El tercer gemelo (25 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El tercer gemelo
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—¿No te acuerdas de mí, Jeannie?

Jeannie la miró a la cara por primera vez y la reconoció inmediatamente.

—¡Penny Watermeadow! —exclamó. Penny se había doctorado en lengua inglesa en Minnesota el mismo curso que Jeannie—. ¿Qué tal te va?

—Formidable. ¿Y tú qué haces?

—Estoy en la Jones Falls, enzarzada en un programa de investigación con algunos problemas. Tenía entendido que buscabas un trabajo académico.

—Lo buscaba, pero no lo encontré.

Jeannie se sintió un poco incómoda por el hecho de haber conseguido algo que su amiga no logró.

—Mal asunto.

—Ahora me alegro. Disfruto con este trabajo y pagan mejor que en la mayoría de las universidades.

Jeannie no la creyó. Le impresionaba desagradablemente ver a toda una doctora en lengua inglesa trabajando de azafata.

—Siempre creí que serías una profesora estupenda.

—Estuve dando clases una temporada en un instituto de enseñanza media. Hasta que me pegó un navajazo un alumno que discrepaba conmigo respecto a Macbeth. Me pregunté por qué lo hacía, por qué arriesgaba la vida por meter a Shakespeare en la cabeza de unos chicos que no veían la hora de volver a las calles para seguir con sus atracos y sacar dinero con el que comprarse crack.

Jeannie recordó el nombre del marido de Penny.

—¿Cómo esta Danny?

—Se las arregla de maravilla, ahora es director de ventas. Lo que significa que tiene que viajar un montón, pero le compensa.

—Bien, que alegría volver a verte. ¿Tu base está en Baltimore?

—En Washington, D.C.

—Dame tu número de teléfono. Te llamaré.

Jeannie le paso un bolígrafo y Penny anotó su número de teléfono en una de las carpetas de Jeannie.

—Almorzaremos juntas —dijo Penny—. Será divertido.

—Apuesta a que sí.

Penny siguió adelante.

—Parece lista —comentó Lisa.

—Es muy inteligente. Estoy horrorizada. Ser azafata no tiene nada de malo, pero en el caso de Penny es como tirar por la ventana veinticinco años de estudios.

—¿La llamarás?

—Rayos, no. Sería negativo. Sólo serviría para recordarle las ilusiones y esperanzas que la animaban en aquellos tiempos. Resultaría muy penoso.

—Eso creo. Lo siento por ella.

—Yo también.

En cuanto tomaron tierra, Jeannie se encaminó a un teléfono público y llamó a los Pinker, a Richmond, pero comunicaban.

—Maldita sea —lamentó en tono quejumbroso. Esperó cinco minutos, lo intentó otra vez, pero continuaba sonando aquel enloquecedor zumbido de línea ocupada. Comentó—: Charlotte debe de estar llamando a su violenta familia para contarles todo lo referente a nuestra visita. Probaré más tarde.

El coche de Lisa estaba en el aparcamiento. Se dirigieron a la ciudad y Lisa dejó a Jeannie a la puerta de su casa. Antes de apearse, Jeannie preguntó:

—¿Puedo pedirte un gran favor?

—Claro. Aunque eso no significa que te lo vaya a conceder —sonrió Lisa.

—Empieza esta noche la extracción del ADN.

Lisa puso cara larga.

—Oh, Jeannie, hemos estado fuera todo el día. Tengo que comprar la cena...

—Ya lo sé. Y yo tengo que visitar la cárcel. Luego nos encontraremos en el laboratorio, digamos a... ¿te parece bien a las nueve?

—Vale —Lisa volvió a sonreír—. Siento curiosidad por saber que sale de los análisis.

—Si empezamos esta noche, podríamos tener los resultados pasado mañana.

Lisa pareció dubitativa.

—Si tomamos algunos atajos, si.

—¡Así me gusta!

Jeannie se apeó del coche y Lisa se alejó.

A Jeannie le hubiera gustado subir a su automóvil y dirigirse enseguida al cuartelillo de policía, pero decidió echar antes un vistazo a su padre, así que entró en la casa.

El hombre estaba viendo el programa La rueda de la fortuna.

—¡Hola, Jeannie, sí que vuelves tarde a casa! —saludó.

—He estado trabajando y aún no he terminado —dijo la muchacha—. ¿Qué tal día pasaste?

—Un poco aburrido, aquí solo.

A Jeannie le inspiró cierta lástima. Parecía no tener amigos. Sin embargo, su aspecto había mejorado respecto a la noche anterior. Había descansado, iba limpio y se había afeitado. Para almorzar sacó una pizza del frigorífico y se la calentó: los platos sucios estaban aún en el mostrador de la cocina. A punto de preguntarle quién se creía que iba a ponerlos en el lavavajillas, Jeannie se mordió la lengua.

Dejó la cartera y empezó a limpiar. Su padre no apagó la tele.

—He estado en Richmond, Virginia —informó.

—Estupendo, cariño. ¿Qué hay para cenar?

No, pensó Jeannie, esto no puede continuar. No voy a aguantar que me trate como trataba a mamá.

