El último argumento de los reyes (6 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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Para ser sinceros, a Jezal no le hubiera importado que el grupo se hubiera reducido aún más. Cierto que Nuevededos había resultado ser un leal compañero, pero a los demás miembros de aquella familia disfuncional Jezal jamás los habría elegido como invitados para una cena. Hacía mucho que había abandonado cualquier esperanza de que la hosca coraza de Ferro se agrietara y desvelara la existencia de un alma bondadosa. Pero al menos su endemoniado carácter era previsible. Como compañero, Bayaz resultaba infinitamente más enervante: una mitad de él tenía el buen humor propio de un abuelo, la otra mitad... ¡a saber qué! Siempre que el anciano abría la boca, Jezal se estremecía en previsión de alguna sorpresa desagradable.

De momento, sin embargo, se limitaba a charlar de forma harto distendida.

—¿Puedo preguntarle cuáles son sus planes ahora, capitán Luthar?

—Bueno, supongo que me enviarán a Angland para combatir contra los norteños.

—Sí, es de imaginar. Aunque nunca se sabe lo que nos tiene preparado el destino.

A Jezal no le hizo demasiada gracia aquel comentario.

—¿Y usted? Volverá a... —se dio cuenta de que no tenía ni la más remota idea de cuál era el lugar de procedencia del Mago.

—Aún no. De momento me quedaré en Adua. Se avecinan grandes acontecimientos, muchacho, grandes acontecimientos. Puede que me quede para ver en qué acaba la cosa.

—¡Muévete, zorra! —gritó una voz desde un lado de la calzada.

Tres integrantes de la guardia urbana se hallaban congregados alrededor de una muchacha de cara mugrienta que iba vestida con unos harapos. Uno de los guardias se inclinaba sobre ella aferrando una porra y le gritaba a la cara mientras ella retrocedía encogida. Una pequeña aglomeración, en su mayoría obreros y peones apenas más limpios que la mendiga, observaban la escena con gesto contrariado.

—¿Por qué no la dejan en paz? —refunfuñó uno de ellos.

Uno de los guardias dio un paso hacia él a modo de advertencia mientras otro de sus compañeros agarraba de los hombros a la mendiga y volcaba de un puntapié una escudilla, de la que salieron tintineando unas pocas monedas que fueron a parar a un desagüe.

—Eso ya es excederse —dijo entre dientes Jezal.

—Bueno —Bayaz le miró alzando la nariz—. Constantemente ocurren cosas como ésta. ¿No me diga que es la primera vez que ve cómo quitan de en medio a un mendigo?

Jezal, por supuesto, había asistido multitud de veces a escenas similares sin inmutarse. A fin de cuentas, no se podía permitir que las calles estuvieran infestadas de mendigos. La desdichada golfilla pataleaba y chillaba mientras el guardia, que evidentemente se estaba divirtiendo, la arrastraba de espaldas una zancada más con una violencia absolutamente innecesaria. Lo que le molestaba a Jezal no era tanto el hecho en sí como la circunstancia de que se estuviera realizando delante de él sin mostrar ninguna consideración por sus sentimientos. En cierto modo hacía de él un cómplice.

—Esto es una vergüenza —siseó.

Bayaz se encogió de hombros.

—Si tanto le molesta, ¿por qué no hace algo?

En ese preciso momento el guardia agarró a la chica de las greñas y la dio un golpe seco con la porra. La mendiga soltó un chillido y cayó al suelo cubriéndose la cabeza con los brazos. Jezal sintió una palpitación en el rostro. Un instante después se había abierto paso entre la multitud y había propinado al hombre una sonora patada en el trasero que le había arrojado desmadejado al desagüe. Uno de sus compañeros avanzó hacia él blandiendo su porra, pero al instante comenzó a retroceder con paso tambaleante. Jezal, sin darse cuenta, había desenfundado sus aceros, y sus pulidas hojas centelleaban en medio de las sombras proyectadas por el edificio.

