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Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, Infantil juvenil

El vampiro de las nieblas (31 page)

BOOK: El vampiro de las nieblas
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Sasha no podía apartar la mirada de puro aturdimiento. Por fin, cruzó las frías manos sobre el pecho hundido del cadáver y le cerró los párpados. Comenzó a llorar sin darse cuenta; Martyn había sido su única familia durante casi quince años. Ludmilla y su marido Nikolai trataban a los dos clérigos con amabilidad, pero el joven medio gitano sabía dónde estaban las preferencias de su corazón: en Martyn y el Señor de la Mañana. Ahora comenzaba a tener dudas.

Katya se arrodilló a su lado discretamente y le pasó un brazo consolador por los hombros; con la misma ternura, el joven se deshizo del brazo.

—Enseguida me repongo —le dijo mientras le acariciaba las mejillas con cariño—. Voy a enterrar a Martyn ahora mismo. ¿Te importa dejarme a solas un momento? Necesito estar solo con mi dios y hacerle muchas preguntas.

Jander bajó otra vez a las mazmorras porque no se fiaba de los inconscientes zombis y esqueletos ni de las vampiras, que seguramente no enviarían la comida apropiada a la última prisionera. Giró la llave de la cerradura, que colgaba por la parte de fuera, y la puerta de hierro se abrió con un ruido. La pequeña lo miró con grandes ojos.

—Toma —le dijo, mientras le dejaba en el suelo un plato con alimentos—. Come.

La niña observó el plato, arrugó la nariz y volvió a mirar a Jander. El elfo se dio la vuelta dispuesto a marcharse, pero la prisionera lo sujetó por los pantalones para llamarle la atención. Jander se arrodilló para ponerse a la altura de su seria carita y localizó los pinchazos rojos e inflamados en el cuello. Él había aprendido a chupar la sangre con delicadeza, sin dejar rastro apenas si lo deseaba, y le había enseñado la técnica a Strahd. Sin embargo, las vampiras que el conde creaba practicaban puras sangrías bestiales; para el conde no eran más que objetos de usar y tirar, e incluso a Jander le importaba poco su desaparición cuando el señor decidía que ya no las necesitaba más. Las esclavas eran crueles, y esa tierna criatura no resistiría un segundo asalto.

Sin saber por qué, y molesto consigo mismo por su debilidad, dijo:

—¿Quieres irte a casa, señorita?

—Sí, por favor —repuso la pequeña con dulce y trémula voz.

La acción que iba a emprender rayaba en la temeridad, pero ya llevaba demasiados años sentado sin hacer nada. ¿Qué podía significar una sola criatura para Strahd? Sin decir nada más, la cogió en brazos y ella se agarró con fuerza a su cuello dorado y apoyó la cabeza en el hombro con tanta naturalidad como si Jander fuera su niñera. Minutos más tarde, dormía profundamente.

Se acercó al vestíbulo de la entrada con sumo cuidado, atento a cualquier sonido que delatara la presencia de otro vampiro. Encontró varios esqueletos pero, al parecer, todas las esclavas habían salido a cazar esa noche, y también Strahd. En realidad, hacía un tiempo que el conde se dedicaba a salir casi todas las noches sin invitarlos a Trina ni a él ni dar explicaciones de lo que se traía entre manos.

De todas formas, si alguna esclava decía algo de la niña, él siempre podría alegar que la había sacado de allí para comer en otra parte. La noche fría lo acogió al salir al patio, y cerró los ojos aliviado.

Un ladrido repentino lo asustó y se volvió a mirar. Uno de los lobos que vivían en el castillo de Ravenloft estaba sentado cerca de él y golpeaba el suelo con la cola. Jander vaciló, pues hacía tiempo que Strahd dominaba a las bestias totalmente. No obstante, cuando se acercó a su mente para probar, no sintió hostilidad sino deseo de compañía.
Está bien, pequeña; vamos a dar un paseo
, le dijo.

Jander corría velozmente a pesar de la carga que llevaba; la loba resollaba de cansancio y, aun así, cuando llegaron al pueblo sólo faltaba una hora para el amanecer. Pararon al principio del puente. El Ivlis, revuelto y crecido a causa de las últimas tormentas, bajaba torrencial; no sería agradable caer al cauce. Se quedó mirándolo, y recordó que veinticinco años antes no había podido cruzarlo por sus propios medios y Petya había tenido que llevarlo a cuestas; desde entonces, Strahd y él alcanzaban el pueblo directamente en forma de lobos o murciélagos, o bien lo pasaban en carroza.

