El tiempo mientras tanto (14 page)

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Authors: Carmen Amoraga

Tags: #Drama

BOOK: El tiempo mientras tanto
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Marga llora casi todas las noches. Carlos finge que no se da cuenta. Fingía. No es que no quisiera consolarla, es que intuía que su dolor era tan grande, tan profundo, que prefería dejarle su espacio. Lo pretendía incluso físicamente, y se arrimaba tanto al borde de la cama que más de una vez se despertó con un sobresalto, a punto de caerse. Marga no lo interpretaba así. Pensaba que su marido era un ser egoísta y despreciable que la dejaba sola en ese momento tan duro de su vida, hasta que una noche Carlos no pudo más y la abrazó desde atrás y la apretó muy fuerte contra su pecho sin decir ni una palabra y estuvieron así ni sabe cuánto tiempo, puede que horas, hasta que ella dejó de hipar y de limpiarse los mocos a veces con la manga del pijama, a veces con el pico de la sábana y a veces con un pañuelo de papel mugroso que estaba en la mesilla, y los dos se quedaron dormidos en esa postura tan incómoda hasta que sonó el despertador y tuvieron que levantarse para decirles a los niños venga, arriba, que ya es la hora, para hacerles el desayuno, para acompañarlos a la parada del autobús y para marcharse cada cual a su respectivo trabajo (Carlos a la tele y Marga a Mercadona).

Normalmente se reparten la tarea para adelantar, lo hacen todo medio dormidos y se despiden con un beso rápido, pero esa mañana los dos se encargaron de los niños, de los desayunos y del autobús, y Carlos la acompañó al coche y la miró con ternura infinita, volvió a abrazarla y la besó sin decir nada. Marga le agradeció que se mantuviera callado, porque podría haber dicho algo del tipo todo saldrá bien, o esto acabará pronto, o ten paciencia, o María José sabe cuánto la querías, que no sólo le hubieran tocado las pelotas, sino que de un plumazo habrían barrido toda la magia de las horas anteriores. Pero no, Carlos guardó un conmovedor silencio que Marga supo interpretar: no estás sola, estoy a tu lado, te comprendo, comparto tu dolor. Pasó el día pensando en él. Le mandó varios mensajes por el móvil, como si fuera una adolescente (te quiero, te echo de menos, perdóname). Carlos sólo contestó al último (¿cómo que te perdone?, ¿qué tengo que perdonarte, so tonta?), pero Marga no le respondió porque le daba vergüenza y porque su teléfono sólo tenía capacidad para escribir novecientas trece letras (espacios en blanco incluidos), una cantidad a todas luces insuficiente para dejar constancia de su estado de ánimo y de su mezquindad.

Carlos tiene mucho que perdonarle, aunque no lo sepa. Es más, es precisamente ese desconocimiento lo que más necesita Marga que le perdone. Carlos no sabe muchas cosas de ella. No sabe que antes de irse a vivir juntos le puso los cuernos cinco veces (las dos primeras porque bebió demasiado, la tercera porque estaban enfadados y a ella le pareció que habían roto, la cuarta porque volvió a beber más de la cuenta y la quinta porque creía que no le quería lo suficiente y se le ocurrió que ésa era una buena manera de asegurarse). No sabe que el segundo embarazo la pilló tan desprevenida que durante varias semanas se lo ocultó porque estuvo valorando la posibilidad de no tenerlo, ni que le registra la cartera y le lee los mensajes del móvil cuando él está en la ducha, por si acaso se la está pegando, ni que de vez en cuando siente que está echando su vida a perder, no por estar a su lado, sino por conformarse con jugar a las casitas en lugar de arriesgarse a fracasar, ni que en el fondo le culpa de haber echado a perder su carrera como periodista (aunque más en el fondo sabe que la culpa de verdad la tuvo ella porque le dio pereza matarse a trabajar a cambio de un sueldo de mierda y prefirió tener tiempo para vivir, para ver la luz del sol, para llevar a sus hijos al parque, y porque, más en el fondo todavía, sabía que le faltaba talento y vocación), y que aunque siente que le quiere a veces también siente que no le quiere, que esa vida que tiene no está a la altura de la que había soñado, que aunque no cambiaría a sus hijos por nada a veces sí los cambiaría por algo (por no tener barriga, por poder dormir toda la noche, salir al cine, a bailar, a tomar una, dos, tres, cuatro copas, por ligar, por ser una mujer y no una madre), y por eso también llora a veces, aunque no por la noche. La noche está reservada para llorar por María José. Llora porque su amiga, su mejor amiga, su hermana, se va a morir.

