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Authors: Oscar Hernández

Tags: #Drama, #Romántico

El viaje de Marcos (5 page)

BOOK: El viaje de Marcos
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El recinto era enorme: un triángulo gigantesco de unos 20.000 metros cuadrados. Había tres piscinas. Una olímpica de cincuenta metros de largo y de cuatro de profundidad; una mediana de 20 metros de largo; y una pequeña, redonda, donde apenas nos cubría por las rodillas, para los más pequeños. Había un par de chiringuitos de refrescos y bocadillos, y un edificio con los vestuarios y las duchas. El resto del recinto estaba cubierto por una hermosísima alfombra de césped. El recinto se delimitaba con verjas verdes a través de las cuales se veía la llanura amarilla y algunos molinos posados en lo alto de las lomas circundantes.

Había también sombrillas de paja repartidas por el césped bajo las cuales se amontonaban quienes no se atrevían a exponerse a los rayos del sol.

Tuvimos que avanzar saltando a la gente que, tumbada en toallas, tumbonas o sobre la hierba, dormitaba mientras su piel empezaba a adquirir peligrosos tonos rojizos. Niños, jóvenes, mujeres, hombres y ancianos de toda clase y condición, adornaban el amplio jardín como extrañas flores surgidas de la civilización.

Las piscinas estaban llenas de gente que chapoteaba y jugaba con balones inflables, flotadores y otros artilugios de plástico. En la más pequeña, las abuelas jugaban con los infantes que inocentemente les salpicaban en los ojos.

La mayoría protegía su cabeza con un sombrero de tela como los que usan los pescadores, que les daba un aspecto rural increíble. Bañadores negros y de lunares cubrían las carnes que se desbordaban a su antojo, libres de fajas y sujeciones varias aliadas a la estética.

Las madres de las criaturas vigilaban desde la hierba, con la cara blanca, cubierta de crema protectora, y con la mano en la frente, a modo de visera, para que el Sol no las despistara.

La piscina mediana era la más heterogénea: niños más valientes, madres y padres, chicos y chicas, y gente mayor que también jugueteaba e intentaba hacer unos largos. La olímpica era la que menos clientela albergaba. Allí sólo iban los verdaderos deportistas que se tiraban todo el día surcándola de un extremo al otro sin parar.

Había un hombre gordo, en bañador, chaqueta de chándal roja, visera y un silbato colgado del cuello, que paseaba con las manos a la espalda constantemente por todo el recinto, pero sobre todo por el borde de las piscinas. De vez en cuando llamaba la atención a algún crío, o a alguno no tan crío que pretendía coger los salvavidas que colgaban de la verja para usos no tan nobles.

—Es el señor Rioja —explicó Álex—. Vigila para que nadie se ahogue y para que todo esté en orden. Aunque a estas alturas del verano ya pasa de todo.

No daba esa impresión; desde luego parecía muy responsable. «Se debe de estar achicharrando con esa chaqueta», pensé mirándolo bien.

Una mano nos saludaba al fondo, bajo una sombrilla, entre un cúmulo de cuerpos embadurnados de crema y retostados. Era la abuela Palmira.

—Yo me voy para allá —dijo Alejandro señalando el chiringuito de los refrescos—. Los chicos se suelen poner por esa zona.

—Entonces nos vemos luego, ¿vale? —le dije deseando volver a hablar con él.

—¡Claro! En la piscina, o por aquí. Seguro, nos vemos.

Y salió corriendo hacia el bar. Me imaginé que era de los que hacían largos en la olímpica. Su cuerpo era el de un atleta.

De repente sentimos, como si nos ametrallasen, frío.

—¡Hola! Por fin aparecéis, dormilones —dijo mi prima desde el borde de la piscina, con una sonrisa adornando sus delicados rasgos. Volvió a tirarnos agua.

—Ahora verás. Ya puedes ir corriendo si sabes lo que te conviene —le amenazó Gus corriendo hacia donde esperaba la abuela.

