El viajero (58 page)

Read El viajero Online

Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

BOOK: El viajero
7.9Mb size Format: txt, pdf, ePub

apreciar que estábamos mucho más al norte que cuando iniciamos nuestra marcha tierra adentro en Suvediye, en la orilla de levante.

En el extremo nororiental del lago Chaqmaqtin había un grupo de casas que se daba el título de ciudad, Buzai Gumbad, pero que en realidad comprendía un único y extenso caravasar de muchos edificios, y a su alrededor una ciudad de tiendas de caravanas con sus corrales acampados para el invierno. Era evidente que cuando el tiempo mejorara, casi toda la población de Buzai Gumbad levantaría el campo y abandonaría el Pasillo de Waján a través de sus varios pasos. El patrón del caravasar era un hombre alegre y

comunicativo llamado Iqbal, que significa Buena Fortuna, y el nombre encajaba muy bien en una persona que había prosperado y que se había enriquecido por ser el propietario de la única parada para caravanas de este trecho de la Ruta de la Seda. Nos dijo que era un wajani y que había nacido en la misma posada. Pero como hijo, nieto y biznieto de anteriores generaciones de patronos de Buzai Gumbad, hablaba también el farsi comercial, y si no conocía personalmente el mundo de más allá de las montañas tenía nociones verbales adecuadas.

Iqbal abrió sus brazos y nos dio la más cordial bienvenida al «alto Pai-Mir, el Camino de los Picos, el Techo del Mundo» y luego nos dijo confidencialmente que estas palabras grandilocuentes no eran una exageración. Estábamos exactamente a un farsaj, o sea a dos millas y media por arriba, en línea recta, de los mares del mundo y de las ciudades situadas al nivel del mar como Venecia, Acre y Basora. El patrón Iqbal no nos explicó cómo podía conocer con tal exactitud la altura local. Pero suponiendo que estuviera en lo cierto, y al ver que los picos de las montañas que nos rodeaban continuaban siendo tan altas como antes, yo no pondría en duda su afirmación de que habíamos llegado al techo del mundo.

EL TECHO DEL MUNDO

Alquilamos una habitación para los cuatro, incluyendo a Narices, en el edificio principal de la posada, y espacio en un corral exterior para nuestros caballos, y nos preparamos para permanecer en Buzai Gumbad hasta que acabara el invierno. El caravasar no era un lugar muy elegante e Iqbal cobraba caro el mantenimiento de los huéspedes porque todas las pertenencias y la mayor parte de las provisiones tenían que importarse de más allá de las montañas. Pero de hecho el lugar era más confortable de lo normal, considerando las circunstancias de que no había nada más, y de que ni Iqbal ni sus antepasados tuvieron nunca necesidad de ofrecer más que un albergue y una comida rudimentarios.

El edificio principal tenía dos pisos, y era el primer caravasar que yo había visto con esta disposición, siendo el inferior un cómodo establo para el ganado y las ovejas de Iqbal que constituían tanto los ahorros de su vida como la despensa de la posada. El piso superior era para los humanos y estaba rodeado por un cobertizo abierto que tenía fuera de cada dormitorio y un agujero de retrete practicado en el suelo, para que las evacuaciones de los huéspedes cayeran en el patio y fueran aprovechadas por un rebaño de escuálidas gallinas. Al estar los alojamientos situados en el primer piso, encima del establo, disfrutábamos del calor que subía de los animales, aunque lo que no era tan agradable era su olor. De todos modos éste no era tan malo como el nuestro y el de los demás huéspedes, que no se habían lavado desde hacía tiempo, y el de nuestra ropa también muy sucia. El patrón no estaba dispuesto a malgastar el precioso combustible de estiércol seco para instalar un hammam o para calentar el agua y lavar la ropa. Prefería, y los huéspedes también, utilizar el combustible para calentar nuestras camas de noche. Todas las camas de Iqbal eran del tipo llamado en oriente kang: una plataforma hueca de piedras apiladas cubierta con tablas que aguantaban un montón de mantas de pelo de camello. Antes de acostarnos levantábamos las tablas, esparcíamos algo de estiércol seco dentro del kang y poníamos encima unos carbones encendidos. El viajero recién llegado al principio lo hacía torpemente, o bien se helaba toda la noche o prendía fuego a las tablas que tenía debajo. Pero con práctica se aprendía a disponer el fuego de modo que quemara lentamente toda la noche con un calor uniforme y que no

hiciera tanto humo que ahogara a todos los ocupantes de la habitación. En cada una de las estancias de los huéspedes había también una lámpara, hecha a mano por el propio Iqbal, y de un tipo que no vi en parte alguna. Cogía una vejiga de camello, la hinchaba hasta hacer una esfera, luego la pintaba con laca para conservar la forma y hacía un dibujo brillante de muchos colores. La agujereaba para que pudiera ponerse sobre una vela o una lámpara de aceite y este gran globo daba un resplandor de muchos colores y muy radiante.

