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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

El Tribunal de las Almas (40 page)

BOOK: El Tribunal de las Almas
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Se agachó porque el olor procedía de abajo. Observó atentamente el mosaico de baldosas bajo sus pies y se fijó en que una tenía el borde desportillado, como si hubieran introducido algo para hacer palanca. Miró a su alrededor y cogió unas tijeras que descansaban en una repisa. Introdujo la punta en la hendidura. Para su sorpresa, consiguió levantar una parte del pavimento. Lo apartó a un lado y vio lo que ocultaba.

Debajo de ella había una trampilla de piedra que alguien había dejado abierta.

El hedor procedía de allí. Unos escalones de travertino conducían a una galería subterránea. No era suficiente para demostrar que Jeremiah había pasado por allí. Necesitaba más pruebas. Y sólo había un modo de obtenerlas.

Sandra se infundió ánimos y bajó.

Al llegar al final de la escalera, cogió el móvil del bolsillo con la intención de utilizar la luz de la pantalla para orientarse. Iluminó ambos lados del túnel, pero le dio la impresión de que por la derecha se percibía corriente de aire. Además, de allí también procedía un ruido sordo y atronador.

Se encaminó hacia allí poniendo atención en dónde ponía los pies. Estaba resbaladizo y, si se caía, podría hacerse mucho daño. «Nadie me encontraría aquí abajo», se dijo para conjurar esa eventualidad.

Después de recorrer unos veinte metros, vislumbró un resplandor que presagiaba la salida. Daba directamente al Tíber. Bajaba crecido por las precipitaciones de los días anteriores y el agua fangosa arrastraba con furia detritos de toda clase. Desde allí no era posible ir más lejos por culpa de una gruesa verja metálica. «Demasiado complicado para Jeremiah», pensó. Por tanto, la dirección correcta era la opuesta. Siempre sirviéndose de la luz del móvil, volvió atrás, rebasó la escalera de piedra que conducía al baño de Lara y en seguida descubrió que en la otra dirección la galería se perdía en un laberinto de túneles.

Sandra comprobó que hubiera cobertura y usó el teléfono para contactar con comisaría. Pocos minutos después, pasaron la llamada al teléfono del comisario Camusso.

—Estoy en casa de la chica. Es lo que nos temíamos: Jeremiah la secuestró.

—¿Qué pruebas tiene?

—He encontrado el paso que le sirvió para llevársela sin que nadie se diera cuenta. Estaba escondido bajo una trampilla en el baño.

—Esta vez nuestro monstruo ha estudiado bien su plan de acción —pareció celebrar el policía. Pero por el escaso entusiasmo de Sandra comprendió que no había terminado—: ¿Hay algo más?

—Lara está embarazada.

Camusso se quedó callado. Sandra podía leerle el pensamiento. Su responsabilidad aumentaba: ahora tenían dos vidas que salvar.

—Escúcheme, comisario, envíe a alguien inmediatamente.

—Voy yo —se propuso el hombre—. Llegaremos en seguida.

Sandra cortó la llamada y se dispuso a volver atrás. Enfocaba la luz del móvil hacia el suelo resbaladizo, tal como había hecho a la ida. Pero posiblemente porque estaba tan concentrada, no se dio cuenta hasta entonces de que había una segunda hilera de pasos impresos en el limo.

Había alguien con ella allí abajo.

Quienquiera que fuese, ahora se escondía en el entresijo de túneles que se extendía frente a ella. Sandra estaba helada de miedo. Su respiración se condensaba en el aire frío de la galería. Se llevó la mano a la pistola, pero se dio cuenta en seguida de que, en el punto en el que se encontraba, era un blanco demasiado fácil en caso de que la persona que la seguía estuviera armada.

«Lo está.» Estaba segura de que lo estaba, sobre todo después de la experiencia con el francotirador. «Es él.»

Podía volverse y echar a correr hacia la escalera de piedra o bien disparar a ciegas en la oscuridad, esperando ser la primera. Sin embargo, ambas soluciones eran arriesgadas. Mientras tanto, percibía intensamente dos ojos que la observaban. No había nada en esa mirada. Era la misma sensación que notó al escuchar la voz grabada del asesino de David cantando
Cheek to Cheek.

Se acabó.

—Agente Vega, ¿está ahí abajo? —El eco de la llamada procedía de su espalda.

—¡Sí, estoy aquí! —gritó Sandra con voz estridente. Era el terror lo que modificaba su tono, haciéndola parecer ridícula.

—Soy policía: estábamos de patrulla aquí cerca, nos envía el comisario Camusso.

—Vengan a buscarme, por favor —sin que se diera cuenta, le salió un tono implorante.

—Estamos en el baño, ahora bajamos.

Fue entonces cuando Sandra oyó claramente los pasos de alguien que se alejaba por la galería en dirección opuesta.

La mirada invisible que la había aterrorizado estaba escapando.