—¿Por qué no preparas algo?

Eso atrajo su atención. Apartó los ojos del televisor y miró a Jeannie.

—¡No se cocinar!

—Yo tampoco, papá.

El padre frunció el ceño, pero al instante sonrió.

—¡Entonces saldremos a cenar fuera!

La expresión de su rostro era inolvidablemente familiar. Jeannie retrocedió veinte años con la imaginación. Patty y ella llevaban pantalones vaqueros acampanados, ambas a juego. Vio a su padre, que entonces tenía el pelo oscuro y lucía patillas. Estaba diciendo: «¡Vamos al parque de atracciones! ¿Queréis algodón de azúcar? ¡Subid al coche!». Había sido el hombre más maravilloso del mundo. Los recuerdos de Jeannie dieron un salto de diez años. Ella vestía vaqueros de color negro y calzaba botas Doc Marten; el pelo de su padre era más corto y canoso. Decía: «Te llevaré a Boston con tus cosas, me agenciaré una furgoneta y aprovecharemos la ocasión para pasar un rato juntos; por el camino tomaremos unos de esos platos combinados de comida rápida, ¡será divertido! ¡Pasaré a buscarte a las diez en punto!». Le estuvo esperando todo el día, pero no apareció y, a la mañana siguiente, Jeannie tomó un autocar para Greyhound.

Ahora, al ver en los ojos de su padre el mismo brillo de «¡será divertido!», Jeannie deseó con toda el alma poder regresar a los nueve años y creer todo lo que decía su padre. Pero ahora era una persona adulta y sin ningún remordimiento le preguntó:

—¿Cuánto dinero tienes?

El hombre se entristeció.

—Ni cinco, ya te lo dije.

—Yo tampoco. Así que no podemos ir a comer fuera.

Abrió el frigorífico. Tenía allí un repollo, unas cuantas mazorcas de maíz, un limón, un paquete de chuletas de cordero, un tomate y una caja medio vacía de arroz Uncle Ben. Lo sacó todo y lo puso encima del mostrador.

—Te diré lo que vamos a hacer —declaró—. Como aperitivo, tomaremos un poco de maíz fresco mezclado con mantequilla; después, chuletas de cordero sazonadas con cáscara de limón para darles gusto y acompañadas de ensalada y arroz. De postre, helado.

—¡Muy bien, eso es fantástico!

—Puedes empezar a prepararlo mientras estoy fuera.

El hombre se puso en pie y contempló los alimentos que Jeannie había sacado del frigorífico. Jeannie cogió la cartera.

—Estaré de vuelta poco después de las diez.

—¡Yo no sé guisar esto! —El hombre cogió una mazorca.

Del estante de encima del frigorífico Jeannie cogió el ejemplar de Un Menú para cada día del año, del Reader's Digest. Se lo tendió a su padre.

—No tienes más que leerlo —dijo. Le dio un beso en la mejilla y se marchó.

Mientras subía al coche y ponía rumbo al centro urbano confió en no haber sido demasiado cruel. Su padre pertenecía a una generación anterior; en su época, las normas eran distintas. Sin embargo, ella no podía ser su ama de casa, incluso aunque quisiera, porque tenía que conservar su empleo. Al proporcionarle un lugar en el que cobijarse durante la noche había hecho por él más de lo que él hiciera por ella durante la mayor parte de su vida. A pesar de todo, deseaba haberse marchado dejándole con mejor sabor de boca. Era un negado, pero era el único padre que tenía.

Aparcó el coche en un garaje y marchó a pie por el barrio chino hacia la comisaría de policía. El ostentoso vestíbulo tenía bancos de mármol y un mural con escenas de la historia de Baltimore. Comunicó al recepcionista que estaba allí para ver a Steve Logan, que se encontraba bajo custodia. Temía verse obligada a entablar una discusión, pero al cabo de unos minutos de espera una joven de uniforme la hizo pasar y la acompañó en el ascensor.

Le mostraron un cuarto del tamaño de una alacena. Paredes mondas y lirondas, con una ventanilla en la del fondo y un panel auditivo debajo de la misma. La ventanilla parecía dar a otra cabina semejante. No había forma de pasar algo de una habitación a otra sin hacer un agujero en la pared.

Jeannie miró por la ventanilla. Transcurridos cinco minutos llevaron a Steve. Cuando el muchacho entró en la cabina, Jeannie observó que iba esposado y con las piernas encadenadas una a la otra como si fuera peligroso. Al reconocerla, sonrió de oreja a oreja.

—¡Ésta sí que es una sorpresa agradable! —exclamó—. La verdad es que es lo único bonito que me ha sucedido en todo el día.

A pesar de su talante alegre presentaba un aspecto terrible: tenso y cansino.

—¿Cómo estás? —preguntó Jeannie.

—Un poco fastidiado. Me han metido en una celda con un asesino que tiene resaca de crack. No me atrevo a dormir.

Toda su compasión se volcó sobre él. Tuvo que recordarse que se suponía que era el individuo que violó a Lisa. Pero Jeannie no podía creerlo.

—¿Cuánto tiempo crees que te retendrán aquí?

