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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

El Umbral del Poder (42 page)

BOOK: El Umbral del Poder
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Extenuado, entornó los párpados. Las tinieblas se arremolinaron en su interior, deseosas de cobrarse un nuevo habitante para el universo eterno, y Dalamar se entregó a sus auspicios. De pronto, no obstante, una orden de su cerebro interrumpió su descanso. Si Caramon no se había personado en la sala, si se empecinaba en invocarle, era porque los guardianes obstaculizaban su marcha. Sólo él, amo de aquellos entes infernales, podía despejarle el camino.

—Escuchad, centinelas, mi mandato, y acatadlo.

Después de alertar a los destinatarios de su mensaje, recitó en un tartamudeo, hijo de su postración, las frases que inmunizarían al guerrero contra los formidables defensores de la Torre.

Detrás del elfo, se incrementaban los fúlgidos halos de las estatuas delante, en la esquina que escrutara, una mano hurgó en un cinto ensangrentado y, con su postrer hálito, palpó la empuñadura de una daga.

—Caramon —murmuró Tanis, observando los globos oculares que les contemplaban—, salgamos de aquí. Subamos a la azotea e inspeccionemos el lugar para descubrir otra senda.

—No existe tal y, por mucho que insistas, no me iré —se opuso el guerrero con terquedad.

—¡En nombre de los dioses! —le imprecó el semielfo—. No puedes luchar contra esas criaturas.

—¡Dalamar! —probó de nuevo suerte el hombretón, a la desesperada—. Dalamar, no…

Con la misma prontitud con que se extingue el pabilo de una vela, un soplo apagó los resplandores de las pupilas fantasmales.

—¡Se han difuminado! —cambió de tema el luchador, y echó a andar a un ritmo impetuoso.

—Podría ser una trampa, una encerrona —le retuvo el otro héroe. Y, para que Caramon no le ignorase, posó una mano en su brazo.

—No —discrepó éste y reanudó el avance, arrastrando al compañero—. Aunque no se les vea, su presencia se siente. Yo he cesado de detectar ese algo indefinible que les denuncia ¿tú no?

—No, yo recibo una sensación singular —aseveró Tanis.

—En efecto —admitió el fortachón—, pero no la irradian ellos, ni tampoco guarda relación con nosotros.

Tras emitir su dictamen, el gigantesco personaje descendió a toda prisa la escalera de caracol que conducía a los aposentos. Había en su pie, al igual que en la azotea, una puerta, pero ésta la halló abierta. Sabedor de que el acceso comunicaba el ala superior con el bloque principal del edificio, hizo una pausa y se asomó sigiloso.

La oscuridad era tan insondable como si la luz aún no hubiese sido concebida. No ardía antorcha alguna en los pedestales, no se divisaban ventanas por las que pudiera filtrarse el reflejo difuso, humeante, de la calle. El semielfo, en esta peculiar atmósfera, tuvo una alucinación en la que su imagen se adentraba en la negrura y se desvanecía para siempre, fundida en el devorador maleficio que permeaba cada roca, cada losa. A su lado, se aceleraron los latidos del guerrero y se tensó su cuerpo.

—¿Qué es lo que hay ahí dentro? —le preguntó al percatarse.

—Nada —le explicó el humano—, tan sólo un pozo hasta la base. El centro de la Torre es hueco, y unos tramos de pronunciados peldaños se proyectan en una larga elipse sobre el muro sin más barandilla que el precipicio. En los rellanos hay entradas a los distintos niveles si no me equivoco, estamos en uno de ellos. El laboratorio se oculta dos plantas más abajo. Tenemos que seguir adelante —exhortó a su amigo—. Mientras perdemos estos minutos preciosos él se acerca. No te dejes impresionar lo único que has de hacer es arrimarte a la pared.

Pero, desmintiendo sus propias palabras de aliento, cerró los dedos en torno al brazo del semielfo y aminoró la longitud de sus zancadas.

