El tesoro del templo (19 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: El tesoro del templo
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Había asistido a numerosas ceremonias entre los esenios, pero nunca había sido testigo de un despliegue tan grande de lujo. Todos los asistentes tenían el rostro cubierto por un capirote blanco y llevaban un cinturón adornado con franjas de oro, una toca de armiño rodeada por una banda y rematada por una borla con tres plumas de oro, provista de una diadema dorada. Al flanco llevaban colgando una espada adornada con rubíes y piedras preciosas.

En el centro de la asamblea estaba en pie un hombre, también enmascarado. Era él quien hablaba. En la mano derecha sostenía un cetro con un orbe rematado por la misma cruz roja que aparecía en todas partes. De su cuello pendían dos cadenas: de la primera, hecha de pesados eslabones rojizos, colgaba una medalla que representaba una efigie medieval. La segunda era una especie de rosario compuesto por cuentas ovaladas esmaltadas en rojo y blanco. Un gran cordón de seda roja cruzaba su pecho de derecha a izquierda. De ese cordón colgaba también la famosa cruz.

—Juntos —dijo— reconstruiremos el Templo. Juntos como nuestros hermanos hace mil años, que fueron a Acre o a la tierra de Trípoli… a Apulia o a Sicilia, a Francia o a Borgoña, con un único objetivo: ¡construir el Tercer Templo! Vamos a proseguir la tarea del arquitecto Hiram, y el templo será el resultado de todos los templos consagrados al mayor de los arquitectos, de todas las catedrales, las mezquitas y las sinagogas. ¡Todos se reunirán en ese Templo en el que se encontrará el sanctasanctórum!

Mientras hablaba, dos hombres se acercaron desde el fondo de la sala llevando un maniquí de madera colocado sobre un soporte, que llevaba en el brazo derecho un escudo de torneo y en el izquierdo una barra con una cadena a la que iba sujeta una bola maciza de hierro. Uno de los hombres hundió un pivote en el corazón del maniquí, como para convertirlo en diana.

—Ésta es la efigie de Felipe IV el Hermoso —dijo el maestro de ceremonias—, y éste nuestro lema:
Pro Deo et Patria
, porque vamos a protegernos con el hierro y no con el oro en ese día, en ese día en que el mundo sabrá que no hemos dejado de existir ¡y que nuestra orden ha resucitado oficialmente!

Se produjo un movimiento en la sala. Unos hombres se levantaban, otros cambiaban de sitio. Jane, detrás de mí, me tocó ligeramente la espalda para indicarme que me apartara, porque, para seguir el desarrollo de aquella extraña ceremonia, me había adelantado demasiado.

Por precaución, me retiré un poco. Oímos un ruido como de papel arrugado y, luego, resonó en el recinto la misma voz, pero aún con más fuerza.

—Y aquí —dijo—, ¡aquí está la prueba!

Entonces se produjo un silencio absoluto. Volví a acercar el ojo a la rejilla.

El maestro de ceremonias tomó una caja de madera barnizada que abrió con la mayor delicadeza. En ese instante apareció un rollo frágil, antiguo, de color plateado. Temblando, reconocí el rollo que tenía en las manos Peter Ericson en la fotografía que me había enseñado Jane.

El extraño personaje mostró a la concurrencia el Pergamino de Plata, que desenrolló a medias y del que se podía ver el interior, recubierto por una escritura fina y apretada. Lo alzó en el aire, como Moisés las Tablas de la Ley, como el oficiante durante el sabbat; lo elevó al cielo para que todos pudieran contemplarlo.

—¡Esto, hermanos, nos viene directamente del pasado! ¡Esto ha atravesado el tiempo y viene a nosotros desde Tierra Santa! ¡Esto contiene el secreto que nos permitirá reconstruir el Templo! Por esa razón vamos a reunirnos todos en Tomar, en Portugal… Una reunión mundial de preparación.

Después de estas palabras se produjo una inmensa algarabía. Unos empezaron a golpear el suelo con su espada, otros se pusieron en pie, los de más allá saludaron esas palabras con una efusión de alegría y abrazos.

