El Viajero (25 page)

Read El Viajero Online

Authors: John Twelve Hawk

Tags: #La Cuarta Realidad 1

BOOK: El Viajero
5.16Mb size Format: txt, pdf, ePub

Únicamente había un dormitorio en toda la casa. Hollis propuso que las dos mujeres compartieran la cama. Él y Gabriel dormirían en el salón. Vicki se dio cuenta de que a Maya no le gustaba la idea. Una vez encontrado Gabriel, parecía hallarse incómoda si no lo tenía a la vista.

—No pasará nada —le susurró—. Gabriel estará apenas a unos metros. Si quieres, podemos dejar la puerta abierta. Además, Hollis tiene un rifle.

—Hollis es un mercenario. No estoy segura de hasta qué punto está dispuesto a sacrificarse.

Maya repitió varias veces el trayecto del salón al dormitorio, como si pretendiera memorizar la situación de puertas y paredes. Luego pasó al dormitorio y deslizó sus dos cuchillos entre el colchón y el somier. Ambos mangos sobresalían. Si dejaba caer la mano podía desenvainar al instante cualquiera de los dos. Por fin se metió en la cama. Vicki se estiró a su lado.

—Buenas noches —le dijo, pero Maya no contestó.

Vicki había compartido cama con su hermana mayor y distintas primas en vacaciones y estaba acostumbrada a que no dejaran de moverse. Maya le resultaba completamente distinta. La Arlequín yacía boca arriba, con las manos apretadas en puños. Parecía como si un peso gigantesco le presionara el cuerpo.

26

Cuando Maya se despertó a la mañana siguiente vio un gato negro con el cuello blanco sentado sobre la cómoda.

—¿Qué quieres? —le susurró, aunque no consiguió respuesta alguna.

El gato saltó al suelo, se deslizó por la puerta entreabierta y la dejó sola.

Maya escuchó voces y se asomó a la ventana del dormitorio. Hollis y Gabriel se encontraban en el camino de acceso, inspeccionando la moto averiada. Comprar un neumático nuevo suponía una transacción económica y entrar en contacto con un comercio conectado a la Gran Máquina. En esos momentos, la Tabula ya sabría lo de la moto y habría activado sus programas de búsqueda para rastrear las ventas de neumáticos de moto en la zona de Los Ángeles.

Mientras reflexionaba sobre cuál debía ser su siguiente movimiento, fue al baño y se dio una ducha rápida. Las fundas dactilares que le habían permitido pasar todos los controles de inmigración se le estaban empezando a desprender de las yemas de los índices igual que piel muerta. Se vistió, se ató los cuchillos a los antebrazos y comprobó el resto de armas. Al salir del baño, el gato negro reapareció y la acompañó fuera del cuarto. Vicki estaba lavando platos en el fregadero de la cocina.

—Veo que has conocido a
Garvey —
le dijo.

—¿Así se llama?

—Sí. No le gusta que lo toquen y tampoco ronronea. No creo que eso sea normal.

—No sabría decírtelo —contestó Maya—. Nunca he tenido una mascota.

En la encimera había una cafetera eléctrica. Maya se sirvió un poco en una taza amarilla y le añadió leche.

—He preparado un poco de pan de maíz. ¿Tienes hambre?

—Desde luego.

Vicki cortó una gruesa rebanada y la depositó en un plato. Las dos mujeres se sentaron a la mesa. Maya extendió un poco de mantequilla en la rebanada y le añadió mermelada de arándanos. El primer bocado le resultó delicioso y experimentó un instante de inesperado placer. En la cocina todo aparecía limpio y ordenado. En el suelo de linóleo brillaban rectángulos de sol. A pesar de que Hollis se había distanciado de su congregación, de la pared de al lado de la nevera colgaba una foto de Isaac T. Jones.

—Hollis va a ir a comprar unos recambios para la moto —anunció Vicki—, pero quiere que Gabriel se mantenga fuera de la vista y se quede aquí.

