Read El viaje de Marcos Online

Authors: Oscar Hernández

Tags: #Drama, #Romántico

El viaje de Marcos (22 page)

BOOK: El viaje de Marcos
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—Vamos, Marcos, se hace tarde —apuntó Max encendiendo el motor.

—Adiós —dije montando en el coche. Abrí la ventanilla—. ¡Os quiero!

El seiscientos rugió y se alejó de la casa de mi abuela calle abajo. Cuando la perdí de vista, miré hacia delante y me sequé las lágrimas con el dorso de la mano. Max me observaba mirándome de soslayo, pero no dijo nada. Puso música y aceleró. Enseguida dejamos atrás Molinosviejos y nos internamos en la carretera en la que Max nos había recogido a Gus y a mí el día que llegamos al pueblo. Qué lejano quedaba ese día en el tiempo y qué cercano en la memoria. Hasta me pareció ver a Gus sentado en el asiento de atrás… Miré el campo. Hermoso, dorado, tan cómplice de nuestras vidas…

Elena me contaría años después que en cuanto Max y yo nos fuimos, ella salió a toda velocidad hacia el molino. En camisón, despeinada, tal y como estaba, montó en la bici y pedaleó hasta el molino donde dormía Alejandro.

—¡¡Álex!! ¡¡Álex, abre la puerta!! —gritaba mi prima mientras aparcaba junto a la puerta.

Álex se vio, súbitamente, sustraído de sus sueños. «¡¡
Abre la puerta, Álex, abre
!!» debió de oírle gritar a mi prima, que sin saberlo lo estaba rescatando por última vez.

Álex saltó de la cama tirando el cuaderno al suelo. Medio dormido bajó las escaleras y abrió la puerta. Ante él apareció Elena, en camisón y muy alterada.

—Marcos se ha ido. Ha ido a Ciudad Real para coger el tren de las nueve. Tienes que detenerlo, Álex.

Alejandro tardó unos momentos en asimilar lo que mi prima le estaba diciendo. Entonces recordó que yo había dormido con él. ¡Y ya no estaba! Como un rayo subió a la entreplanta. Vio el cuaderno en el suelo y lo recogió. Buscó la última página y encontró mi carta de despedida.

Se llevó una mano al pecho. Pareció sentir un ahogo y perdió fuerzas. Elena lo alcanzó y lo abrazó por la espalda. Le hubiera gustado consolarlo, acariciarlo y besarlo, ¡lo amaba! Y sabía que él me quería a mí. Aún y todo, corrió en busca de Álex, deseando de corazón que me alcanzara y que no me permitiese huir.

—Todavía puedes alcanzarlo. El tren parte a las nueve. Puedes alcanzarlo, Álex.

Eran las ocho y veinte. Molinosviejos está a unos cuarenta kilómetros de Ciudad Real. Cuarenta por la carretera general. Si Álex iba en línea recta, cogiendo los atajos, caminos comarcales y caminos de cabras, la distancia se reducía a unos veintidós, o veintitrés kilómetros. Podía llegar. Nosotros teníamos que dar todo el rodeo. Podía llegar.

Álex la besó antes de partir, como muestra de agradecimiento y de afecto, sabía el sacrificio que aquello significaba para ella, conocía sus sentimientos y la respetaba por ello.

Elena observó, con lágrimas en los ojos, cómo su amor se alejaba a toda velocidad entre los trigales dorados. No lloraba porque fuera en mi busca, sino porque uno de sus sueños más frecuentes con Álex consistía precisamente en esa misma escena; sólo que al revés: ella lo aguardaba en el molino y él, atravesando los campos, la abrazaba y la llevaba en brazos al interior del molino…

Llegamos a la estación a las nueve menos veinte. Saqué el billete y Max me acompañó hasta mi vagón.

—Bueno, Marcos. No sé qué decirte —sonreí, cabizbajo—, supongo que buen viaje.

—Max, gracias por todo.

—Marcos, eres mi amigo, y con eso basta, no tienes que agradecerme nada. —Max se acercó y me dijo en voz baja—: Marcos, te prometo que haré todo lo que pueda para encerrar a esos cabrones y para que el mundo conozca su existencia.

