El viajero (72 page)

Read El viajero Online

Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

BOOK: El viajero
8.14Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Hay algo más —dijo el ilkan, utilizando de nuevo un tono de severidad —. Mi señora

ilkatun, que es cristiana y debe saberlo, me cuenta que los sacerdotes cristianos hacen voto de pobreza y no poseen nada de valor material. Pero me han informado de que vo-sotros viajáis con caballos cargados con grandes tesoros. Mi padre lanzó a mi tío una mirada de disgusto y dijo:

—Sólo unas chucherías, señor Kaidu. No pertenecen a ningún sacerdote, sino que están destinadas a vuestro primo Kubilai. Son muestras de sumisión del sha de Persia y del sultán de la India Aryana.

—El sultán es mi vasallo —replicó Kaidu —. No tiene derecho a dar lo que me pertenece. Y el sha es un vasallo de mi primo el ilkan Abagha, que no es amigo mío. Todo lo que envía es contrabando y puede confiscarse. ¿Me entendéis, uu?

—Pero señor Kaidu, hemos prometido entregar…

—Una promesa rota no es más que un vaso roto. El alfarero puede siempre fabricar otros vasos. No os preocupéis por vuestras promesas, ferenghis. Traed vuestras caballerías mañana a esta misma hora, aquí a mi yurtu, y veamos cuál de vuestras chucherías excita mi fantasía. Quizá os permita guardar unas cuantas. ¿Entendidos, uu?

—Excelencia…

—Uu! ¿Entendidos?

—Sí, excelencia.

—¡Puesto que entendéis, obedeced!

De repente se puso en pie señalando así el final de la audiencia. Nos inclinamos y salimos del gran yurtu. Luego recogimos a Narices que nos esperaba fuera y emprendimos el camino de regreso entre la lluvia y el barro, en esta ocasión sin compañía, y mi tío dijo a mi padre:

—Creo, Nico, que nuestra actuación conjunta quedó bastante bien. Fue especialmente oportuno que recordaras esa historia de Ling. No la había oído contar nunca.

—Tampoco yo —dijo mi padre secamente —. Pero sin duda los han tienen algún cuento instructivo de este tipo, entre los muchos que han inventado. Yo abrí la boca por primera vez:

—Padre, algo de lo que dijiste me ha inspirado una idea. Os veré luego en la posada. Me separé de ellos y fui a visitar a mis anfitriones mongoles del día anterior. Les pedí

que me presentaran a uno de sus armeros. Me llevaron a una fragua y pregunté al armero si me podía prestar por un día una de las láminas de metal que no había batido aún. Me entregó amablemente una pieza de cobre larga y ancha pero delgada, que se bamboleaba y ondulaba ruidosamente mientras la llevaba al caravasar. Mi padre y mi tío no le prestaron ninguna atención cuando la metí en nuestra habitación y la dejé apoyada contra la pared, porque estaban discutiendo de nuevo.

—Tu sotana tiene toda la culpa —dijo mi padre —. El hecho de que fueras un sacerdote pobre inspiró a Kaidu la idea de empobrecernos a todos.

—Tonterías, Nico —replicó mi tío —. Habría encontrado otra excusa si no se le hubiese ocurrido ésta. Lo que debemos hacer es ofrecerle libremente algunos objetos de nuestro tesoro y confiar en que ignore el resto.

—Bueno… —dijo mi padre, pensando —. Supongamos que le damos nuestras bolsas de almizcle. Por lo menos es algo nuestro, y lo podemos dar.

—¡Vamos, Nico! ¿Dar las bolsas a ese bárbaro sudoroso? El almizcle sirve para fabricar perfumes finos. Podrías regalarle una borla para empolvarse y le serviría lo mismo. Continuaron con este tono, pero yo dejé de escuchar, porque tenía mi propia idea y me fui a explicar a Narices la parte que le correspondía ejecutar. Al día siguiente, el chubasco se había convertido en una llovizna intermitente, y Narices cargó dos de nuestros tres caballos de carga con los paquetes de objetos preciosos, pues como es natural los teníamos siempre a buen recaudo en. nuestras

habitaciones cuando parábamos en un caravasar. También ató mi lámina metálica a uno de los caballos, y luego los condujo todos al bok mongol. Cuando entramos en el yurtu del ilkan, Narices se quedó fuera para descargar los paquetes, y los guardias de Kaidu empezaron a trasladarlos al interior y a quitar sus envolturas protectoras.

—Hui! —exclamó Kaidu cuando empezó a inspeccionar los diversos objetos —. ¡Estas fuentes doradas son magníficas! ¿Dijisteis que eran un regalo del sha Zaman, uu?

—Sí —contestó mi padre fríamente.

Mi tío añadió con voz melancólica:

—Un niño llamado Aziz se los ató en una ocasión a los pies para cruzar unas arenas movedizas —y se sacó un pañuelo sonándose ruidosamente con él. Se oyó desde el exterior un sonido sordo, rechinante, como un murmullo. El ilkan levantó la mirada sorprendido y preguntó:

—¿Fue un trueno, uu? Creí que sólo caían cuatro gotas…

—Me permito informar al gran señor Kaidu —dijo uno de sus guardias, inclinándose profundamente —que el día es gris y húmedo, pero que no se ven nubes de tormenta.

—Es curioso —murmuró Kaidu dejando los platos dorados. Revolvió entre las muchas cosas que se estaban acumulando en la tienda y al encontrar un collar de rubíes particularmente elegante exclamó de nuevo:

—Hui! —Lo levantó y lo admiró —. La ilkatun os dará las gracias personalmente por esta pieza.

