Pero nada de todo eso importaba. Si no utilizaba sus cuatro ases para llevarse el bote, que ahora era de 15.750 dólares, se pegaría un tiro.
—Voy —contestó con un débil suspiro y un nudo en el estómago. Acercó las ocho fichas moradas al bote y después añadió—: Enséñalas.
Caine notó que todos se inclinaban sobre la mesa ansiosos por saber si Walter tenía la reina y el diez de picas para hacer una escalera de color o si no era más que basura. Walter descubrió sus cartas una por una. Cuando Caine vio que la primera era la reina de picas, supo que Walter la había conseguido. Pero, con todo, ni se movió cuando el viejo destapó el diez negro. Escalera de color real. Era la única mano posible capaz de derrotar los cuatro ases de Caine. Lo había perdido todo. No parecía real. Las probabilidades eran tan bajas que casi se acercaban a lo imposible.
Caine intentó decir algo pero no pudo. Consiguió mover la boca, pero antes de que un sonido pudiese escapar de su garganta, el olor lo cubrió, lo engulló como una enorme ola. Notó cómo se le filtraba en la piel, se le metía en las venas, se abría paso a través de la nariz, la boca y los ojos. Era peor que nunca. Era el olor de la muerte.
El mundo se volvió oscuro mientras Caine caía al suelo. En la fracción de segundo antes de que perdiera el conocimiento Caine descubrió una emoción que le sorprendió: alivio.
Exactamente a las 2.15, Nava Vaner se detuvo en la esquina de la Veinte con la Siete para encender un cigarrillo. Era su único vicio, y como todo lo demás en su vida, lo tenía controlado. Se permitía un cigarrillo al día, a menos que estuviera haciendo un seguimiento, en cuyo caso no los contaba. Sin embargo, ese día no tenía una misión, así que éste sería el primero y último.
Echó la cabeza hacia atrás, le dio una larga calada y miró cómo resplandecía la brasa contra el sucio cielo nocturno. Al exhalar el humo, simuló comprobar si se acercaba algún coche antes de cruzar la calle. No era precisamente el tráfico lo que le interesaba. Buscaba una sombra.
Aunque era de madrugada, las aceras estaban llenas de clientes de los clubes, vagabundos y otros aventureros de la noche del sábado. El instinto le dijo que la estaban siguiendo, pero no tenía claro quién. Se volvió bruscamente y se introdujo en medio de la multitud de transeúntes, en un intento por identificar a su perseguidor.
Un andrajoso negro se apartó de su camino con tanta prisa que chocó con un trío de siniestros que lo apartaron a empellones. Las alarmas se dispararon instantáneamente en la cabeza de Nava, pero tardó un segundo en saber la razón. No había nada en el aspecto del hombre que pudiera sugerir que no era lo que parecía ser, pero Nava no se dejó engañar.
Fue el olor lo que lo denunció, o mejor dicho, que no olía. A pesar de las ropas andrajosas y el rostro mugriento, no olía como alguien que vive en la calle. Mientras continuaba caminando. Nava sacó la polvera de la mochila de cuero negro y observó al hombre reflejado en el pequeño espejo circular. Ahora que Nava sabía quién era, el disfraz se hizo más evidente. El enorme poncho manchado y el andar encorvado ocultaban un cuerpo grande y musculoso.
Nava tenía que ir a donde él no pudiera seguirla para descubrir al otro miembro operativo de seguimiento. En cuanto vio su nuevo destino, aceleró el paso hasta que se mezcló con la multitud que esperaba delante del Twi-Fly. Le dio una última calada al cigarrillo y lo aplastó con el tacón un tanto dolida por no haberse podido acabar su dosis de nicotina diaria.
Como Nava era una mujer muy atractiva con una figura delgada y atlética, largos cabellos castaños y tez morena, no tuvo ningún problema para abrirse paso entre la muchedumbre y acercarse al gorila rubio platino. Le dedicó una sonrisa y le metió un billete de cien dólares en la mano. Sin decir ni palabra, el hombre desenganchó el cordón de terciopelo de delante de la entrada y la hizo pasar.
Nava cruzó un oscuro vestíbulo, con paredes de espejos, que daba a una sala del tamaño de un hangar. El ritmo de la música tecno y el parpadeo de las luces asaltaron inmediatamente sus sentidos. Sabía que eso le haría más difícil identificar al segundo perseguidor, pero también que ella fuese más difícil de seguir.
De pie y de espaldas contra una pared de luces estroboscópicas, Nava se quedó mirando la puerta. Permaneció allí unos diez minutos antes de que la pelirroja con la piel de alabastro hiciera su entrada. Aunque la mujer estaba en el centro de un grupo de chicas, resultaba obvio por el vestuario y el maquillaje que no estaba con ellas. La confirmación la tuvo cuando las chicas fueron a la pista de baile. La pelirroja se quedó atrás e hizo todo lo posible por apoyarse despreocupadamente contra la barra del bar mientras examinaba la sala.