Maya asintió mientras masticaba.

—Me parece buena idea.

—Bueno, y tú, ¿qué piensas hacer?

—No estoy segura. Tengo que ponerme en contacto con mi amigo en Europa.

Vicki recogió los platos sucios y los dejó en el fregadero.

—¿Crees que la Tabula sabe que era Hollis quien conducía ayer?

—Puede ser. Dependerá de lo que vieron los tres motoristas cuando los adelantamos.

—¿Y qué ocurrirá si se enteran de que fue Hollis?

—Intentarán capturarlo. —La voz de Maya sonaba inexpresiva—. Luego lo torturarán en busca de información y lo matarán.

Vicki se dio la vuelta con un trapo en las manos.

—Eso fue lo que le dije, pero Hollis se lo tomó a broma y me contestó que siempre está buscando gente nueva con la que entrenar.

—Creo que Hollis puede cuidar perfectamente de sí mismo, Vicki. Es un magnífico luchador.

—Es demasiado confiado. Creo que debería…

La puerta de rejilla se abrió con un chirrido, y Hollis entró.

—Bueno, ya tengo mi lista de la compra. —Sonrió a Vicki—. ¿Por qué no vienes conmigo? Compraremos un neumático nuevo y algo de provisiones para la hora de comer.

—¿Necesitas dinero? —preguntó Maya.

—¿Tienes un poco?

Maya se metió la mano en el bolsillo y sacó unos cuantos billetes de veinte.

—Paga en efectivo. Cuando hayas comprado el neumático lárgate de allí enseguida.

—No tengo motivo para entretenerme.

—Evita las tiendas con cámaras de vigilancia en los aparcamientos. Esas cámaras pueden fotografiar las matrículas.

Hollis y Vicki salieron juntos, y Maya los observó alejarse. Gabriel seguía fuera, desmontando el neumático de la llanta. Maya se aseguró de que la verja estuviera cerrada y que ocultara a Gabriel de la vista de quien pudiera pasar por la calle. Pensó en discutir el siguiente paso con él, pero decidió que era mejor hablar primero con Linden. Gabriel parecía abrumado por todo lo que ella le había contado la víspera. Seguramente necesitaba tiempo para asimilarlo.

Maya volvió al dormitorio, conectó su portátil y entró en internet mediante su teléfono vía satélite. Linden debía de estar durmiendo o desconectado porque tardó más de una hora en localizarlo y seguirlo hasta una zona de chat segura. Utilizando un lenguaje neutro para no alertar a Carnivore, le describió lo acontecido.

—«La competencia ha respondido con agresivas tácticas de mercado. En estos momentos me encuentro en casa de nuestro empleado con nuestro nuevo socio.»

Maya utilizó un código de números primos aleatorios para dar a Linden la dirección de la casa. El Arlequín francés no respondió, de modo que al cabo de unos minutos Maya tecleó: «¿Comprendido?».

—«¿Puede nuestro nuevo socio viajar a otros países?»

—«Por el momento, no.»

—«¿Has visto algún indicio de esa habilidad?»

—«No. No es más que un ciudadano cualquiera.»

—«Debes presentárselo a un maestro que pueda evaluar su poder.»

—«No es responsabilidad nuestra» —contestó Maya.

Se suponía que el deber de los Arlequines terminaba en el hallazgo y salvaguarda de los Viajeros. No se inmiscuían en los viajes espirituales de nadie.

De nuevo se produjo una pausa de varios minutos mientras Linden parecía meditar su respuesta. Al fin, sus palabras aparecieron en la pantalla del ordenador.

—«Nuestros competidores se han hecho con el control del hermano mayor y lo han llevado a unas instalaciones de investigación de Nueva York. Su intención es evaluar sus posibilidades y entrenarlo. En estos momentos desconocemos sus objetivos a largo plazo, pero debemos poner en marcha todos nuestros recursos para oponernos.»