—No me das ningún miedo,
Agustontín
—se burló Elena.

Sin poder contener la risa, salí detrás de mi hermano. Dejamos las cosas donde la abuela y extendimos las toallas como pudimos, haciéndonos un par de huecos y pidiendo permiso y perdón a varias mujeres que no nos acogieron precisamente con una sonrisa.

Le dijimos a la abuela lo del dinero de la entrada, y entonces cayó en la cuenta de que no nos había dicho nada. Se inquietó al pensar que nos habíamos colado pero enseguida la tranquilizamos cuando le contamos que Álex nos había ayudado. Nos dejó bien claro que le devolviéramos el dinero cuanto antes, porque nada era más mezquino en la vida que no pagar una deuda o no cumplir una promesa.

La abuela nos miraba desde detrás de unas impresionantes gafas de sol verde botella que, abarcándole media cara, le hacían parecer una mosca. Deseando estrenar las piscinas, cortamos la conversación y salimos corriendo hacia el agua.

Estuvimos jugando con Elena, haciéndonos aguadillas, buceando y construyendo torres humanas. Salpicamos a la gente y el señor Rioja nos riñó, aunque a mí me pareció muy buena persona; sin embargo me recordó a nuestro padre, siempre tan recto y tan tradicional, incapaz de comprender las inquietudes de sus jóvenes y desorientados hijos, sobre todo las mías.

Alguien me dio un par de palmadas en la espalda haciéndome saltar de la silla a causa del picor que me provocó el exceso de sol. Un grito me salió del alma antes de mirar atrás. Era Max. Al principio no lo reconocí, con el pelo mojado, en bañador y sin gafas de sol, pero su voz chillona lo delató. Charlamos un rato. Nos invitó a salir por la noche. Esta vez le dije que sí. Me apetecía ver el ambiente que se respiraba en la noche de Molinosviejos, y sabía que a Gus también. Nuestros padres no nos habían permitido salir por la noche hasta que cumplimos dieciocho años; y ahora queríamos aprovechar al máximo.

—Oye Max, ¿sabes dónde está Alejandro? —le pregunté tras otear la zona por donde me dijo que estaría sin que lo viera.

—¿El molinero?

—¿Es molinero?

—Sí, tiene un molino a las afueras del pueblo.

—Ah, no lo sabía. Bueno, sí, ese.

—Ya se ha ido, nunca está más de un par de horas.

Enseguida regresé con los míos, tras prometerle tres veces a Max que saldríamos esa noche.

Cuando el calor remitió y la oscuridad empezó a conquistar La Mancha, la abuela levantó el campamento. No era conveniente recorrer la distancia que nos separaba del pueblo a oscuras.

A medianoche salimos de casa en camisa y pantalones cortos. Elena venía con nosotros. Lucía un vestidito blanco con un escote redondo, manga corta y larga falda con mucho vuelo, que se movía graciosamente al compás de su cuerpo. Llevaba el cabello recogido en un moño y una diadema de nácar le sujetaba el flequillo. Su rostro bronceado, colmado de pecas, resplandecía, y su mirada esmeralda dejaba entrever una misteriosa melancolía que no acababa de encajar en una chica tan alegre.

La abuela nos había obligado a ponernos fijador en el pelo, y los gemelos lo llevábamos peinado hacia atrás. Dábamos la impresión de ser hijos de un banquero o de un nuevo rico. En realidad lo éramos, pero no nos gustaba nada el estilo de vida y de gustos que se nos quería imponer. No nos agradaba la idea de que la gente supiera que nuestro padre, licenciado en una universidad del Opus Dei, había hecho fortuna abriendo el país al mundo de los negocios, vendiendo su alma al diablo, sacrificando su familia a su Dios, al dinero.