14.03 h

Se habían dirigido a una de las casas «estafeta» que poseía la Penitenciaría, la cual formaba parte de las numerosas propiedades vaticanas diseminadas por la ciudad de Roma. En el piso disponían de un botiquín de primeros auxilios y de un ordenador para conectarse a internet.

Clemente había llevado ropa de recambio y sándwiches para recobrar fuerzas. Mientras tanto, Marcus, con el torso desnudo delante del espejo del baño, se cosía la herida con aguja e hilo de sutura, otra capacidad que no sabía que poseía, y, como siempre, evitaba cruzarse con el reflejo de su rostro concentrándose en lo que estaba haciendo.

De todos modos, aquella cicatriz no iba a ser la segunda después de la de la sien.

Tenía otras marcas en la carne. Como la amnesia le impedía encontrar recuerdos en su interior, los había buscado en su cuerpo. Rastros de pequeños traumas del pasado, como la cicatriz rosácea que tenía en el tobillo, o el corte en el hueco del codo. Tal vez eran la secuela de una caída en bicicleta ocurrida durante su infancia, o de un accidente doméstico sin importancia cuando era más mayor. En cualquier caso, no le habían ayudado a recordar. Era triste no tener pasado. Sin embargo, el niño cuyo hueso había encontrado no tendría futuro. De todos modos, ambos estaban muertos. Sólo que para Marcus la muerte había actuado de manera caprichosa, yendo hacia atrás.

En el trayecto entre la clínica de Canestrari y la casa segura, Clemente lo puso al corriente sobre Astor Goyash.

Era un embaucador búlgaro que tenía setenta años y desde hacía veinte residía en Roma. Sus negocios iban de la construcción a la prostitución. No era un personaje recomendable: era un referente del crimen organizado y blanqueaba dinero sucio.

—¿Qué tiene que ver un tipo como ése con Alberto Canestrari? —preguntó una vez más Marcus que, después de escuchar la narración de Clemente, no acababa de encontrar una explicación satisfactoria.

Su amigo, mientras le sostenía el algodón hidrófilo y el desinfectante, intentó razonar:

—Primero deberíamos saber quién fue el que dejó ese hueso allí, ¿no crees?

—Fue el misterioso penitenciario —afirmó Marcus con seguridad—. Cuando se ocupó del caso, después de la confesión de Canestrari, encontró los restos del chiquillo en el almacén de desechos especiales. Tal vez el cirujano, afligido por sentimientos de culpa, dudaba si desembarazarse de ellos o no. Afortunadamente, el penitenciario escondió el húmero para que lo encontrásemos y grabó el nombre de Astor Goyash. De otro modo, se habría destruido en el incendio de la clínica.

—Intentemos poner en orden los acontecimientos —propuso Clemente.

—Bien… Canestrari mata a un niño. En el homicidio también está implicado un criminal de peso: Astor Goyash. Pero todavía no sabemos por qué.

—El búlgaro no se fía de Canestrari: el médico se encuentra en un estado de convulsión psíquica y podría dar un paso en falso. Así que Goyash hace que lo vigilen: nos lo demuestran las microcámaras colocadas en su consulta.

—Para el búlgaro, el suicidio del cirujano debió de sonar como un timbre de alarma.

—Por eso, inmediatamente después, sus hombres incendiaron la clínica: tenía la esperanza de borrar definitivamente posibles pruebas del homicidio del niño. De todos modos, ya habían hecho desaparecer de la consulta la jeringuilla con la que Canestrari se inyectó la sustancia que lo mató, para evitar que se iniciara una investigación.

—Sí —convino Marcus—, pero queda un punto fundamental: ¿qué tienen en común un benefactor reconocido por todos y un criminal?

Clemente fue bastante impreciso.

—Honestamente, no veo la conexión. Tú lo has dicho: pertenecían a mundos distintos.

—Y, sin embargo, existe un hilo que los une, estoy seguro.

Clemente mostró su tono persuasivo.

—Escucha, Marcus: a Lara se le está acabando el tiempo. Tal vez deberías dejar de lado esta historia y concentrarte en buscar a la chica.

A Marcus la invitación le sonó extraña. Por un instante, fingió dedicarse a curarse la herida, a la vez que estudiaba la expresión de Clemente a través del espejo.

—Tal vez tengas razón, hoy me he dado cuenta. Menos mal que has venido a la clínica: si no me hubieras recogido, esos dos me habrían matado.

Mientras lo decía, su amigo bajó la mirada.

—Me estabas vigilando, ¿verdad?

—Pero ¿qué dices? —intentó indignarse Clemente.

Marcus no le creyó y se volvió a mirarlo.

—¿Qué ocurre? ¿Qué me estás escondiendo?

—Nada.

Clemente estaba a la defensiva. Marcus intentó imaginar la causa.

—Don Michele Fuente recibe la confesión del aspirante a suicida Alberto Canestrari pero, por sugerencia del obispo, omite el nombre del penitente. ¿Qué intentáis salvaguardar? ¿Quién, por encima de nosotros, quiere silenciar este asunto?

Clemente calló.