—Un paso en falso en esta lobreguez y ya no tendremos que preocuparnos por las felonías de tu gemelo —protestó Tanis.

Sus reconvenciones no disuadirían al hombretón y, a decir verdad, si las expresaba era para desahogar su nerviosismo, no con otra finalidad. Ciego en aquella noche infinita, avasalladora, visualizó las facciones de Caramon comprimidas en la actitud de quien, tras debatirse en una disyuntiva, ha escogido una de las posibilidades y va a llevarla hasta sus últimas consecuencias. Su gigantesco compañero, pesado y a la vez flexible, andaba sin vacilaciones, explorando el entorno antes de apoyar un pie. Más tranquilo, imbuido de la seguridad que le transmitía, el semielfo le siguió.

De manera súbita, al principio de su excursión, los ojos sin cuencas se les aparecieron de nuevo, flotando cual luciérnagas y clavados en ellos como si quisieran sorber sus esencias. El héroe semielfo agarró la espada instigado por un impulso fútil, absurdo en aquellas circunstancias. Imperturbables, las ígneas pupilas perseveraron en su escrutinio mientras una voz les indicaba:

—Venid por aquí.

Una mano ondeó en el aire, etérea pero perentoria.

—¡Es imposible orientarse en esta penumbra, maldita sea! —se rebeló Tanis.

En la incorpórea palma prendió una llama sin candil, no menos fantasmal. El barbudo semielfo meditó, con un escalofrío, que era preferible la penumbra pero se abstuvo de exteriorizarlo, porque Caramon había emprendido un veloz trotecillo en la que ahora se presentaba como una escalera circular. Ojos, mano y vela se detuvieron en un descansillo y así lo hicieron también ellos, ante una puerta franca y, sin pasillo intermedio, una habitación. Dentro de la alcoba tenían su origen unos haces luminosos que, aunque tenues, bañaban todo su perímetro. El guerrero se internó y el héroe, menos robusto, lo hizo tras él, apresurándose a cerrar la puerta de tal suerte que los globos oculares no pudieran acompañarles.

Se impuso una pausa para echar una ojeada a la estancia, y al instante la identificó como el laboratorio de Raistlin. Rígido, envarado, manteniendo la espalda apoyada sobre la madera por si algún inoportuno engendro intentaba colarse, escudriñó las evoluciones del luchador que, después de cruzar una parte del aposento, se arrodilló junto a una figura que había en el suelo, enroscada sobre sí misma en un charco de sangre. «Dalamar», reconoció el semielfo al avistar la mancillada túnica, pero fue incapaz de reaccionar, de aproximarse.

La perversidad que rezumaban las brumas del pozo era añeja, llena de polvo, contaba centurias. La que rebosaba el laboratorio, en cambio, estaba viva, respiraba y palpitaba. Su faceta gélida se generaba en los libros de hechicería encuadernados en azul mar que atiborraban los anaqueles, la tibia se elevaba a partir de una nueva colección de tomos también arcanos que, éstos negros y con estampaciones configuradas por runas y relojes de arena, se alineaban a su lado. El horrorizado espectador paseó la mirada entre redomas, alambiques, y discernió unos pares de ojos que, atormentados, le acechaban a él. Le asfixiaban los olores de especies, de moho, de rosas y, en una fúnebre mixtura, le invadió una vaharada que transportaba la dulce acritud de la carne socarrada.

Fue entonces cuando capturó su atención un destello que, impreciso, irradiaba de un extremo apartado. Sus dimanaciones eran hermosas y, sin embargo, le llenaron de sobrecogimiento al recordarle su encuentro con la Reina de la Oscuridad, la única audiencia que le había concedido. Hipnotizado, Tanis fijó la vista en aquel espectro albo que se descomponía y sintetizaba al mismo tiempo en distintos colores, que los encerraba todos y era de uno solo. Mientras contemplaba el fenómeno agarrotado, preso de una fascinación que le impedía apartar las pupilas, el remolino se tornó compacto, se definió en las formas inequívocas de cinco cabezas de dragón.

