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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (65 page)

BOOK: El viajero
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—Algo que no podrás rechazar tan fácilmente…

Luego pareció que me moría.

5

Cuando volví en mí era yo mismo. Todavía estaba echado en la hindora y desnudo, pero volvía a ser varón, y el cuerpo parecía ser el mío. Tenía la piel cubierta de sudor seco, la boca terriblemente seca y sedienta y la cabeza me dolía intensamente, pero no sentía dolores en otras partes. No había ningún revoltijo de desechos corporales en el jergón: parecía tan limpio como siempre. La habitación estaba casi libre de humo, y vi la ropa que me había quitado en el suelo. Chiv estaba también allí, vestida del todo. Estaba agachada con el papel donde yo había llevado el hachís y envolvía algo pequeño, de color azul pálido y púrpura.

—¿Fue todo un sueño, Chiv? —le pregunté. Ella continuó con lo que estaba haciendo, sin hablarme ni mirarme —. ¿Qué te ha pasado a ti mientras tanto, Chiv? —Ella no contestó —. Imaginé que tenía un niño —le dije mientras descartaba la posibilidad con una risa. Sin respuesta. Dije luego —: Tú estabas aquí. Tú eras el niño.

Al oír esto levantó la cabeza y su rostro tenía una expresión muy parecida a la que vi en mi sueño, o lo que fuera.

—¿Tenía color marrón oscuro? —me preguntó.

—Sí… ¿por qué?

Ella movió negativamente la cabeza.

—Los hijos de los romm no se vuelven hasta más tarde de color marrón oscuro. Cuando nacen tienen el mismo color que los hijos de las mujeres blancas. Se levantó y se llevó el paquetito. Cuando se abrió la puerta me sorprendió ver brillar la luz del día. ¿Había pasado allí toda la noche, hasta el día siguiente? Mis compañeros debían de estar muy enojados porque les dejaba todo el trabajo por hacer. Empecé a vestirme apresuradamente. Cuando Chiv volvió a la habitación, sin su hatillo, le dije con toda normalidad:

—A fe mía, no puedo creer que una mujer cuerda desee nunca sufrir este horror. ¿Lo desearías tú, Chiv?

—No.

—¿Entonces yo tenía razón? ¿Sólo lo estabas fingiendo? ¿No estás embarazada de verdad?

—No lo estoy.

Su tono era muy brusco, impropio de una conversación normal.

—No tengas miedo. No estoy enfadado contigo. Estoy contento por ti. Ahora debo volver al caravasar. Ya partimos.

—Sí. Vete.

Lo dijo con un tono que daba por entendido «no vuelvas». Yo no veía ningún motivo para tanta brusquedad. Era yo quien había sufrido todo el proceso, y tenía fundadas sospechas de que ella había contribuido de algún modo ingenioso a abortar el objetivo del filtro.

—Está de mal humor, tal como dijisteis, Shimon —comenté con el judío mientras salía —. Pero supongo que os debo más dinero por todo el rato que estuve dentro.

—¡Qué va! —dijo —. No habéis tardado mucho. En conciencia, tomad, os devuelvo un dirham. Y aquí tenéis vuestro cuchillo de muelle. Shalom.

O sea que aún estábamos en el mismo día, y además sólo habían pasado unas horas de la tarde y todo se debía a que mi parto había parecido mucho más largo. Volví a la posada y encontré a mi padre, a mi tío y a Narices recogiendo todavía nuestras posesiones y haciendo el equipaje, pero sin necesitar mi ayuda de modo inmediato. Bajé

a la orilla del río, donde las lavanderas de Buzai Gumbad guardaban siempre una porción de agua libre de hielo. El agua era tan fría y azul que parecía morder la carne, o sea que mi baño fue superficial: las manos y la cara; luego me quité brevemente la pieza de arriba para echarme unas gotas en el pecho y las axilas. Este pequeño remojón era el primero de todo el invierno; en otra situación me hubiera asqueado mi propio olor, pero todo el mundo olía igual o peor. Por lo menos me sentí algo más limpio al quitarme el sudor que se había secado sobre mi piel, en la habitación de Chiv. y al diluirse el sudor, lo mismo le sucedió a mi recuerdo de la experiencia. El dolor es así: es un tormento terrible de soportar, pero se olvida fácilmente. Supongo que éste es el único motivo por el cual una mujer, después de haber sufrido entre agonías la salida de un niño, puede todavía imaginarse pasando por otra prueba semejante.

