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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

El último deseo (9 page)

BOOK: El último deseo
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—No. No quiero.

—Y mejor así. —El monstruo abrió la boca—. A las señoritas les hacía gracia cuando alardeaba de ello y me han quedado pocas sillas en casa. —Nivellen bostezó, a causa de lo cual la lengua se le enrolló como una trompeta.

—Me ha cansado tanta plática, Geralt. En pocas palabras: después hubo otras dos, Ilka y Venimira. Todo sucedió del mismo modo, hasta el aburrimiento. Al principio una mezcla de miedo y reserva, luego un pelín de simpatía, reforzada por pequeños, aunque costosos, souvenires, luego «Muérdeme, cómeme entera», luego el regreso del papá, triste despedida y una merma cada vez más apreciable del tesoro. Decidí estar solo por una larga temporada. Por supuesto, hace ya bastante que he dejado de creer en que el besito de una virgen pueda cambiar mi forma. Y me he conformado con ello. Es más, he llegado a la conclusión de que está bien como está y de que no hace falta ningún cambio.

—¿Ninguno, Nivellen?

—Como te digo. Ya te he contado, la salud de caballo que está relacionada con esta forma es lo primero. Lo segundo: mi rareza funciona como un afrodisíaco para las mujeres. ¡No te rías! Estoy más que seguro de que como ser humano tendría que correr mucho para hacerme con una como, por ejemplo, Venimira, que era una virgen muy hermosa. A mí se me da que a uno como al del retrato ni siquiera lo miraría. Y en tercer lugar: seguridad. Padre tenía enemigos, un par de ellos sobrevivieron. Aquéllos a los que mi banda bajo mi penoso mando enviara al otro barrio tenían parientes. En el sótano hay oro. Si no fuera por el miedo que produzco, alguien vendría a por él. Aunque no fueran más que pueblerinos con sus viernos.

—Pareces completamente seguro —dijo Geralt mientras jugueteaba con una copa vacía— de que en esta figura no has hecho nada a nadie. A ningún padre, a ninguna hija. A ningún pariente ni novio de las hijas. ¿Qué dices, Nivellen?

—Espera, Geralt —se enfadó el monstruo—. ¿De qué hablas? Los padres no cabían en sí de gozo, ya te he contado, fui liberal más allá de lo imaginable. ¿Y las hijas? No las viste cuando llegaron aquí, con vestidos de lana basta, con las manitas blancas de la lejía de lavar, con la espalda doblada de llevar cántaros. Prímula, todavía dos semanas después de llegar, tenía marcas en la espalda y los muslos del cinturón de cuero con el que le zurraba la badana su noble padre. Y aquí andaban como princesas, lo único que llevaban en la mano era el abanico y ni siquiera sabían dónde estaba la cocina. Las vestí y las llené de oropeles. Con hechizos, les traía agua caliente a su gusto para que se bañaran en una bañera de latón que mi padre había robado en Assengard para mi madre. ¿Te imaginas? ¡Una bañera de latón! Pocos condes, qué digo, pocos monarcas tienen en su casa una bañera de latón. Para ellas ésta era una casa de cuento de hadas, Geralt. Y en lo que respecta a la cama... Cuernos, la virtud es en estos tiempos más rara que los dragones alpinos. Yo no las obligué a nada, Geralt.

—Pero sospechabas que alguien me había pagado para matarte. ¿Quién podía haber pagado?

—Algún canalla al que le apetecieran los restos de mi sótano y no tuviera más hijas —dijo con fuerza Nivellen—. La codicia humana no conoce fronteras.

—¿Y nadie más?

—Y nadie más.

Ambos callaron, mirando las temblorosas llamas de las velas.

—Nivellen —dijo de pronto el brujo—. ¿Estás solo ahora?

