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Authors: Andrea Camilleri

El traje gris (4 page)

BOOK: El traje gris
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—Y si descubrís que una que ya es socia engaña a su marido, ¿cómo actuáis?

—La obligamos, con nuestro comportamiento, a que se dé de baja.

Por eso ella era cautelosa al elegir el lugar de las citas. Ninguna de sus amigas pondría jamás los pies en aquel asqueroso motel. Y la asamblea de la asociación, que sin duda se habría celebrado pero habría sido breve, explicaba la seriedad del atuendo. Aquella noche, en la cama, fue la primera vez que él la trató con una especie de turbia violencia. Al principio ella se sorprendió, pero luego pareció agradecerlo, y mucho. Fue como si hubieran regresado a la luna de miel, cuando ella lo buscaba una y otra vez.

Así pues, el anónimo que recibió unos meses después no le supuso ninguna sorpresa. Pero sí una repentina preocupación.

—¿Sabes dónde está el motel Regina?

La mano de Adele, que se estaba llevando a la boca una cucharada de consomé, no tembló.

—No. ¿Por qué?

—Un subordinado mío me ha dicho que te ha visto por allí.

—Puede ser, puesto que no sé dónde está ese motel.

La había avisado. Que se buscara un sitio más seguro.

3

V
ivían en una villa heredada de su padre, que había tenido que defender con uñas y dientes de los constantes ataques de los especuladores inmobiliarios, que la ambicionaban y ofrecían por ella sumas de locura. Situada casi en el centro de la ciudad y con un extenso jardín, era ideal para derribarla y construir un enorme inmueble de más de ocho pisos.

En esa defensa había encontrado un firme y decidido aliado en Adele, la cual, al final del tercer año de matrimonio, apuntó la idea de una reforma total de la casa.

Cuando habló de ello por primera vez, ya hacía seis meses que no dormían juntos. Adele había hecho preparar para él un cuartito que comunicaba con el dormitorio principal, donde ella seguía durmiendo sola. En el cuartito apenas cabían una pequeña cama, la mesita de noche y una silla. Se trataba más bien de una celda.

Cuando les apetecía hacer el amor —las relaciones entre ambos se habían espaciado inexplicablemente, aunque sin perder intensidad—, ella lo acogía de buen grado en la cama matrimonial todo el tiempo necesario, hasta que se cansaban, pero después, en el momento de conciliar el sueño, él tenía que irse; no había nada que hacer.

—Roncas tan fuerte que pareces un avión despegando. No me dejas dormir —aducía ella.

—¿Y cuando nos casamos no roncaba?

—Sí, pero de manera soportable.

—Será la edad.

—No creo.

Pero le había hecho sentir la diferencia de años que había entre ellos, aunque después de una noche maratoniana jamás le preguntaba si estaba cansado. A lo largo de su vida en común, también lo trataba como a alguien de su misma edad. Por otra parte, tal vez Adele le había preparado aquel cuartito porque los encuentros fuera de casa empezaban a pasarle factura y quería recuperar las energías por la noche sin tener ninguna tentación al lado.

Como fuere, cuando una noche a la hora de cenar propuso la reforma, él no se sorprendió realmente. Era una petición que esperaba desde hacía tiempo. Pero tuvo la certeza de que ella aprovecharía la ocasión para obtener un ulterior alejamiento.

—Tú no puedes seguir durmiendo en ese cuartito.

—¿Por qué?

—Supón que coges la gripe y tienes que quedarte unos días en cama. A mí me daría vergüenza que el médico o quien sea te viese confinado allí. Cualquiera sabe lo que pensarían, menuda montarían nuestros conocidos. Si la gente se enterara de algo así...

Estaba obsesionada con el qué dirán.

—Pero ¿a ti qué te importa?

—Me importa. Me interesa que me consideren una persona respetable, cosa que desde luego soy. ¡Imagínate! Tú mismo serías ridiculizado. Además, piensa en lo incómodo que estarías si tuvieras que pasar allí todo el día. Te asfixiarías. Por otro lado, yo necesito espacio para recibir a los amigos o celebrar reuniones aquí. Con la villa en este estado nunca puedo invitar a nadie.

En resumen, motivos humanitarios para él y motivos mundanos para ella. Su resistencia no duró ni una semana.

Adele confió en un joven y prometedor arquitecto y se quedó en la casa para seguir la reforma de cerca. Él tuvo que trasladarse a un aparthotel. Pero Adele se reunía con él cada noche, iban a cenar juntos a un restaurante, y ella, entusiasmada, lo informaba sobre el estado de las obras. Y tres o cuatro veces, para demostrarle su gratitud, subió con él a la habitación y se quedó toda la noche.

Cuando finalmente concluyeron las obras y él visitó la casa guiado por el arquitecto y Adele —le habían prohibido poner los pies allí mientras durara la reforma («Quiero que la veas cuando todo haya terminado, ¡verás qué sorpresa te llevas!»)—, comprendió de inmediato dos cosas: primero, que las obras se habían realizado con indudable buen gusto e inteligencia, tanto que por fuera la villa parecía la misma de siempre pero rejuvenecida; y segundo, que su mujer no había dejado escapar al prometedor arquitecto. Se delataron por la manera en que permanecían uno al lado del otro mientras le hablaban: sin que ellos lo quisieran, sus caderas se buscaban hasta rozarse.