De repente, me sobresalté. Una puerta sonó detrás de nosotros, luego se acercaron unos pasos. Nos giramos para salir, pero un hombre nos bloqueaba el paso. Su rostro estaba cubierto por un casco de placas de hierro. También él estaba vestido con una túnica, pero ésta era blanca y negra.

—¿Qué queréis? ¿Quiénes sois y qué estáis haciendo aquí?

—Nos hemos equivocado de dirección —dije—. Estamos buscando la salida.

Entonces el hombre sacó una espada de su vaina y se acercó a nosotros con aire amenazador. Con una patada a la empuñadura hice volar el arma, que recuperé antes de que tocara el suelo. Pero el hombre me agredió con tal violencia que me derrumbé, atontado, sin fuerzas para volver a levantarme…

En una especie de bruma, vi a Jane proyectar su pierna derecha e impactar con su talón en el centro del pecho del hombre, que quedó aturdido, inmóvil por unos instantes. Ella aprovechó para aplastarle la nariz y asestarle un golpe en la glotis que lo dejó sin respiración y doblado en dos. Pero volvió a levantarse y le dirigió un puñetazo que ella esquivó con un movimiento de cabeza. Rápida como el rayo, le lanzó un directo al plexo seguido de un golpe en la nuca con el canto de la mano abierta, pero no pudo evitar que el hombre la aferrara por la garganta. La estaba estrangulando. Inmediatamente, me arrojé sobre él por detrás. Jane agarró con sus manos las muñecas del hombre, las separó con un gesto brusco y se liberó con viveza por medio de una especie de pirueta hacia atrás.

—Vamos —dijo—, deprisa.

Corrimos a la puerta y luego hasta el coche, en el que montamos a toda prisa.

—Jane —dije en cuanto recuperamos el aliento—. No sabía que eras experta en artes marciales. Me lo habías ocultado.

—He practicado algo de karate…

Pensé en lo que me había dicho mi padre: «Esta mujer ha seguido un entrenamiento especial.»

—¿Quién era esa gente? —dije.

—No lo sé, Ary, pero no son masones.

—¿Y el maniquí? —seguí—. ¿Qué es?

—Un estafermo —murmuró Jane—. Un maniquí que se utilizaba en los torneos medievales. El justador tenía que golpearlo al galope con su lanza. Si erraba el golpe y no se agachaba a tiempo sobre su montura, el maniquí pivotaba sobre su eje y asestaba automáticamente, contra la nuca o la espalda del caballero torpe, un golpe de maza que podía ser mortal…

—Entonces, esos hombres… ¿eran caballeros medievales?

—Me parece —dijo Jane— que esos hombres son templarios.

—¿Templarios? —repetí, incrédulo.

—Sí, la orden militar medieval que fue en otro tiempo perseguida y suprimida. Pero esta noche hemos descubierto que aún existe.

—¿Y crees que el profesor Ericson era uno de ellos?

—El profesor Ericson era masón, pero es posible que haya una relación entre las dos órdenes. Los templarios, al igual que los masones, tuvieron buen cuidado de conservar su saber en secreto. Al igual que los masones, se interesaron por la arquitectura, y especialmente por la arquitectura sacra. Ellos construyeron, por ejemplo, la catedral de Chartres.

—Constructores —dije—, como los masones… Y la cruz que había al pie del altar, aquella cruz gótica, es la misma que llevaban esos hombres sobre sus ropas. Pero tú ya lo sabías, ¿no es así?

—Sí —dijo mirándome—, lo siento, ya lo sabía.

—¿Por qué no me contaste todo eso?

—Por ahora no puedo decírtelo, pero tienes que confiar en mí.

Habíamos llegado a nuestro hotel. Paré el motor y Jane se volvió hacia mí.

—¿Has podido ver lo que estaba escrito en el Pergamino de Plata? —preguntó.

—No. Pero no parece estar escrito en hebreo, sino en escritura gótica, medieval.