—Un juez examinará mañana la solicitud de libertad bajo fianza. Si eso falla, puede que permanezca encerrado hasta que se conozca el resultado de la prueba de ADN. Al parecer eso lleva tres días.

La mención del ADN recordó a Jeannie su objetivo.

—Hoy he visto a tu hermano gemelo.

—¿Y?...

—No hay duda. Es tu vivo retrato.

—Tal vez fue él quien violó a Lisa Hoxton.

Jeannie movió la cabeza negativamente.

—Si se hubiese fugado de la cárcel el fin de semana, probablemente. Pero todavía está allí.

—¿No crees que pueda haber escapado y vuelto? Para hacerse con una coartada.

—Demasiado fantástico. Si Dennis se hubiera visto fuera de la cárcel, nada le habría inducido a volver.

—Me parece que tienes razón —concedió Steve, sombrío.

—He de hacerte un par de preguntas.

—Dispara.

—Primero, necesito confirmar tu fecha de nacimiento.

—Veinticinco de agosto.

Esa era la que Jeannie había anotado. Quizá tenía equivocada la de Dennis.

—¿Sabes por casualidad dónde naciste?

—Sí. En aquellos días, papá estaba destinado en Fort Lee, Virginia, y yo nací en el hospital militar de allí.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo. Mamá habló de ello en su libro Tener un Hijo. —Entornó los párpados para mirarla de una manera que a Jeannie le pareció familiar. Significaba que intentaba adivinarle el pensamiento—. ¿Dónde nació Dennis?

—Aún no lo sé.

—¿Pero nacimos a la vez?

—Por desgracia, la fecha de nacimiento que dio es el siete de septiembre. Pero puede que se trate de un error. Voy a confirmarlo. En cuanto vaya a mi despacho telefonearé a su madre. ¿Hablaste ya con tus padres?

—No.

—¿Prefieres que los llame yo?

—¡No! No quiero que sepan nada de esto hasta que el asunto se haya aclarado.

Jeannie arrugó el entrecejo.

—A juzgar por todas las noticias que tengo de ellos, parecen pertenecer a la clase de personas que te apoyarían.

—Claro que sí. Pero no quiero que pasen por toda esta angustia.

—Desde luego, sería bastante penoso para ellos. Pero tal vez prefiriesen estar enterados y así poder ayudarte.

—No, por favor, no les digas nada.

Jeannie se encogió de hombros. Allí había algo oculto que no le confesaba. Pero era una decisión de Steve.

—Jeannie... ¿cómo es?

—¿Dennis? A primera vista, igual que tú.

—¿Lleva el pelo largo o corto? ¿Tiene bigote, uñas mugrientas, acné, cojea?...

—Lleva el pelo corto como tú, es barbilampiño, tiene las manos limpias, su piel es clara. Podría haber sido tú.

—¡Vaya! —Steve pareció profundamente incómodo.

—La gran diferencia está en su comportamiento. Está incapacitado para relacionarse con el resto de la raza humana. No sabe.

—Es muy extraño.

—A mí no me lo parece. En realidad, confirma mi teoría. Ambos sois lo que yo llamo «pequeños salvajes». Tomé la expresión de una película francesa. La empleo para aplicarla a los chicos intrépidos, incontrolables, hiperactivos. Tales chicos son muy difíciles de integrar en la sociedad. Charlotte Pinker y su marido fracasaron con Dennis. Tus padres lo consiguieron contigo.

Eso no le tranquilizó.

—Pero interiormente, Dennis y yo somos iguales.

—Ambos habéis nacido salvajes.

—Pero yo tengo un tenue barniz de civilización.

Jeannie se dio cuenta de que estaba profundamente preocupado.

—¿Por qué te inquieta tanto?

—Quiero pensar que soy un ser humano, no un gorila domesticado.

La muchacha se echó a reír, pese a la expresión solemne de Steve. —Los gorilas también tienen que aprender a ser sociables. Así lo hacen todos los animales que viven en grupo. De ahí es de donde procede el crimen.

Steve parecía interesado.

—¿De la vida en grupo?

—Claro. El delito es la ruptura de una regla social importante. Los animales solitarios no tienen reglas. Un oso invadirá la cueva de otro oso, robará su alimento y matará a sus oseznos. Los lobos no hacen esas cosas; si las hicieran, no vivirían en manadas. Los lobos son monógamos, unos cuidan los cachorros de los otros y respetan el espacio particular ajeno. Si un individuo quebranta las reglas, lo castigan; si reincide, lo expulsan de la manada o lo condenan a muerte.

—¿Y si viola normas sociales poco importantes?

—¿Cómo soltar una ventosidad en un ascensor? Eso lo llamamos faltas de educación. El único castigo es el reproche de los demás. Es asombroso lo efectivo que resulta.

—¿Por qué te interesan tanto las personas que violan las reglas?

Jeannie pensó en su padre. Ignoraba si ella llevaba o no sus genes criminales. Quizás ayudara a Steve saber que también a ella le preocupaba su herencia genética. Pero llevaba tanto tiempo mintiendo acerca de su padre que no le resultó fácil hablar de él ahora.

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