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Authors: Patrick Senécal

Tags: #Terror

El umbral (36 page)

BOOK: El umbral
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—Escucha, creo que deberíamos contar con la presencia permanente de un par de guardias de seguridad en el ala durante los próximos días… Coméntalo con Lachance, cuéntale lo de las peleas… Seguro que lo aprobará…

Me callo un momento. Imagino a los dos vigilantes de pie en el Núcleo, como perros guardianes… Continúo:

—Sé que parece una medida un poco alarmista, pero…

—No…, no, tienes razón…

Nuevo silencio, lleno de sobreentendidos y de nerviosismo.

—Oye, Jeanne, me voy ahora mismo…

—Perfecto… Creo que volveré al hospital el lunes por la mañana para asegurarme de que todo va bien… Louis está allí, por supuesto, pero… él no sabe lo que sucede…

«¿Acaso alguien lo sabe?», tengo ganas de replicar, pero me limito a mostrar mi aprobación:

—Buena idea… Bueno, te dejo…

Cuelgo. Me quedo sentado, con los ojos clavados en el interruptor de la habitación.

Otra pelea.

Roy sigue con el deseo de suicidarse.

Y ese lápiz…

«¡Tengo nuevas ideas! ¿Sabe lo que eso significa?».

Calma. Primero, Mont-Mathieu.

Dos minutos después, estoy sentado en el coche con el volante en una mano y el mapa de la región en la otra. Mientras salgo de Quebec, me doy cuenta de que no tengo ni idea de lo que le voy a decir al sacerdote… en el caso de que lo encuentre, claro. Me pongo a pensar, pero no se me ocurre ninguna línea directriz. Decido hacer lo mismo que con mis pacientes: observar las reacciones y actuar en función de éstas.

Me encuentro en un camino rural bajo un cielo nublado. Dejo atrás algunas casas, más bien pocas en este decorado montañoso, y veo una señal que proclama: MONT-MATHIEU 5 KM.

Mi nerviosismo aumenta. Cuando por fin entro en el pueblo, tengo las manos húmedas y el volante se me escurre. Busco la iglesia, que, en un lugar tan pequeño, debería encontrarse con facilidad. Por fin, diviso el campanario. Paso delante de un bazar y de algunas casas pintadas de colores; unos peatones más bien mayores me miran con aire desafiante… Luego salgo del centro del pueblo. Sorprendido, me doy cuenta de que la iglesia está más lejos. Continúo unos instantes por la calle principal, que cada vez se encuentra menos habitada y tomo una carretera de tierra. Al final, se alza la iglesia.

Paro y me bajo del vehículo. La calma es absoluta. La iglesia está totalmente aislada, a excepción de la casa parroquial, que se encuentra justo al lado. Vuelvo la cabeza hacia el camino que acabo de coger. No hay ninguna otra casa en esta carretera. Las primeras viviendas empiezan a aparecer a medio kilómetro de allí, en la calle principal. Verdaderamente, parece que esta iglesia ha caído del cielo. ¿Qué hace allí, separada del pueblo? La observo unos instantes: está construida en piedra gris y tiene un alto campanario, que se distingue con nitidez sobre el fondo de nubes. Hay una gran estatua de Cristo sobre una cornisa, justo encima de la inmensa puerta de madera.

Una iglesia corriente, en definitiva…, si no fuera por su particular emplazamiento.

La casa parroquial, que no se comunica con la iglesia, está construida con la misma piedra gris.

De golpe, me vuelve toda mi ansiedad. Me dirijo a la casa. Subo los escalones que conducen al porche, levanto la mano para llamar a la puerta, pero detengo el gesto.

Una angustia terrible me paraliza de pronto. Una vez más, tengo la sensación de que hurgamos en una historia horrible y espantosa, una historia que nos supera por completo. Y me planteo muy seriamente dar media vuelta y marcharme. Huir. Terminar el simposio, regresar a Montreal y jubilarme. Punto final. Lo siento por Roy y por las explicaciones.

