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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (59 page)

BOOK: El valle de los caballos
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Jondalar se había vuelto extremadamente hábil en el manejo del bote, y Thonolan podía arreglárselas, pero distaban mucho de ser tan capaces como los barqueros expertos de los Ramudoi. Trataron de virar el bote, de volver contra la corriente y de penetrar en el canal conveniente. Habría sido mejor que invirtieran la dirección que seguían –la forma de la popa no difería mucho de la de la proa–, pero no se les ocurrió.

Estaban recibiendo la corriente de través; Jondalar le gritaba instrucciones a Thonolan para que intentara poner la proa al frente, pero Thonolan se impacientaba. Un enorme tronco con un complicado sistema de raíces –pesado, empapado y flotando semisumergido– bajaba por el río y sus raíces extendidas lo rastrillaban todo al pasar. Los dos hombres lo vieron... demasiado tarde.

Con un crujido de madera que se astillaba, el extremo dentado del enorme tronco, más quebradizo y negro donde el rayo lo había partido, embistió por el centro al ligero bote. El agua penetró a borbotones por el orificio y hundió rápidamente la pequeña embarcación. Mientras el tronco se abalanzaba sobre ellos, una larga rama de raíz que se hallaba justo bajo el nivel de agua, se hundió entre las costillas de Jondalar y le dejó sin resuello. Otra no le dio a Thonolan en un ojo de puro milagro, pero le dejó un largo arañazo en la mejilla.

Sumergidos de golpe en el agua fría, Jondalar y Thonolan se abrazaron al tronco y vieron con desaliento unas cuantas burbujas que salían a la superficie mientras su botecito, con todas sus pertenencias firmemente sujetas, se hundía hasta el fondo.

Thonolan había oído el gemido de dolor de su hermano.

–¿Estás bien, Jondalar?

–Una raíz me ha golpeado las costillas. Duele un poco, pero no creo que sea grave.

Con Jondalar siguiéndole lentamente, Thonolan comenzó a abrirse paso alrededor del tronco, pero la fuerza de la corriente que los empujaba seguía apretándolos contra el árbol a la deriva, junto con los demás desechos. De repente el tronco quedó atrapado por un banco de arena bajo el agua. El río, fluyendo en torno y por entre una red de raíces, empujaba objetos que se habían mantenido hundidos por la fuerza de la corriente, y un cadáver hinchado de reno salió a la superficie delante de Jondalar, quien trató de apartarse con esfuerzo, pues el dolor que sentía en las costillas era muy fuerte.

Libres del tronco, nadaron hasta una angosta isla que había en el centro del canal, dando vida a unos cuantos sauces jóvenes, pero no era estable y no tardaría en verse barrida por las aguas. Los árboles que se encontraban cerca de la orilla ya estaban medio sumergidos, ahogados, sin yemas que prometieran hojas verdes en primavera y con las raíces que estaban desprendiéndose de la arena; algunos se inclinaban sobre el caudal acelerado. El suelo era un pantano esponjoso.

–Creo que deberíamos seguir adelante hasta encontrar un lugar más seco –dijo Jondalar.

–Estás sufriendo mucho, no me digas que no.

Jondalar admitió que no se sentía muy bien.

–Pero no podemos seguir aquí –agregó.

Se deslizaron en el agua fría a través del bajío de la estrecha isla. La corriente era más rápida de lo que pensaban, y fueron impulsados mucho más allá, río abajo, antes de poder llegar a tierra seca. Estaban cansados, helados y frustrados cuando descubrieron que se encontraban en otra isleta. Era más ancha, más larga y algo más elevada que el nivel del río, pero saturada de humedad y sin madera seca con que hacer fuego.

–No podemos encender fuego aquí –dijo Thonolan–. Tendremos que continuar. ¿Dónde nos explicó Carlono que estaba el Campamento Mamutoi?

–En el extremo norte del delta, cerca del mar –respondió Jondalar, y miró con nostalgia en aquella dirección mientras hablaba. El dolor de su costado se había vuelto más intenso y no estaba seguro de poder atravesar a nado un canal más. Lo único que veía era agua agitada, remolinos de desechos y unos cuantos árboles señalando alguna que otra isleta–. Imposible saber a qué distancia está...

Chapotearon por el fango hacia el lado norte de la estrecha franja de tierra y se metieron en el agua fría. Jondalar observó un grupo de árboles río abajo y se fue hacia allá. Se tambalearon por una playa de arena gris en el lado más alejado del canal, respirando con dificultad. Chorros de agua les corrían por el cabello y empapaban su ropa de cuero.

El sol del atardecer brilló por un resquicio del cielo encapotado con un destello resplandeciente, pero poco cálido. Una ráfaga súbita del norte trajo consigo un frío que pronto atravesó la ropa mojada. Habían tenido suficiente calor mientras estuvieron activos, pero el esfuerzo había consumido sus reservas. Se pusieron a temblar bajo el viento, y entonces se dirigieron pesadamente hacia el refugio insignificante de unos alisos.

–Acamparemos aquí –dijo Jondalar.

