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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (40 page)

BOOK: El valle de los caballos
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Jondalar se detuvo para examinar la cabeza de piedra del hacha. Después de los primeros hachazos, trató de hacerlo siguiendo otro ángulo, volvió a mirar los bordes cortantes y dio con el movimiento adecuado. Los tres jóvenes trabajaron juntos, hablando poco, hasta que se detuvieron a descansar.

–Yo no veía antes usar fuego para abrir canal –dijo Jondalar mientras se dirigía al cobertizo–. Siempre ahondar con hachuela.

–Se puede usar solamente el hacha, pero el fuego acelera el trabajo. El roble es madera dura –observó Markeno–. A veces empleamos pino de más arriba. Es más blando, más fácil de ahuecar. Pero el fuego ayuda siempre.

–¿Lleva largo tiempo para barca? –quiso saber Jondalar.

–Depende de lo duro que trabajes y de cuántos trabajen contigo. Esta barca no tardará mucho. Es la reclamación de Thonolan, y ya sabes que debe terminarse antes de que pueda establecerse con Jetamio –Markeno sonrió–. Nunca he visto trabajar a nadie tan esforzadamente, y además con eso anima a otros. Pero una vez que has comenzado, es buena idea no dejarlo hasta terminarlo. Eso evita que se seque. Vamos a partir tablas esta tarde, para las tracas. ¿Quieres ayudar?

–Más le vale –dijo Thonolan.

El enorme roble que Jondalar había contribuido a derribar, una vez despojado de sus ramas, había sido transportado al otro lado del calvero. Para moverlo tuvieron que colaborar casi todos los adultos, y casi otros tantos se habían reunido para partirlo. Jondalar no había necesitado que su hermano le «animara». No se lo habría perdido por nada del mundo.

Para empezar, colocaron numerosas cuñas de asta en línea recta en el sentido de la fibra a lo largo de todo el tronco. Introducían las cuñas a martillazos con pesados mazos de piedra manejados a mano. Las cuñas abrían una grieta en el tronco macizo, pero, al principio, éste se abría con dificultad. Las astillas intermedias se iban cortando a medida que los gruesos topes de las piezas de asta triangulares eran aporreadas y penetraban más adentro en el corazón de la madera hasta que, con un fuerte chasquido, el tronco cayó limpiamente partido en dos. Jondalar meneó la cabeza, maravillado, y eso que tan sólo era el comienzo. Colocaron las cuñas de nuevo más abajo del centro de cada mitad, y el proceso se repitió hasta que se partieron en dos. Al terminar el día, el enorme tronco había quedado reducido a un montón de tablas partidas radialmente, cada una de ellas estrechándose hacia el centro, de modo que un filo era más delgado que el otro. Algunas tablas eran más cortas debido a algún nudo, pero tendrían su utilidad. Había muchas más tablas de las que se necesitaban para hacer los costados de las embarcaciones. Se emplearían para construir un cobertizo para la pareja, bajo el saliente de arenisca en la terraza alta, el cual se comunicaría con la morada de Roshario y Dolando, y sería bastante amplio para que Markeno, Tholie y Shamio pudieran pasar allí el período más frío del invierno. Madera del mismo árbol, utilizada para barca y habitación, suponía agregar la fuerza del roble a la unión.

Al ponerse el sol, Jondalar vio que algunos de los hombres más jóvenes se internaban en el bosque, y Markeno dejó que Thonolan le persuadiera para seguir trabajando en el fondo de la barca que estaban construyendo, hasta que no quedó casi nadie. Por fin fue el propio Thonolan quien tuvo que reconocer que estaba ya demasiado oscuro.

–Hay muchísima luz –dijo una voz detrás de él–. ¡Tú no sabes lo que es oscuridad!

Antes de que Thonolan pudiera volverse para ver quién había hablado, le vendaron los ojos y le agarraron de los brazos.

–¿Qué está pasando? –gritó, mientras luchaba en vano por liberarse.

