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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

El trono de diamante (21 page)

BOOK: El trono de diamante
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—No obstante, os concede su propia bendición —dijo Sephrenia—. ¿Querréis recibirla vos?

—Me parece que no debería —repuso Dolmant, aún sobrecogido—, pero, Dios me ampare, la aceptaré con agrado.

Flauta le sonrió, le besó las palmas de las manos y luego se alejó con una pirueta que agitó su negro pelo, al tiempo que interpretaba un alegre aire con su caramillo. En el rostro del patriarca se plasmaba la propia imagen del asombro.

—Espero que me envíen aviso de palacio tan pronto llegue el rey Wargun —dijo Vanion—. Annias no dejaría pasar la ocasión de poder acusarme personalmente. ¿Os ha visto llegar alguien? —preguntó en dirección al conde Radun.

Este negó con la cabeza.

—Llevaba la visera bajada, mi señor Vanion, y Sparhawk me ha aconsejado cubrir el timbre de mi escudo. Estoy convencido de que nadie conoce mi presencia en Cimmura.

—Estupendo —afirmó Vanion con una súbita sonrisa—. No conviene privarle a Annias de semejante sorpresa.

El mensaje de palacio llegó dos días más tarde. Vanion, Sparhawk y Kalten se vistieron los humildes hábitos que habitualmente usaban los pandion en el interior de sus castillos, si bien debajo de ellos iban protegidos con cotas de malla y la espada prendida al cinto. Dolmant y Radun iban ataviados a la usanza de los monjes, y Sephrenia lucía su sempiterno vestido blanco. La mujer había conversado largamente con Flauta para convencerla de que accediera a permanecer en la casa de la orden. Kurik se ciñó una espada a la cintura.

—Por si se complicaran las cosas —explicó con un gruñido a Sparhawk justo antes de que la comitiva emprendiera camino.

Un cielo plomizo y un gélido viento que azotaba las calles de Cimmura a su paso presidían el día intensamente frío y húmedo. Las avenidas se hallaban prácticamente desiertas. Sparhawk no estaba seguro de si se debía al pésimo tiempo el que los ciudadanos se hubieran confinado dentro de sus casas o a los rumores sobre un posible altercado.

No muy lejos de la puerta del palacio Sparhawk percibió una cara familiar. Un niño lisiado, cubierto con una harapienta capa, salió encorvado del rincón donde mendigaba al resguardo del aire.

—Caridad, mi señores, caridad —imploró con voz lastimera.

Sparhawk refrenó a
Faran
y extrajo de los bolsillos algunas monedas.

—Tengo que hablar con vos —anunció el chico en voz baja cuando los otros no podían oírle.

—Más tarde —replicó Sparhawk tras inclinarse sobre la silla para depositar las piezas en la escudilla del mendigo.

—Espero que no demasiado —indicó Talen con un temblor—. Aquí fuera me voy a congelar.

Se demoraron brevemente en la entrada del palacio, pues los guardias trataron de denegar el paso a la escolta de Vanion. Kalten zanjó el problema al abrir su hábito por delante y, a continuación, llevar la mano a la espada. En ese momento, la discusión finalizó bruscamente y la comitiva prosiguió su camino hasta el patio, donde desmontaron.

—Me encanta el respeto que sienten hacia mi persona —comentó Kalten alegremente.

—Te contentas con bien poca cosa, ¿eh? —señaló Sparhawk.

—Soy un hombre sencillo con placeres sencillos, amigo mío.