En la víspera de nuestra partida del Techo del Mundo, el hakim Mimdad, cuya propia caravana estaba también a punto de partir, pero en dirección distinta, fue al caravasar para despedirse de todos, y para entregar a tío Mafio la provisión de medicina que debía tomar en el viaje. Luego le conté al hakim, mientras mi padre y mi tío me escuchaban con gran curiosidad, el fracaso de su filtro, o quizá un éxito que superaba todas sus

expectativas. Le expliqué gráficamente lo que había sucedido, y no lo hice con entusiasmo sino con cierto tono de acusación.

—La chica debió de entrometerse en el proceso —dijo él —. Yo ya me lo temía. Pero ningún experimento es un fallo total si se puede aprender algo de él. ¿Aprendisteis algo?

—Sólo que la vida humana empieza y acaba en la mierda, o kut. Sí, aprendí otra cosa: a ir con cuidado cuando ame en el futuro. No quiero condenar nunca a una mujer amada a un destino tan odioso como la maternidad.

—Bien. En este caso aprendisteis algo. ¿Quizá os gustaría probarlo otra vez? Tengo aquí

otro frasco, una ligera variante de la receta. Lleváoslo y probadlo con otra hembra que no sea una bruja romni.

Mi tío murmuró tristemente:

—Ahí tienes a tu dotór Balanzón. A mí me da una poción que me atrofia, y para equilibrar la balanza da un estimulante a una persona demasiado joven y ágil para necesitarlo.

—Lo voy a guardar, Mimdad, como un recuerdo curioso —dije —. La idea es atractiva: probar el amor físico en una multitud de formas. Pero me falta todavía mucho para agotar todas las posibilidades de este cuerpo, y de momento me quedaré en él. Está

claro que cuando hayáis refinado vuestro filtro hasta alcanzar la perfección, la fama del logro resonará en todo el mundo, y entonces quizá me esté hartando de mis propias posibilidades y os busque para probar vuestra poción perfeccionada. De momento os deseo éxito y salaam y hasta la vista.

No llegué a decir ni siquiera esto a Chiv cuando fui a visitar aquella misma noche la casa de Shimon.

—Esta tarde —me dijo con indiferencia —la chica domm me pidió su parte de las ganancias hasta el momento, se dio de baja del establecimiento y se unió a una caravana que partía para Balj. Los domm hacen cosas así. Cuando no cambian de lugar se sienten inquietos. Bueno, os queda el cuchillo de muelle para recordarla.

—Sí. Y para recordar su nombre. Chiv significa hoja de cuchillo.

—Vaya. Y no os clavó ninguna en el cuerpo.

—No estoy muy seguro de esto.

—Todavía están aquí las demás chicas. ¿Queréis pasar con una de ellas esta última noche?

—Creo que no, Shimon. Por lo que he visto son muy poco bonitas.

—En este caso, y según vuestros cálculos, no representan ningún peligro.

—¿Sabéis una cosa? El viejo Mordecai nunca lo dijo, pero quizás esto sea un tanto en contra de las personas feas, no a su favor. Creo que preferiré siempre a las bellas, y que me arriesgaré. Ahora os doy las gracias por vuestros buenos oficios, tzaddik Shimon, y me despido de vos.

—Sakaná aleichem, noséyah.

—Esto me suena algo diferente al habitual «la paz sea contigo».

—Pensé que os gustaría. —Repitió las palabras en ivrit y luego las tradujo al farsi —: Que el peligro os acompañe, viajero.

Había aún mucha nieve alrededor de Buzai Gumbad, pero todo el lago Chaqmaqtin había cambiado gradualmente su capa de hielo blanco azulado por una cubierta multicolor de aves acuáticas: innumerables bandadas de patos, ocas y cisnes que habían llegado volando desde el sur y que continuaban llegando. Sus graznidos de satisfacción eran un continuo clamor, y cada vez que un millar de aves se levantaba repentinamente del agua y ejecutaba un alegre vuelo alrededor de ella se oía un rumor susurrante que crecía como el ruido de una tempestad en un bosque. Las aves variaron agradablemente nuestra dieta, y su llegada había señalado a las caravanas el momento de hacer el

equipaje, de enjaezar y reunir a los animales, de alinear los carros y de partir uno detrás de otro lentamente hacia el horizonte lejano.