La abuela nos besó y se fue a la cama a leer un rato hasta que el sueño la venciera. No nos impuso una hora de regreso; sólo nos pidió que cuidásemos de Elena y que tuviésemos mucho cuidado con «los Hijos del General». No entendimos lo que quiso decir, sonreímos, le dijimos que sí a todo y nos fuimos. De camino a la zona donde iban los jóvenes, una calle infestada de bares que no se reprimían en poner la música muy alta, sin hacer caso de las amenazas de los vecinos de llamar a la Benemérita, Elena nos explicó quiénes eran los «Hijos del General».

—Son unos desgraciados —dijo secamente.

—¿Son de Molinosviejos? —le pregunté interesado en saber más acerca de aquellos tipos para poder evitarlos sin problemas.

—Sí, y actúan como si fueran los dueños del pueblo. Tienen más poder que el alcalde y dan más miedo que la Guardia Civil. Hagan lo que hagan, nadie les dice nada —hizo una pausa, miró al suelo, alzó la vista, estaba llena de miedo y odio—. Por lo visto, alguien en Madrid ha tenido la genial idea de adiestrar a jóvenes afines al Movimiento, dándoles carta blanca para organizar cuadrillas que «neutralicen» los movimientos estudiantiles de izquierda, para infiltrarse entre los jóvenes y para reforzar la ideología oficial desde los cimientos de la sociedad, o sea, los jóvenes. Así, sin uniforme, con nuestra edad, pueden llegar más fácilmente a nosotros. No son policías exactamente, no estoy segura de si están a sueldo del gobierno o no, pero la Guardia Civil no interfiere cuando dan una paliza para «corregir» la actitud de alguien —explicó Hiena dejándonos atónitos—. Cuando empezaron a actuar, se denunció, pero fue inútil, enseguida nos dimos cuenta de que se mueven con impunidad. Sabemos que el cabecilla, el jefe del grupo de Molinosviejos, va y viene a Madrid de vez en cuando, y muchas veces lo hemos visto entrar y salir del cuartelillo de la Guardia Civil. Por lo visto en Madrid tienen miedo del cambio que se avecina, y están reaccionando. En las ciudades es más difícil controlar lo que la gente hace y dice, por eso actúan en los pueblos, porque aquí nos conocemos todos y es más fácil saber lo que piensa cada uno. Max, el chico del seiscientos, y sus amigos tienen miedo, ya los han amenazado varias veces, pero hasta ahora sólo se han limitado a amenazarlos. Lo del nombre, «los Hijos del General» nos lo dijo Max. Él dice que se lo oyó decir al jefe del grupo y según dice, con ese nombre tratan de ocultar cualquier nexo de unión con el origen de las órdenes porque generales hay muchos, pero Max asegura que sólo pueden venir de un sitio. Dice que Franco es muy viejo y que nadie sabe qué va a pasar cuando muera. Según él, puede que sea el mismísimo caudillo el que ha organizado esas cuadrillas.

—¿De verdad? —pregunté sin poder creerme lo que escuchaba.

—Max dice —continuó Elena, que hablando de esos temas políticos adquiría aire de resabiada— que todo esto está dentro de algo que Franco llama «dejar todo atado y bien atado».

—Es increíble, Elena. Y ¿eso pasa sólo aquí? —preguntó Gus—. Porque en la ciudad no habíamos oído ni una palabra.

—Qué va. En todas partes. Bueno, en el campo; en las ciudades parece ser que no. Max dice que han empezado en Ciudad Real, es decir, en la provincia, pero que seguramente irá a más, que se extenderán por toda España. —Elena guardó un momento de silencio, respiró profundamente y continuó su relato—. Buscan en cada pueblo a alguien afín al régimen, lo adiestran y luego ese se encarga de formar la cuadrilla de «los Hijos del General». Y así, poco a poco, ya se han extendido por todos los pueblos de la zona. Vayas donde vayas hay un grupo que vela por el régimen. Son una plaga. Max dice que es la lógica de los últimos estertores del régimen, el principio del fin —sentenció con una madurez inusitada con sólo diecisiete años—. Lo peor de todo —añadió cabizbaja— es que nadie parece darse cuenta de lo que pasa.