¿Y vivir en la duda eterna?

Cierro los ojos y llamo.

Pasan largos segundos. Por fin, se abre la puerta. Una mujer vieja como la Luna aparece delante de mí. Su piel es verde y cobriza, su cabeza parece la de una tortuga. Está vestida de negro y lleva un pañuelo en la cabeza. Tiene unos ojos menudos, arrugados, pero su mirada es de fuego, como si las pupilas fueran lo único que permaneciera con vida en este cuerpo muerto.

—Buenas tardes… Eh… ¿Vive aquí el padre Lemay?

Ella me examina un buen rato. Su rostro es duro, como una máscara detenida en esta expresión sombría para siempre. Al final, asiente sin decir una palabra. Mi corazón empieza a latir a toda velocidad. ¡Es él! ¡Lo he encontrado!

—Eh… ¿Está él aquí?

Hace un signo de negación, imperturbable. Empiezo a comprender: debe de ser muda. Pero ¿qué edad tiene? ¿Ochenta y cinco años? ¿Tal vez más?

—Y… ¿sabe cuándo regresará?

La vieja levanta un dedo huesudo, deformado por la artritis.

—¿Dentro de una hora?

Ella asiente. Su mirada sigue escrutándome el alma y esto me hace sentir incómodo.

—Muy bien, volveré…, volveré dentro de una hora. Gracias…

Bajo los escalones. Mientras cruzo la carretera, siento un ligero picor en la espalda. Vuelvo la cabeza. La vieja sigue allí, de pie, en el hueco de la puerta, observándome con su máscara fúnebre.

Me monto en el coche y me alejo. ¡Qué vejestorio tan siniestro! Se divertirá mucho el padre Lemay con una sirvienta así…

Regreso a la calle principal y paro en el primer restaurante que veo, una especie de cafetería popular. Entro, me siento junto a una ventana y consulto la carta. Hamburguesas, bocadillos de salchichas, patatas fritas con queso
cheddar
, sándwiches club… Alta gastronomía, vaya… Al final, pido una ensalada césar a la sonriente camarera, que me mira con curiosidad.

Miro por la ventana. Veo el campanario de la iglesia. Estoy tan nervioso que me pregunto cómo voy a ser capaz de esperar una hora.

Acabo mi modesta cena rápidamente. Luego, para pasar el tiempo, pregunto a la camarera (que está ocupada limándose las uñas) por qué la iglesia de Mont-Mathieu no está en el centro del pueblo.

—¡Sabía que usted no era de la zona!

Se sienta sin dudarlo enfrente de mí y, contenta por suscitar algún interés, me cuenta. Sus explicaciones no son muy claras, pero, al parecer, cuando empezaron a construir Mont-Mathieu, a principios de siglo, eligieron como centro del pueblo el lugar donde ahora se encuentra la iglesia. Cuando habían levantado el templo y una docena de casas, se hundió el terreno.

—¡Imagínese! La tierra era demasiado blanda, pero sólo en ese lugar. ¡La iglesia se mantuvo en pie sin problemas! ¡Todo el mundo dijo que era un milagro! Por eso, se construyó el pueblo un poco más lejos, donde la tierra era adecuada. Pero ¡dejaron la iglesia allí! ¡Parecía que era una señal del Altísimo, la prueba de que la casa de Dios es indestructible!

—Está muy bien informada, al parecer…

—Puede suponer que se ha convertido en la atracción del pueblo, esa iglesia… ¿Y qué le trae por la región exactamente? No tenemos visitas a menudo.

—Pues escribo un libro sobre las iglesias de Quebec. Vengo a ver al padre Lemay…

—Ah, el padre Lemay… Es muy espiritual, pero tiene siempre esa expresión tan triste…

—Su sirvienta no parece muy agradable…

—¿La vieja Gervaise?

La camarera se inclina con aire misterioso.