Las primeras caravanas que partieron fueron las que iban hacia occidente, hacia Balj o más allá, porque la lenta bajada por el Pasillo de Waján era la ruta más fácil para llegar allí desde el Techo del Mundo, y la primera que se abría con la primavera. Los viajeros que debían dirigirse al norte, al este o al sur esperaron prudentemente un tiempo más, porque para ir hacia cualquiera de estas direcciones era preciso escalar primero las montañas que rodean aquel lugar por tres de sus lados, descender por sus elevados puertos, escalar luego las siguientes montañas y así sucesivamente. Nos dijeron que los pasos de alta montaña situados al norte, al este y al sur de allí no se desprendían nunca completamente de la nieve ni del hielo, ni siquiera en pleno verano. Nosotros, los Polo, que no teníamos experiencia de viajar por estos terrenos y condiciones, habíamos esperado a los demás viajeros prudentes. Quizá hubiésemos dudado más de lo necesario, pero un día nos visitó una delegación de aquellos pequeños y oscuros tamiles chola de los cuales me había reído en una ocasión y a los que había pedido perdón más tarde. Nos dijeron, hablando con muy escaso dominio del farsi comercial, que habían decidido no llevar su cargamento de sal marina a Balj, porque según informes de confianza que habían recibido sacarían un precio mucho mejor en un lugar llamado Murghab, que era una ciudad comercial de Tazhikistán, en la ruta este-oeste que comunica Kitai con Samarkand.

—Samarkand está al noroeste, muy lejos de aquí —comentó tío Mafio.

—Pero Murghab está al norte mismo —dijo uno de los cholas, un hombre pequeño y delgado llamado Talvar —. Está en vuestro camino, oh dos veces nacidos, y cuando lleguéis allí habréis cruzado el trecho peor de las montañas, y la travesía por las montañas desde aquí a Murghab os resultará más fácil si viajáis en caravana con nosotros, y sólo deseamos deciros que seréis bien venidos, porque nos han impresionado mucho los buenos modos de este saudara Marco dos veces nacido, y creemos que seréis agradables compañeros de viaje.

Mi padre y mi tío, e incluso Narices se quedaron algo sorprendidos al ser llamados dos veces nacidos, y al ver que unos extraños alababan mi buena educación. Pero todos estuvimos de acuerdo en aceptar la invitación de los cholas y en expresarles nuestro agradecimiento, y así, pues, nos integramos en su grupo y salimos de Buzai Gumbad montados en nuestros caballos hacia las impresionantes montañas del norte. La nuestra era una caravana pequeña comparada con algunas de las que habíamos visto en el campamento formadas por decenas de personas y centenares de animales. Los cholas sumaban sólo una docena, todos hombres, sin mujeres ni niños, y llevaban sólo media docena de caballos de silla, pequeños y escuálidos, o sea, que cabalgaban y andaban por turnos. En cuanto a vehículos, sólo disponían de tres carros desvencijados, de dos ruedas cada uno, tirados por un pequeño caballo de carga, y en estos carros transportaban sus ropas de cama, provisiones, pienso para los animales, la herrería y otras necesidades de viaje. Habían transportado su sal marina hasta Buzai Gumbad en veinte o treinta asnos, pero los habían cambiado por una docena de yaks, que podían transportar idéntica carga, pero que se adaptaban mejor a aquellas regiones septentrionales.

Los yaks eran animales que sabían abrirse camino. No se preocupaban de la nieve, del frío ni de las incomodidades, asentaban el pie con seguridad incluso cuando iban muy cargados. Los yaks iban en cabeza de nuestra caravana y no sólo descubrían el mejor camino, sino que lo dejaban libre de nieve y lo apisonaban bien para los que seguíamos detrás. Por la noche, cuando acampábamos y estacábamos a los animales alrededor nuestro, los yaks enseñaban a los caballos a patear por entre la nieve para buscar los

arbustos burtsa, pequeños y encogidos, que habían quedado de la última estación de crecimiento.

