Authors: Ken Follett
Jeannie apagó la radio.
—¿Qué opinas de eso?
Steve sacudió la cabeza con desaliento.
—Las apuestas no cesan de subir —comentó—. Si descubrimos el pastel de la verdadera historia de la Genético y la operación de compraventa se va al traste, Jim Proust no podrá costearse la campaña presidencial. Y Proust es un mal bicho de cuidado: antiguo espía, ex agente de la CIA, opuesto al control de armas, antiesto, antiaquello, antitodo. Te has plantado en el camino de unas gentes peligrosas, Jeannie.
Ella rechinó los dientes.
—Lo cual hace que aún valga más la pena luchar contra ellas. Me eduqué gracias a la asistencia social, Steve. Si Proust llega a presidente, las muchachas como yo siempre serán peluqueras.
Había una pequeña manifestación frente al Hillside Hall, el edificio que albergaba las oficinas administrativas de la Universidad Jones Falls. Treinta o cuarenta estudiantes, femeninos en su mayoría, se agrupaban delante de la escalinata. Era una protesta pacífica y disciplinada. Al acercarse, Steve leyó una pancarta:
¡READMISIÓN A FERRAMI YA!
Parecía un buen presagio.
—Han venido a apoyarte —le dijo a Jeannie.
Jeannie se aproximó un poco más y la satisfacción puso en su rostro unas pinceladas de rubor.
—Pues si. Dios mío, alguien me aprecia, después de todo.
Otro cartel rezaba:
Se elevaron gritos de entusiasmo cuando vieron a Jeannie. La muchacha se encaminó hacia el grupo, sonriente. Steve la siguió, orgulloso de ella. Ningún otro profesor hubiera suscitado tan espontáneo apoyo entre los estudiantes. Jeannie estrechó la mano de los hombres y besó a las mujeres. Steve observó que una preciosa rubia le miraba fijamente.
Jeannie abrazó a una mujer mayor que formaba parte del grupo.
—¡Sophie! —exclamó—. ¿Qué puedo decir?
—Buena suerte ahí dentro —deseó la mujer.
Jeannie se separó de los concentrados, radiante, y Steve y ella se dirigieron al edificio.
—Bueno —constató Steve—, esas personas creen que deberías conservar tu empleo.
—No tengo palabras para expresarte lo mucho que eso significa para mí —repuso Jeannie—. Esa mujer mayor es Sophie Chapple, profesora del departamento de Psicología. Suponía que me odiaba. No puedo creer que estuviera ahí, respaldándome.
—¿Quién era aquella preciosidad de la primera fila?
Jeannie le dirigió una mirada curiosa.
—¿No la has reconocido?
—Estoy casi seguro de que no la he visto en la vida, pero ella no me quitaba ojo. —Luego lo adivinó—. ¡Oh, Dios, debe de ser la víctima!
—Lisa Hoxton.
—No es extraño que me mirara así.
Steve no pudo evitar volver la cabeza. Lisa era una joven guapa y vivaracha, bajita y más bien regordeta. El doble de Steve la había atacado, la derribó sobre el suelo y la obligó a mantener con el una relación sexual. En el interior de Steve se retorció un pequeño nudo de repugnancia. Aquella chica no era más que una joven normal, y ahora un recuerdo de pesadilla la acosaría a lo largo de toda su vida.
El edificio administrativo era un enorme y arcaico caserón. Jeannie condujo a Steve a través del marmóreo vestíbulo, cruzaron el umbral de una puerta señalada con el rótulo de Antiguo Comedor y entraron en una sombría sala de estilo señorial: alto techo, estrechas ventanas góticas y sólidos muebles de roble, de gruesas patas. Frente a una chimenea de piedra labrada había una larga mesa.
Cuatro hombres y una mujer de edad mediana estaban sentados a aquella mesa. En el individuo calvo que ocupaba el centro reconoció Steve al rival de Jeannie en el partido de tenis, Jack Budgen. Supuso que aquella era la comisión: el grupo que tenía en sus manos el destino de Jeannie. Respiró hondo.
Se inclinó por encima de la mesa, estrechó la mano a Jack Budgen y dijo:
—Buenos días, doctor Budgen. Soy Steve Logan. Hablamos ayer.
Una extraña intuición se adueñó de su ánimo y se encontró rezumando una relajada confianza que era la antítesis de lo que sentía. Fue estrechando la mano a los miembros de la comisión, cada uno de los cuales le dijo su nombre.
Dos hombres más estaban sentados en el extremo de la mesa, por el lado más próximo a la puerta. El individuo menudo, de terno azul marino, era Berrington Jones, a quien Steve había conocido el lunes anterior. El caballero enjuto, de pelo rojizo y traje cruzado, negro y a rayas, tenía que ser Henry Quinn. Steve estrechó la mano a ambos.
Tras lanzarle una mirada desdeñosa, Quinn le preguntó:
—¿Qué títulos jurídicos tiene usted, joven?
Steve le dedicó una sonrisa amistosa y le respondió en voz baja, tanto que no le pudo oír nadie más, aparte de Quinn.
