Read El Umbral del Poder Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

El Umbral del Poder (16 page)

BOOK: El Umbral del Poder
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—Pero aquellos insensatos, en su terquedad, desoyeron mi advertencia —retomó Dalamar el hilo de su historia—. Se aferraron a un clavo ardiendo, corrieron el riesgo de mandar a Crysania a una época previa al Cataclismo, porque ella encarnaba, a la vez que sus mayores miedos, su única esperanza. El nigromante así lo había preconizado. De nuevo se satisfacían sus aspiraciones. La versión formal, la que expusieron ante Caramon para asegurarse de que no les abandonaría, fue que el Príncipe de Istar auxiliaría a la sacerdotisa. No obstante, su auténtico objetivo era que muriera o, al menos, desapareciese, como hicieron los otros clérigos poco antes de la hecatombe. Si se esfumaba, Raistlin habría de prescindir de ella y nunca atravesaría el Portal, aunque existía el peligro de que la rescatase a tiempo, de ahí la ambivalencia del plan. También barajaron la posibilidad de que Caramon, al catapultarse al pasado y averiguar la verdad sobre su hermano, a saber, que había succionado la esencia de Fistandantilus, atentara contra su vida.

—¿Caramon? —El semielfo rió de mala gana, entre el sarcasmo y la cólera—. ¿Cómo pudieron incurrir en un error de tal calibre? El guerrero es ahora un enfermo. Lo único que está en situación de matar es un barril de aguardiente enanil. De alguna manera su gemelo ya le ha destruido. ¿Por qué no…?

Objeto del escrutinio inquisitivo de Astinus, optó por callar. Su cabeza giraba en un torbellino enloquecido. Nada de aquello tenía sentido. Consultó a Elistan con los ojos y concluyó que el anciano debía de estar en antecedentes de buena parte del relato, pues no se reflejó en su semblante un asomo de sorpresa, de disgusto, al mencionar Dalamar que los magos habían dispuesto la muerte de Crysania. Sólo un profundo pesar desencajaba sus marchitas facciones.

—Tasslehoff Burrfoot, el kender —prosiguió el acólito—, se entrometió en el hechizo de Par—Salian y, accidentalmente, se desplazó al pasado con Caramon. La introducción de un miembro de su raza en el fluir de las eras propiciaba que se alterasen los sucesos, lo que revestía una capital importancia. Lo que sucedió en Istar sólo podemos presumirlo. Pero en mi mano está afirmar que Crysania no pereció, Caramon no eliminó a su hermano y éste recopiló para su acervo la ingente erudición de Fistandantilus. Acompañado del guerrero y la sacerdotisa, Raistlin avanzó hasta una época en la que, al preservar a la dama, se convertía en dueño y señor del único clérigo verdadero en todo el país. Minucioso en sus cálculos, viajó al momento de la historia en el que la Reina de la Oscuridad había de presentarle menos réplica y, vulnerable, fracasaría si se empeñaba en detenerlo.

«Como hiciera antes Fistandantilus, el archimago influyó de manera decisiva en el estallido de las guerras de Dwarfgate y, así, obtuvo acceso al Portal, que se encontraba, por aquel entonces, en la fortaleza de Zhaman. Si se hubiera repetido el episodio que había protagonizado su ancestro, y que consta en las Crónicas, Raistlin habría sucumbido frente al portentoso umbral del más allá, ya que tal fue el final del llamado Ente Oscuro.

—Con eso contábamos —intervino Elistan, estirando débilmente el embozo del lecho—. Par-Salian nos garantizó que el nigromante no cambiaría el porvenir, que ni siquiera él poseía tales facultades.

—¡Maldito kender! —renegó Dalamar—. Par-Salian cometió una grave imprevisión. Es imperdonable que no tomara precauciones para evitar que el hombrecillo reaccionase de la forma más natural en uno de su tribu: ¡aprovechar la primera oportunidad que se le ofrecía de vivir una aventura! Debería haber atendido nuestro consejo y estrangular al pequeño intruso.