—«¿El nuevo socio es nuestro recurso principal?»

—«En efecto. La carrera ha empezado, y por el momento la competencia nos lleva la delantera.»

—«¿Y si no quiere cooperar?»

—«Utiliza todos los medios necesarios para que cambie de idea. En el sudoeste de Estados Unidos vive un maestro protegido por un grupo de amigos. Lleva a nuestro nuevo socio allí antes de tres días. Durante ese tiempo me pondré en contacto con nuestros amigos y les diré que estás en camino. Tu destino será...»

Se produjo otra pausa y acto seguido una serie de números aparecieron en pantalla. «Confirma transmisión», tecleó Linden.

Maya no respondió.

Las palabras aparecieron de nuevo exigiendo respuesta, pero esta vez en mayúsculas: «CONFIRMA TRANSMISIÓN».

«No le contestes», se dijo Maya.

Sopesó la posibilidad de salir de la casa y cruzar la frontera de México con Gabriel. Eso sería lo más seguro. Transcurrieron unos segundos. Al fin, puso los dedos sobre el teclado y escribió: «Información recibida».

La pantalla se oscureció, y la presencia de Linden se desvaneció. Maya decodificó los números con el ordenador y descubrió que se suponía que debía dirigirse a una ciudad en el sur de Arizona llamada San Lucas. ¿Qué los esperaría allí? ¿Nuevos enemigos? ¿Otro enfrentamiento? Sabía que la Tabula los estaba buscando utilizando todos los recursos de la Gran Máquina.

Ella volvió a la cocina y abrió la puerta mosquitera. Gabriel se encontraba en el camino junto a una motocicleta. Había encontrado una percha y la había desarmado para convertirla en una varilla de alambre con el gancho en un extremo. Ahora utilizaba la herramienta improvisada para asegurarse de que el eje de la rueda trasera estuviese alineada correctamente.

—Gabriel, me gustaría echar un vistazo a la espada que llevas.

—Adelante. Está en mi mochila, y la he dejado en el salón.

Maya permaneció en el umbral de la puerta sin saber qué decir. Gabriel no parecía percatarse de la falta de respeto que manifestaba hacia su arma; al final, dejó lo que estaba haciendo.

—¿Qué pasa?

—Esa espada en concreto es muy especial. Sería mejor si me la entregaras personalmente.

Él pareció sorprendido, pero sonrió y se encogió de hombros.

—Claro. Si eso es lo que quieres... Dame un minuto.

Maya llevó su maleta al salón y se sentó en el sofá. Oyó correr el agua por las cañerías mientras Gabriel se lavaba la grasa de las manos en la cocina. Cuando entró en la sala miró a Maya como si fuera una lunática capaz de agredirlo. Ella comprendió que la silueta de sus cuchillos debía de resultar visible bajo las mangas de su suéter de algodón.

Thorn la había prevenido acerca de las incómodas relaciones que se establecían entre Arlequines y Viajeros. El hecho de que los Arlequines arriesgaran sus vidas para defender a los Viajeros no significaba que entre ellos se llevaran bien. Con frecuencia, los que cruzaban a otros dominios se volvían más espirituales. Sin embargo, los Arlequines permanecían con los pies en la tierra, mancillados por la muerte y la violencia del Cuarto Dominio.

Cuando Maya tenía catorce años había viajado a través de Europa Oriental con Madre Bendita. Cada vez que la Arlequín irlandesa daba una orden, tanto ciudadanos como zánganos se apresuraban a obedecer. «Sí, señora», «Desde luego, señora», «Esperamos que no tenga problemas». Madre Bendita había traspasado cierto límite, y la gente lo percibía al instante. Maya era consciente de que todavía no era lo bastante fuerte para tener semejante poder.

Gabriel fue hacia su mochila, sacó la espada —que se hallaba todavía dentro de su vaina de laca negra— y la presentó a Maya sosteniéndola con ambas manos.