Jane me miró con aprensión. Los hijos de la luz combaten contra los hijos de las tinieblas, y ella se encontraba involucrada en esa lucha de otras épocas. Yo también tenía miedo, mucho miedo. Pero ¿miedo por quién? Me invadió una sensación de vértigo. Me sentí arrastrado a mi pesar hacia un abismo desconocido. Estaba condenado. Había dejado a mis hermanos, abandonado mi comunidad, perdido la sabiduría que me era familiar y que tanto necesitaba. Lo había dejado todo por ella, para seguirla, para protegerla, y mi corazón inquieto escrutaba el horizonte, mi corazón ciego se perdía en sus meandros, sin saber nada, sin conocer ni reconocer nada: lo ignoraba todo, de dónde venía, adónde iba, incluso quién era. Temblaba, temblaba con toda mi alma, con todo mi cuerpo, ¡me sentía ofuscado! Los secretos superiores, que me había acostumbrado a intuir, me eran indiferentes. ¿Era eso el amor? En tal caso, quienquiera que entra en ese mundo sin nombre es, por más que posea múltiples conocimientos e innúmeras certidumbres, como un recién nacido acabado de salir del vientre de su madre. Para él ya no existe la ley, no existe la sabiduría de lo alto ni la sabiduría de aquí abajo; cuando el amor le llega a uno, uno acude al amor desnudo e ignorante, como si de repente sus ojos se abrieran por primera vez al mundo y al único ser que puede decirle: ¡ven y mira!

Allí, en aquel coche de alquiler, me incliné sobre ella, mi aliento contra su aliento. Quería besarla, pero ella desvió el rostro y se produjo un intercambio de respiraciones entre nosotros. Su aroma suave llenó mi alma de felicidad, y fue como siete besos de amor y de dicha, y su olor se elevó hacia lo alto, como el olor de un sacrificio, porque se trataba de un aliento supremo que asciende y que anuda lazos secretos entre los seres y los encadena el uno al otro hasta que todo se vuelve una única cosa.

Aquella noche, solo en mi cama, recibí el beso robado, el beso perdido que tanto había deseado. Su respiración profunda penetró en mí y mi respiración en ella me dio una fuerza tal que me sentí pletórico de poder, de fuerza y de humanidad. Invadí su imagen hasta el punto de perderme entre el deseo y la realidad, porque ella era carnal, era auténtica. Y tan grande fue la tentación de verla, de alcanzarla, de arrebatarla, que me levanté, me vestí rápidamente y salí de mi habitación. Con el corazón disparado, me acerqué a su puerta y apliqué la cabeza contra ella, como si pretendiera convencerla para que se abriera, a fuerza de ruegos. Pero permaneció cerrada, sellada como un jardín prohibido. Permanecí allí, inmóvil, con la cabeza inclinada, la mano sobre el pomo, durante no sé cuánto tiempo. Ah, me dije, si tan sólo osara llamar, entrar, tomarla entre mis brazos, levantarla, besarla y posar mi frente sobre su frente, llevarla a la cama y abrazarla…

El Instituto del Mundo Árabe era un edificio enorme cuya planta era un rectángulo perfecto; sus dimensiones y su arquitectura, recortada como un encaje negro, resultaban impresionantes. Mi corazón latía con fuerza cuando penetré junto a Jane en ese templo que cobijaba el original del Pergamino de Cobre.

En el primer piso se había instalado la exposición sobre Jordania. En el centro de una gran sala que guardaba diversos objetos antiguos y fotografías, una mesa rectangular cubierta por un cristal atraía las miradas.

Entonces vi, tal como era, el auténtico Pergamino de Cobre. Una placa de metal de dos metros y medio de largo por treinta centímetros de ancho, compuesta por tres hojas de cobre cosidas formando una banda que podía enrollarse sobre sí misma, como los pergaminos sobre los que yo escribía. En su cara interna se desplegaba un texto en lengua hebrea, inscrito sobre el metal a golpes de buril. Había sido restaurado, ya no quedaban trazas ni de envejecimiento ni de óxido y, por un milagro de la tecnología, de la electrónica o de la informática modernas, las letras aparecían como si hubieran sido trazadas el día antes.