—Gracias, Max, pero sabes que eso será casi imposible. El mismísimo caudillo los protege, ¿no?

Max me miró impotente. Me ofreció su mano. Yo la tomé, pero un impulso me hizo abrazarlo. Después, emocionado, se marchó. Subí al tren. Aún había muchos asientos vacíos. Me senté junto a la ventana. Siempre me ha gustado ver el paisaje, ayuda a olvidar…

A las nueve y cinco todavía estábamos en la estación. El vagón estaba ya repleto y el revisor, nervioso por el retraso, corrió hasta una de las escalerillas, se encaramó y gritó tras sonar un silbato:

—¡Todos al tren!

La salida era inminente. La locomotora rugió y las ruedas chirriaron sobre los raíles. Nos pusimos en marcha. Lentamente, como despertando de un sueño, el tren empezó a deslizarse sobre las vías.

—¡¡Maaarcooos!! —gritó una voz en el andén. Una voz ahogada, al borde de la extenuación.

Abrí la ventana y me asomé. ¡Era Álex! Cuando me vio, corrió hacia mi ventana. Su rostro denotaba una fatiga impresionante, pero sonreía.

—¡No me dejes!

—¡Álex! —No sabía qué decir. Me había resultado fácil justificarme ante la abuela o Elena, pero confiaba en no tenerlo que hacer ante él. «¡Maldito cobarde!», pensé odiándome—. Es la única solución…

—¡Te quiero!

—Yo también a ti, como a nadie en el mundo —todo mi ser temblaba, me estaba muriendo por dentro.

Álex corría paralelo al tren, que poco a poco ganaba velocidad. Extendió su mano hacia mí. Saqué el brazo por la ventana y lo alcancé, le tomé la mano. Una batalla se fraguaba en mi interior. Un torrente desbordaba mi alma, la parte de mi alma que no había muerto. Su tacto, su mirada suplicante, su voz desgarrada…

—¡¿Recuerdas la canción?! ¡Cántala conmigo! ¡Nuestra canción! —me suplicó llorando cuando ya sólo nos rozábamos las yemas de los dedos.

Me sentí morir. El andén se acababa. El tren aceleraba, tenía que tomar una decisión, ¡tenía que decirle algo!

—Álex, la he olvidado…

VIII

Sentí cómo la inercia se apoderaba de mi cuerpo. El tren no iba rápido, pero el armónico traqueteo del camino había entrado en mí convirtiéndome en una más de las piezas del vagón. Vibraba con él y traqueteaba con él. Ya, después de tantas horas, formaba parte de él. Aquellos vagones se habían impregnado de mis recuerdos, de mis emociones y de mis miedos. Y yo empezaba a sentir la seguridad de sus paredes de metal.

Por fin se detuvo y una expiración metálica anunció el final de mi trayecto. Recogí mis cosas y descendí. El tren se marchó alejándose por su metálica senda, y yo me quedé solo. Y sentí la desnudez al ver alejarse el convoy con el que había compartido mis recuerdos…

El andén estaba desierto, para mi sorpresa. Busqué con la mirada a Elena, pero no estaba. Pensé que como ya era bastante tarde, no habría venido. O que quizá el tren, entretenido con mi historia, se habría retrasado. Esperé unos minutos y cuando el hambre rugió de nuevo en mi estómago, abandoné la estación. Todo aquello era nuevo para mí. El pueblo había crecido mucho en los veinticinco años que habían transcurrido desde la última vez que estuve allí. Caminé por aquellas desconocidas calles hasta que vi algo que me resultó familiar: la calle Primo de Rivera. Aunque ya no se llamaba así. El mundo había cambiado y ahora la calle se llamaba Fantasía. Era raro, pero bonito.

Avancé calle abajo. Allá estaba el
Don Quijote
. Estaba totalmente transformado. Manolo había desaparecido y en su lugar una jovencita en
top
servía combinados. Y el rústico cartel de madera había dado paso a un neón azul y rojo que formaba la silueta del hidalgo manchego. Seguí adelante y enseguida encontré la plaza. Todo era nuevo, todo diferente.