Ella notó su perfecto equilibrio y supo de inmediato que se trataba de un arma especial. La empuñadura de piel de raya tenía una envoltura de cuerda y una incrustación de jade verde oscuro.

—Mi padre entregó esta espada al tuyo cuando tú aún eras un niño.

—No lo recuerdo —contestó Gabriel—. Para mí siempre estuvo en casa.

Sujetando la vaina entre las rodillas, Maya desenfundó la hoja lentamente, la mantuvo en alto y la examinó en toda su longitud. Se trataba de una espada de estilo Tachi, un arma que había que llevar con el filo hacia abajo. Su forma era perfecta, pero la verdadera belleza se ponía de manifiesto en el
hamon
, el borde de unión entre el filo templado y el resto de hoja sin templar. Las zonas claras del metal —llamadas
nie—
formaban un perlado contraste. A Maya le recordó las zonas de tierra de un camino entre la ligera nieve de la primavera.

—¿Por qué es tan importante esta espada? —preguntó Gabriel.

—Fue utilizada por Sparrow, un Arlequín japonés, el último que había en Japón, el último superviviente de una larga tradición. Sparrow era famoso por su valor y sus recursos, pero entonces abrió su vida a la debilidad.

—¿Qué debilidad?

—Se enamoró de una joven universitaria. La yakuza, que trabajaba para la Tabula, la encontró y la secuestró. Cuando Sparrow intentó rescatarla, lo mataron.

—Entonces, ¿de qué modo llegó la espada a Estados Unidos?

—Mi padre localizó a la estudiante. Estaba embarazada y se escondía de la yakuza. Él la ayudó a emigrar aquí, y ella le permitió quedarse con la espada.

—Pues si es tan importante, ¿por qué no se la quedó tu padre?

—Se trata de un talismán. Eso significa que es muy antigua y que cuenta con su propio poder. Un talismán puede ser un amuleto o un espejo. Los Viajeros pueden llevar con ellos talismanes cuando cruzan a otros dominios.

—Entonces por eso acabó en nuestro poder...

—No puedes poseer un talismán, Gabriel. Su poder existe más allá de la avaricia o el deseo humano. Sólo podemos utilizarlo o entregarlo a otra persona. —Maya volvió a admirar el filo de la espada—. Este talismán en concreto necesita ser aceitado y limpiado. Si no te importa...

—Claro que no. Adelante. —Gabriel parecía avergonzado—. No he dedicado tiempo a limpiarla.

Maya había llevado con ella el material necesario para la conservación de su espada. Metió la mano en la maleta y sacó un trozo de
hosho
, un papel hecho con el interior de la corteza de una morera. Willow, el Arlequín chino, le había enseñado cómo tratar con respeto un arma. Inclinó la espada levemente y empezó a frotar la suciedad y las marcas de mugre de la hoja.

—Tengo malas noticias, Gabriel. Hace unos minutos me he puesto en contacto con otro Arlequín a través de internet. Mi amigo tiene un espía en la Tabula, y me ha confirmado que han capturado a tu hermano.

Gabriel se inclinó hacia delante en su asiento.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó—. ¿Dónde lo retienen?

—Se encuentra en un centro de investigación vigilado, cerca de Nueva York. Incluso aunque supiera el lugar exacto resultaría muy difícil liberarlo.

—¿Por qué no podemos avisar a la policía?

—Puede que el policía corriente sea honrado, pero eso no ayuda a nuestra causa. Nuestros enemigos son capaces de manipular la Gran Máquina, el sistema mundial de ordenadores que supervisa y controla el funcionamiento de nuestra sociedad.

Other books

Behind His Lens by R. S. Grey
Mother's Promise by Anna Schmidt
School Ties by Tamsen Parker
Invincible by Joan Johnston
Ghost a La Mode by Jaffarian, Sue Ann
Under Siege by Keith Douglass
Jahleel by S. Ann Cole
Puro by Julianna Baggott
Fixed Up by Maddie Jane