La única respuesta fue una risa contenida. Lo alzaron en vilo y se lo llevaron hasta cierta distancia; cuando lo depositaron en el suelo, notó que le estaban desnudando.

–¡Dejadme! ¿Qué estáis haciendo? ¡Hace mucho frío!

–No tendrás frío mucho rato –dijo Markeno cuando le quitaron la venda de los ojos. Thonolan vio a media docena de jóvenes sonrientes, todos desnudos. El lugar le era desconocido, especialmente porque la oscuridad era muy grande, pero sabía que estaban cerca del agua.

A su alrededor el bosque era una masa negra y densa, aunque se aclaraba en un lado para descubrir la silueta de algunos árboles aislados sobre un cielo lavanda oscuro. Más allá se abría un camino por el que se filtraba un reflejo plateado que lanzaba destellos sinuosos desde las ondas suavemente aceitosas del Río de la Gran Madre. Cerca brillaba una luz a través de los intersticios de una pequeña y baja estructura de madera. Los jóvenes se subieron al techo y se metieron en la choza por un agujero, trepando por un tronco inclinado, con escalones tallados.

Había un fuego encendido en el interior de la choza, en una base central, con varias piedras encima para que se calentaran. Las paredes formaban un banco con el piso, cubierto de tablas suavizadas con piedra arenisca. Tan pronto como todos estuvieron dentro, se cubrió el orificio de entrada; el humo saldría por los intersticios. El carbón brillaba rojo bajo las piedras calientes, y pronto reconoció Jondalar que Markeno estaba en lo cierto: ya no hacía frío. Alguien echó agua sobre las piedras y subió una oleada de vapor, lo que contribuyó a que se viera todavía menos en la penumbra.

–¿Lo tienes tú, Markeno? –preguntó alguien a su lado.

–Aquí mismo, Chalono –y le tendió la bolsa para agua llena de vino.

–Bueno, pues vamos a darle. Tienes suerte, Thonolan. Unirte con una mujer que hace un vino de arándanos tan bueno como éste –hubo un coro de aprobación y de carcajadas. Chalono pasó el pellejo de vino, y mostrando un cuadrado de cuero fruncido a guisa de bolsa, dijo con sonrisa taimada–: He encontrado algo más.

–Me preguntabas por qué no estarías aquí en todo el día –observó uno de los hombres–. ¿Estás seguro de que son de los buenos?

–No te preocupes, Rondo, sé de hongos. Por lo menos conozco estos hongos –declaró Chalono.

–Naturalmente: los recoges a la menor oportunidad –sonaron más carcajadas tras la puya.

–Quizá desee convertirse en Shamud, Tarluno –agregó Rondo en tono de burla.

–Éstos no son los hongos del Shamud, ¿verdad? –preguntó Markeno–. Esos de sombrero rojo y motitas blancas pueden ser mortales si no se preparan bien.

–No, éstos son bonitos hongos inofensivos que sólo hacen que te sientas bien. No me gusta bromear con los del Shamud. No quiero tener una mujer dentro... –dijo Chalono, y después, con una risita boba–: prefiero estar dentro de una mujer.

–¿Quién tiene el vino? –preguntó Tarluno.

–Yo se lo he pasado a Jondalar.

–Quítaselo. ¡Con lo grandote que es podría bebérselo todo!

–Se lo he dado a Chalono –dijo Jondalar.

–Yo no he visto esos hongos..., ¿te vas a quedar con el vino y también con los hongos? –protestó Rondo.

–No me apremies. He estado tratando de abrir esta bolsa. Ya está. Thonolan, eres el huésped de honor. Tú escoges primero.

–Markeno, ¿es cierto que los Mamutoi hacen una bebida con una planta y que sabe mejor que el vino o los hongos? –preguntó Tarluno.

–Yo no diría que es mejor, aunque lo probé una vez.

–¿Qué tal otro poco de vapor? –dijo Rondo, vertiendo una taza de agua sobre las piedras ardientes, suponiendo que todos asentirían.