Nava esperó otros cinco minutos para ver si algún otro sospechoso entraba después de la pelirroja, pero no entró nadie. Sabía que podía haber más agentes, pero el instinto le dijo que sólo la seguían la pelirroja y el vagabundo. Mientras observaba a la mujer, estudió el siguiente paso que debía dar.
No creía que intentasen matarla. Si la querían muerta, hubiese sido mucho más lógico utilizar a un francotirador. A menos que desearan que pareciera un accidente. Nava había matado de esa manera: esperar hasta el último momento antes de dar un rápido empujón cuando iba a pasar un autobús o un camión. Pero eso era poco probable. Parecía tener más sentido que sólo intentaran descubrir si dejaba o entregaba algo. Eso o ver con quién se encontraba.
Nava decidió que había llegado la hora; si de verdad eran asesinos, quería llevar la iniciativa. Con los músculos tensos, caminó con paso firme hacia el bar. En cuanto estuvo segura de que la pelirroja la había visto, Nava se alejó rápidamente hacia la salida. Salió al fresco aire nocturno y cruzó la calle en dirección al falso vagabundo negro.
Aunque era más fuerte que la pelirroja, Nava quería tener el factor sorpresa de su parte; mientras que el hombre podía subestimar a Nava, la mujer estaría preparada para un altercado. Nava le pasó por delante, a unos cinco metros, y continuó caminando por la Sexta Avenida, en busca de un lugar que ofreciera cierta protección.
Quería que el hombre la siguiera mientras su compañera estaba lejos. La boca de la estación del metro de la calle Veintitrés parecía la elección obvia. Apuró el paso con la esperanza de que sólo el hombre mantendría el contacto visual y la mujer se quedaría un tanto retrasada. Nava avanzó a buen paso hacia la escalera de la estación y bajó los escalones de dos en dos.
En cuanto llegó al pasillo, dobló una esquina y se apretó contra la pared. Metió la mano en la mochila para sacar la cachiporra, un cuarto de kilo de plomo con un mango de acero envuelto en cuero. Simple, pero efectiva. Dobló el codo y echó el brazo un poco hacia atrás para tener algo de impulso en el momento de golpear.
Unos segundos más tarde, oyó el ruido de los zapatos cuando el hombre bajaba por la escalera. Sin desviar la mirada del suelo, observó cómo se aproximaba la larga sombra. Nava no esperó a que diera la vuelta para atacar. Abandonó su escondite y lo cogió por la garganta con la mano izquierda al tiempo que le descargaba la cachiporra en la cabeza con la derecha. El hombre soltó un grito de dolor y levantó el brazo para protegerse la cabeza. Nava le sujetó la muñeca y se la retorció cruelmente, aunque se detuvo antes de rompérsela.
Sin soltarle la muñeca, dejó caer la cachiporra, se apoderó del arma de la sobaquera que llevaba oculta bajo el poncho, le quitó el seguro y apretó el cañón contra su cuello para obligarlo a retroceder contra la pared.
—¿Para quién trabajas?
La mirada del hombre se fijó por un instante en el arma y después miró de nuevo a Nava, como si no pudiese entender qué había pasado.
—Tu compañera estará aquí en treinta segundos. No puedo ocuparme de vosotros dos, así que a menos que comiences a hablar, te mataré y le sacaré la información a ella. —Nava no pestañeó—. Te doy diez segundos. Nueve, ocho, sie…
—¡Dios santo! —exclamó—. ¡Soy de la agencia como tú, sólo estoy haciendo un seguimiento de rutina! ¡Mi cartera está en el bolsillo de delante, mírala tú misma!
En cuanto habló, Nava supo que decía la verdad, pero debía asegurarse. Hundió todavía más el cañón del arma en su cuello mientras buscaba la cartera. Como la mayoría de los agentes, tenía dos. La del bolsillo izquierdo contenía el carnet de conducir mientras que en el de la derecha llevaba la placa de la CIA: «Agente León Wright». Nava exhaló un suspiro y dio un paso atrás.
Wright se apoyó en la pared y se acarició suavemente la muñeca lesionada. En aquel momento, oyó el eco de las pisadas de su compañera, que bajaba corriendo por la escalera. Le hizo un gesto a Wright y el agente gritó:
—Me ha pillado, Sara. Tranquila, se acabó.
Nava se adelantó con las manos levantadas y la pistola de Wright colgada del pulgar para que la mujer no se asustara. El rostro de la pelirroja mostró sorpresa, desencanto y furia antes de sumirse en la resignación. Cuando Sara vio a Wright, silbó. En un costado de la cabeza tenía una protuberancia del tamaño de una pelota de golf.
—Estoy dispuesta a olvidar que esto ha ocurrido si me dejáis que siga con mi paseo nocturno —ofreció Nava.
Sara estaba a punto de protestar, pero Wright la interrumpió.
—Hecho —dijo Wright, que consiguió contener la mueca que quería deformar la comisura de su boca. Nava puso el seguro a la pistola del agente y se la arrojó a Sara junto con la placa.
—Entonces os deseo buenas noches —se despidió Nava.