Las comidas de cada día en la posada tenían la habitual monotonía musulmana: cordero y arroz, arroz y cordero, judías cocidas, grandes redondeles de un pan alisado y duro llamado nan, y para beber cha de color verde que tenía siempre y de modo inexplicable un ligero gusto a pescado. Pero el buen Iqbal hacía todo lo posible para variar la monotonía siempre que tenía una excusa: en viernes, el sabbat de los musulmanes, y en las diversas festividades musulmanas que caían en invierno. Ignoro qué se celebraba en aquellos días de fiesta, que tenían nombres como Zu-l-Heggeh y Yom Asura, pero en aquellas ocasiones nos servían buey en vez de cordero, y un arroz llamado pilaf de color rojo, amarillo o azul. A veces también nos daban tartas fritas de carne llamadas sarnosa, y una especie de sorbete de nieve perfumado con pistacho o sándalo, y en una ocasión, sólo en una, pero creo sentir todavía su sabor, nos dieron de dulce un budín hecho de jengibre y ajo machacados.

Nada nos impedía comer las varias comidas de otras nacionalidades y religiones, y lo hacíamos con frecuencia. En los edificios menores del caravasar y en las tiendas que lo rodeaban estaban acampadas gentes de muchas caravanas, y estas gentes eran de muchos países, costumbres y lenguajes distintos. Había mercaderes persas y árabes y comerciantes pajtuni de caballos, que como nosotros procedían del oeste, y rusniacos altos y rubios del lejano norte, y tazhik peludos y corpulentos del norte más próximo, bho de rostro plano procedentes de una tierra oriental llamada el Alto Lugar de los Bho, o To-bhot en su idioma, y pequeños hindúes y cholas tamiles de piel oscura del sur de la India, y gente llamada hunzukut y kalash del sur próximo, de ojos grises y pelo rubio, y algunos judíos de origen indeterminado y muchos más. Toda esta comunidad variada convertía a Buzai Gumbad en una pequeña ciudad, por lo menos en invierno, y todos se esforzaban en que fuera una ciudad bien administrada y habitable. De hecho era una ciudad con mayor espíritu comunitario y más acogedora que muchas de las más asentadas y permanentes que yo he visto.

En cualquier hora de comer, cualquier persona podía sentarse ante el fuego de cualquier familia y ser bien recibida, aunque él y los demás no pudiesen hablar un idioma mutuamente inteligible, porque se daba por sentado que el siguiente fuego que él encendería para preparar su comida estaría igualmente abierto a todo recién llegado. Creo que al final de aquel invierno nosotros, los Polo, habíamos probado todos los tipos de comida que se servían en Buzai Gumbad, y al no cocinar nosotros personalmente, habíamos invitado a un número igual de forasteros a comer en el comedor de Iqbal. La comunidad además de ofrecer toda una variedad de experiencias culinarias, algunas deliciosas y memorables, otras memorables por lo malas, proporcionaba también otro tipo de diversiones. Casi cada día se celebraba una festividad para algún grupo, y les encantaba que los demás habitantes del campamento acudieran a verlos y participaran tocando música, cantando, bailando y haciendo deporte. Desde luego no todos los acontecimientos de Buzai Gumbad eran festivos, pero la diversidad de personas conseguía unirnos también en ocasiones más solemnes. Se observaban tantos códigos legales distintos que se había elegido a un hombre de cada color, lengua y religión representados allí para constituir un tribunal y juzgar los casos de ratería, allanamiento y otras perturbaciones de la paz.

He hablado del tribunal de justicia y de las festividades al mismo tiempo porque ambos elementos figuraron en un incidente que me divirtió. Los kalash, una gente bella pero pendenciera, se peleaban únicamente entre sí, y sin mucha ferocidad; sus riñas solían acabar con grandes carcajadas de los participantes. Eran también de carácter alegre y gracioso, dado a la música; tenían un repertorio inacabable de danzas con nombres como kikli y dhamal, y bailaban casi cada día. Pero una de sus danzas, llamada el luddi, me ha quedado como un recuerdo único de danza.

La vi interpretada primero por un hombre kalash a quien habían llevado ante el variopinto tribunal de Buzai Gumbad y le habían acusado de robar un juego de campanillas de camello de un vecino kalash. Cuando el tribunal le absolvió por falta de pruebas, todo el contingente kalash, incluyendo el acusador, organizó una sesión de música chillona y estruendosa con flautas, tenacillas chimta y tamboriles, y el hombre empezó a bailar una danza luddi llena de saltos y piruetas en la que acabó participando toda su familia. Luego vi que bailaba también esta danza el otro kalash, el hombre que había perdido las campanillas de camello. Cuando el tribunal no consiguió recuperar las campanillas ni encontrar a un culpable a quien castigar, ordenó que cada cabeza de familia del campamento contribuyera con una campanilla para recompensar a la víctima. Esto sólo supuso unas monedas de cobre para cada contribuyente, pero el total probablemente superó el valor de las campanillas hurtadas. Y cuando se entregó el dinero a aquel hombre, todo el contingente kalash, incluyendo al acusado absuelto, interpretó de nuevo una música chillona y estrepitosa de flautas, tenacillas y tamboriles, y aquel hombre se puso a bailar la danza de saltos y cabriolas, y al final toda su familia se unió a ella. Me enteré de que el luddi es una danza kalash que éstos con su espíritu felizmente pendenciero sólo bailan para celebrar una victoria en un pleito. Me gustaría poder introducir algo parecido en la litigiosa Venecia.