La concurrencia contuvo el aliento y retrocedió unos pasos. Jezal parpadeó. No era su intención llevar las cosas hasta ese punto. Maldito Bayaz y sus estúpidos consejos. Pero ahora ya no podía echarse atrás. Adoptó su expresión más aguerrida y arrogante.

—Un paso más y os ensartaré como a cerdos —miró a uno y otro guardia—. ¿Y bien? ¿Alguno de vosotros tiene interés en medirse conmigo? —esperaba de todo corazón que ninguno de ellos lo tuviera, pero en realidad no tenía de qué preocuparse. Como cabía prever, al ver que les oponían una resistencia decidida se comportaron como cobardes y fueron apartándose del alcance de sus aceros.

—Nadie puede tratar así a la guardia urbana. Volveremos a encontrarnos, puede estar seguro...

—Encontrarme no representa ningún problema. Soy el capitán Luthar de la Guardia Real y resido en el Agriont. No tiene pérdida. ¡Es la fortaleza que domina la ciudad! —y señaló calle arriba dando una estocada al aire con su acero largo, un ademán que hizo que uno de los guardias, asustado, retrocediera dando un traspié—. ¡Os recibiré cuando gustéis, así tendréis ocasión de explicarle a mi superior, el Lord Mariscal Varuz, el vergonzoso comportamiento que habéis tenido con esta mujer, una ciudadana de la Unión cuyo único crimen es ser pobre!

Un discurso ridículamente ampuloso, desde luego. Jezal estuvo a punto de ponerse rojo de vergüenza al pronunciar la última parte. Siempre había despreciado a los pobres, y no estaba nada seguro de que sus opiniones al respecto hubieran experimentado un cambio significativo, pero se había dejado llevar por el entusiasmo cuando iba por la mitad y ya no le había quedado más remedio que concluir rizando el rizo.

Con todo, sus palabras surtieron el efecto deseado en los guardias urbanos. Los tres hombres se retiraron, sonriendo de una forma extraña, como si todo el asunto hubiera salido tal y como lo habían planeado, y dejando a Jezal con la indeseada aprobación de la multitud.

—¡Bien hecho, muchacho!

—Ya era hora de que alguien tuviera agallas.

—¿Cómo ha dicho que se llamaba?

—¡El capitán Luthar! —rugió Bayaz de pronto, haciendo que Jezal se girara de golpe con los aceros a medio enfundar—. ¡El capitán Jezal dan Luthar, el ganador del Certamen de esgrima del año pasado, que acaba de regresar a la ciudad tras haber corrido grandes aventuras en el occidente del Mundo! ¡Luthar, así es como se llama!

—¿Ha dicho Luthar?

—¿El que ganó el Certamen?

—¡Sí, es él! ¡Yo le vi ganar a Gorst!

Todos le miraban con los ojos muy abiertos y expresiones llenas de respeto. Uno de ellos incluso alargó una mano para tocar el dobladillo de su zamarra, un gesto que hizo que Jezal trastabillara hacia atrás y estuviera a punto de tropezar con la mendiga que había sido la causante de todo aquel desaguisado.

—Gracias —dijo la muchacha con un desagradable acento plebeyo que resultaba aún más repelente al tener la boca llena de sangre—. Muchas gracias, señor.

—No hay de que —Jezal, que no podía sentirse más azorado, comenzó a alejarse de ella paso a paso. De cerca, se notaba más lo sucia que estaba, y no tenía ningún deseo de contraer una enfermedad. La atención que había despertado en el grupo no le resultaba nada agradable. Se fue retirando a paso lento rodeado de caras sonrientes y murmullos de admiración.

Cuando dejaron atrás las Cuatro Esquinas, Ferro le miró con gesto ceñudo.

—¿Pasa algo? —la espetó Jezal.

Ella se encogió de hombros.

—Es usted menos cobarde que antes.