Sin mirar atrás, subió por la escalera. Le temblaban las manos. Casi lo había matado. Dios mío. Estaba perdiendo facultades. Había habido un tiempo donde hubiese sido capaz de adivinar las intenciones de un compañero sólo por su manera de caminar, pero últimamente se sentía cansada, rendida. Miró atrás, súbitamente inquieta por la posibilidad de que no hubiese sido más que un engaño. Pero no había nadie. Estaba sola.
Nava sabía que el hecho de que vigilaran sus movimientos no significaba que el gobierno norteamericano la considerara sospechosa de traición. De haber sido así, entonces los dos agentes no la hubiesen dejado marchar sin más. Se estaba volviendo una paranoica. Sólo era lo que Wright le había dicho: un seguimiento de rutina, al que eran sometidos todos los agentes de vez en cuando para asegurarse de que todos estuvieran en el buen camino.
No obstante, Nava dio tres vueltas a la manzana para asegurarse. Entonces abrió la puerta principal de un viejo edificio sin ascensor con una de las llaves que su contacto le había deslizado en el bolsillo la noche anterior. Una vez dentro, subió hasta el rellano del segundo piso, se detuvo y sacó su pistola, una Glock 9 milímetros. Exhaló lentamente, mucho más tranquila al tener la pistola en la mano. Apuntó con el arma a la puerta principal y esperó durante cinco minutos para asegurarse de que nadie más la seguía.
Nadie la seguía.
Satisfecha, subió los otros tres pisos hasta el apartamento, metió la llave en la cerradura y giró el pomo. Abrió la puerta con una mano mientras movía la pistola de un lado a otro en un rápido barrido de la habitación. El pequeño coreano sentado en la única silla apenas se movió. Su rostro ancho y lampiño era inexpresivo. Nava avanzó un paso y echó una rápida ojeada para asegurarse de que estaban solos.
—¿Por qué está tan nerviosa esta noche? —Su inglés era muy bueno, pero había un rastro de acento, las palabras demasiado juntas.
—No estoy nerviosa. Sólo soy precavida.
El hombre asintió y luego señaló el ordenador portátil; la pantalla emitía un resplandor verdoso. Nava levantó el índice en una señal de advertencia antes de sacar de la mochila un pequeño artilugio: un cilindro de unos doce centímetros de longitud y cinco de diámetro. Apretó un diminuto botón negro en la base y tres antenas de acero salieron por la punta. Colocó el aparato en el suelo con mucha suavidad y a continuación apuntó las antenas hacia el techo. Al cabo de pocos segundos, el aparato emitió un zumbido y se encendió un piloto rojo.
—¿Otra cuidadosa precaución? —preguntó el agente de la Spetsnaz.
—Impide que cualquier micrófono direccional capte nuestra conversación —respondió Nava, que en aquel momento vio que el hombre llevaba un auricular. Sabía que el distorsionador de señales no afectaría a su transmisor, pero no era de los coreanos de los que intentaba protegerse. Pasó una mano por los bordes del ordenador—, ¿Es seguro?
—La tarjeta módem del móvil tiene un código de 128 dígitos. En cuanto compruebe la información, transferiré el dinero a su cuenta. Entonces podrá usted llamar a Suiza.
Nava aflojó la hebilla de su cinturón, sacó un diminuto disco Y lo introdujo en el lector del ordenador. Escribió la contraseña e quince caracteres y la pantalla se oscureció por un momento antes de volver a encenderse.
El hombre que ella conocía con el nombre de Yi Tae-Woo se levantó para acercarse al ordenador. Sus movimientos eran tan fluidos que parecía flotar. Al ver cómo se movía, Nava comprendió que se trataba de un experto en la lucha cuerpo a cuerpo. Claro que todos los agentes de la Spetsnaz lo eran, sobre todo los de la Unidad 695, el grupo de agentes de élite encargados de organizar células clandestinas de la división de contraespionaje norcoreana: el Departamento de Documentación de Inteligencia Externa.
Nava recordó el día en que los hombres de la República Democrática Popular de Corea se habían presentado por primera vez en el centro donde ella se había entrenado. Había sido en 1984 y Kim Jong II había decidido enviar a sus mejores agentes a Pavlovsk para que aprendieran las técnicas de las fuerzas especiales soviéticas conocidas como Voiska Spetsialnogo Naznachencia, o Spetsnaz en breve. El entrenamiento incluía todos los tipos de combate con y sin armas, terrorismo y sabotaje.
Los norcoreanos admiraban tanto a sus maestros soviéticos que adoptaron el nombre de Spetsnaz para sus propias tropas. Sin embargo, la República Democrática Popular de Corea había conservado su propio lema: «Uno contra cien». Y se lo creían. Nava se preguntó de nuevo si no había cometido un error al tratar con ellos. Aunque no eran peores que los agentes del Mossad israelí o el MI-6 británico, a los que normalmente les vendía información, no confiaba en los norcoreanos. En cualquier caso, aquello iba a acabarse pronto. Esa sería la última vez que trataba con ellos.