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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (80 page)

BOOK: El valle de los caballos
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La pregunta agradó al joven. Se necesitaba habilidad para fabricar la clase de herramientas que ella hacía; estaba seguro de que incluso el mejor especialista obtenía a veces resultados absurdos, aun cuando también el peor podría sin duda producir accidentalmente algunas piezas aprovechables. En cualquier caso, habría entendido que Ayla tratara de justificar su propio método. En cambio, parecía reconocer su técnica como lo que era –un gran progreso– y deseaba probarla. Se preguntó cómo se sentiría él si alguien le mostrara un progreso tan radical.

«Querría aprenderlo», se dijo con una mueca irónica.

–Las mujeres pueden tallar bien el pedernal. Mi prima Joplaya es una de las mejores. Pero es una terrible provocadora..., nunca se lo diría; no me permitiría olvidarlo nunca jamás –y sonrió al recordar.

–En el Clan, las mujeres hacen herramientas, pero no armas.

–Las mujeres hacen armas. Después de tener hijos, las mujeres Zelandonii pocas veces cazan, pero si aprendieron de jóvenes, conocen la manera de usar las armas. Durante una cacería se pierden muchas herramientas y armas. El hombre cuya esposa sabe hacerlas, siempre tiene un buen surtido. Y las mujeres están más cerca de la Madre. Algunos hombres creen que las armas hechas por mujeres tienen más suerte. Pero si un hombre tiene mala suerte o carece de habilidad, siempre echará la culpa a quien hizo las armas, especialmente si es una mujer.

–¿Podría yo aprender?

–Cualquiera que sea capaz de hacer herramientas como las que haces tú, aprenderá fácilmente a hacerlas de esta manera.

Él había contestado a su pregunta en un sentido algo distinto del que ella quería. Sabía que era capaz de aprender... lo que pretendía averiguar era si estaba permitido. Pero su respuesta la hizo pararse a pensar.

–No, no creo que sea posible.

–Claro que puedes aprender.

–Ya sé que puedo aprender, Jondalar, pero no es fácil que cualquiera que haga herramientas a la manera del Clan pueda aprender a hacerlas a tu manera. Algunos podrían, creo que Droog podría, pero todo lo que sea nuevo les resulta difícil. Aprenden de sus memorias.

Al principio Jondalar creía que estaba bromeando, pero hablaba en serio. «¿Podría tener razón? Si tuvieran la oportunidad, los cab..., los especialistas del Clan, ¿serían realmente incapaces de aprender, aunque no por falta de voluntad?»

Entonces se le ocurrió que él nunca habría creído que fueran capaces siquiera de hacer herramientas, y de eso hacía poco tiempo. Sin embargo, hacían herramientas, se comunicaban y recogieron a una niña ajena. Había aprendido más cosas de los cabezas chatas en los últimos días que ninguna otra persona, exceptuando a Ayla. Tal vez fuera útil enterarse de algo más acerca de ellos, tal vez. Parecía haber en ellos mucho más de lo que la gente pensaba.

Al pensar en los cabezas chatas recordó de pronto lo sucedido el día anterior y un repentino rubor encendió su rostro. Debido a su concentración en hacer herramientas, se le había olvidado. Había estado mirando a la mujer, pero sin ver realmente sus trenzas doradas brillando bajo el sol, ofreciendo un contraste muy fuerte con el color tostado oscuro de su piel; o sus ojos, de un gris azulado, claros como el color traslúcido del pedernal fino.

«¡Oh, Madre!, ¡cuán bella es!» Cobró conciencia aguda de ella, sentada junto a él, tan cerca que sintió un movimiento intempestivo en sus ijares. No podría haber dejado de notar su repentino cambio de actitud aunque lo hubiera intentado; y definitivamente, no lo intentó.