En la planta baja había ahora un espacioso comedor, la cocina y un gran salón con amplias cristaleras de estilo modernista que se abrían al jardín.

El piso de arriba, al que también se podía acceder desde el exterior por una escalera situada en la parte de atrás, se había dividido en dos apartamentos, uno más grande y otro más pequeño. El destinado a él tenía un dormitorio, un cuarto de baño, vestidor, estudio y una habitación de invitados.

El de Adele tenía una habitación y un cuarto de baño más.

Los dos apartamentos se comunicaban a través de una puerta que, como ordenó Adele al servicio, debía permanecer siempre cerrada, pero de la cual ella le entregó solemnemente una llave el primer día.

—Puedes usarla cuando quieras —le murmuró al oído, dándole un rápido lametón en el lóbulo con la punta de la lengua, para dejar claro lo que quería decir.

La escalera de la parte trasera llegaba hasta el pequeño apartamento de la servidumbre —Giovanni y su mujer, Ernestina—, separado del resto de la enorme terraza por una alta pared. Adele había mandado arreglar la terraza, a la cual también se accedía a través de una escalera interior, para poder celebrar fiestas en las noches estivales. Para adornarla con plantas y flores había contratado al mismo jardinero que se había ocupado del jardín, que ahora era esplendoroso.

La primera noche en la villa reformada, Adele quiso evitar el incordio de ir a reunirse con él en su cama.

—Quiero estrenarla contigo —dijo, refiriéndose a su propia cama.

A él le pasó por la cabeza que ella ya la había estrenado con creces con el prometedor arquitecto, pero inmediatamente después, la recuperada pasión de Adele lo arrolló como la crecida de un río desbordado y borró cualquier capacidad de raciocinio.

Aparte de que, a Adele, cualquier cama que no fuera la suya, la de un hotel durante las vacaciones o la de un aparthotel, le estimulaba la fantasía.

Ya hacía tres años que él no utilizaba la llave y que Adele tampoco empleaba la suya. Pero todos los domingos por la mañana se encontraba con que la puerta no estaba cerrada. Era una clara señal: si le apetecía, podía entrar en el otro apartamento y asistir a la ceremonia de la ablución y el acto de vestirse.

Y fue precisamente un domingo por la mañana cuando Adele, en bragas y sujetador, al llegar el momento de elegir vestido, abrió una parte del armario que él jamás le había visto abrir y sacó uno con resolución.

Él lo reconoció, pues conservaba un recuerdo lacerante de sus primeros encuentros, incluso del más mínimo detalle. Era aquel traje de chaqueta gris de mujer de negocios que ella llevaba tras superar el período de luto riguroso, cuando fue a verlo al banco para firmar los documentos y después salieron a comer juntos por primera vez. Cuando ella le contó que era estéril. Desde entonces, jamás se lo había visto puesto.

¿Por qué lo sacaba ahora?

Como si adivinara la muda pregunta, ella, moviendo la pelvis en ligeras sacudidas para ponerse la falda, dijo:

—Anoche me llamó tía Ernestina desde Bagheria para decirme que tío 'Ntonio se está muriendo. Voy a verlo. Le quedan pocos días de vida. Voy en un santiamén y vuelvo, porque tengo una reunión de la junta directiva.

Aquellos tíos no tenían hijos y la habían acogido en su casa cuando, a los catorce años, ella se quedó huérfana.

Por lo que Adele le había contado, al año siguiente, el día en que cumplía quince, le ofrecieron una doble fiesta: a la hora de comer, al volver de la escuela, encontró una tarta con velitas y un vestido nuevo. La segunda, más íntima, se la dedicó tío 'Ntonio, aprovechando que su mujer había salido y pasaría toda la tarde fuera.

—Pero ¿tú no te sorprendiste cuando él te pidió que subieras al desván con él?

—Pues claro que sí. No era tonta ni siquiera entonces.

—¿Y aun así fuiste?

—Sí.

—¿Y qué ocurrió?

—Había un catre con un colchón enrollado.

—¿Lo desenrolló?

—No; lo tiró al suelo.

—¿Por qué?

—No sé, quizá tenía miedo de que se manchara y la tía...

—¿Y tú qué hacías entretanto?

—Lo miraba.

—¿Y después?

—Y después me tumbó en el catre, me levantó las piernas y me quitó las braguitas. ¿Quieres más detalles?

—Me bastan. ¿Y por qué no te rebelaste?

—No lo sé.

—¿Por qué?

—Pues porque quizá me pareció una cosa inevitable. Sabía que tarde o temprano... Él llevaba varios meses intentándolo.

—¿Y cuánto duró?

—Un año aproximadamente.

—¿Siempre en el desván?

Ella rió.