«¡Es una puerta, un acceso!», concluyó el semielfo. Las cabezas reptilianas, que se alzaban sobre un estrado, delimitaban el marco ovalado con sus erectos cuellos vueltos todos hacia el interior y las bocas congeladas en alaridos, acaso gritos en alabanza a su soberana. El héroe forzó sus sentidos y atisbo la vacua sima que se anunciaba detrás. Si alguna vez hubo una puerta que obstaculizara el paso, parecía haberse disipado en la nada. Nadie habitaba la niebla, pero ese «nadie» se agitaba. El desierto latía. No hubo de barruntar mucho para adivinar qué anidaba en el reino de negrura que se insinuaba, y quedó paralizado.

—El Portal —ratificó Caramon sus impresiones, indiferente a su lividez y al susto que delataban sus ojos desorbitados—. Te ruego que vengas a ayudarme.

—¿Vas a traspasar el umbral, a pisar la antesala del Abismo? —indagó Tanis en un bramido salvaje, más aún en contraste con la calma del colosal humano, y se situó a su lado—. ¡Es una locura!

—No tengo otra alternativa —repuso el interpelado con aquella expresión de placidez, de serenidad, que había sorprendido a su amigo unas horas antes.

El semielfo se dispuso a discutir, pero Caramon se desentendió para observar al herido aprendiz.

—He leído lo que acontecerá no puedo sustraerme a este hecho —declaró, anticipándose a las argumentaciones de su compañero.

El que había de ser locuaz objetor se tragó las palabras y, entre toses, como si aquéllas pudieran atragantarse, hincó la rodilla junto a Dalamar. El elfo oscuro había conseguido girar su maltrecha figura a fin de colocarse frente al Portal y, pese a haber sucumbido a un segundo desmayo, despertó de tales vapores al oír las voces de sus aliados.

—¡Caramon! —increpó al guerrero, en un débil balbuceo y tratando sin éxito de zarandearlo—. Tienes que reprimir…

—Lo sé, Dalamar —contestó éste con amabilidad—, y cumpliré mi misión. Pero hay ciertos detalles que me gustaría concretar.

Los párpados del acólito se sellaron temblorosos, confiriendo un mayor patetismo a su tez cenicienta y, en general, a su aspecto depauperado. Tanis alargó el brazo en diagonal para buscar el pulso en el cuello del mago. Pero en el momento en que tocaba la piel, resonó un tintineo en la cámara. Algo se estrelló contra la placa metálica que le cubría el brazo y salió despedido en aparatosas piruetas, hasta desplomarse con estrépito. El semielfo bajó la cabeza, y vislumbró una daga manchada de sangre. Atónito, dio media vuelta y se puso de pie, desenvainando su acero.

—Kitiara —gimió el yaciente, endeble su voz como sus músculos y con un ligero asentimiento.

En efecto, un reconocimiento más minucioso le reveló al semielfo las redondeadas líneas de un cuerpo echado entre las sombras, en un rincón.

—Así era como debía matarle —rememoró Caramon la historia de las Crónicas, a la vez que se apoderaba del arma—. Por un abstruso avatar, Tanis, tu interferencia ha frustrado el atentado.

El semielfo no le escuchaba. Había guardado la espada en su lugar e iniciado la travesía del laboratorio, un trayecto que no carecía de escollos. Hubo de patear fragmentos de cristales que se incrustaban en sus suelas y deshacerse de un puntapié de un candelabro, que a punto estuvo de provocar su caída. Cuando llegó a su destino, a Kitiara, se detuvo.

La dama estaba tendida boca arriba, reclinando el pómulo en la ahora purpúrea roca y con los cabellos desparramados sobre los ojos. Arrojar la daga debía de haberle arrebatado sus postreras energías o así se le antojó al semielfo, quien, frente a su quietud, presumió que había muerto.