En mi opinión aquel tribunal mixto había emitido un sabio veredicto en ese caso, como en la mayoría de los casos, si se tiene en cuenta lo delicado de su labor. Probablemente entre todos los pueblos reunidos en Buzai Gumbad no había dos que estuvieran acostumbrados a obedecer (o a desobedecer) el mismo código legal. La violación en estado de embriaguez parecía ser un acto común de los rusniacos nestorianos, al igual que lo era la actividad sexual sodomita entre los árabes musulmanes, mientras que los paganos e irreligiosos kalash miraban con horror estas costumbres. Los pequeños robos eran un sistema de vida para los hindúes, y los bho lo condonaban porque consideraban que todo lo que no estaba atado y sujeto carecía de propietario, pero los sucios aunque honestos tazhiks condenaban el robo como algo criminal. O sea que los miembros del tribunal tenían que seguir un estrecho camino intermedio, y tratar de administrar una justicia aceptable sin insultar las costumbres tradicionales de ningún grupo. Y no todos los casos que se presentaban al tribunal eran tan triviales como el asunto de las campanillas de camello robadas.

Un caso presentado ante el tribunal antes de que llegáramos los Polo aún se repetía en las conversaciones y se discutía. Un anciano mercader árabe había denunciado que la más joven y linda de sus cuatro esposas le había abandonado y se había refugiado en la tienda de un joven y guapo rusniaco. El ofendido marido no quería que volviese a su lado, pedía que condenaran a muerte a ella y a su amante. El rusniaco alegó que según la ley de su patria una mujer era una pieza de caza tan libre como un animal del bosque y pertenecía a quien la cogiera. Además dijo que él la amaba realmente. La esposa descarriada, una mujer del pueblo kirghiz, alegó que encontraba repugnante a su marido legal, porque sólo la había penetrado del sucio modo árabe, por la entrada de detrás, y creía que tenía derecho a cambiar de pareja, aunque sólo fuera para cambiar de postura. Pero dijo que además amaba realmente al rusniaco. Pregunté al patrón Iqbal qué

decisión había tomado el tribunal. (Iqbal era uno de los pocos habitantes permanentes de Buzai Gumbad, por lo tanto era un prohombre y como es lógico le elegían para formar parte del nuevo tribunal que se constituía cada invierno.)

Él se encogió de hombros y dijo:

—El matrimonio es matrimonio en cualquier país, y la esposa de un hombre es propiedad suya. Tuvimos que dar la razón al marido cornudo en esto. Le dimos permiso para que matara a su esposa infiel. Pero no para que interviniera en el destino del amante.

—¿Cuál fue su castigo?

—Sólo tuvo que dejar de amarla.

—Pero ella había muerto. ¿De qué le serviría…?

—Decretamos que también debía morir su amor por ella.

—No… no acabo de entenderlo. ¿Cómo pudo conseguirse eso?

—Dejaron el cuerpo sin vida de la mujer desnudo en una ladera. El adúltero convicto fue encadenado y sujeto a una estaca casi a tocar del otro cuerpo. Dejamos allí a los dos.

—¿Para qué él muriera de hambre a su lado?

—Oh, no. Le dimos de comer y de beber y estuvo allí bastante confortablemente hasta que le soltamos. Ahora vuelve a estar en libertad, y todavía vive, pero ha dejado de amarla.

Yo moví negativamente la cabeza.

—Perdonadme, mirza Iqbal, pero no puedo entenderlo.

—Un cadáver sin enterrar no se queda sin más donde está. Va cambiando de día en día. En el primer día se observa alguna decoloración en todas las partes de la piel donde se ha hecho presión últimamente. En el caso de aquella mujer, algunas manchas alrededor del cuello donde se habían hundido los dedos de su marido al estrangularla. El amante tuvo que quedarse mirando la aparición de estas manchas sobre su carne. Quizá no eran muy horribles. Pero al cabo de un día o dos, el vientre del cadáver empieza a hincharse. Al cabo de poco tiempo más el cadáver empieza a eructar y a expulsar de distintos modos sus presiones internas con cierta mala educación. Finalmente llegan las moscas…

—Gracias. Empiezo a comprender.

—Sí, y tuvo que presenciarlo todo. Con el frío de estas regiones el proceso no es tan rápido, pero la descomposición es inexorable. Y a medida que el cadáver se pudre, los buitres y los milanos descienden y los perros Saqa! salen y se atreven a acercarse, y…

Other books

The Silent Woman by Edward Marston
A Bright Tomorrow by Gilbert Morris
Little Town On The Prairie by Wilder, Laura Ingalls