Se dirigieron directamente a la cámara del consejo, donde los respectivos monarcas de Arcium, Deira y Thalesia, sentados en cátedras, flanqueaban al indolente Lycheas. Como escolta de cada uno de los reyes se veía un caballero de pie, vestido con armadura de ceremonia, cuya sobreveste lucía el emblema de la orden militar a la que pertenecía. Abriel, preceptor de los caballeros cirínicos de Arcium, permanecía en posición de firmes detrás del rey Dregos; Darellon, dirigente de los caballeros alciones de Deira, había adoptado idéntica postura tras el anciano rey Obler, y el fornido Komier, presidente de la orden de los caballeros genidios, guardaba simbólicamente la espalda del rey Wargun de Thalesia. A pesar de la hora temprana, Wargun mostraba ya la mirada enturbiada y sostenía con mano visiblemente trémula una gran copa de plata.

El consejo real se había acomodado en uno de los costados de la estancia. El rostro del conde de Lenda parecía turbado, y, por el contrario, el del barón Harparín expresaba una gran autocomplacencia.

El primado Annias vestía una sotana de satén púrpura y su macilenta cara adquirió un matiz triunfante al entrar Vanion. Sin embargo, al divisar a los acompañantes del preceptor pandion sus ojos relampaguearon de ira.

—¿Quién os ha autorizado a acudir en comitiva, Vanion? —preguntó—. Nuestro mensaje no mencionaba ninguna escolta.

—No preciso autorización, Su Ilustrísima —respondió fríamente Vanion—. Mi rango me basta para ello.

—Es cierto —confirmó el conde de Lenda—. La ley y la costumbre apoyan la posición del preceptor.

Annias descargó sobre el anciano una mirada preñada de odio.

—Resulta reconfortante disponer de alguien tan versado en los temas legales —declaró con voz sarcástica. Entonces fijó la vista en Sephrenia—. Apartad a esa estiria de mi vista —ordenó.

—No —replicó Vanion—. Se queda conmigo.

Sus miradas se encontraron y, tras un largo momento, Annias desvió la suya.

—Muy bien, Vanion —dijo—. Debido a la gravedad que reviste la cuestión de la que voy a informar a Sus Majestades, controlaré mi natural repulsa ante la presencia de una bruja hereje.

—Sois muy amable —murmuró Sephrenia.

—Comencemos de una vez, Annias —instó irritado el rey Dregos—. Nos hemos reunido aquí para examinar ciertas irregularidades concernientes al trono de Elenia. ¿A qué asunto os referís cuya importancia posterga cualquier investigación?

—Os atañe directamente, Majestad —repuso Annias, al tiempo que se ponía en pie—. La semana pasada una banda de hombres armados atacó un castillo en la zona occidental de vuestro reino.

—¿Por qué no me habíais avisado de tal evento? —preguntó Dregos, despidiendo chispas por los ojos.

—Perdonad, Majestad —se disculpó Annias—. Yo mismo he recibido recientemente noticias del incidente y he creído más conveniente exponer la información al consejo antes de tratar cualquier otro tema, pues aunque este ultraje ocurriera dentro de los confines de vuestro reino, sus implicaciones superan vuestras fronteras y afectan a todos los reinos de Occidente.

—Proseguid, Annias —gruñó el rey Wargun—. No obstante, os agradecería que guardéis las florituras del lenguaje para vuestros sermones.

—Como Su Majestad desee —respondió Annias con una reverencia—. Existen testigos de esta acción criminal y creo que tal vez será mejor que Sus Majestades escuchen directamente su relato en lugar de la exposición intermediaria que yo podría ofrecerles.

Entonces se volvió e hizo un gesto a uno de los soldados eclesiásticos de librea roja alineados en ambas paredes de la cámara del consejo. El soldado salió por una puerta lateral e hizo entrar a un hombre de aspecto nervioso cuyo rostro palideció visiblemente al percibir a Vanion.

—No temáis nada, Tessera —lo tranquilizó Annias—. Mientras declaréis la verdad, nada malo ha de ocurriros.

—Sí, Su Ilustrísima —masculló el hombre.

—Éste es Tessera —presentó Annias—, un mercader de esta ciudad que ha regresado hace poco de Arcium. Contadnos lo que visteis en aquel lugar, Tessera.