Algo me hizo mirar hacia allí. Una sombra se detuvo al otro lado de la plaza. Estaba fuera del alcance de las farolas, y no era más que una silueta. Pero me era familiar. Estaba seguro.

Me pareció que sonreía. Perecía tener una melenita hasta los hombros; saludó con una mano. Avanzó unos metros hasta hacerse visible.

¡Era él! ¡Álex! Tan guapo como antes. Parecía que el tiempo no hubiera pasado para él. Estaba exactamente igual que la última vez que lo vi, en 1970…

Sentí como si una inercia se apoderase de mí. Una fuerza que tiraba de mí hacia delante. Corrí hacia él. Abrió sus brazos. La fuerza aumentaba, casi me arrastraba, ya estaba frente a mí…

—¡Álex, Álex…!

Caí de bruces al suelo de mi compartimento en el vagón del tren que, ahora sí, llegaba a Molinosviejos. Me incorporé aturdido. Era de noche y me vi reflejado en el cristal de la ventana. Sonreí ante mi reflejo, me parecía ridículo. Me puse la americana, recogí la maleta y bajé del tren. En la vida real, el tren no me parecía tan entrañable como en mis sueños. Se alejó estruendosamente y allá dejó a sus pasajeros, sin decir siquiera adiós, sin importarle si habíamos llorado o reído en su interior, sin pegársele ni un poco del calor de nuestros corazones.

No había mucha gente en la estación: un par de familias que se reunían, viajeros solitarios, alguna pareja de ancianos que regresaba de Ciudad Real de hacer compras…

—¡Marcos! —exclamó una voz que reconocí al instante, me volví y la estreché entre mis brazos.

—Elena, cariño. Me alegro de verte.

—¿Cómo estás? ¿Qué tal el viaje?

—Bien, bien. Demasiados recuerdos, quizá. Pero bien. He llegado, ¿no?

Elena me miró comprensiva. Sonrió y me dio otro abrazo.

—No has cambiado nada, primo —me dijo tras observarme de arriba a abajo durante un instante.

—No, qué va. Las arrugas y las canas empiezan a ganar terreno, y he engordado unos kilos desde entonces.

—Tonterías, estás muy guapo, y de peso estás genial. Lo que pasa es que por aquel entonces estabas en los huesos, Marcos —me dijo halagándome, con una sincera sonrisa y un brillo en sus ojos que me decía que realmente se alegraba de verme, que no me odiaba por todo lo que ocurrió.

—Tú también estás muy guapa, Elena. Conservas la misma dulzura en la mirada que tanto nos gustaba… —La melancolía me inundó de nuevo.

—Vamos —dijo Elena pasándome un brazo sobre los hombros—, la abuela está impaciente por verte.

Junto a la acera, nos esperaba un coche que reconocí al instante.

—¡El
Peacemovil
! —exclamé al ver el viejo seiscientos de Max—. ¿Cómo es posible?

—Max lo limpia y revisa a diario. Incluso le ha puesto un motor nuevo. Lo mima más que a mí.

—Increíble. Por lo menos tiene treinta años.

—Sí. Le tiene mucho cariño. Llevo tiempo diciéndole que tenemos que comprar otro, pero Max dice que lo enterrarán dentro de su seiscientos.

Montamos en el viejo coche. Elena arrancó y el rugido del motor confirmó sus palabras. Aquel coche era eterno.

—Desde luego, suena como nuevo.

—Si funcionar, funciona. Y corre como un demonio. Pero ya casi no cabemos. Y cuando llegue Agustín habrá que comprar una furgoneta —dijo tocándose el vientre.

—¿Estás…?

—Sí, el cuarto ya.

—¿No es un poco tarde para tener otro hijo?

—¡Eeehh! Que Max también me pone a punto de vez en cuando —reímos abiertamente, como si nos vié-semos a diario, y hacía años que no la veía, pero entre nosotros, pese a todo lo ocurrido, seguía habiendo confianza—. No, es cierto. Estoy mayor para otro embarazo. Pero ocurrió. Y los médicos me han dicho que estoy muy sana, como si tuviera treinta y cinco.

Elena metió la marcha y nos pusimos rumbo a casa.

—¿Agustín? —sonreí mirando en lontananza—. Gracias.