—Vete a hacer puñetas, Henry.
Quinn dio un respingo como si acabara de recibir un golpe, y Steve pensó: «Eso te quitará las ganas, viejo cabrón, de volver a tratarme con arrogancia».
Acercó una silla a Jeannie y ambos tomaron asiento.
—Bien, tal vez debamos empezar —dijo Jack—. Esta sesión es informal. Creo que todos han recibido una copia de la rúbrica, de modo que conocemos las reglas. Presenta las acusaciones el profesor Berrington Jones, que propone el despido de la doctora Jeannie Ferrami sobre la base de que ha desprestigiado a la Universidad Jones Falls.
Mientras Jack hablaba, Steve estudió a los miembros de la comisión, buscando en sus rostros algún indicio de simpatía. No encontró el menor detalle tranquilizador. Sólo la mujer, Jane Edelsborough, parecía dispuesta a mirar a Jeannie; los demás no sostendrían su mirada. Para empezar, cuatro en contra, una a favor, pensó Steve. No se presentaba nada bien la cosa.
—El señor Quinn representará a Berrington —manifestó Jack.
Quinn se puso en pie y abrió su cartera de mano. Steve observó que la nicotina de los cigarrillos le había dejado amarillenta la punta de los dedos. El hombre sacó un puñado de fotocopias ampliadas del artículo del New York Times referente a Jeannie y fue entregando una de ellas a cada persona de la sala. Como resultado, la mesa quedó cubierta de hojas de papel que decían
LA ÉTICA DE LA INVESTIGACIÓN GENÉTICA: DUDAS, TEMORES Y UN CONFLICTO.
Era un eficaz recordatorio visual de las complicaciones que Jeannie había ocasionado. Steve lamentó que no se le hubiera ocurrido llevar también unos cuantos papeles que repartir, aunque sólo fuera para tapar con ellos los que había distribuido Quinn. Aquel sencillo y efectivo movimiento de apertura que había realizado Quinn intimidó a Steve. ¿Qué posibilidades tenía de competir con un hombre que probablemente contaba con treinta años de experiencia jurídica en los tribunales? No puedo ganar este caso, pensó Steve, sumido en un repentino pánico.
Quinn empezó a hablar. Su voz era rigurosa y precisa, sin el más leve asomo de acento. Hablaba despacio y en tono pedante. Steve confiaba en que cometiese algún error que detectase automáticamente aquel jurado de intelectuales que no necesitaban que las cosas se les deletreasen en palabras monosilábicas. Quinn resumió la historia de la comisión de disciplina y explicó la posición de la misma en el gobierno de la universidad. Definió el verbo «desprestigiar» y sacó una copia del contrato de Jeannie. Steve empezó a sentirse mejor a medida que Quinn iba desgranando su perorata.
Por fin, dio por concluido el preámbulo y se dispuso a interrogar a Berrington. Empezó por preguntarle cuando tuvo noticias por primera vez de la existencia del programa informático de búsqueda creado por Jeannie.
—El pasado lunes por la tarde —contestó Berrington.
Refirió la conversación que él y Jeannie mantuvieron. Su relato coincidía con la versión que Jeannie había contado a Steve.
Luego, Berrington dijo: —En cuanto comprendí con claridad su técnica, le dije que, en mi opinión, lo que estaba haciendo era ilegal.
—¿Qué? —estalló Jeannie.
Quinn hizo caso omiso y preguntó a Berrington:
—¿Cuál fue la reacción de la doctora Ferrami?
—Se puso muy furiosa...
—¡Maldito embustero! —gritó Jeannie.
Berrington enrojeció ante la acusación.
Intervino Jack Budgen: —Por favor, nada de interrupciones —dijo.
Steve clavó la vista en la comisión. Todos sus miembros miraban a Jeannie; apenas podían evitarlo. Apoyó una mano en el brazo de la muchacha, como si pretendiera contenerla.
—¡Está diciendo mentiras con todo el descaro del mundo! —protestó indignada Jeannie.
—¿Qué esperabas? —dijo Steve en voz baja—. Su juego es la agresividad.
—Lo siento —murmuró Jeannie.
—No lo sientas —le aconsejó Steve al oído—. Sigue así. Verán que tu indignación es auténtica.
Berrington continuó:
—Se mostró irritable, justo como ahora. Me dijo que podía hacer lo que le diese la gana, que tenía un contrato.
Uno de los hombres de la comisión, Tenniel Biddenham, frunció el ceño siniestramente: saltaba a la vista que le fastidiaba que un miembro subalterno del profesorado restregase por la cara su contrato al profesor que estaba por encima de él. Steve comprendió que Berrington era listo. Sabía como darle la vuelta al asunto de modo que un punto en contra suya se tornara a su favor.
Quinn pregunto a Berrington:
—¿Qué hizo usted?
—Bueno, comprendí que podía equivocarme. No soy abogado, así que decidí procurarme asesoramiento jurídico. Si mis temores se confirmaban, podría mostrar a la doctora Ferrami pruebas independientes. Pero si resultaba que lo que ella estaba haciendo no causaba perjuicio a nadie, yo podría abandonar el asunto sin que hubiese enfrentamiento de ninguna clase.