—Gracias por tan colosal elogio —y acto seguido la tomó con Bayaz —. ¿Qué demonios ha sido eso?

—Eso ha sido que usted, muchacho, ha hecho una buena acción, y yo me siento muy orgulloso de haberlo visto. Al parecer, las lecciones que le he estado dando no han caído del todo en saco roto.

—No me refería a eso. Lo que quiero saber es por qué demonios se ha puesto a proclamar mi nombre a los cuatro vientos —gruñó Jezal, que tenía la impresión de no haber sacado ningún provecho de los constantes sermones de Bayaz—. ¡Voy a ser la comidilla de toda la ciudad!

—Vaya, no se me había ocurrido —el Mago esbozó una sonrisa—. Simplemente tenía la impresión de que se merecía un reconocimiento por tan noble acción. Ayudar a los necesitados, auxiliar a una dama en apuros, proteger a los débiles, esas cosas, ya sabe. Sinceramente admirable.

—Pero... —masculló Jezal, que no estaba seguro de si no se estaría burlando de él.

—Bueno, aquí divergen nuestros caminos.

—¿Ah, sí?

—¿Adónde va usted? —inquirió con desconfianza Ferro.

—Unos cuantos asuntos reclaman mi atención —dijo el Mago—, y tú te vienes conmigo.

—¿Por qué habría de hacerlo? —desde que habían abandonado los muelles, Ferro parecía incluso más malhumorada de lo habitual, lo cual, tratándose de ella, era un logro nada despreciable.

Bayaz alzó la vista al cielo.

—Porque careces de los modales necesarios para desenvolverte sola durante más de cinco minutos en un lugar como éste. ¿Por qué iba a ser si no? Supongo que usted se volverá al Agriont, ¿no? —preguntó a Jezal.

—Sí. Sí, claro.

—Bueno, en tal caso, capitán Luthar, quisiera darle las gracias por el papel que ha desempeñado en nuestra pequeña aventura.

«¿Cómo se atreve, mago de mierda? Todo este asunto no ha sido más que una pérdida de tiempo monumental y dolorosa, de la que he salido desfigurado y que encima se ha saldado con un rotundo fracaso.» Aunque lo que realmente dijo Jezal fue:

—Ah, sí, claro —y agarró la mano que le tendía el anciano dispuesto a estrechársela lánguidamente—. Ha sido un honor.

El apretón que le dio Bayaz fue de una energía asombrosa.

—Me alegra oírlo —Jezal se vio arrastrado hacia el rostro del anciano y se encontró mirando sus chispeantes ojos verdes a una proximidad enervante—. Porque puede que tengamos que volver a colaborar.

Jezal pestañeó. La elección del término «colaborar» le parecía muy desafortunada.

—Bueno... ejem... tal vez... en fin, ya nos veremos en alguna otra ocasión —nunca sería preferible, en su opinión.

Pero Bayaz se limitó a sonreír, a la vez que soltaba los doloridos dedos de Jezal.

—Oh, tengo casi la certeza de que nos volveremos a ver.

El sol se filtraba placenteramente a través de las aromáticas ramas del cedro, proyectando una sombra moteada sobre el terreno que tenía debajo, como siempre había hecho. Una plácida brisa revoloteaba por el patio y los pájaros gorjeaban en las ramas de los árboles igual que siempre. Los viejos edificios de los barracones, cuyos muros recubiertos de rumorosa hiedra ceñían el estrecho patio, tampoco habían cambiado. Pero ahí terminaban las similitudes con los gratos recuerdos de Jezal. Una capa de musgo se había extendido por las patas de las sillas, la superficie de la mesa había adquirido una gruesa costra de excrementos de pájaro, la hierba llevaba semanas sin cortar y las espigas rebosantes de semillas le azotaban las pantorrillas al pasar entre ellas.