—Brujo —dijo el monstruo al cabo de un rato—, pienso que tengo ahora razones suficientes para insultarte con palabras indecorosas, cogerte por el pescuezo y tirarte por las escaleras. ¿Sabes por qué? Porque me tratas como si fuera idiota. Desde el principio veo como colocas la oreja, como miras de soslayo la puerta. Sabes muy bien que no vivo solo. ¿Tengo razón?

—La tienes. Perdón.

—Al cuerno con tus perdones. ¿La has visto?

—Sí. En el bosque, junto a la puerta. ¿Es ésa la causa por la que hace algún tiempo que los mercaderes y sus hijas se van de aquí con las manos vacías?

—¿Y sabes eso también? Sí, es por eso.

—Me permites que pregunte...

—No. No te permito.

De nuevo se hizo el silencio.

—Qué más da, como quieras —dijo por fin el brujo, levantándose—. Gracias por tu hospitalidad, señor. Es hora de seguir mi camino.

—De acuerdo. —Nivellen se levantó también—. Por determinadas razones no puedo ofrecerte pasar la noche en el castillo y no te aconsejo pernoctar en estos bosques. Desde que los alrededores se despoblaron, las noches son peligrosas por aquí. Debes volver a la carretera antes de que anochezca.

—Lo tendré en cuenta, Nivellen. ¿Estás seguro de que no necesitas mi ayuda?

El monstruo lo miró de soslayo.

—¿Y estás seguro de que podrías ayudarme? ¿Serías capaz de quitarme esto?

—No hablaba sólo de eso.

—No has contestado a mi pregunta. O, mejor dicho... Creo que has contestado. No serías capaz.

Geralt le miró directamente a los ojos.

—Tuvisteis mala suerte —dijo—. De todos los santuarios en Gelibol y el Valle de Nimnar elegisteis justo Coram Agh Tera, la Araña de Cabeza de León. Para quitar un maleficio de la sacerdotisa de Coram Agh Tera, hacen falta conocimientos y capacidades que yo no poseo.

—¿Y quién las posee?

—¿Te interesa, entonces? Has dicho que todo está bien como está.

—Como está, sí. Pero no como puede llegar a ser. Tengo miedo de que...

—¿De qué tienes miedo?

El monstruo se detuvo en las puertas de la estancia, se dio la vuelta.

—Estoy harto de que siempre preguntes, brujo, en vez de contestarme. Está claro que hay que preguntarte de modo adecuado. Escucha, desde hace cierto tiempo tengo unos sueños terribles. Puede que la palabra «monstruosos» fuera mejor. ¿Tengo razón al tener miedo? En pocas palabras, por favor.

—¿Después de esos sueños, al despertarte, no tienes nunca los pies manchados de barro? ¿Hojas de árboles en las sábanas?

—No.

—¿Y tampoco...?

—No. En pocas palabras, por favor.

—Haces bien en tener miedo.

—¿Se puede contagiar? En pocas palabras, por favor.

—No.

—Por fin. Vamos, te acompañaré.

En el patio mientras Geralt arreglaba las albardas, Nivellen acarició las patas a la yegua, le dio palmaditas en el cuello. Sardinilla, contenta de los mimos, bajó la cabeza.

—Los animales me quieren —se enorgulleció el monstruo—. Y a mí me gustan también. Mi gata Tragoncilla, aunque se escapó al principio, luego volvió conmigo. Durante mucho tiempo fue el único ser vivo que me acompañó en mi soledad. A Vereena también...

Se interrumpió, cerró la boca. Geralt se sonrió.

—¿También le gustan los gatos?

—Los pájaros. —Nivellen mostró los dientes—. Se me escapó, cuernos. Y qué más me da. No es una hija de mercader más, Geralt, ni una búsqueda más de si en viejas historias se encierra una pizca de verdad. Esto es algo serio. Nos amamos. Si te ríes te rompo los morros.

Geralt no se rió.

—Tu Vereena —dijo— es seguramente una náyade. ¿Lo sabías?