Y el texto se materializó, un mensaje llegado desde la noche de los tiempos, un mensaje metálico sobre el cobre. ¿Quién podía imaginar que ese rollo iba a sobrevivir a los hombres, a las guerras, a los movimientos de la Historia? ¿Y quién sabía que bajo las palmeras y bajo las piedras, debajo de los huesos convertidos en polvo, en las arenas del desierto, en las sombrías cavidades del mar Muerto, en las vasijas rotas, se encontraba ese texto? ¿Quién sabía que sólo las letras persistían, y que llevaban en ellas el aliento de los que han vivido?

El Pergamino de Cobre era tan viejo que casi había sucumbido en cuanto vio la luz del día después de dos mil años transcurridos en las cuevas; casi se había desintegrado y convertido en polvo. Replegado sobre sí mismo, se negaba a abrirse a la vida. Así pues, fue necesario operarlo, con gasas, lentes de seguridad y cola de laboratorio. Luego había viajado hasta Ammán y allí, expuesto a los ojos de todos, había sufrido una grave recaída. De nuevo tuvo que atravesar los mares y los continentes, hasta Francia, donde una segunda operación lo había devuelto a la vida.

En ese momento observé el texto, al que reconocía, que sabía casi de memoria, porque las letras hebreas tienen el don de grabarse en la memoria, impresionan como por una virtud mágica. El punzón había dado su forma al cobre, que se estriaba con los signos, y esos signos, estaba seguro de ello, remitían a otros signos que a su vez remitían, lo sabía, a otros signos más, hasta el Secreto, el Misterio de los Misterios.

Desde hace más de dos mil años, escribimos sobre pergamino, de apariencia más bella que el papiro y, sobre todo, más resistente: gracias a ello los rollos de nuestra secta se han conservado a pesar de la erosión del tiempo. ¿Por qué Elías, hijo de Meremoth, había elegido esta materia en vez de los pergaminos, cosidos entre ellos con hilo de lino o tendones de animal y tratados rigurosamente según las instrucciones rabínicas?

Habría podido usar la piel de cabra, que presenta un aspecto gris, o la de oveja, que es de color blanco mantecoso, con el lado del pelo más amarillo y oscuro que el de la carne, y cuya corteza se vuelve blanca, y gracias a su mejor permeabilidad permite la penetración de la cal cuando es blanqueada. Habría podido usar la vitela, suave, fina y preciosa, que procede de animales nacidos muertos, de la ternera, el cordero o el cabrito. Nunca se aja, es sólida hasta el punto de ser crujiente, es lisa pero no deja que la pluma resbale, y es de un blanco tan puro que parece iluminado. Por esa razón utilizamos la vitela de ternero para copiar nuestro texto sagrado, la Torá. Entonces, ¿por qué el cobre y no la vitela? Elías también habría podido emplear la piel de cabra, de cabrito, de oveja, de cordero, de gacela e incluso de antílope. Los maestros curtidores se habrían ocupado de la preparación, que exige largo tiempo y una extrema minuciosidad. Habrían rascado la piel, la habrían limpiado perfectamente por el lado de la carne, llamada flor, que es la más apta para recibir la escritura y conservarla. Habrían cortado el pelo y alisado las crines. Luego habrían curtido la piel, después la habrían lavado con agua caliente antes de tratarla con un aceite precioso para hacerla flexible y propicia para recibir la escritura. Por fin, la habrían tendido al exterior para que se secara al sol y al aire. También habrían tenido que suprimir el exceso de grasa, difícil de eliminar, que hace la escritura y la pintura casi imposibles, porque las tintas y los colores no se adhieren a un soporte resbaladizo. Una piel correctamente apergaminada fija la tinta sin absorberla… Habrían podido hacer todo eso, ¿pero cuánto tiempo habrían tardado? ¿Cuánto tiempo habría durado?

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