Pero no funcionó. Tengo un deber que cumplir, es mi destino, y el recuerdo de Tika no hace sino entorpecer mis acciones. Por eso prefiero evitar toda alusión a ella, ¿has entendido?

—¡Te quiere tanto! —se lamentó el kender a falta de otro argumento. Era obvio que, de nuevo, se había equivocado. Caramon emitió un gruñido y se aplicó, aún con mayor interés, a sus ejercicios.

—De acuerdo —susurró, con una voz profunda que parecía surgir de sus entrañas—. Supongo que ha llegado el momento de la despedida, puedes solicitar al enano que te asigne otra alcoba. Voy a hacer lo que antes te he revelado y, si fracaso o sufro algún percance, no deseo que te veas involucrado.

—Caramon, en ningún instante me he negado a ayudarte —repuso Tas.— ¡Me necesitas!

—Sí, quizás estés en lo cierto —admitió el fornido humano ruborizándose. Dirigió a su compañero una mirada de disculpa, subrayada por una sonrisa—. Lo siento mucho, amigo. Intenta no mezclar a Tika en este asunto y no volveremos a enfadarnos. Será un pacto entre nosotros.

—Está bien, procuraré obedecerte —prometió el otro y, aunque apesadumbrado, lo estudió con expresión cordial.

El kender siguió observando al guerrero mientras éste recogía sus pertrechos y se preparaba para acostarse. Tras la apariencia apacible del hombrecillo se ocultaba un gran desasosiego, una congoja similar a la que lo invadiera tras la muerte de Flint.

«Él no lo habría aprobado —recapacitó al evocar en su memoria al entrañable enano, tan gruñón como leal—. Casi puedo oírle: “¡Estúpido, botarate, vas a intervenir en el asesinato de un hechicero! ¿Por qué no desapareces para siempre en lugar de provocar conflictos?” Y Tanis también tendría algo que decir al respecto, aunque no imagino qué. —Encogió las piernas y se envolvió en la manta hasta la barbilla—. ¡Ojalá estuviera aquí el semielfo, o alguien susceptible de aconsejarnos! Caramon está a punto de cometer un grave error, estoy persuadido, pero ignoro qué puedo hacer. Debo ayudarle, es mi único amigo ahora y, por otra parte, sin mi concurso sucumbirá a un sinfín de complicaciones!»

El día siguiente era el de la presentación de Caramon en los Juegos. Tas realizó su visita al Templo a primera hora, ya que deseaba volver a tiempo para ver la lucha de su compañero en la arena. Poco después del mediodía entró en la cámara y se sentó en el jergón, columpiando las piernas mientras el guerrero iba y venía, muy nervioso, por la estancia en espera de que Pheragas y el enano le llevaran el atuendo que había de estrenar en el acontecimiento.

—Tenías razón —informó el kender—, al parecer Fistandantilus necesita dormir mucho. Se retira temprano y no se levanta hasta bien entrada la mañana.

—¿Se apostan guardianes en su puerta? —inquirió Caramon con la inquietud reflejada en los ojos.

—No —respondió Tasslehoff, encogiéndose de hombros—. Ni siquiera se encierra, si bien esa es la costumbre en el Templo. Después de todo, se trata de un lugar sagrado y sus moradores confían en sus colegas, o quizás es que no tienen nada que ocultar. Confieso —agregó en actitud reflexiva— que siempre he detestado las cerraduras, pero al franqueárseme el acceso a los distintos aposentos he decidido que la vida sin ellas sería en extremo aburrida. Hoy he registrado varias dependencias —ignoró el espanto con que le miraba su amigo— y, créeme, no merecen la pena. Supuse que el caso de Fistandantilus sería diferente, mas he descubierto que no guarda sus artefactos mágicos en su dormitorio y este hecho me ha inspirado una conclusión: el hechicero sólo lo utiliza cuando visita la corte, para pernoctar. Además —estaba exultante de júbilo ante tan lógicas deducciones—, es el único ser perverso del recinto y no debe protegerse sino de sí mismo.

El hombretón, que había dejado de escucharlo en las primeras frases de su discurso, farfulló algo ininteligible y reanudó sus paseos. Tas, incómodo, se revolvió en su asiento, pues le había asaltado la súbita idea de que el guerrero y él se estaban poniendo al mismo nivel de degradación que los abyectos nigromantes.