—Dime qué ha sido de Caramon y Tasslehoff —le atajó Tanis con frialdad—. Nada me importa la suerte de Raistlin ni, y te ruego que me disculpes, la de Elistan, ni la de Crysania. A la sacerdotisa la cegó su propia perfección, la drástica rigidez de su probidad. Lo siento por ella, pero rehusó quitarse la venda que la aislaba de la verdad. Mis amigos, en cambio, me inquietan. ¿Qué ha sido de ellos?

—No tengo la menor idea —respondió el aprendiz, y se encogió de hombros—. Pero, en tu lugar, descartaría cualquier ilusión de volver a verlos en esta vida. De poco deben de servirle ya al
shalafi
.

—Eso es todo cuanto necesitaba oír —declaró el semielfo y se puso en pie, teñido de furia el timbre de su voz—. Aunque sea lo último que haga, perseguiré a Raistlin sin concederle una tregua…

—Siéntate —le ordenó, de pronto, Dalamar.

El mago no levantó la voz, pero había en sus ojos una amenaza, un reto que impulsó al interpelado a tantear la empuñadura de su espada, sin recordar que, puesto que había sido invitado como huésped en el Templo de Paladine, resolvió no portarla. Más airado al palpar aire en lugar de su arma, dedicó sendas reverencias al patriarca y a Astinus y echó a andar hacia la puerta.

—No tardará en interesarte el devenir de Raistlin, semielfo —le interceptó el sibilino acólito—, porque nos afecta a todos. De él dependemos nosotros y tú mismo. El futuro del mundo se halla en sus manos. ¿Son ciertas mis palabras, Hijo Venerable?

—Lo son —ratificó el aludido—. Me hago cargo de tus sentimientos, Tanis, pero debo conminarte a desecharlos.

El cronista no despegó los labios. Los sonidos propios de la escritura constituían la única evidencia de su presencia en la sala. El héroe cerró los puños y, con una agresividad que obligó incluso al impasible Astinus a alzar la cabeza, imprecó a Dalamar:

—De acuerdo, me reprimiré. ¿Qué más puede hacer tu envilecido maestro en su afán de lastimar, aniquilar y someter a inenarrables suplicios a quienes le rodean?

—Al comienzo de mi plática he anunciado que nuestros temores más acendrados se hacen realidad —susurró el elfo oscuro, clavando sus pupilas almendradas en las de su oyente, que, debido a su mezcla racial poseía unos rasgos oblicuos más atenuados.

—Sí.

Más que una afirmación, lo que profirió Tanis fue un expresivo apremio.

El narrador hizo una pausa exagerada, teatral. Astinus, alerta, enarcó las grisáceas cejas.

—Pues bien, ahora lo subrayo. Raistlin ha entrado en el Abismo donde, junto a Crysania, desafiará a la Reina de la Oscuridad.

Tanis, en franca mofa del dramatismo que el joven nigromante había dado a sus palabras, estalló en carcajadas.

—No parece que debamos preocuparnos por ello —replicó—. Esa criatura se ha lanzado a su propio exterminio.

La risa del semielfo no fue bienvenida, no obtuvo el beneplácito de los reunidos. Dalamar le espió entre cínico y divertido, como si esperara tan incongruente actitud en alguien que era mitad humano Astinus emitió un resoplido y se concentró en su quehacer Elistan hundió en el lecho sus ya caídos hombros y, entornando los párpados, se reclinó en la almohada sobre la que se había incorporado.

—¡No podéis tomaros tan en serio la situación! —les regañó, dolido, el ahora habitante de Silvanesti—. ¡Por los dioses, la soberana de las tinieblas me ha recibido en audiencia! He sentido su poder, su majestad, cuando sólo había logrado asomarse parcialmente a nuestro plano —recalcó, y un escalofrío recorrió su espina dorsal al evocar los sucesos de Neraka—. No quiero ni pensar lo que ha de ser enfrentarse a ella en la plenitud de sus facultades, en su propia órbita.