Ayla, en efecto, se dio cuenta de aquel cambio; la inundó, la pilló por sorpresa. ¿Cómo era posible que unos ojos fueran tan azules? Ni el cielo ni las gencianas que crecían en los prados de la montaña junto a la caverna del Clan eran tan azules, de un matiz tan profundo y vibrante. Podía sentir que... aquella sensación volvía. Su cuerpo se estremecía, anhelaba que él la tocara. Se inclinaba hacia delante, atraída hacia él, y sólo con un supremo esfuerzo de voluntad pudo cerrar los ojos y apartarse.

«¿Por qué me mira así cuando soy... una abominación?, ¿cuando no puede tocarme sin apartarse como si le quemara?» El corazón le latía con fuerza; jadeaba como si hubiera estado corriendo, y trató de calmar su respiración.

Le oyó ponerse en pie, antes de abrir los ojos. El cuero protector había sido retirado violentamente y las hojas tan cuidadosamente talladas estaban esparcidas por el suelo. Ayla vio cómo se alejaba con movimientos rígidos, con los hombros echados hacia delante, hasta que pasó detrás de la muralla. Parecía desdichado, tan desdichado como ella.

Una vez cruzada la muralla, Jondalar echó a correr. Corrió campo traviesa hasta que las piernas le dolieron y los sollozos entrecortaron su respiración; entonces aminoró la marcha y trotó antes de detenerse, jadeante.

«Tonto estúpido, ¿qué necesitas para convencerte? El que sea tan complaciente que te permite recoger junto a ella unas provisiones, no significa que quiera nada contigo... y menos eso. Ayer se sintió lastimada y ofendida porque tú no... Eso fue antes de que lo echaras todo a perder.»

No le gustaba recordarlo. Sabía cómo se había sentido, y lo que ella había visto en él: la repugnancia, el asco. Entonces, ¿qué es lo que ha cambiado? Ella vivió con cabezas chatas, ¿recuerdas? Durante años. Se convirtió en uno de ellos. Y uno de sus machos...

Estaba intentando recordar, a propósito, todo lo que, según los cánones de su forma de vida, era aborrecible, impuro y sucio. ¡Ayla era el compendio de todo ello! Cuando era un muchachito que se escondía en la maleza con otros de su edad, intercambiando las frases más sucias que sabían, una de ellas era «hembra cabeza chata». Cuando fue mayor, no mucho, pero sí lo suficiente para saber lo que significaba «hacer mujeres», esos mismos muchachos se reunían en rincones oscuros de la caverna para hablar en voz baja de las muchachas y divertirse lúbricamente planeando hacerse con una hembra cabeza chata y se asustaban unos a otros con las posibles consecuencias.

Incluso entonces, el concepto que relacionaba un macho cabeza chata y una mujer resultaba inimaginable. Sólo cuando fue un adulto se habló del asunto, pero fuera del alcance de los mayores. Cuando los jóvenes querían ser de nuevo chiquillos que reían tontamente y se contaban las historias más groseras y sucias que podían imaginar, éstas trataban de machos cabeza chata y mujeres, y de lo que le pasaría después al hombre que compartiera Placeres con una mujer de aquéllas, aun sin saberlo, especialmente sin saberlo. Ahí estaba la gracia.

Pero no bromeaban acerca de abominaciones... o de las mujeres que las engendraban. Eran mezclas impuras de espíritus, un mal suelto sobre la Tierra, que hasta la Madre, creadora de toda vida, aborrecía. Y las mujeres que los parían eran intocables.

¿Podría Ayla ser eso? ¿Podría estar profanada? ¿Sucia? ¿Mala? ¿La honrada y sincera Ayla? ¿Con su Don de Curar? Tan juiciosa, temeraria, gentil y bella. ¿Podría una persona tan bella estar mancillada?

«No creo que entendiese siquiera el significado. Pero ¿qué pensaría alguien que no la conociera? ¿Y si la encuentran y ella les dice quiénes la criaron? ¿Si les hablara del... hijo? ¿Qué pensarían Zelandoni o Marthona? Y ella se lo diría, además; les hablaría de su hijo y les haría frente. Creo que Ayla podría enfrentarse a cualquiera, incluso a Zelandoni. Casi podría ser una Zelandoni, con su habilidad para curar y su manera de atraer a los animales.