No era así. La indómita voluntad que había impulsado a un hermano a tomar la senda de las tinieblas y al otro a desecharla, a caminar hacia la luz, ardía inextinguible en el ánimo de la mujer con la que tan estrechos vínculos les emparentaban.

Kit percibió las pisadas, las asoció con su enemigo y rebuscó en su cinto la vaina donde permanecía embutida su espada. ¿O no? Sin responderse, alzó el mentón y trató de verificar sus sospechas.

—¡Tanis! —exclamó, sorprendida, víctima de una abrumadora confusión.

¿Dónde estaba? ¿En Flotsam? ¿O acaso había renacido su idilio y volvían a estar juntos? ¡Claro, él había regresado a fin de entablar una relación amorosa más apasionada que la anterior! Sonriente, le tendió la mano.

El semielfo, azotado por una revulsión interior, cesó incluso de respirar. Al rebullir la masa a la que su antigua amante se había reducido, se expuso a su vista un renegrido agujero en el pecho. La carne chamuscada se había derretido, los blancos huesos relucían a la escasa iluminación y protagonizaban una escena espeluznante, que enfermó al héroe de la Lanza. La náusea, la punzada de la memoria le obligaron a ladear el rostro.

—¡Tanis! —insistió la mandataria en un plañido fervoroso, suplicante—. ¡Ven junto a mí!

Apiadado ante una demanda tan poco acorde con el temperamento femenino, el noble semielfo se arrodilló para arrullarla en los brazos. Ella miró su rostro y, grabada al fuego, halló su propia muerte. Hostigada por el miedo, forcejeó para incorporarse. Pero no lo logró el gesto quedó en un amago.

—Me han lastimado —masculló, entre la fatiga y la ira—. Pero no puedo diagnosticar la gravedad. —Y comenzó a palparse la tremenda herida.

Desprendiéndose de su capa, Tanis arrebujó en ella a la malherida luchadora.

—No te excites. Te repondrás —mintió, afectuoso el tono.

—Eres un embustero —le regañó la mujer, una acusación análoga a la que profiriera Elistan, también moribundo, días atrás. La diferencia estribaba en que el anciano clérigo estaba pleno de beatitud y la mandataria, por el contrario, apretó exasperada los puños—. ¡Ese condenado elfo ha acabado conmigo! ¡Él es el artífice de mi desgracia! De todos modos, le he dado su merecido —se congratuló en una mueca pavorosa—. No podrá respaldar a Raistlin. La Reina de la Oscuridad lo eliminará a él y a los demás.

Exhaló un murmullo quejumbroso, que precedió a un estertor agónico. Al sentir tan cerca el final, la que fuera valerosa Señora del Dragón atenazó al semielfo y éste estrechó su abrazo consolador. Una vez hubo pasado el aguijonazo, Kitiara dictaminó con un acento que rebosaba amargo desdén, acerba añoranza:

—Si no hubieras sido un títere, tan débil y mudable, tú y yo habríamos gobernado el mundo.

—Lo que yo ansiaba gobernar, o poseer, ya lo tengo —sentenció él, destrozado por la pena y con una cierta dosis, hubo de confesárselo, de repulsión.

Molesta por aquella pretensión de superioridad en un ser que ella juzgaba manejable, Kit acometió la réplica. No habían aflorado a sus labios las primeras frases, sin embargo, cuando se dilataron sus pupilas al vislumbrar algo, o a alguien, en el extremo opuesto de la sala.

—¡No! —vociferó, en un arrebato de pánico que ningún suplicio terrenal le habría inspirado—. ¡No! —repitió, encogiéndose y refugiándose en su viril protector—. ¡No dejes que me lleve, Tanis, mantenlo alejado! Siempre te amé, semielfo —musitó como en una conjura, una letanía—. Siempre… te… amé…

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