¿De verdad llora por eso? No. Llora porque en realidad ya está muerta. Peor que si estuviese muerta. Porque es como si estuviese viva, pero no es más que una fantasía, y Marga contribuye a mantenerla cada vez que va a verla, como si aceptase esa oportunidad del destino (estar un poco más con los que amamos). Es cierto que más de uno pagaría por eso, por poder despedirse, decir te quiero, o perdóname, o por abrazarse una vez más, una última vez, y es ella la que puede, es ella la que va al Sánchez Díaz-Canel, pero también es ella la que no lo valora. Parece que sí, pero también es una fantasía. Entra en la habitación y se sienta a su lado y la coge de la mano, y el planeta entero tendría que hundirse para que la soltase, y no hace caso a las miradas de odio de Pilar, y le relata absolutamente todo lo que ha pasado, y le recuerda viejas anécdotas, y le hace cosquillas en el antebrazo, y la peina, y se tumba con ella en la cama, y la abraza, y le enseña los dibujos que le han hecho sus hijos, y le cuenta que Carlos le manda besos y que una tarde de éstas irán todos a verla, y antes de marcharse le pide que la espere una semana más, y le promete que hará todo lo que pueda para que las cosas salgan bien, y le cuenta que hay un forense que se llama Miguel Lorente que acaba de publicar un libro en el que cuenta que Jesucristo no resucitó, sino que lo que le pasó al tercer día fue que se despertó de un coma, así que tú también puedes despertar, ¿eh?, aunque ya te vale, perezosa, que llevas casi dos meses así, y se ríe. Porque Marga, en la habitación, se ríe. Se comporta como si esa visita le gustase, como si se alegrase de ver a su amiga, viva. Pero no. No le gusta, no se alegra. Tampoco se alegrará cuando ya no esté.

Por ella, habría sido mejor que María José hubiese muerto en el accidente, como le pasó a su propio padre, que se mató a los cincuenta y dos años cuando volvía de ver jugar al fútbol al hijo de su amigo Facundo, que era el que conducía, y que estuvo entre la vida y la muerte varios días, peleando por vivir como un león, agarrándose a la vida que ya se le había escapado al otro sin que él lo supiera. El hijo futbolista de Facundo le contó a Marga que, como no podía hablar porque tenía hecha una traqueotomía, su padre escribió dos notas. En una quería saber si había sido culpa suya y advertía que, de ser así, se quitaría la vida. En la otra preguntaba ¿y Antonio cómo está?, ¿dónde está Antonio?, y advertía que si le había pasado algo por su culpa se quitaría la vida. Le dijeron la verdad sólo en una cosa (la culpa no fue suya), pero lo de Antonio se lo ocultaron todo el tiempo que pudieron, no porque pensaran que iba a cumplir su amenaza estando como estaba dentro de la uci, sino porque no querían que perdiese las ganas de luchar. Fue un coche, que adelantó a un camión y se os echó encima en un cambio de rasante. A Antonio ya le verás cuando salgas de aquí. Y era cierto (en parte), porque cuando le dieron el alta varios meses después y Facundo fue a su casa lo encontró dentro de una vasija que su viuda tenía guardada en el dormitorio hasta que sus hijas y ella decidieran qué hacer con la urna.