–Todavía hay bastante luz. Yo preferiría seguir –repuso Thonolan.

–Estará oscuro cuando nos detengamos y tratemos de encender una fogata.

–Si seguimos adelante, probablemente encontraremos el Campamento Mamutoi antes de que sea de noche.

–Thonolan, no creo que yo pueda.

–¿Tan mal estás? –preguntó éste. Jondalar alzó su túnica. Una herida en su costilla se estaba poniendo negra alrededor de un desgarro que sin duda habría sangrado pero que se había cerrado por la hinchazón causada por el agua en los tejidos. Vio el orificio abierto en el cuero y se preguntó si tendría rota la costilla.

–A mí no me parecería mal descansar junto al fuego.

Miraron a su alrededor y vieron la salvaje extensión de agua lodosa y que formaba remolinos, los bancos de arena que se movían y una profusión desordenada de vegetación. Ramas de árbol enmarañadas, sujetas a troncos secos, eran empujadas por la corriente, de mala gana, hacia el mar, agarrándose a lo que podían en el fondo movedizo. A lo lejos, unos cuantos grupos de árboles y arbustos verdeantes se anclaban en las islas más estables.

Carrizos y hierbas de la ciénaga se aferraban allí donde podían echar raíces. Cerca, matas de juncia de un metro de alto, cuyos racimos de amplias hojas herbosas parecían más robustos de lo que eran, rivalizaban en altura con las hojas rectas en forma de espada del ácoro, creciendo entre esteras de juncos espigados que apenas tenían medio centímetro de alto. En el marjal próximo a la orilla del agua, colas de caballo de casi tres metros de alto, espadañas y eneas hacían que los hombres parecieran bajos. Dominándolo todo, cañas de hojas rígidas con penachos púrpura, alcanzaban los cuatro metros.

Los hombres sólo tenían la ropa que llevaban puesta. Lo habían perdido todo cuando se hundió su bote, incluso las mochilas con las que iniciaron el Viaje. Thonolan había adoptado la vestimenta de los Shamudoi, y Jondalar llevaba la ropa ramudoi, pero después de su remojón en el río, cuando se encontró con los cabezas chatas, había conservado una bolsa con herramientas colgadas del cinturón. Ahora se alegraba de haberlo hecho.

–Voy a ver si hay algunos tallos viejos de esas espadañas, que estén lo suficientemente secos para hacer un taladro de prender fuego –dijo Jondalar, tratando de ignorar el dolor intenso de su costado–. A ver si encuentras por ahí un poco de leña seca.

Las espadañas proporcionaron algo más que un viejo tallo seco para ayudar a encender fuego. Las largas hojas tejidas alrededor de un marco de alisos formaron un cobertizo que ayudó a conservar el calor del fuego. Las puntas verdes y las raíces nuevas, asadas en el carbón junto con los rizomas dulces del ácoro y la base submarina de las eneas, brindaron el principio de la cena. Un joven aliso, delgado, afilado en punta y lanzado con la buena puntería que da el hambre, colaboró también a llevar hasta el fuego un par de patos. Los hombres hicieron esteras flexibles con las eneas amplias y de tallo suave, las emplearon para ampliar su refugio y para envolverse en ellas mientras su ropa se secaba. Más tarde, se echaron a dormir sobre las esteras.

Jondalar no pudo dormir bien. Su costado estaba herido y le dolía, y sabía que tenía algo malo dentro, pero no podían pensar en detenerse ahora. Antes que nada necesitaban encontrar la forma de llegar a tierra firme.

Por la mañana pescaron en el río con canastas hechas con hojas de espadaña, ramas de aliso y cuerdas fabricadas con corteza fibrosa. Enrollaron los materiales para hacer fuego y las canastas flexibles en las esteras donde habían dormido, lo ataron todo con la cuerda y se lo echaron a la espalda. Cogieron sus lanzas y se pusieron en camino. Las lanzas no eran más que palos afilados, pero les habían proporcionado una comida... y las canastas flexibles para pescar, otra. La supervivencia no dependía tanto del equipo como de los conocimientos.

Los dos hermanos tuvieron una pequeña diferencia de opinión acerca de la dirección que deberían tomar. Thonolan pensaba que estaban ya al otro lado del delta y que deberían ir hacia el este y el mar. Jondalar deseaba ir hacia el norte, seguro de que todavía quedaba un canal más por atravesar. Llegaron a un acuerdo y tomaron la dirección nordeste. Resultó que Jondalar tenía razón, aunque él habría preferido estar equivocado. Era casi mediodía cuando llegaron al canal más septentrional del gran río.

–Llegó la hora de echarse otra vez a nadar –dijo Thonolan–. ¿Podrás?

–¿Me queda otro remedio?

Entonces se dirigieron al agua; de repente, Thonolan se detuvo.

–¿Por qué no atamos la ropa a un tronco, como solíamos hacer? Así no tendríamos que volver a secarla.

–Yo no sé –dijo Jondalar vacilante. La ropa, aunque estuviera mojada, les permitiría estar más calientes, pero Thonolan había tratado de mostrarse razonable aunque su voz revelaba frustración y exasperación–. Pero si quieres... –Jondalar se encogió de hombros en señal de asentimiento.