—Lo sabía —dijo Marcus—, el vínculo entre Canestrari y Astor Goyash es el dinero, ¿verdad?

—No parecía que el cirujano necesitara dinero —objetó el otro, pero sin ninguna convicción.

Marcus se dio cuenta de su apuro.

—Lo que más le importaba al médico era su nombre —pero luego añadió—: se consideraba un hombre bueno.

Clemente vio que no podía continuar por más tiempo aquella farsa.

—El hospital que construyó Canestrari en Angola es una obra grandiosa. Ahora nos arriesgamos a destruirla.

Marcus asintió.

—¿Con qué dinero lo levantó? Con el de Goyash, ¿no es cierto?

—No lo sabemos.

—Pero es probable —Marcus estaba turbado y furioso—. La vida de un niño a cambio de miles de vidas.

Clemente no tuvo que añadir nada más: el alumno ya lo había comprendido todo.

—Escogemos el mal menor. Pero de este modo apoyamos la lógica que indujo al cirujano a aceptar un pacto tan descabellado.

—Esa lógica no tiene nada que ver con nosotros. En cambio, la vida de miles de personas sí.

—¿Y ese niño? ¿Su vida no valía nada? —Hizo una pausa para controlar la rabia—. ¿Cómo juzgaría todo esto el Dios en cuyo nombre actuamos? —Luego miró a Clemente a los ojos—. Alguien vengará esa única vida, como ha previsto el misterioso penitenciario. Podemos decidir quedarnos con los brazos cruzados mientras sucede o intentar hacer algo. En el primer caso, no seríamos distintos de un cómplice de asesinato cualquiera.

Clemente sabía que Marcus tenía razón, pero vacilaba. Poco después, rompió el silencio.

—Si Astor Goyash siente que debe vigilar el consultorio de Canestrari tres años después de los hechos es porque teme que lo impliquen —afirmó. A continuación añadió—: Significa que existe una prueba que todavía puede condenarlo por ese homicidio.

Marcus sonrió: su amigo estaba de su parte, no iba a abandonarlo.

—Tenemos que descubrir la identidad del chico asesinado —dijo rápidamente—. Y creo que sé cómo hacerlo.

Se dirigieron a la habitación de al lado, donde estaba el ordenador. Después de conectarse a internet, Marcus fue a la web de la policía del Estado.

—¿Dónde quieres buscarlo? —preguntó Clemente a su espalda.

—El misterioso penitenciario ofrece la oportunidad de vengarse, por tanto la joven víctima seguramente es de Roma.

Abrió la página dedicada a personas desaparecidas y se dirigió a la sección de menores. Aparecieron rostros de niños y adolescentes. La cantidad era impresionante. Muy a menudo se trataba de hijos cuya custodia se disputaban los padres y que uno de ellos se llevaba, por tanto la solución del misterio era sencilla y su nombre desaparecería pronto del listado. También eran frecuentes las fugas de casa que concluían a los pocos días con un reencuentro familiar y una regañina. Pero hacía años que algunos de aquellos menores se habían desvanecido y permanecerían en esa página hasta que se supiera lo que les había ocurrido. Sonreían en fotos desenfocadas o muy antiguas. En sus miradas, una inocencia violada. En algunos casos, la policía creaba un retrato robot de la imagen para simular los cambios que podía haber experimentado el rostro al crecer. Sin embargo, las esperanzas de que esos niños todavía siguieran con vida eran mínimas. La foto que aparecía en la web hacía las veces de lápida, un modo de no olvidarse de ellos.

Marcus y Clemente empezaron a descartar y se concentraron en los menores desaparecidos en Roma tres años atrás. Encontraron a dos. Un niño y una niña. Leyeron sus fichas.

Filippo Rocca se esfumó una tarde al salir de la escuela. Los compañeros que estaban con él no se dieron cuenta de nada. Tenía doce años y una sonrisa alegre en la que faltaba un incisivo superior. Llevaba la bata del colegio religioso al que iba encima de los vaqueros, un jersey naranja con un polo azul y zapatillas de deporte. En su mochila había enganchado las insignias de los exploradores y pegado el escudo de su equipo de fútbol favorito.

Alice Martini tenía diez años y unas largas trenzas rubias. Llevaba unas gafas graduadas de montura rosa. Desapareció mientras estaba en el parque con su familia: el padre, la madre y un hermano más pequeño. Vestía una sudadera blanca con la cara de Bugs Bunny, pantalones cortos y zapatos de tela. La última persona que reparó en ella fue un vendedor de globos: la vio al lado de los servicios mientras hablaba con un hombre de mediana edad. Pero fue sólo un instante y no supo dar una descripción a la policía.

Marcus recogió otras informaciones navegando por las páginas de los periódicos que se ocuparon de las dos desapariciones. Tanto los padres de Alice como los de Filippo lanzaron avisos, participaron en programas televisivos y ofrecieron entrevistas para mantener vivo el interés de los dos casos. Pero las investigaciones no dieron ningún resultado.

—¿Crees que uno de esos niños es el que estamos buscando? —preguntó Clemente.

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