—O Agustina, si es niña. Era algo que deseaba desde hace tiempo. Pero primero fue Juan, aunque lo llamamos John —la miré de soslayo—, por Lennon, vaya; cosas de Max —sonreímos—. Luego Pedro, por mi padre, Palmira y ahora, ya se lo he dicho a Max y a los chicos, será Agustín.

—O Agustina.

—Exacto. Están muy ilusionados. Imagínate, se va a llevar doce años con Palmira. Va a ser un juguete para todos.

—Enhorabuena.

El
Peacemovil
enfilaba ya la calle Fantasía. ¡Era real! Tuve que mirar dos veces el cartel para cerciorarme de que no era una ilusión óptica. Allí estaba el moderno
Don Quijote
con sus luces de neón y su camarera destapada. Servía cervezas y combinados a jovencitos que bailaban
bacalao
como poseídos por un espíritu enloquecido.

Bajamos hasta la plaza. Estaba totalmente renovada. Era peatonal, aunque se permitía el paso de vehículos por un costado para llegar al otro lado del pueblo. La vieja taberna había desaparecido. Ahora era otro estruendoso
pub
; y la tienda de Rosa se había transformado en una enorme heladería. La gente, forasteros de vacaciones, hijos y nietos de ancianos rurales, se divertían al son de los nuevos ritmos de las listas de éxitos. Debían de ser cerca de las doce de la noche. Y el mundo seguía girando igual que lo hacía veinticinco años atrás.

¿Por qué me marché? Me lo había preguntado un millón de veces, quizá más. Miedo a morir, miedo a que lo mataran, miedo a la sociedad, a que se nos echase encima y nos devorase… No sé, me fui. Y ¿por qué no regresé? Esta pregunta me atormentaba aún más. Ardía en deseos de volver. De volver y amarlo. Verlo de rodillas al final del andén, con el rostro entre sus manos, llorando, pidiéndome que no me fuera, rogándome que no lo dejara, era una imagen con la que aún me despertaba por las noches.

Quise volver pero no pude, no quise, o me dejé llevar por la corriente. Mis padres regresaron a los diez días, junto con el cuerpo de Gus. Lo enterramos en el panteón familiar. Y se acabó. Todas las declaraciones e interrogatorios se pusieron en manos de los abogados de mi padre y yo no tuve que intervenir, ni viajar, solamente firmar una declaración en los juzgados de mi ciudad. Al fin y al cabo, oculto el verdadero motivo del asesinato de Gus, yo no tenía nada que ver. Todos vieron a Gus defender a Álex el día del linchamiento en la plaza, David nos odiaba por eso, y ese fue el móvil. Los atraparon. David Cortés y sus colegas, los indignos «Hijos del General» fueron detenidos en una vieja casucha, a las afueras del pueblo de al lado. En la detención, como se resistieron, hubo disparos, y murió un chico. No sentí pena al enterarme, aunque con el tiempo comprendí que alegrarme de sus males no me devolvería a Gus. No merecía la pena vivir alimentándose de rencor.

Para mi sorpresa, cuando David se enteró de que al que había matado era a Gus en vez de a mí, no dijo nada. Es más. En el juicio, confesó que nos odiaba a los dos por haber defendido a un tipo al que estaba dando una lección. A David también le convenía ocultar los verdaderos motivos del crimen, así que no nos delató. La condena para todo el grupo fue de veinte años de prisión a cada uno. Sus abogados, financiados por el dinero de los fondos reservados del Estado al que, al fin y al cabo, servían, trataron de exculparlos argumentando trastornos mentales transitorios. Sin embargo, pese a la confianza de David en que las altas jerarquías influyesen en los jueces, por lo visto el
general
al que servían se desentendió de la suerte de sus
hijos
para que nadie se enterara de la existencia de estos grupos de matones a sueldo. De esta manera, los jóvenes fueron encarcelados como delincuentes comunes. Instaurada ya la democracia, David y su banda continuaron entre rejas cumpliendo la condena por asesinato. Supe, algún tiempo después, que David tuvo problemas en prisión y que perdió la oportunidad de salir bajo fianza, pero, al final, deseando retomar el curso de mi vida, perdí todo contacto.

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