–Alguna gente, al oeste, mete algo en vapor –dijo Jondalar.

–Y una Caverna sopla humo de plantas. Te dejan probar, pero no te dicen qué es –agregó Thonolan.

–Estos dos deben de haberlo probado casi todo... en todos sus viajes –dijo Chalono–. Eso me gustaría a mí: probar de todo lo que haya.

–He oído decir que los cabezas chatas beben algo... –afirmó Tarluno.

–Son animales..., beben cualquier cosa que encuentren –dijo Chalono.

–¿No era eso lo que dijiste hace un momento que desearías hacer? –le replicó Rondo burlonamente; una carcajada colectiva aplaudió la chanza.

Chalono se dio cuenta de que los comentarios de Rondo solían provocar carcajadas... a veces a sus expensas. Para no ser menos, comenzó un cuento que otras veces había tenido éxito:

–Ya sabes lo que se dice de ese viejo que estaba tan ciego que atrapó a una hembra cabeza chata y creyó que era una mujer...

–Sí, y se le cayó el pito. Es asqueroso, Chalono –dijo Rondo–. ¿Y qué hombre iba a confundir una hembra cabeza chata con una mujer?

–Algunos no se equivocan, lo hacen a propósito –dijo Thonolan–. Hombres de la Caverna del Oeste obtienen Placeres con hembras cabeza chata, provocan disgustos en las Cavernas.

–¡Estás bromeando!

–No es broma. Toda una manada de cabezas chatas nos rodeó –confirmó Jondalar–. Enojados. Después oímos hombres toman mujeres cabeza chata, causan problemas.

–¿Y cómo escapasteis?

–Nos dejan –dijo Thonolan–. Jefe de la manada, él listo. Los cabezas chatas más listos de lo que la gente piensa.

–Oí contar de un hombre que consiguió una hembra cabeza chata por una apuesta –dijo Chalono.

–¿Quién? ¿Tú? –preguntó despectivamente Rondo–. Has dicho que deseabas probarlo todo.

Chalono intentó defenderse, pero las carcajadas ahogaron su voz. Cuando se apagaron, volvió a intentarlo:

–No quería decir eso. Estaba hablando de hongos y vino y cosas así, cuando dije que deseaba probarlo todo –empezaba a sentir los efectos de la bebida y la lengua se le estaba poniendo pesada–. Pero muchos mozos hablan de hembras cabeza chata antes de saber lo que son las mujeres. Oí de uno que tomó una hembra cabeza chata por una apuesta, o por lo menos eso contaba.

–Los muchachos dicen cualquier cosa –comentó Markeno.

–¿Y de qué crees que hablan las muchachas? –preguntó Tarluno.

–No quiero seguir escuchando esas cosas –dijo Rondo.

–Tú abriste la boca más de la cuenta cuando éramos más jóvenes, Rondo –dijo Chalono, comenzando a enfadarse.

–Bueno, he crecido. Ojalá tú también. Estoy harto de tus repugnantes observaciones.

Chalono se sintió ofendido y algo borracho. Si le iban a tachar de repugnante, les iba a dar algo repugnante de veras.

–¿En serio, Rondo? Pues verás, oí hablar de una mujer que tuvo su Placer con un cabeza chata, y la Madre le dio un bebé de espíritus mezclados...

–¡Ooooh! –exclamó Rondo, torciendo el labio y estremeciéndose de asco–. Chalono, eso no es tema de bromas. ¿Quién le invitó a esta fiesta? Sacadlo de aquí. Me siento como si me hubieran arrojado basura a la cara. No me importa bromear un poco, pero ha ido demasiado lejos.

–Rondo tiene razón –dijo Tarluno–. ¿Por qué no te marchas, Chalono?

–No –dijo Jondalar–. Calmaos, está oscuro. No marcharse. Cierto, bebés de espíritus mezclados no es cosa de broma, pero ¿cómo sabéis eso?