—Me lo imaginaba. Delgaducha. Morena. Habla poco, en una lengua que no conozco. No come comida humana. Se pierde en el bosque durante días, luego vuelve. ¿Es normal esto?

—Más o menos. —El brujo apretó la cincha—. Seguro que piensas que no volvería a ti si te convirtieras en ser humano.

—Estoy seguro. Sabes cómo temen las náyades a los humanos. Pocos han visto una náyade de cerca. Y yo y Vereena... Ah, cuernos. Buena suerte, Geralt.

—Buena suerte, Nivellen.

El brujo dio con los talones en los costados de la yegua, se dirigió hacia la puerta. El monstruo se arrastró a su lado.

—¿Geralt?

—Habla.

—No soy tan tonto como piensas. Llegaste aquí siguiendo las huellas de alguno de los mercaderes que estuvieron por aquí hace poco. ¿Le sucedió algo a alguno?

—Sí.

—El último estuvo aquí hace tres días. Con una hija, no de las más guapas, en cualquier caso. Ordené a la casa cerrar todas las puertas y postigos, no di señales de vida. Anduvieron un poco por el patio y se fueron. La muchacha cortó una rosa del rosal de la tía y se la prendió en el vestido. Búscalos en otro sitio. Pero ten cuidado, estos alrededores son horribles. Ya te dije que por la noche el bosque no es muy seguro. Se ven y se escuchan cosas poco buenas.

—Gracias, Nivellen. Me acordaré de ti. Quien sabe, puede que encuentre a alguien que...

—Puede. Y puede que no. Es mi problema, Geralt, mi vida y mi castigo. Me he acostumbrado a soportar esto. Si empeora, también me acostumbraré. Y si empeora demasiado, no busques a nadie, ven aquí tú solo y termina el asunto. Como los brujos. Suerte, Geralt.

Nivellen se dio la vuelta y marchó enérgicamente en dirección al palacio. No se volvió a mirar ni una sola vez.

III

Los alrededores estaban despoblados, asilvestrados, terriblemente hostiles. Geralt no volvió a la carretera antes del anochecer, no quería alargar el camino, cruzó atajando por el monte. Pasó la noche en la pelada cumbre de la alta colina, con la espada en las rodillas, delante de un pequeño fuego, en el que cada cierto tiempo arrojaba un ramillete de toja. En mitad de la noche percibió lejos en el valle el fulgor de un fuego, escuchó aullidos y cantos de locura y también algo que podían ser solamente los gritos de una mujer torturada. Se dirigió allí apenas comenzó a amanecer, pero halló tan sólo un calvero con la hierba pisoteada y unos huesos carbonizados en unas cenizas aún calientes. Algo, que estaba sentado en la copa de un gigantesco roble, aullaba y ululaba. Podía ser una silvia, pero podía ser también un simple gato montés. El brujo no se detuvo a averiguarlo.

IV

Cerca del mediodía, cuando abrevaba a Sardinilla en un manantial, la yegua lanzó un agudo relincho y retrocedió, mostrando los dientes amarillos y mordiendo la boquilla. Geralt la calmó maquinalmente con la Señal y en aquel momento vio unos círculos regulares formados por el sombrerito rojo de unas setas que asomaban por entre el musgo.

—Te estás volviendo una verdadera histérica, Sardinilla —dijo—. Esto es un círculo del diablo normal y corriente. ¿Por qué estas escenas?

La yegua resopló, volviendo hacia él la cabeza. El brujo bajó la cabeza, frunció el ceño, se quedó pensativo. Luego, de un salto, se encontró encima de la montura, dio la vuelta al caballo, volviendo rápidamente sobre sus propias huellas.

—«Los animales me quieren» —dijo—. Perdona, caballejo. Resulta que tienes más sesos que yo.