—¿Qué quieres decir? —pregunté rápidamente. Nos estábamos acercando a la plaza y Elena se paró y bajó la voz.

—Mirad —nos dijo colocándose frente a nosotros, mirándonos bien a Gus, bien a mí—, cuando denunciábamos las agresiones, las amenazas, la Benemérita hacía un informe y al cabo de unos días, si alguien iba a preguntar, les decían que no habían descubierto nada. Está claro que alguien de arriba se encarga de protegerlos paralizando la investigación. Los Guardias Civiles de a pie no conocerán toda esa organización, y tratan de investigar, pero las órdenes vienen de los superiores y así, al parecer, hasta llegar al Pardo. Los protegen porque ellos, «los Hijos del General» protegen al sistema.

—Pero alguien sabrá algo, ¿no? Alguien dirá algo, alguien informará a la prensa de esos abusos. Ni siquiera dentro de la precaria legalidad del régimen caben esos tipos, ¿no? —preguntó Gus. Elena miró a mi gemelo y continuó.

—Hasta donde sabemos, es como si no existieran. Por ejemplo, esta Semana Santa pasada, los de aquí, dieron una paliza a un viejo borracho por cagarse en Dios cuando estaba desfilando la procesión. Todo el mundo lo ignoramos, era un pobre diablo. Pero ellos no, había atentado contra los cimientos del mundo, merecía una lección: casi lo matan. La abuela fue al cuartelillo pero no consiguió nada. Cuando volví a Valencia hablé con mi vecino, que es periodista, le conté lo que dice Max y después de investigar un poco, de preguntar en todas partes, no encontró ni una letra en ningún documento que hablase de «los Hijos del General» y encima le quemaron el coche como diciendo: «No hagas preguntas». Así que, Gus, la versión oficial de las autoridades es que son simplemente unos crios que hacen travesuras, unos gamberros a lo sumo. Cuando conté a Max lo de mi vecino el periodista —añadió denotando tristeza y perdiendo la mirada en el infinito—, me dijo que seguramente Franco en persona se debe de estar ocupando de ocultar a la Historia la existencia de
sus Hijos
.

—Y ¿cómo sabéis todo esto? —pregunté—. ¿Cómo sabe Max esas cosas?

—Él no da demasiadas explicaciones, me lo cuenta a mí porque confía, pero sabe que está en peligro. Ya veis que no oculta sus ideales
hippies
, aunque pienso que hay más —la miramos intrigados—. Yo no estoy segura pero creo que Max conoce a gente de la oposición clandestina —bajó aún más la voz hasta hablar en susurros—. Pero de todo esto, ni palabra —se puso muy seria—. Hemos de protegernos unos a otros, ¿de acuerdo?

Ambos asentimos con la cabeza.

—Y ¿dices que tienen nuestra edad? —le pregunté impresionado por las palabras de mi prima—. Es increíble.

—El mayor, que es el jefe, tiene veinticinco. Es el peor de todos. El odio se le sale por los ojos. Da miedo mirarlo. Se llama David. Os lo digo de verdad, ojalá lo atropellara un camión…

—¿Cómo sobrevive la gente del pueblo? —se preguntó Gus en voz alta, atónito ante el descubrimiento de semejante mafia.

—¡Silencio! —espetó mi prima—. La gente se acostumbra a todo. Lo mejor es ignorarlos, intentar pasar desapercibidos. Aunque sepas que están ahí, seguir a lo tuyo, pero claro, atento siempre a lo que haces y dices, por si acaso. Si tienen buen día, no suelen hacer nada más que intimidar con su presencia, pero a veces, y esto es versión de Max, reciben la orden de actuar, de «dar ejemplo» y entonces significa «sálvese quien pueda».

Las palabras de Elena siguieron rebotando dentro de mi mente. Su voz denotaba mucho miedo, mucha rabia, y lo peor de todo, mucho odio, demasiado. Esos matones con licencia para aterrorizar parecían peligrosos de verdad; pronto, empujado por los derroteros del destino, sabría cuanto.

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