—No has sido tú el único, Tanis —musitó el postrado anciano—, también yo he conversado con la Reina Oscura. ¿Te sorprende? No hay motivo. He tenido que superar tantas pruebas y tentaciones como cualquier otro hombre.

—Sólo en una ocasión me ha honrado con su visita. —Era Dalamar quien, llegado su turno, informaba de su experiencia, pero al hacerlo su tez palideció y el pánico ensombreció sus ojos—. Vino a referirme los hechos que acabo de transmitiros.

Astinus no participó en las confidencias, pero abandonó su tarea. De las paredes de roca emanaba más vivacidad que del semblante del historiador.

—Si has conocido a la soberana, Elistan —invocó Tanis al enfermo—, habrás vislumbrado la supremacía que ostenta sobre todas las cosas. ¿Cómo puedes creer que un archimago demente y una sacerdotisa que no es más que una infatuada solterona puedan causarle el menor daño?

Un relámpago de indignación cruzó por los ojos del clérigo, sus labios se tensaron en una estrecha línea y el semielfo supo que le había agraviado con su insulto. Ruborizándose, se rascó la barba y empezó a disculparse, aunque, persuadido de que iba a estropearlo aún más, selló su boca.

—Todo esto es una sinrazón —se limitó a farfullar, al mismo tiempo que regresaba a su silla y se derrumbaba en ella—. En nombre del Abismo, ¿cómo frustraremos sus ambiciones? —continuó pero, al darse cuenta de la impropiedad de la fórmula que había elegido, su sonrojo fue en aumento—. Lo siento, mi juego de palabras no ha sido premeditado. Cada vez que intento decir algo, mi lengua corre más que mi mente. ¡Pero es que no entiendo nada! ¿Cuál es nuestro cometido? ¿Detener a Raistlin o alentarle?

—No puedes detenerle —interpuso fríamente Dalamar, en el instante en que Elistan se disponía a hablar—. Tan sólo los magos tenemos capacidad para hacerlo, y no hemos dejado de elaborar planes encaminados a tal efecto durante varias semanas, porque, desde el principio, vaticinamos este desastre. En cierto modo, semielfo, tus presunciones son correctas. Raistlin no puede vencer a tan colosal rival en su propio mundo y, puesto que es consciente de su inferioridad, proyecta contrarrestarla. ¿Cómo? Engatusando a la soberana, induciéndola a atravesar el Portal y a plantarse en el universo de los vivos.

Tanis sintió que una invisible estocada ensartaba su estómago. Quedó sin resuello. Transcurrieron unos segundos antes de que, encrespadas las manos en el brazo de la butaca hasta el punto de que los nudillos se le tornaron blancos, atinara a protestar:

—Es una locura. En la Guerra de la Lanza la abatimos con penas y trabajos. Sobrevendrá una catástrofe si ese chiflado le franquea el acceso a Krynn.

—Es a mi Orden, como ya he indicado, a quien corresponde impedirlo —concretó el aprendiz.

—He comprendido cuál es tu deber, tu sagrada misión. Sin embargo, algo no encaja. ¿Por qué nos has convocado? ¿Qué papel desempeñamos en esta obra magna? ¿El de meros espectadores? —le interrogó el héroe, hiriente, ofensivo.

—¡Cálmate, Tanis! —le reconvino Elistan—. Estás nervioso y asustado. Pero, aunque todos compartimos tu desasosiego —«salvo ese cronista esculpido en granito», recapacitó el aludido—, nada ganarás dejándote llevar por tus impulsos. Apacigua tu fuego y apresta el oído, pues presiento que todavía ignoramos lo peor. ¿Me equivoco, Dalamar? —se dirigió al oscuro personaje, suavizando el tono de su voz.

—No, Hijo Venerable —confirmó el acólito, y el semielfo percibió un amago de emoción en las rasgadas pupilas de su, en cierta medida, congénere—. Me he enterado de que Kitiara, la Señora del Dragón —sufrió un repentino ahogo—, prepara un asalto a gran escala sobre Palanthas.