—¿Y recibió usted ese asesoramiento jurídico?
—Tal como se desarrolló todo, me vi rebasado por los acontecimientos. Antes de que tuviese tiempo de consultar a un abogado, el New York Times se enteró del caso.
—Mentiras —susurró Jeannie.
—¿Estás segura? —le preguntó Steve.
—Desde luego.
Steve tomó nota.
—Tenga la bondad de decirnos qué sucedió el miércoles —pidió Quinn a Berrington.
—Mis peores temores se hicieron reales. El presidente de la universidad, Maurice Obell, me llamó a su despacho y me pidió que le explicara por qué estaba recibiendo virulentas llamadas de la prensa relativas a la investigación que se estaba llevando a cabo en mi departamento. Redactamos un borrador de comunicado de prensa como base de discusión y convocamos a la doctora Ferrami.
—¡Santo cielo! —musitó Jeannie.
Berrington prosiguió:
—Ella se negó en redondo a hablar del comunicado de prensa. De nuevo abrió la caja de los truenos, insistió en que haría lo que le viniese en gana, y se marchó hecha un basilisco.
Steve lanzó una mirada interrogadora a Jeannie, que dijo en voz baja:
—Una mentira muy hábil. Me presentaron la nota de prensa como un hecho consumado.
Steve asintió con la cabeza, pero decidió no sacar a relucir aquel punto en el contrainterrogatorio. De todas formas, los miembros de la comisión probablemente opinarían que Jeannie no debió de salir del despacho de Obell hecha una fiera.
—La periodista nos dijo que la edición se cerraba al mediodía y esa era su hora límite —continuó Berrington en tono normal—. El doctor Obell comprendió que la universidad tenía que decir algo definitivo, y debo confesar que, por mi parte, estaba de acuerdo con él al ciento por ciento.
—¿Y el comunicado de prensa tuvo el efecto que esperaban?
—No. Fue un fracaso absoluto. Pero porque la doctora Ferrami lo saboteó por completo. Dijo a la reportera que pasaba de nosotros y que no podíamos hacer absolutamente nada al respecto.
—¿Alguien ajeno a la universidad hizo comentarios referentes a la historia?
—Ciertamente.
Algo relativo al modo en que Berrington respondió a la pregunta hizo sonar un timbre de alarma en la cabeza de Steve, que tomó unas notas.
—Recibí una llamada telefónica de Preston Barck, presidente de la Genético, firma que es una importante benefactora de la universidad y, particularmente, financia todo el programa de investigación de los gemelos —prosiguió Berrington—. Como es lógico, le preocupaba la forma en que se invertía su dinero. El artículo daba la impresión de que las autoridades universitarias se veían impotentes. Preston llegó a preguntarme: «De cualquier modo, ¿quién dirige ese maldito colegio?». Fue muy embarazoso.
—¿Era esa su principal preocupación? ¿La incomodidad de verse desobedecido por un miembro subalterno del profesorado?
—Claro que no. El problema principal lo constituía el perjuicio que el trabajo de la doctora Ferrami pudiera causar a la Jones Falls.
Un movimiento inteligente, pensó Steve. En el fondo de sus corazones a todos los miembros de la comisión les sentaría como un tiro que los desafiara un profesor auxiliar, y Berrington se había ganado su simpatía. Pero Quinn había actuado con rapidez para situar la queja en peso en un nivel mental más alto, de modo que pudieran decirse que al despedir a Jeannie, no sólo castigaban a un subordinado rebelde, sino que también protegían a la universidad.
—Una universidad —dijo Berrington— ha de ser sensible a las cuestiones de la intimidad personal. Los donantes nos dan dinero y los estudiantes compiten por las plazas que tenemos aquí, porque esta es una de las instituciones educativas más venerables de la nación. La simple insinuación de que somos negligentes en la defensa de los derechos civiles de las personas es muy perjudicial.
Era una formulación expuesta con elocuencia y sosiego y que todo el grupo aprobaría. Steve inclinó la cabeza para manifestar que también la suscribía, con la esperanza de que los miembros de la comisión se percatasen al final de que aquel no era el punto que se debatía.
Quinn preguntó a Berrington:
—En ese punto, ¿a cuántas opciones se enfrentaba?
—Exactamente a una. Teníamos que dejar bien claro que no convalidábamos la violación de la intimidad por parte de los investigadores universitarios. Y también necesitábamos demostrar que poseíamos la autoridad precisa para obligar a cumplir nuestras propias reglas. El modo de hacerlo era despedir a la doctora Ferrami. No existía otra alternativa.
—Gracias, profesor —dijo Quinn, y se sentó.
Steve se sentía pesimista. Quinn era todo lo hábil que podía esperarse de él e incluso algo más. Berrington se había manifestado convincente. Había presentado la imagen de un hombre razonable y preocupado que se esforzaba al máximo para tratar con una subordinada negligente e iracunda. Resultaba todavía más creíble al existir un enlace con la realidad: Jeannie tenía muy mal genio.