—No. Ya no había temor a manchas comprometedoras. En su cama, en la mía, en cualquier sitio. O de pie.

—¿Y cómo terminó?

—Conocí a un chico, me enamoré y ya no quise seguir con él.

—¿Y él?

—Tuvo que resignarse, pobrecito.

Pobrecito.

Y ahora ella iba a verlo cuando estaba a punto de morir, llevando el vestido adecuado a las circunstancias. Porque estaba claro que sólo utilizaba aquel traje chaqueta para después de un luto riguroso o para antes de un luto.

Cuando ella le dijo que no se había rebelado contra la violencia de su tío porque la consideraba inevitable —usó esa palabra—, él sintió que de repente sus dos órbitas, que parecían seguir elipsis sideralmente distintas, se acercaban por un instante.

En los matrimonios, al cabo de algún tiempo, se produce a menudo una especie de misteriosa comunión, complicidad o lo que sea, que lleva a marido y mujer a ver y juzgar las cosas de la misma manera. Él también había previsto con lucidez la traición de su esposa y, cuando se produjo, no había reaccionado. Tan sólo se había rendido, como Adele, a lo inevitable.

Pero en los últimos tres meses se había encontrado la puerta de comunicación inexorablemente cerrada. Y así comprendió que había sido excluido también de la ceremonia.

—¿Quieres explicarme por qué ya no dejas la puerta abierta?

—¿Sabes? Es que Daniele, pobrecito, duerme hasta muy tarde los domingos por la mañana. No quisiera que lo molestáramos. Acaba de estudiar cuando ya es noche cerrada. Ten un poco de paciencia. Cuando se vaya...

Daniele.

Una noche, mientras veían la televisión, ella le había preguntado:

—¿Te molesta que durante algún tiempo aloje a un sobrino mío que se ha matriculado en la universidad?

Era una pregunta retórica. Aunque le dijera que le molestaba, Adele argüiría alguna mentira y lo acogería en casa.

—¡¿Tienes un sobrino?!

—Bueno, no es lo que se dice un sobrino sobrino. Ya sabes cómo somos aquí en Sicilia con los parentescos. Es el hijo de mi prima Adriana, que vive en Polizzi. ¿No la recuerdas? Vino a nuestra boda. Fui a verla la semana pasada, ya te lo conté. Adriana me expuso su problema, ¿y qué iba a hacer yo? Le dije que podría hospedarlo una temporada. El chico se llama Daniele. Yo tengo una habitación de más. No me causará ninguna molestia. Puedo tenerlo allí; total, estoy segura de que va a estar muy poco tiempo con nosotros.

—¿Y eso quién lo dice? Quizá se encuentre tan a gusto que...

—¡Anda ya! ¡Tiene diecinueve años! Querrá libertad. A lo mejor tiene una novia que jamás se atrevería a traer a nuestra casa. Habrán de conformarse con hacerlo en su Cinquecento, pobrecitos. En cualquier caso, Adriana me ha jurado que, en cuanto encuentre un alojamiento decente, su hijo se irá.

—¿Qué estudia?

—Medicina.

—¿Cuándo llega?

—Todavía no lo sé. Adriana me llamará para decírmelo.

Cada apartamento estaba dotado con una línea telefónica propia. Un martes por la tarde, recién llegado del banco, oyó el teléfono del estudio. Era Adriana, la prima de su mujer, que llamaba desde Polizzi.

—Perdona que te moleste, pero me he pasado todo el día buscando a Adele y no consigo localizarla. ¿Tienes idea de dónde está?

—No. Pero si la llamas dentro de una hora seguro que la encuentras.

—Dentro de una hora me será difícil. ¿Puedo dejarte a ti el recado?

—Faltaría más.

—Quería avisar a Adele de que Daniele llegará a vuestra casa mañana por la tarde.

—Muy bien.

—Ah, oye, debo darte las gracias también a ti por tu amable disponibilidad. Nada más lejos de mi intención que causaros molestias, pero como Adele me propuso esta solución momentánea e insistió tanto, no supe decir que no.

O sea que la historia era un poco distinta de como la contaba su esposa. Y en cuanto vio al medio sobrino, comprendió por qué Adele se lo había apropiado.

Daniele era un chico guapo, alto, rubio, de ojos azules y físico de atleta. Indudablemente tenía un aire de familia con Adele. Además, era educado, discreto y reservado. Puesto que a Adele la llamaba tía, él se convirtió en el tío.

Y, por supuesto, nadie lograba dar con un alojamiento decente para el pobre Daniele. Hacía meses que estaba con ellos y seguramente ni siquiera le había pasado por la cabeza mudarse.

Así pues, estaba claro por qué ahora la puerta se encontraba siempre cerrada. Pese a todo, quiso confirmarlo.

Un sábado, sobre las tres de la madrugada, se levantó, se dirigió al estudio y sacó la llave que guardaba en el primer cajón del escritorio. Pero la llave no entraba del todo en la cerradura: tropezaba con un obstáculo. La explicación: Adele había cerrado y dejado puesta su llave, por costumbre o para que él no pudiera abrir desde el otro lado.

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