—Ya he narrado a Su Ilustrísima los acontecimientos que sucedieron. De regreso de Sarrinium, donde me ocupaba de unos negocios fui sorprendido por una tormenta que me obligó a pedir cobijo en el castillo del conde Radun, el cual me lo concedió amablemente. —La voz de Tessera adoptó la misma cadencia que caracteriza a ciertas personas que recitan algo aprendido de memoria—. Cuando el tiempo hubo aclarado comencé a prepararme para partir —prosiguió—. Me encontraba en las caballerizas del conde cuando oí el sonido de distintas voces de hombres en el patio. Entonces me asomé a la puerta y vi que había un numeroso grupo de caballeros pandion.

—¿Estáis seguro de que se trataba de caballeros de esta orden? —inquirió Annias.

—Sí, Su Ilustrísima. Llevaban armadura negra y lucían estandartes de la orden. El conde, que tiene fama de profesar gran respeto por la Iglesia, les había franqueado la entrada. Sin embargo, tan pronto como se hallaron dentro de los muros, desenvainaron todos las espadas y comenzaron a matar a quienes topaban en su camino.

—¡Mi tío! —exclamó el rey Dregos.

—Por supuesto, el conde intentó hacerles frente, pero lo desarmaron rápidamente y lo ataron a un palo en el centro del patio. Asesinaron a todos los hombres del castillo y luego…

—¿A todos los hombres? —lo interrumpió Annias, con el rostro súbitamente endurecido.

—En efecto tras acabar con todos los hombres del castillo… —titubeó Tessera—. Oh, casi había olvidado esa parte. En realidad dieron muerte a todos los hombres del castillo excepto a los religiosos. Después obligaron a salir a la esposa y a las hijas del conde, les desgarraron las vestiduras y las violaron delante de él.

—Mi tía y mis primas —musitó entre sollozos el rey de Arcium.

—Debéis ser fuerte —lo consoló el rey Wargun, al tiempo que ponía una mano sobre su hombro.

—Tras violar repetidamente a las mujeres —continuó Tessera—, las arrastraron una a una a donde habían sujetado al conde y les cortaron la garganta. El conde lloraba e intentaba en vano deshacerse de las ligaduras. Suplicó a los pandion que pusieran fin a aquella carnicería, pero sólo obtuvo carcajadas como respuesta. Finalmente, cuando su mujer e hijas, bañadas en su propia sangre, hubieron muerto, les preguntó por qué se comportaban de aquella forma. Uno de ellos, creo que el cabecilla, replicó que seguían las órdenes de lord Vanion, el preceptor de la orden.

El rey Dregos se levantó de un salto. Lloraba copiosamente y había empuñado la espada. Annias se interpuso ante él.

—Comparto vuestro ultraje, Majestad, pero una muerte rápida sería un trato demasiado leve para la monstruosidad demostrada por Vanion. Es preferible que sigamos con el relato de este buen nombre. Continuad con vuestro informe, Tessera.

—Me queda poco que añadir, Su Ilustrísima —repuso Tessera—. Después de asesinar a las mujeres, los pandion torturaron al conde hasta la muerte, y luego lo decapitaron. A continuación, sacaron a los religiosos del castillo y lo saquearon.

—Gracias, Tessera —lo despidió Annias.

Entonces hizo una señal a otro de sus soldados y éste se dirigió de nuevo a la puerta lateral para hacer pasar a un hombre con ropas de campesino. El recién llegado tenía una mirada ligeramente furtiva y temblaba perceptiblemente.

—Decidnos vuestro nombre, amigo —le ordenó Annias.

—Soy Veri, Su Ilustrísima, un honesto siervo de las tierras del conde Radun.

—¿A qué se debe vuestra estancia en Cimmura? Un siervo no puede abandonar la propiedad de su señor sin permiso.

—Huí, Su Ilustrísima, después del asesinato del conde y su familia.