—No dice una palabra, pero no pasa desapercibida… Jamás sale de la casa parroquial, salvo para hacer la compra… Nadie la ha visto nunca sonreír. Da un poco de miedo, ¿no le parece?

—¿Qué edad tiene?

—No lo sé, pero debe de ser vieja revieja. Creo que es la sirvienta de la iglesia desde los años cuarenta… ¡A saber si está en sus cabales!

Consulto el reloj: las ocho. Ha pasado la hora. Le agradezco la información a la camarera, le doy una buena propina y vuelvo al coche.

El cielo está cada vez más cubierto. Cuando aparco delante de la casa parroquial, veo a un sacerdote en el porche, sentado en una silla. Mientras cruzo la carretera, lo reconozco poco a poco: cabello blanco y tupido, piel increíblemente arrugada… No cabe duda, es él. A mi pesar, aminoro el paso, como si experimentara un temor repentino.

El sacerdote, que se mece en la silla, observa cómo me acerco, vagamente intrigado. Me saluda con una sonrisa:

—Buenas tardes, hijo. ¿Puedo ayudarlo?

Tiene una voz ronca, de viejo, pero dulce a la vez, educada y agradable. Una voz de otro siglo, de otra época.

No respondo y avanzo cada vez más despacio, mientras busco desesperadamente la manera de abordarlo. Él no deja de observarme cuando, de repente, sus ojos menudos se agrandan en medio del rostro arrugado. Me ha reconocido. Desde lejos, me atrevo por fin a decir:

—¿Padre Lemay?

No contesta, le he cogido desprevenido. Casi parece un prófugo que acaban de descubrir en su escondite. Se levanta —le tiemblan los labios viejos y blancos— y pregunta:

—¿Cómo…, cómo me ha encontrado?

Doy un primer paso por el sendero que conduce al porche. Sin preámbulos, digo:

—Tengo que hablar con usted.

—¡No… tengo nada que decirle!

Entonces levanta una mano temblorosa y frágil.

—¡Deténgase, ésta es mi casa!

Obedezco cuando estoy a un metro del primer escalón. El padre Lemay se frota las manos inquieto, mientras mira de soslayo la puerta de su derecha. Debe de estar deseando entrar en la casa y darme con la puerta en las narices. Sin embargo, vacila.

—¿Qué quiere?

—¡Eso debería haberle preguntado la semana pasada! Usted quiso ver a Roy…

—¡Déjeme tranquilo!

Y hace ademán de dirigirse a la puerta de la casa.

—¡Escuche! ¡Sé que hubo una masacre en Mont-Mathieu hace cuarenta años! ¡Diecisiete muertos! Era una secta, ¿verdad? ¡Una secta dirigida por el padre Pivot, que ejerció su ministerio aquí!

El sacerdote palidece y busca algo que contestar.

—Hubo diecisiete muertos, pero…, pero…, pero… ¿por qué habla de una… secta? Nadie nunca… afirmó tal cosa. Usted…, usted…

Esboza un gesto irritado. Intenta enfadarse, pero distingo en su rostro más miedo que cólera.

—¿Por qué remover esta vieja historia? ¡El padre Pivot también fue encontrado sin vida, pero no tenía relación con los diecisiete muertos! ¡Y nunca nadie habló de una secta! ¡Está blasfemando! Usted…

Se calla y tose dolorosamente. Al final, consigue mascullar:

—¡Márchese!

Me da la espalda y agarra el pomo de la puerta. Entonces me lanzo, subo unos escalones y le suelto:

—¡Roy sueña con el padre Pivot! ¿Me ha oído?

El sacerdote suspende todo movimiento. Yo también me quedo inmóvil, en mitad de la pequeña escalinata, con la respiración contenida, esperando una reacción.

El cielo comienza a enrojecerse entre las nubes. Un pájaro canta detrás de mí. A lo lejos, creo oír un coche que pasa. Y el sacerdote, con la mano aún en el picaporte, no pestañea.