No se ponían de acuerdo: Antonio, en vida y en broma, había mencionado alguna vez que quería que le incinerasen pero que le parecía una guarrada que echaran las cenizas al mar, o a la montaña, donde a cualquiera se le podía meter en un ojo su fémur carbonizado, y que para eso prefería que desparramaran su cuerpo ceniciento por la escalera mecánica de El Corte Inglés, que era donde mejores ratos había pasado viendo cómo su señora se peleaba con otras mujeres por un suéter de angorina en las rebajas. Al final, aunque entonces eso no lo sabían, las cenizas de Antonio se quedarían en esa habitación hasta que Marga se las llevó a su casa años después, porque la madre consiguió rehacer su vida con un compañero de trabajo, y el hombre, con razón, le confesó que le daba repelús hacerle el amor con el cuerpo de su antiguo marido a su espalda.

Pero para eso faltaba mucho tiempo, y el día que Facundo fue por fin a visitarla, los dos, la mujer y el amigo, lloraron amargamente la pérdida del que había sido el amor de la vida de una y el pilar de la vida del otro, lloraron abrazados, lloraron en silencio, lloraron dándose palmadas en los hombros, lloraron y lloraron y lloraron hasta que por fin se quedaron literalmente sin lágrimas y pudieron hablar, ay, con la ilusión que tenía Antonio de ir a Sevilla para la Expo, sí, la Expo, ay, ay, ay, dime, ¿por qué ha pasado esto, Facundo?, maldita la hora que le invité a ver el partido, yo ahora no voy a saber vivir sin él, cuánto lo siento, pero cuánto lo siento, ayyyy, perdóname, (…), ay, ay, ay, (…) perdóname, te lo pido por favor, yo no tengo nada que perdonarte, y así estuvieron, dale que dale con el perdón y con la Expo, hasta que el hijo de Facundo consiguió sacarlo de la casa de su amigo muerto dos veces: la primera, la tarde del accidente, y la segunda, cuando supo la verdad.

María José estuvo con ella todo ese tiempo, desde el primer momento. Tenían una perra, blanca y pequeña que por lo general no dejaba de ladrar pero que el día que su dueño murió pareció oler la desgracia y empezó a pegar unos alaridos que ponían los pelos de punta. La casa de Marga estaba llena de gente y María José sacó a la Nina, aunque sospechaba que su madre pondría el grito en el cielo (no lo hizo, en realidad), y al mismo tiempo que a la perra se llevó del piso de Marga, casi a escondidas, una maleta pequeña que contenía un traje gris oscuro, una camisa blanca, una corbata, unos zapatos y un par de calcetines negros. Luego María José fue a su casa, cogió su coche y se dirigió al hospital, donde la esperaba la hermana de Antonio para recoger el maletín. Marga supo lo de la mortaja hace poco, cuando le contó a su tía lo del accidente de María José, y su tía se puso a llorar como si la conociera de toda la vida porque se acordó de que aquella mañana, cuando le dio la ropa, estaba tan desconcertada que se llevó a la perra a la puerta de la morgue y se dejó el traje en el coche, y cuando las dos fueron a por él, se echó en sus brazos y estuvo casi media hora murmurando que la vida era horrible, que sus padres llevaban no sé cuánto tiempo sin hablarse, que los de Marga se querían, que nunca pensó que tendría que hacer algo así.

Pero sí lo hizo, María José.

Hizo eso, y estuvo a su lado todos los días que la necesitó, que fueron muchos, y la acompañó al cementerio prácticamente a diario, y a la sicóloga una vez por semana, y la arrastró a la calle, y a la playa, y a la vida que seguía aunque ahora él ya no estuviera, y la dejó llorar sin decirle no llores, y la hizo reír, y la dejó llorar, y la hizo reír, y la dejó llorar, y así sucesivamente, sin contarle nunca que el traje con el que incineraron a su padre lo había llevado ella junto con una niñez que se había resistido a abandonarlas hasta ese momento, que Marga describía más tarde como si se hubiera roto la burbuja en la que habían estado metidas toda la vida y la mierda del mundo las hubiera salpicado para siempre jamás. No siempre te sentirás así, le decía María José. ¿Qué sabrás tú?, contestaba Marga. Pero María José estaba en lo cierto. La sicóloga que trató a toda la familia (a Marga, a su madre y a su hermana) les anunció que el síndrome del duelo duraba como máximo dieciocho meses. Les explicó que eso no quería decir, ni mucho menos, que pasado ese tiempo la ausencia dejara de doler, pero sí que aceptarían ese dolor. Les dijo que al principio llorarían todos los días, que cada vez llorarían un poco menos, que un día se darían cuenta de que no habían llorado, que de pronto su recuerdo les traería paz y no tristeza, que pensarían en las cosas buenas que había hecho por ellos, que se conformarían, que se repondrían.