Hacía frío, desnudos como estaban, en pie y a merced del aire frío y húmedo. Jondalar sintió la tentación de atar nuevamente su bolsa de herramientas alrededor de su cintura desnuda, pero ya la había envuelto Thonolan con su túnica y lo estaba atando todo a un tronco que había encontrado. Sobre la piel desnuda el agua parecía más fría aún de lo que recordaba, y tuvo que apretar las mandíbulas para no gritar al zambullirse y tratar de nadar; sin embargo, el agua adormeció algo el dolor de su herida. Al nadar trató de no cargar mucho el esfuerzo sobre su costado y siguió a la zaga de su hermano, aunque Thonolan era el que empujaba el tronco.

Cuando salieron del agua y se encontraron en un banco de arena, su meta original –el final del Río de la Gran Madre– estaba a la vista. Podían ver el agua del mar interior. Pero se había perdido la excitación de la hazaña. El Viaje había perdido su finalidad, y el final del río había dejado de ser su meta. Tampoco se encontraban en tierra firme. No habían terminado de atravesar el delta. Allí estaban los bancos de arena, en el mismo lugar que antes, en medio del canal, pero el canal se había desviado. Quedaba todavía por cruzar un lecho de río sin agua.

Una alta ribera arbolada, con raíces expuestas colgando de una orilla donde una corriente rápida había pasado anteriormente, parecía llamarles desde el otro lado del canal vacío. No llevaba mucho tiempo abandonado. Seguía habiendo charcos en medio, y la vegetación apenas había echado raíces. Pero los insectos habían descubierto ya el agua estancada y un enjambre de mosquitos había reparado en los dos hombres.

Thonolan desató la ropa del tronco.

–Todavía tenemos que atravesar esos charcos allá abajo, y la ribera parece lodosa. Esperemos hasta haber cruzado para ponernos la ropa.

Jondalar asintió con la cabeza; se sentía demasiado mal para discutir. Creía haberse dislocado algo mientras nadaba y le costaba mantenerse derecho.

Thonolan mató un insecto de un manotazo, mientras echaba a andar por la cuesta suave que fue en otros tiempos la pendiente que conducía al canal del río.

Se lo habían dicho muchas veces: nunca des la espalda al río; nunca subestimes al Gran Madre. Aunque lo había abandonado desde algún tiempo atrás, el canal seguía siendo suyo, e incluso cuando Ella no estaba, había dejado un par de sorpresas por allí. Millones de toneladas de cieno eran arrastradas hacia el mar y se repartían por los dos mil kilómetros cuadrados o más de su delta, año tras año. El canal aparentemente desocupado, sometido a la marea, era una marisma empapada con poco desagüe. La hierba y los juncos verdes habían echado sus raíces en una arcilla cenagosa y mojada.

Los dos hombres resbalaron y bajaron deslizándose por la cuesta de lodo fino y pegajoso, y cuando llegaron a nivel del fondo, se les pegó a los pies. Thonolan tomó la delantera, a toda prisa, olvidando que Jondalar no podía caminar a grandes zancadas como solía; podía caminar, pero la bajada resbaladiza le había hecho daño. Estaba avanzando con cuidado, mirando dónde ponía los pies, y se sentía como un tonto vagabundeando por la marisma en cueros, brindando su piel suave a los insectos voraces.

Thonolan se había adelantado tanto que Jondalar estuvo a punto de llamarle. Alzó la mirada al oír el grito de su hermano pidiendo ayuda justo para verle caer. Olvidando su dolor, Jondalar corrió hacia él; el miedo le atenazó al darse cuenta de que Thonolan se hundía en arenas movedizas.

–¡Thonolan! ¡Gran Madre! –gritó Jondalar precipitándose hacia él.

–¡Quédate ahí! ¡También te atraparán! –Thonolan, luchando por liberarse del cenagal, se hundía más y más.

Jondalar miró a su alrededor, desesperadamente, en busca de algo que pudiera ayudarle a sacar a Thonolan. «¡La camisa! Podría arrojarle un extremo», pensó, y entonces recordó que era imposible. El bulto de las prendas había desaparecido. Meneó la cabeza, vio un tocón de árbol medio enterrado en el lodo y corrió para ver si podría arrancar una de las raíces, pero todas las raíces que hubieran podido desprenderse ya habían sido arrancadas durante el violento recorrido río abajo.

–¿Dónde está el fardo de ropa? Necesito algo para sacarte.

La desesperación en la voz de Jondalar tuvo un efecto no deseado. Se filtró a través del pánico de Thonolan para recordarle su pena. Una aceptación tranquila se apoderó de él.

–Jondalar, si la Madre quiere llevarme, deja que me lleve.

–¡No! ¡Thonolan, no! No puedes renunciar. No puedes morir, sin más ni más. ¡Oh, Madre, Gran Madre, no dejes que muera así! –Jondalar cayó de rodillas y, estirándose cuán largo era, tendió la mano–. Coge mi mano, Thonolan, por favor, coge mi mano –suplicó.

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