V

La yegua bajó las orejas, bufó, arañó con sus pezuñas en la tierra, se negó a avanzar. Geralt no la calmó con la Señal: saltó de la silla, echó agua por la cabeza del caballo. No llevaba ya a la espalda su vieja espada en la funda de zapa. Su lugar lo ocupaba ahora una reluciente y hermosa arma con la hoja en cruz, una elegante y equilibrada empuñadura, terminada en una bolita de metal blanco.

Esta vez la puerta no se abrió ante él. Estaba abierta, como la había dejado al irse.

Escuchó un canto. No entendía las palabras, no podía siquiera identificar la lengua de la que procedían. No era necesario. El brujo sabía, sentía y comprendía la propia naturaleza de este canto, apagado, terrible, que introducía en las venas una ola de amenaza, que producía entorpecimiento y falta de voluntad.

El canto se interrumpió violentamente y entonces la vio.

Estaba junto al lomo del delfín en el estanque seco, abrazando la enmohecida piedra con unos pequeños brazos, tan blancos que parecían transparentes. Por debajo de la tormenta de negros cabellos brillaban dos ojos clavados en él, enormes, muy abiertos, del color de la antracita.

Geralt se acercó lentamente, con un paso elástico y ligero, caminando en semicírculo desde el muro, junto al rosal de las rosas azules. El ser pegado al lomo del delfín volvió hacia él una pequeña carita con una expresión de indescriptible nostalgia, llena de belleza, lo que causó que otra vez se escuchara la canción, aunque la pequeña y pálida boca estuviera cerrada y no saliera de ella ni siquiera el más pequeño sonido.

El brujo se detuvo a una distancia de diez pasos. Sacó poco a poco la espada de su vaina esmaltada de negro. La espada centelleó y brilló por encima de su cabeza.

—Esto es plata —dijo—. Esta hoja es de plata.

La carita pálida no tembló, los ojos de antracita no cambiaron su expresión.

—Te pareces tanto a una náyade —continuó con tranquilidad el brujo— que puedes confundir a cualquiera. Sobre todo porque eres un pájaro bastante raro, cabellos negros. Pero los caballos no se equivocan nunca. Os reconocen por instinto y sin errores. ¿Qué eres? Pienso que una mura o una alpa. Un vampiro común y corriente no podría estar al sol.

Las comisuras de la boquita pálida temblaron y se elevaron ligeramente.

—Te atrajo el aspecto de Nivellen, ¿no es cierto? Esos sueños de los que habló, se los producías tú. Me imagino qué sueños serían y le compadezco.

El ser no se movió.

—Te gustan los pájaros —siguió el brujo—. Pero no te molesta morder las nucas de humanos de ambos sexos, ¿no? ¡De hecho, tú y Nivellen! Vaya una pareja que estáis hechos, el monstruo y la vampira, los señores del castillo del bosque. Os apoderasteis en un abrir y cerrar de ojos de toda la región. Tú, eternamente sedienta de sangre y él, tu defensor, asesino a tus órdenes, un instrumento ciego. Pero primero había de convertirse en un verdadero monstruo, no lo que era, un hombre en la máscara de un monstruo.

Los grandes ojos negros se contrajeron.

—¿Qué hay de él, cabellos negros? Estabas cantando, luego bebías sangre. Echaste mano del último recurso, lo que quiere decir que no has conseguido dominar su voluntad. ¿Me equivoco?

La negra cabeza asintió ligera, casi imperceptiblemente, y las comisuras de la boca se alzaron aún más arriba. El pequeño rostro tomó un aspecto fantasmal.

—Ahora seguro que te consideras la señora del castillo.

Asintió otra vez, con más claridad.

—¿Eres una mura?

La cabeza negó en un lento movimiento. El silbido que se difundía sólo podía proceder de los pálidos labios que sonreían como una pesadilla, aunque el brujo no había visto que se movieran.

—¿Una alpa?

Negó de nuevo.

El brujo retrocedió, apretó más con más fuerza la empuñadura de la espada.

—Esto quiere decir que eres...

Las comisuras de la boca se alzaron más y más, los labios se separaron...

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