En cuanto a los jugadores de cartas, hacía mucho que se hallaban ausentes. Mientras observaba el oscilar de las sombras sobre la madera gris, recordó el sonido de sus risas, el aroma a humo y a licores fuertes, el tacto de las cartas en sus manos. Ahí era donde se sentaba Jalenhorm, siempre intentando dárselas de duro y varonil. Ahí estaba el lugar en donde Kaspa solía reírse de las bromas hechas a su costa. Ese era el sitio donde West permanecía echado hacia atrás en su silla, sacudiendo la cabeza en señal de desaprobación. Y ahí era donde Brint barajaba con nerviosismo sus cartas, esperando esa baza ganadora que nunca llegaba.

Y ahí estaba también su propio sitio. Sacó la silla de la madeja de hierba que la rodeaba, se sentó plantando una bota encima de la mesa y se balanceó sobre las patas traseras. Ahora le costaba trabajo creer que había estado ahí sentado vigilando, intrigando, pensando en la mejor manera de hacer de menos a sus amigos. Se dijo a sí mismo que ahora ya no se dedicaría a hacer ese tipo de cosas. No más de un par de manos, al menos.

Si había creído que bastaría un buen lavado, un meticuloso afeitado, la depilación de algún que otro pelillo suelto y una interminable sesión de peinado para hacer que se sintiera en casa, se llevó una decepción. Aquellas tareas rutinarias sólo sirvieron para dejarle la sensación de que era un extraño en su propia y polvorienta habitación. No era fácil entusiasmarse con el pulimentado de unas botas y unos botones o con el arreglo de los cordeles dorados de su casaca.

Cuando se encontró al fin frente al espejo, un lugar en el que en tiempos se había demorado gratamente durante largas horas, su propio reflejo le resultó enervante. Desde el cristal de Visserine, le miraba con fijeza un aventurero enjuto y curtido, cuya barba rubia apenas si lograba disimular la desagradable cicatriz que recorría su mandíbula torcida. Todos sus viejos uniformes le quedaban excesivamente ajustados; el almidón le picaba y los ceñidos cuellos le asfixiaban. Ya no se sentía él mismo metido en ellos. Ya no se sentía un soldado.

Ni siquiera estaba muy seguro de a quién tenía que presentarse después de haber pasado tanto tiempo fuera. Prácticamente todos los oficiales de los que tenía conocimiento se encontraban destacados en Angland. Suponía que podría haber ido a buscar al Lord Mariscal Varuz, de haber querido hacerlo, pero lo cierto es que había aprendido lo bastante sobre el peligro como para no correr a su encuentro. Cumpliría con sus obligaciones, si así se lo pedían. Pero antes tendrían que dar con él.

Entretanto, tenía otras cosas de las que ocuparse. Sólo de pensarlo se sentía aterrorizado y excitado a un tiempo. Para ver si eso le aliviaba un poco, se metió un dedo por el cuello y tiró de él en un intento de aligerar la presión que sentía en la garganta. No funcionó. Con todo, como gustaba de decir Logen Nuevededos, puestos a hacer algo, mejor era no demorarlo que vivir temiéndolo. Cogió su espada de gala, pero tras pasarse un minuto contemplando las ridículas volutas doradas de la empuñadura, la arrojó al suelo y la metió debajo de la cama de una patada. Aparenta ser menos de lo que eres, eso habría dicho Logen. Volvió a echar mano del desgastado acero largo que había llevado al viaje y lo deslizó bajo el broche de su cinturón. Luego respiró hondo y se encaminó hacia la puerta.

La calle no tenía nada de inquietante. Se encontraba en una zona bastante tranquila de la ciudad, alejada del bullicio del comercio y del estrépito de la industria. En la siguiente bocacalle había un afilador pregonando con voz gutural su oficio. Bajo los aleros de las modestas casas una paloma zureaba sin excesivo entusiasmo. Desde algún lugar cercano se alzaba y se desvanecía el clip-clop de las caballerías y el chirrido de las ruedas de los carros. Por lo demás, todo estaba en silencio.

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