»Pero si Ayla no es algo malo, entonces todo lo que se dice de los cabezas chatas es mentira. Nadie se lo podrá creer.»

Jondalar no había prestado la menor atención al lugar hacia el que se dirigía y se sobresaltó al sentir un hocico suave en su mano. No había visto a los caballos. Se detuvo para rascar y acariciar al potrillo. Whinney se encaminó poco a poco hacia la caverna, paciendo mientras avanzaba. El potro brincó, adelantándose a su madre, cuando el hombre le dio un golpecito final. Jondalar no tenía prisa por encontrarse de nuevo ante Ayla.

Pero Ayla no estaba en la caverna; había seguido a Jondalar al otro lado de la muralla y le vio correr a lo largo del valle. A veces a ella le entraban ganas de correr, pero se preguntó por qué habría emprendido tan veloz carrera de repente. ¿Sería por ella? Tocó con la mano la tierra caliente sobre el hoyo de asar, y después se dirigió hacia el bloque de roca. Jondalar, abstraído de nuevo en sus pensamientos, se sorprendió al ver a los dos animales junto a ella.

–Lo..., lo siento, Ayla; no debería correr así.

–A veces yo necesito correr. Ayer Whinney corrió por mí. Ella llega más lejos.

–También lo siento mucho.

Ella asintió. Otra vez la cortesía. ¿Qué habría querido decir en realidad? En silencio se recostó contra Whinney, mientras la yegua dejaba caer la cabeza sobre el hombro de la mujer. Jondalar las había visto adoptar esa postura anteriormente, cuando Ayla estaba disgustada. Parecían sentirse mutuamente reconfortadas. A él también le producía satisfacción acariciar al potro.

Pero el caballito era demasiado impaciente para mantenerse tanto rato inactivo, a pesar de lo mucho que le agradaban los mimos. Alzó la cabeza, enderezó la cola y se alejó brincando. Entonces, con otro brinco de cabrito, se dio media vuelta, regresó y dio un topetazo al hombre como pidiéndole que fuera a jugar con él. Ayla y Jondalar soltaron la carcajada, y la tensión se disipó.

–Ibas a ponerle nombre –dijo Ayla. Era una afirmación y no encerraba por su parte el menor propósito de imposición. Si él no le daba nombre al caballo, sin duda lo haría ella.

–No sé qué nombre ponerle. Nunca he tenido que pensar en un nombre antes de ahora.

–Tampoco yo, hasta Whinney.

–¿Y a tu hijo?, ¿tú le pusiste nombre?

–Creb se lo puso. Durc era el nombre de un joven de una leyenda. Era mi predilecta entre todos los cuentos y leyendas. Creb lo sabía. Creo que escogió ese nombre para complacerme.

–No sabía que tu Clan tuviera leyendas. ¿Cómo se cuenta una historia sin palabras?

–Lo mismo que la cuentas con palabras, pero en algunos aspectos es más fácil contar algo por medio de gestos y ademanes.

–Supongo que es así –dijo Jondalar, preguntándose qué clase de historias contarían con semejante sistema. No se podía imaginar que los cabezas chatas fueran capaces de inventar historias.

Ambos estaban mirando al potro que, con la cola al viento y la cabeza hacia delante, disfrutaba de una buena carrera. «¡Qué semental va a ser!», pensaba Jondalar. «¡Qué corredor!»

–¡Corredor! –exclamó–. ¿Qué te parece si le ponemos Corredor? –había empleado la palabra tantas veces refiriéndose al potro que a éste le sentaba como anillo al dedo.

–Me gusta. Es un buen nombre. Pero para que sea suyo, hay que ponérselo oficialmente.

–¿Cómo se pone un nombre oficialmente?

–No estoy segura de que sea una ceremonia apropiada para un caballo, pero yo le puse nombre a Whinney del mismo modo que se pone nombre a los niños del Clan. Te enseñaré cómo hacerlo.