Sus facultades habían cambiado desde la llegada a Barovia; la tierra lo había privado cruelmente del contacto con la naturaleza al dotarlo de una energía letal para las plantas, aunque, por otra parte, en Barovia necesitaba menos horas de sueño que en Faerun y sus manos tenían mucha más fuerza. Se preguntó qué sucedería si intentaba cruzar el puente y, antes de completar el pensamiento, se encontraba ya a medio camino, con la niña aún plácidamente dormida entre sus brazos. A medida que se acercaba al otro extremo, una emoción incontenible se iba apoderando de él y, cuando por fin pisó tierra firme, tuvo que hacer un esfuerzo para no empezar a saltar de alegría. ¿Qué otras cosas podría hacer que le habían estado prohibidas durante siglos? ¿Llevar símbolos sagrados? ¿Mirarse en el espejo? ¿Contemplar la luz del sol?

Un grave aullido de su acompañante interrumpió sus pensamientos; el animal se puso tenso, con las orejas proyectadas hacia adelante y las narices dilatadas. Lanzó un bufido y, dándose media vuelta, se internó en la espesura, de vuelta al castillo. Jander atisbo en la dirección que la loba había señalado y los rayos infrarrojos de su visión detectaron una forma grande y cálida un poco más adelante. Reajustó un poco la pesada carga y se encaminó hacia allí en silencio absoluto.

Enseguida reconoció al joven sacerdote Sasha e imaginó lo que estaba haciendo. No iba vestido como de costumbre, con su hábito rosa y dorado, sino que llevaba ropa negra. Tenía una capucha negra atada al cuello, y estaba pálido y demacrado; a la espalda llevaba un saco ensangrentado.

—Bien una vez más, Sasha Petrovich —lo saludó en la forma tradicional de Faerun; tenía un tono divertido en la voz—. De modo que eres tú quien se dedica a matar no-muertos; tenía mis sospechas.

Sasha se sobresaltó violentamente y dio media vuelta con un medallón medio oculto en la mano. Al reconocer a su interlocutor se calmó un poco, pero cuando distinguió lo que llevaba en brazos se quedó horrorizado.

—Déjala en el suelo ahora mismo —le ordenó.

—Se haría daño si te obedeciera —respondió con una sonrisa carente de humor—. Pero no es lo que te parece. La he sacado de…, de donde la encontré y la devuelvo al pueblo. —Sasha lo miró con incredulidad—. ¡Por las trenzas de Sune, chico! ¿Crees que te saludaría si estuviera merendándome a la niña?

Sasha no respondió al comentario; dejó caer el saco y se acercó al elfo con los brazos extendidos.

—Dámela.

—Todavía no confías en mí —replicó sin hacer el menor movimiento.

—¡Eres un
vampiro
! ¿Cómo voy a confiar en ti?

—¿Te parecería más digno de confianza si me negara a entregártela?

—¿Qué es lo que quieres, Nosferatu? —inquirió el joven, temblando de rabia.

—Vives en la iglesia, el único lugar del pueblo donde se conservan registros y libros. Estoy buscando a una mujer llamada Anna, que nació hacia el año 333 del calendario baroviano. Si encuentras alguna referencia, házmelo saber.

—¿Para qué quieres saberlo?

—No hay motivos perversos, te lo aseguro —respondió exasperado—. No te fías de nadie, Sasha, ni tienes sentido del humor. ¿Qué se hizo del niño que contaba historias de fantasmas?

—Ese niño —contestó, cada vez más impaciente—, murió aquella noche con toda su familia. Ya no me quedan apenas razones para reír.

Jander tuvo una reacción brusca que tomó a ambos por sorpresa; sus cejas doradas se unieron en un gesto terrible.

—¿No te quedan razones para reír? ¡Estás vivo, eres joven, no necesitas vivir a costa de inocentes! —Le tendió la niña con tal vehemencia que la pequeña se despertó—. Disfrutas del sol, del amor de una mujer, de tus congéneres humanos… ¡Dioses! ¡Si yo fuera tú, descendiente de Petya, daría gracias de rodillas todos los días y reiría a cada minuto!

La pequeña empezó a llorar. Sasha la cogió en brazos y la meció con cariño. En cuanto el joven se hizo cargo de ella, el elfo se transformó en lobo y desapareció, con las orejas aplastadas y la cola erizada.

Sasha se quedó muy sorprendido por la reacción del elfo, aunque reconocía que tenía razón. Él daba por sentadas muchas cosas, y era vergonzoso que un ser no-muerto se las tuviera que señalar.

—¿Dónde está el hombre de oro? —preguntó la niña.

—Ya estás a salvo, pequeña. Voy a llevarte a casa.

—¡Quiero ir con el hombre de oro! ¡Bájame, bájame!

—Te bajaré en cuanto lleguemos al pueblo, ¿de acuerdo?

Sasha no escuchaba las protestas de la niña, sino que meditaba sobre el peculiar vampiro élfico. Había cubierto ya la mitad del camino cuando oyó un gemido grave y profundo, acompañado de una risa gangosa. Durante un momento, se sonrojó cohibido pensando que había tropezado con una pareja de amantes, pero enseguida se dio cuenta de que el gemido no tenía nada de placentero y que la risa rebosaba crueldad. Dejó la carga en el suelo inmediatamente.