–¡Abominaciones medio humanas medio animales! –rezongó Rondo–. No quiero hablar de ellos. Aquí hace demasiado calor. Voy a salir antes de que me den náuseas.

–Se supone que ésta es la fiesta de Thonolan para relajarse –dijo Markeno–. ¿Por qué no salimos todos a darnos un baño y nadar un poco? Regresaremos después y volveremos a empezar. Queda todavía mucho del vino de Jetamio. No lo había dicho antes, pero traje dos bolsas llenas.

–No creo que las piedras estén lo bastante calientes, Carlono –dijo Markeno. En su voz había cierta tensión contenida.

–No es bueno dejar que el agua permanezca demasiado tiempo en la barca. No queremos que se hinche la madera, sólo que se ablande lo necesario para que ceda. Thonolan, ¿están los puntales a mano, para que los tengamos cerca cuando hagan falta?

–Aquí –replicó, indicando los postes de troncos de aliso, cortados a lo largo, tendidos en el suelo junto al enorme tronco abierto en canal y lleno de agua.

–Será mejor comenzar, Markeno, y ojalá que las piedras estén muy calientes.

Jondalar seguía pasmado ante la transformación, a pesar de que la había visto producirse paso a paso. El tronco de roble había dejado de serlo: el interior había sido vaciado y suavizado, y el exterior tenía las líneas esbeltas de una larga canoa. El grosor del casco no superaba el calibre de un nudillo humano, excepto por la roda y la popa, muy sólidas. Había observado mientras Carlono cepillaba un verdadero pellejo de madera, cuyo grosor no era más grande que el de un palito, con una hachuela de piedra en forma de cincel, para dar a la embarcación sus dimensiones definitivas. Después de probar si él podía hacerlo, Jondalar quedó más asombrado aún por la habilidad y destreza del hombre. La barca se estrechaba hacia delante formando una proa aguda. Tenía la quilla bastante aplastada, una popa menos pronunciada y era larguísima en proporción con su anchura.

Los cuatro llevaron rápidamente los cantos que habían estado calentándose en la fogata hasta la barca llena de agua, logrando que el agua hirviera y echara vapor. El proceso era el mismo de calentar piedras para hacer hervir la infusión en el cobertizo contiguo, dentro de la artesa, pero a mayor escala. Y el propósito era distinto: el calor y el vapor no debían cocer nada, sino dar nueva forma al recipiente.

Markeno y Carlono, uno frente a otro en el centro de la embarcación, sometían a prueba la flexibilidad del casco, tirando cuidadosamente para ensancharla pero sin quebrar la madera. El duro trabajo de vaciar y dar forma a la barca habría sido inútil si se agrietaba en aquella delicada fase. Era un momento de tensión. Mientras la parte media era ensanchada, Thonolan y Jondalar estaban preparados con el puntal más largo, y cuando el ensanchamiento fue suficiente, encajaron el tirante por el través, pero la expansión había alterado las líneas en otro aspecto importante. Al ensancharse en el centro, las secciones de proa y popa se elevaron, dando a la embarcación una graciosa curvatura hacia arriba en los extremos. Los resultados de la expansión no eran solamente una manga más ancha para una mayor capacidad y una mejor estabilidad, sino una proa y una popa más altas que partirían el agua para arrostrar con mayor facilidad las olas o las aguas turbulentas.

–Ahora es la barca de un hombre perezoso –comentó Carlono mientras pasaban a otra zona del calvero.

–¡Hombre perezoso! –exclamó Thonolan, recordando su esforzado trabajo.

Carlono sonrió, pues esperaba esa exclamación.

–Hay un cuento muy largo sobre un hombre perezoso con una mujer regañona, que dejó su barca a la intemperie todo el invierno. Cuando volvió a buscarla, estaba llena de agua, y la nieve y el hielo la habían ensanchado. Todos creyeron que estaba echada a perder, pero era la única barca que tenía. Cuando se secó, la botó al agua y descubrió que era mucho más fácil de manejar. Después de aquello, según la historia, todos hicieron las embarcaciones de esa manera.

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