Seguidos por los caballos, Ayla le dirigió a un arroyo de la estepa que había sido lecho de un río, pero que llevaba seco tanto tiempo que estaba en parte relleno. Un lado había sido erosionado y mostraba las capas horizontales de los estratos. Ante el asombro de Jondalar, Ayla aflojó una capa de ocre rojo con un palito y recogió con ambas manos la tierra de un rojo oscuro. De vuelta al río, mezcló la tierra roja con agua hasta formar una pasta lodosa.

–Creb mezclaba el color rojo con grasa de oso cavernario, pero yo no tengo, y de todos modos creo que un lodo simple será mejor para un caballo: se seca y se le cae. Lo que cuenta es ponerle nombre; tendrás que sujetarle la cabeza.

Jondalar hizo unas señas; el potro tenía ganas de retozar, pero comprendió el gesto. Se quedó quieto mientras el hombre le pasaba un brazo alrededor del cuello y se lo rascaba. Ayla ejecutó varios movimientos en el Antiguo Idioma solicitando el favor de los espíritus. No quería que la ceremonia fuera demasiado seria. Todavía no estaba segura de que los espíritus no se ofendieran porque ponía nombre a un caballo, aunque el ponérselo a Whinney no había tenido malas consecuencias. Entonces tomó un puñado de lodo rojo.

–El nombre de este caballo macho es Corredor –dijo, haciendo los gestos mientras hablaba. A continuación untó de tierra roja y mojada la cara del animal, desde el mechón blanco de la frente hasta el extremo de su largo hocico.

Fue todo muy rápido, antes de que el potro pudiera zafarse del abrazo de Jondalar. En cuanto éste lo soltó, se alejó dando pasos cortos, sacudiendo la cabeza y tratando de liberarse de aquella humedad desacostumbrada; después le dio un topetazo a Jondalar y le dejó una raya roja sobre su pecho desnudo.

–Creo que acaba de ponerme nombre a mí –dijo el hombre, sonriente. Luego, haciendo honor a su nombre, Corredor echó a correr por el campo. Jondalar se quitó la mancha rojiza del pecho–. ¿Por qué has empleado esto?, ¿la tierra roja?

–Es especial..., santo... para espíritus –explicó Ayla.

–¿Sagrado? Nosotros decimos sagrado. La sangre de la Madre.

–La sangre, sí. Creb..., el Mog-ur, frotó con un ungüento de tierra roja y grasa de oso cavernario el cuerpo de Iza, después de que su espíritu se fuera. Decía que era la sangre del nacimiento, para que Iza pudiera nacer en el otro mundo –recordarlo todavía le causaba pena.

Jondalar abrió mucho los ojos.

–Los cabezas chatas..., quiero decir, tu Clan ¿utiliza la tierra sagrada para enviar un espíritu al otro mundo? ¿Estás segura?

–Nadie queda debidamente enterrado de no ser así.

–Ayla, nosotros utilizamos la tierra roja. Es la sangre de la Madre. Se pone en el cuerpo y la tumba para que se lleve de regreso el espíritu a Su seno a fin de nacer de nuevo –una expresión de dolor cruzó por su rostro–. Thonolan no tuvo tierra roja.

–No tenía para él, Jondalar, y no contaba con el tiempo necesario para conseguirla. Tenía que traerte aquí, pues de lo contrario habría hecho falta una segunda tumba. Les pedí a mi tótem y al espíritu de Ursus, el Gran Oso Cavernario, que le ayudaran a encontrar su camino.

–¿Lo enterraste? ¿Su cuerpo no quedó para los depredadores?

–Puse su cadáver junto a la muralla y desprendí una roca para que la grava y las piedras lo cubrieran. Pero no tenía tierra roja.

Para Jondalar, lo más difícil era la idea de los entierros de los cabezas chatas. Los animales no enterraban a sus muertos. Sólo los humanos se preocupaban en pensar de dónde procedían y adónde irían después de morir. ¿Podrían los espíritus del Clan guiar a Thonolan en su camino?

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