—¿Qué haces ahora? —inquirió la niña.

Sasha se quitó el medallón de Lathander y se lo puso a la pequeña alrededor del cuello; después sacó un trozo de cuerda.

—Vuelvo ahora mismo, bonita, y te voy a dejar aquí atada para que no te pierdas en medio del bosque, ¿de acuerdo?

—¡No! —exclamó, con un mohín en la rosada boquita.

—Se trata de un juego —susurró Sasha, temeroso de que los oyeran—. Se llama «el juego del silencio», y quien se quede más callado gana las manzanas azucaradas.

La niña estaba muy animada cuando terminó de sujetarla al árbol, y se llevó un dedo a los labios. Sasha respondió con el mismo gesto, y estrechó los ojos en busca de la fuente de los gemidos.

Una mujer muy bella estaba agachada sobre otra más joven; tenía los labios pegados a la garganta de su presa y chupaba con fuerza. Un hilo carmesí se escapaba de su boca hambrienta y caía hasta empapar la ropa de la víctima. Al lado de la vampira había un lobo gris y marrón con los ojos semicerrados y la lengua fuera. Por fortuna, Sasha estaba colocado en contra del viento y ninguna de las criaturas lo oyó llegar.

Se llenó de ira por dentro. ¡Dioses, cuánto odiaba a aquellos monstruos! También el miedo, como siempre, lo acosaba, pero se sobrepuso. Con movimientos expertos, sacó el frasco de agua bendita y lo tiró a la cabeza de la vampira. El recipiente se rompió y el líquido se derramó sobre la cara de la muerta viviente, le quemó la piel y le cegó la vista. La vampira dejó escapar un aullido ultraterrenal.

El lobo se puso en guardia encolerizado y gruñó amenazadoramente.

—¡Demonio de la oscuridad! —gritó Sasha, conmoviendo la noche—. ¡En el nombre de Lathander, Señor de la Mañana, te ordeno que te alejes de este lugar!

Blandió ante sí un redondel rosado de madera con una determinación que avejentaba sus juveniles facciones.

La vampira siseaba; toda la belleza de sus rasgos se había desvanecido y su rostro parecía una máscara retorcida y sangrienta de carne abrasada. Se encogió con un aullido y desapareció. El lobo que la acompañaba dio una dentellada al aire y se esfumó también en la noche. Sasha rezó una plegaria de agradecimiento a Lathander mientras se apresuraba a atender a la víctima caída.

La joven respiraba con dificultad, pero aún estaba viva. Con una velocidad adquirida a fuerza de práctica, limpió la herida con agua bendita, la presionó ligeramente para que dejara de sangrar y se la vendó. Una vez fuera de peligro, rogaría a Lathander por su restablecimiento; de momento, sin embargo, no quería perder tiempo, de modo que tapó a la desgraciada mujer con la capa y se fue a buscar a la niña.

—No he dicho ni una palabra —susurró la pequeña mientras la desataba.

—Ya lo sé, bonita —musitó Sasha—. Lo has hecho muy bien.

Volvieron junto a la mujer, que ya trataba de sentarse. Al percibir que alguien se acercaba, la joven se llevó la mano a la bota para sacar el puñal, pero los dedos no le respondieron.

—Tranquila, tranquila —la calmó Sasha—; la debilidad te va a durar unas cuantas horas.

Ella lo miró fijamente y el sacerdote se dio cuenta horrorizado de que no se había tapado con la capucha. ¿Sabría aquella mujer que él era cazador de vampiros? ¿Lo había visto atacar a la muerta viviente? La imagen de clérigo tímido que tanto le había costado hacerse quedaría destrozada a menos que la convenciera de guardarle el secreto.

—¿Qu… qué ha ocurrido? —balbuceó la joven.

—Te atacó un vampiro.

—Eres el sacerdote.

—Sí, cierto.

—Entonces, ¿lo has espantado tú?

—Bueno… —vaciló.

—Puedo ayudarte. —La joven estaba débil pero el ofrecimiento era totalmente serio. Parpadeó mareada, bajo los efectos del susto todavía, supuso Sasha—. Me llamo Leisl —siguió, con menos voz cada vez—, y puedo ayudarte. No me dan miedo esas… cosas y no soporto los peligros que acechan a los ladrones honrados durante la noche. —La mirada se le desenfocaba a medida que hablaba—. No puedes seguir haciendo esto tú solo, lo sabes. ¿Qué pasaría si te… hirieran…?

Agotada por el esfuerzo y la pérdida de sangre, Leisl perdió el conocimiento, y Sasha tuvo el tiempo justo para impedir que cayera al suelo.

DIECIOCHO

Un rayo templaba el rostro de Leisl y le hizo guiñar los ojos aún cargados de sueño. Por fin ajustó la vista y estudió el cuarto donde se hallaba.

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