—Lo lamento, Caramon —se disculpó—, me temo que no podré ayudarte. Los kenders no somos muy quisquillosos con nuestras pertenencias, ni a decir verdad respetamos las ajenas, pero no creo que ningún miembro de nuestra raza sea capaz de asesinar. —Suspiró aliviado tras manifestar su resolución, si bien prosiguió con un balbuceo—. No dejo de pensar en Flint y en Sturm. Sabes que el caballero se opondría, ¡era tan recto! El delito que quieres perpetrar nos convertiría en seres tan maléficos como Fistandantilus, acaso peores.

El guerrero abrió la boca para responder, pero se lo impidió la brusca irrupción de Arack.

—¿Cómo estás, muchachote? —inquirió el enano—. ¡Cuánto has cambiado desde que llegaste! —se congratuló, al mismo tiempo que daba unas palmadas en el musculoso brazo de su pupilo y, sin previo aviso, le incrustaba su puño en el ancho vientre—. Duro como una piedra —comentó, sonriendo y frotándose la dolorida mano.

Caramon clavó en el maestro de ceremonias una mirada fulminante, mas al desviar la vista hacia Tas pareció apaciguarse.

—¿Dónde está mi atuendo? —se limitó a inquirir—. Es casi la hora.

—Aquí —contestó Arack tendiéndole un saco—. No te preocupes, sólo tardarás unos minutos en vestirte.

—¿Y el resto? —insistió el guerrero después de revolver en el interior del fardo. Se dirigía a Pheragas, que acababa de entrar en la estancia.

—¡Eso es todo! —lo espetó el enano con una pícara sonrisa—. Ya te he advertido que te lo pondrás en un santiamén.

—No puedo cubrirme con esta insignificancia —se rebeló el hombretón, purpúreas sus mejillas—. Si no me equivoco habrá mu-mujeres —tartamudeó, y se apresuró a cerrar el saco. La imagen de las damas trocó su ira en pudor.

—¡Precisamente! —razonó Arack, al principio divertido, aunque, por algún motivo, contrajo los labios en una mueca siniestra que aún desvirtuaba más su monstruoso semblante—. A ellas les encantará tu broncínea tez, así que prepárate y no me causes problemas. ¿Qué crees que quiere ver la plebe cuando paga altas sumas de dinero, una escuela de danza? No, gastan cuanto tienen a cambio de admirar cuerpos rezumantes de sudor, de sangre. Cuanta más carne joven, mejor. Y, en lo que atañe a la sangre, ha de ser auténtica.

—¿Sangre auténtica? —repitió el hombretón con un destello de asombro en sus ojos pardos—¿Qué significa eso? Me garantizaste que…

—¡Déjate de monsergas! Y tú Pheragas, échale una mano —ordenó el enano al esclavo negro—. Mientras se viste aprovecha para explicarle los hechos, el niño inocente tiene que crecer. —Con un chasquido burlón, dio media vuelta y salió al pasillo.

Pheragas se hizo a un lado para apartarse de su camino, y ocupó su lugar en el reducido recinto. Su rostro, por regla general alegre y desenfadado, era ahora una máscara inexpresiva.

—¿Crecer? ¿Sangre verdadera? —masculló Caramon, todavía boquiabierto.

—Te abrocharé esas hebillas —ofreció el esclavo, ignorando su perplejidad—. Cuesta un poco ajustarlas, pero ya te acostumbrarás. Son un mero adorno, están diseñadas de manera que se rompan fácilmente. El público se entusiasma cuando una pieza se afloja o desprende.

Extrajo una refulgente hombrera de la bolsa y comenzó a anudarla en la espalda del luchador, fijos sus ojos en la perfecta colocación de las correas.

—Es de oro —apuntó Caramon— y de una piel más blanda que la mantequilla. Estoy convencido de que un cuchillo romo podría traspasarla. ¡Y mira esas zarandajas! Una espada las hendiría sin dificultad —añadió, a la vez que tanteaba los distintos componentes de su atavío.

—Sí —confirmó Pheragas y esbozó una sonrisa forzada—. Como acabas de comprobar, es casi mejor la desnudez que soportar estos inútiles accesorios.

—En ese caso no debo preocuparme —apostilló el guerrero, antes de sacar del fardo el taparrabos de cuero que había de constituir su única vestimenta. También esta prenda, al igual que el vistoso yelmo que quedó en el saco, exhibía incrustaciones de oro. Tan diminuta era que apenas cubría las partes pudendas del nuevo gladiador y, cuando hubo acabado de ceñírselas ayudado por Pheragas, incluso el kender se ruborizó.

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