Tuvo razón. Se equivocó.

¿Se han repuesto? A veces, sí. A veces, no.

Hay días en los que Marga ve la cara de su padre en su hijo pequeño. Esos días no habla apenas con nadie, se mete en la cama en cuanto puede y no permite que la toquen porque se siente tan frágil que cree que se va a partir por la mitad. Otros, el recuerdo del padre la llena de tranquilidad, de satisfacción, de felicidad. ¿Tuvieron que pasar los dieciocho meses para que llegaran a ese punto? No. Fueron necesarios muchos más, pero no les quedó más remedio que aprender a vivir por más que les doliese. Pero lo de María José es diferente, diferente, peor. La muerte de su padre se llevó los malos recuerdos, las peleas, los conflictos, la cabezonería, la costumbre de hacer siempre lo que le saliese de los huevos, aquella bofetada que años después todavía les dolía a los dos (una mañana de domingo, cuando Marga tenía siete años, se puso como una energúmena porque quería que su padre le comprara un pollito de colores en la plaza Redonda y él se negaba porque decía que al cabo de unos días perdería el color y ella ya no lo querría), el mes entero sin salir porque la sorprendió fumando en el patio, lo pesado que se ponía para que estudiase, para que se vistiese correctamente, para que no dijese tacos. Pensar mal sobre su padre estaba prohibido después de su muerte.

Pero ¿y María José? María José está viva. Va a morir, algún día, pero ahora está viva. Todavía es posible recordar que María José era amable, divertida, tierna, cariñosa, ocurrente, generosa, inocente, asombrosa, pero también egoísta, pesada, agobiante, malpensada, insegura, yoísta y cargante, y mientras esté viva es posible enfadarse con ella si te acuerdas de aquel vestido que te estropeó porque Joaquín le tiró encima un vaso de vino, por aquel verano que te dejó colgada porque Joaquín quiso ir al cine justo el mismo fin de semana que ellas habían planeado irse al FIB, por el coñazo de tantas horas perdidas hablando de Joaquín, que mira que era pelma, todo el santo día con Joaquín en la boca para que luego…, y por eso, por eso, por haberle dejado un año después de casarse con él, también era posible cabrearse. A ver, no por haberle dejado, sino por haberse pasado la vida entera esperándole, haciendo oídos sordos a lo que le decían de él, para darse cuenta a la primera de cambio de que todo el mundo (ella en particular) tenía razón cuando trataban de hacerle ver que el Joaquín del que se había enamorado hasta las trancas no existía más que en su imaginación. Madura, coño, le reprochaba Marga. Ahora le reprocha que siga viva, que le haga caso y la espere una semana más, que no se muera de una vez y se lleve consigo todo lo malo, todo lo triste, todo lo ruin, y le devuelva lo mejor de su mejor amiga. Por eso llora. Todas las noches, hasta que el sueño la vence, hasta que se queda sin lágrimas, hasta que Carlos la abraza, hasta que se aburre de llorar. Por María José, pero también por sí misma, porque desea que esté ahí el miércoles siguiente y al mismo tiempo quiere que desaparezca, que le suelte la mano, que se vaya al cielo o al infierno si es que existen, que se marche donde sea pero que los deje vivir. Que la deje vivir a ella, y también a Paco y a Pilar, que no son capaces de imaginar que la mejor amiga de su hija no tiene otro deseo más que su muerte.

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