Por fin, me llega su voz. Terrible.

—¿Qué está diciendo?

Asiento con la cabeza. Esta vez he dado en el blanco. Añado con más suavidad:

—Lo que el padre Boudrault había descubierto cuando fue a visitar a Roy, aunque murió con su secreto.

El anciano, aún de espaldas, se curva ligeramente, como si algo lo aplastara. Sin atreverme a dar un paso, continúo:

—Padre, ahora es inútil que huya de mí… Todo esto ha ido demasiado lejos. Tengo que hablar con usted.

Entonces veo que su cabeza cae hacia delante. A continuación, oigo un largo suspiro, como si el padre Lemay vaciara todo el aire de sus pulmones. Murmura algo y consigo entender estas palabras:

—Qué se le va a hacer… Después de todo, siempre he sabido que pagaría algún día…

Mi cuerpo se tensa, impactado por esta frase. Más que nunca, sé que aquí se encuentra la clave… y, más que nunca, tengo ganas de huir…

El padre Lemay se vuelve al fin. Su máscara de miedo y pánico ha desaparecido. Ahora muestra un semblante cansado, trágico y resignado. Un rostro que la desdicha ha esculpido minuciosamente, año tras año…

—Sígame —se limita a decir.

Y abre la puerta.

TERCERA PARTE

Los que han visto

Capítulo 18

L
A casa parroquial no es muy alegre. Ventanas pequeñas, muebles pesados y tristes, poco color y luz tenue. Me parece que responde a cierto patrón: la imagen clásica del sacerdote austero que lleva una vida rutinaria. Pero da la sensación de que el padre Lemay mantiene este ambiente. Como si quisiera vivir en medio de esta negrura. En su propia negrura, que le corroe.

Nos sentamos en un pequeño salón sumido en una penumbra polvorienta. Me instalo en un sofá, mientras que el padre Lemay se sienta en un profundo sillón, enfrente de mí. La claridad menguante del exterior consigue abrirse paso a través de la ventana que tengo a mi izquierda.

La vieja asistenta entra en la habitación y se queda inmóvil, al lado del sacerdote. No se mueve, espera, con una cara terrible. Situada así, de pie junto al padre Lemay, se asemeja tanto a un guardián protector como a un pájaro de presa hostil.

—¿Quiere algo de beber? —pregunta el cura.

Niego con la cabeza. Se vuelve ligeramente hacia la anciana:

—No tomaremos nada, Gervaise, puede dejarnos…

La sirvienta me lanza una última mirada tenebrosa y sale sin decir una palabra.

Nos quedamos largos segundos en silencio, sentados uno frente al otro. Devastado por las arrugas, el rostro del padre Lemay parece el de una estatua antigua. No consigo liberarme de la impresión de que no debería estar aquí, de que no tendría que haber venido. Pero ahora sería incapaz de marcharme. Lo sé.

Pronto, mis dudas quedarán disipadas. Y una de las dos puertas se abrirá. Del todo. Comienzo por fin, sin rodeos:

—Tiene que decirme lo que sabe.

Me doy cuenta de que mi petición es demasiado amplia. El padre Lemay mueve la cabeza, imperturbable.

—No, no tan pronto. Primero debe decirme lo que usted sabe.

Esta voz serena, llena de matices, gastada por la edad, pero todavía refinada… y atormentada.

Asiento con la cabeza. Tiene razón. Cruzo una pierna con intención de adoptar una actitud relajada, pero es inútil. La descruzo, molesto, y decido permanecer así, con las manos sobre las rodillas.

—Pues bien, vamos a ver… Descubrimos a Roy hace alrededor de un mes…

—Leo los periódicos y conozco todo eso —me corta suavemente el sacerdote—. Vaya a lo esencial.

Carraspeo.

—Me llamo Paul Lacasse. Trato a Roy desde que está ingresado…

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