Supongo que los cholas nos habían invitado a acompañarlos únicamente porque éramos hombres altos, por lo menos en comparación con ellos, y habían supuesto que seríamos buenos luchadores si la caravana topaba con bandidos en el camino de Murghab. No nos encontramos con ninguno, o sea que no fue preciso poner en acción nuestros músculos para esta contingencia, pero resultaron útiles en las frecuentes ocasiones en que un carro volcaba sobre el duro camino, o un caballo caía en una hendedura del suelo, o un yak hacía saltar uno de sus sacos de carga al pasar apretujándose contra una roca También ayudamos a preparar las cenas, pero lo hacíamos más en beneficio propio que por amabilidad.

El sistema que utilizaban los cholas para preparar cualquier plato consistía en empaparlo con una salsa de color gris y consistencia mucoide, compuesta por numerosas especias diferentes, todas picantes, salsa a la cual llamaban kari. El resultado era que al comer cualquier cosa el único gusto que se notaba era el del kari. Esto era indudablemente una bendición cuando el plato estaba formado por un botón insípido de carne salada o seca, o de carne que había avanzado mucho hacia su verde putrefacción. Pero nosotros, que no éramos chola, pronto nos cansamos del gusto repetido del kari y de no saber nunca si la sustancia de debajo era cordero, ave, o incluso heno, pues su gusto habría sido el mismo. Primero pedimos permiso para mejorar la salsa y le añadimos algo de nuestro azafrán, un condimento que los cholas desconocían. Les gustó

mucho el nuevo aroma y el color dorado que daba al kari, y mi padre les dio unos cuantos bulbos de azafrán para que se los llevaran a la India. Cuando empezó a cansarnos incluso la salsa mejorada, Narices, mi padre y yo nos ofrecimos voluntarios para alternar con los chola y preparar nuestras comidas de campamento, y tío Mafio sacó de nuestro equipaje su arco y sus flechas y empezó a suministrarnos caza fresca. Generalmente eran animales pequeños como liebres de nieve y perdices de pata roja, pero en ocasiones cazaba animales mayores, como un goral o un urial, y así preparamos platos sencillos de carne cocida o asada que servíamos felizmente sin salsa. Los chola, dejando de lado su adicción al kari, resultaron buenos compañeros de viaje. De hecho eran tan retraídos, tan poco propensos a tomar la palabra si nadie se dirigía a ellos y tan poco dispuestos a mostrarse entrometidos, que podíamos haber hecho todo el viaje hasta Murghab sin apenas darnos cuenta de su presencia. Su timidez era comprensible. Aunque los cholas hablaban tamil, no hindi, su religión era hindú y venían de la India, o sea que tenían que aguantar el desprecio y las burlas que todas las demás naciones reservan con tanta justicia para los hindúes. Nuestro esclavo Narices era la única persona no hindú que yo conocía que se había preocupado de aprender el bajo idioma hindi, pero ni siquiera él había aprendido el tamil. Es decir, que ninguno de nosotros podía conversar con estos cholas en su lengua, y su farsi comercial era muy imperfecto. Sin embargo, cuando les dijimos claramente que no les evitaríamos ni nos burlaríamos de ellos, ni nos reiríamos de su habla entrecortada, se mostraron amistosos, casi hasta la adulación, y se preocuparon de contarnos cosas interesantes sobre esta parte del mundo y cosas útiles para nuestro recorrido a través de ella. Éste es el país que la mayoría de occidentales llama la Lejana Tartaria por considerarlo el extremo más oriental de la tierra. Pero el nombre está doblemente equivocado. El mundo se extiende mucho más al este, detrás de esta lejana Tartaria, y la palabra Tartaria está todavía peor aplicada. Los mongoles se llaman tatar en el lenguaje farsi de Persia, el país donde los occidentales oyeron mencionar por primera vez al pueblo mongol. Más tarde, cuando los mongoles llamados tátaros se desbocaron atravesando las fronteras de Europa, y toda Europa tembló de miedo y de odio contra ellos, era

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