Tanis se sumió en sus cábalas. La primera oleada que se desató en su interior fue de rabia, de impotencia. «Te lo advertí, Amothus, y también a Porthios y a todos cuantos se empeñan en reptar hasta sus algodonosos y cálidos refugios para, allí recluidos, olvidarse de que hubo una guerra.» La segunda marea fue a la par más serena y lacerante, compuesta como estaba de recuerdos de la ciudad de Tarsis en llamas, el asedio infligido a Solace por los ejércitos draconianos, el sufrimiento y la muerte.

Elistan se demoraba en su discurso pero, en lugar de escucharle, el semielfo se zambulló en sus reflexiones. Dalamar había citado a Kitiara en su anterior relato, y pretendía capturar el contexto de su comentario que, esquivo, revoloteaba en los lindes de su memoria. En efecto, cuando el espía de Raistlin aludió a la dama, el nombre de ésta le había arrastrado como en un sortilegio y había dejado de lado las otras explicaciones. Las frases del aprendiz flotaban ahora en una bruma.

—¡Aguarda! —aulló, eufórico, al recordar y ajeno a la desconsideración en que quizá incurría—. Antes has asegurado que Kitiara denostaba las acciones de Raistlin tanto como nosotros, que le aterrorizaba la posibilidad de que la Reina se introdujera en el mundo y tal fue el motivo de que encargase al caballero Soth la muerte de Crysania. Si es así, ¿por qué se propone atacar Palanthas? ¡No tiene lógica! En Sanction se fortalece cada día que pasa, los Dragones del Mal se han congregado en esa urbe y, según los rumores que se propagan a lo largo del territorio, los draconianos que se diseminaron después del conflicto se están reagrupando bajo su mando. No obstante, Sanction está lejos de esta metrópoli. Los Caballeros de Solamnia impedirán su marcha, los reptiles bondadosos se alzarán de su letargo en cuanto sus acérrimos enemigos se enseñoreen de los cielos. ¿Por qué arriesgarse a perder todo lo que ha conquistado? ¿Con qué objeto?

—Si mis datos no son erróneos, te une una vieja amistad a la Señora del Dragón —insinuó Dalamar, mordaz en su misma cortesía.

El héroe se atragantó, tosió y balbuceó unas sílabas entrecortadas.

—¿Cómo? —El elfo oscuro se hizo el sordo. Era evidente que se complacía en mortificarle.

—¡Sí!

La confesión surgió en un alarido. Al detectar la severa mirada de Elistan. Tanis se recogió en su asiento sin palparse la encendida epidermis.

—Tus apreciaciones son del todo exactas —le alabó el mago, con un acento socarrón que se reflejaba en las ligeras arrugas de sus facciones—. Al principio, a Kitiara le espantaron las maquinaciones de Raistlin. No por lo que al hechicero pudiera acontecerle, sino porque quizá su osadía le acarrearía consecuencias nefastas como oficial de rango de Su Oscura Majestad. No le seducía la perspectiva de que la soberana desahogara su cólera en ella. Pero eso fue —el narrador se encogió de hombros— mientras no le cupo ninguna duda de que el nigromante perdería en la pugna. Ahora, al parecer, le otorga una probabilidad de triunfo y, obediente a su carácter, trata de subirse al carro del vencedor. Sitiará Palanthas y dispensará a su hermanastro una calurosa acogida una vez emerja éste al otro lado del Portal, ofreciéndole el liderazgo de sus tropas. El poderío de Kit prosperará y Raistlin, si ha acumulado energías suficientes, no hallará dificultad en vincular a su causa a los antiguos aliados de la Reina Oscura.

—¿Kit? —observó el semielfo, satisfecho de pillar en falta a su oponente.

—No te extrañe que emplee ese apelativo familiar —le defraudó el acólito, que permaneció impertérrito—. Me liga a esa dama la misma intimidad de la que un día gozaste tú.

BOOK: El Umbral del Poder
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