—¿Podéis contarnos lo ocurrido? ¿Fuisteis testigo de aquella atrocidad?

—No directamente, Su Ilustrísima. Trabajaba en un campo cercano al castillo del conde cuando observé un nutrido grupo de hombres vestidos con armaduras negras que salían de la fortificación. Los estandartes que enarbolaban pertenecían a los caballeros pandion. Uno de ellos llevaba la cabeza del conde ensartada en la punta de su lanza. Me escondí y escuché sus palabras y sus carcajadas mientras cabalgaban.

—¿Qué decían?

—El que llevaba la cabeza del conde dijo: «Debemos arrastrar este trofeo hasta Demos para demostrar a lord Vanion que hemos cumplido sus órdenes». Cuando se alejaron, corrí hacia el castillo y encontré a todos sus habitantes muertos. Tenía miedo de que los pandion pudieran regresar, así que me apresuré a escapar.

—¿Por qué habéis venido a Cimmura?

—Para informaros del crimen, Su Ilustrísima, y para solicitar vuestra protección. Temía que, de quedarme en Arcium, los pandion me persiguieran hasta darme muerte.

—¿Por qué lo hicisteis? —preguntó Dregos a Vanion—. Mi tío nunca infligió ninguna ofensa a vuestra orden.

Los restantes caballeros dirigían también miradas acusadoras al preceptor.

—¡Exijo que este asesino sea encadenado! —exclamó Dregos en dirección al príncipe Lycheas.

Lycheas intentó, sin conseguirlo, adoptar el porte de un soberano.

—Vuestra demanda es razonable, Majestad —repuso con su voz nasal, a la vez que miraba furtivamente a Annias en busca de apoyo—. En consecuencia, ordenamos que el infiel Vanion sea confinado…

—Hum, excusadme, Majestades —interrumpió el conde de Lenda—, pero, de acuerdo con la ley, lord Vanion tiene derecho a defenderse.

Sparhawk y los demás habían permanecido al fondo de la cámara del consejo. Al realizar Sephrenia un imperceptible gesto, Sparhawk se inclinó para escucharla.

—Alguien utiliza artes mágicas —susurró la mujer—. Eso explica la disposición que han demostrado los monarcas a aceptar esos infantiles cargos contra Vanion. El hechizo intenta conseguir que cualquiera pueda ser fácilmente convencido.

—¿Podéis contrarrestarlo? —musitó Sparhawk.

—Únicamente si descubro quién lo ha invocado.

—Es Annias. Trató de doblegarme con un encantamiento después de mi regreso a Cimmura.

—¡Un eclesiástico! —comentó sorprendida Sephrenia—. De acuerdo, me ocuparé de ello —añadió, y comenzó a mover los labios y las manos, bajo las mangas de su vestido.

—Bien, Vanion —exclamó con tono sarcástico Annias—, ¿qué podéis aducir en vuestra defensa?

—Esos hombres mienten descaradamente —replicó desdeñosamente el preceptor.

—¿Qué razón les induce a ello? —Annias se volvió hacia los monarcas, sentados en la parte frontal de la estancia—. En cuanto recibí los informes de estos testigos, envié una tropa de soldados de la Iglesia al castillo del conde para verificar los detalles de este crimen. Espero los datos de su comprobación dentro de una semana. Mientras tanto, recomiendo que los caballeros pandion sean desarmados y confinados al interior de sus castillos para prevenir eventuales atrocidades.

—Si consideramos las circunstancias —dijo el rey Obler al tiempo que se mesaba su larga barba gris—, estimo que es la decisión más prudente —y, tras girarse hacia el caballero alcione, Darellon, agregó—: Mi señor Darellon, mandad un jinete a Deira. Ordenadle que traiga a Elenia al grueso de los caballeros. Se encargarán de asistir a las autoridades locales en la tarea de retirar las armas a los pandion y vigilarlos.

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