—Las gracias se han de dar al sultán Kutb-ud-Din —dijo mi padre. Yo me soné con mi pañuelo. Desde fuera llegó de nuevo el rumor ondeante del trueno, ahora algo más fuerte. El ilkan se sobresaltó tanto que soltó su collar de rubíes, y su boca se cerró y se abrió silenciosamente, formando una palabra que yo pude leer en sus labios, y luego dijo en voz alta:

—¡Otra vez! Pero ¿un trueno sin nubes de tempestad… uu…?

Cuando una tercera pieza, un fino rollo de tela de Cachemira, atrajo sus codiciosos ojos, apenas le di tiempo de gritar «Hui!» antes de sonarme, el trueno gruñó de nuevo amenazadoramente, él apartó su mano de golpe como si la tela quemara, formó de nuevo con los labios la palabra, y mi padre y mi tío me miraron intrigados.

—Perdonad, señor Kaidu —dije —. Creo que con este tiempo tan malo he pillado un resfriado de cabeza.

—Estáis excusado —dijo bruscamente —. Aha! Y ésta es una de las famosas alfombras persas qali, uu?

Sonada de nariz. Verdadero clamor de trueno. Su mano dio una sacudida, sus labios formaron convulsivamente la palabra y dirigió una mirada temerosa hacia el cielo. Luego nos miró a los tres con sus ojos oblicuos casi redondos y dijo:

—Sólo estaba jugando con vosotros.

—¿Excelencia? —preguntó tío Mafio, cuyos labios habían empezado también a contraerse nerviosamente.

—¡Jugando! ¡Bromeando! ¡Tomándoos el pelo! —dijo Kaidu casi suplicante —. El tigre a veces juega con su presa, cuando no está hambriento. ¡Y yo no estoy hambriento! No estoy hambriento de adquisiciones indignas. Yo soy Kaidu y poseo un sinfín de mous de tierra y un sin fin de lis de la Ruta de la Seda y más ciudades que pelos tengo y más vasallos que guijarros tiene un gobi. ¿Pensabais de veras que me faltaban rubíes y platos dorados y qalis persas, uu? —Fingió una risotada cordial —. ¡Ah, ah, ah, ah! —agachándose incluso y golpeando sus macizas rodillas con sus puños enormes —. Pero os asusté, ¿no es cierto, uu? Pensasteis que iba en serio.

—Sí, realmente nos lo creímos, señor Kaidu —dijo mi tío consiguiendo dominar su propio e incipiente regocijo.

—Y ahora el trueno ha cesado —prosiguió el ilkan, escuchando —. ¡Guardas! Empaquetad todo esto de nuevo y cargadlo en los caballos de estos hermanos mayores.

—Oh, gracias, señor Kaidu —dijo mi padre pero sin apartar de mí sus ojos regocijados.

—Y aquí tenéis la carta con el ukaz de mi primo —dijo el ilkan, apretándola contra la mano de tío Mafio —. Te la devuelvo, cura. Seguid hasta Kubilai con vuestra religión y con estas pobres chucherías. Quizá a él le guste coleccionar baratijas de este tipo, pero a Kaidu no. Kaidu no toma, ¡da! Dos de los mejores guerreros de la guardia personal de mi pabellón os acompañarán al caravasar y cabalgarán con vosotros cuando continuéis vuestro viaje hacia oriente.

Cuando los guardias empezaron a sacar los objetos rechazados me deslicé fuera del yurtu y fui a la parte posterior, donde Narices aguardaba sosteniendo la lámina metálica por un extremo para sacudirla de nuevo cuando oyera sonarme la nariz. Le hice la señal que todo Oriente utiliza para indicar «misión cumplida»: el puño con el pulgar levantado, cogí el trozo de cobre, atravesé el bok para devolverlo al armero y llegué al yurtu del ilkan cuando estaban cargando los caballos.

Kaidu estaba en la entrada del pabellón saludando con la mano y gritando:

—Que tengáis un buen caballo y una ancha llanura —hasta que no pudimos oírle más. Luego mi tío dijo en veneciano para que no se enteraran los dos mongoles que nos escoltaban conduciendo nuestros caballos y los suyos:

—Realmente, nuestra actuación conjunta ha sido excelente. ¡Tú, Nico, sólo inventaste una buena historia, pero Marco inventó a un dios del trueno!

Luego puso sus brazos sobre mis hombros y los de Narices y nos dio un cordial apretón.

4

En nuestro viaje alrededor del mundo habíamos llegado tan lejos y a países tan poco conocidos, que nuestro Kitab ya no nos servía de nada. Era evidente que el cartógrafo al-Idrisi no se había aventurado nunca por aquellas regiones, y al parecer no había conocido a nadie que lo hubiera hecho y a quien pudiese solicitar información, aunque fuera de segunda mano. Sus mapas redondeaban el borde oriental de Asia de modo demasiado breve y abrupto con el gran océano llamado mar de Kitai. Esto daba la falsa impresión de que Kashgar no estaba a una distancia enorme de nuestro destino: la capital de Kubilai, Kanbalik, situada en realidad tierra adentro, a gran distancia de este océano. Pero tal como me advirtieron mi padre y mi tío y tal como pude comprobar penosamente yo mismo, Kashgar y Kanbalik estaban separadas una de otra por medio continente, medio continente de dimensiones inmensamente superiores a las que al-Idrisi había imaginado. Nosotros, los viajeros, teníamos que recorrer exactamente tanto camino como el que habíamos ya cubierto desde Suvediye, en la orilla levantina del Mediterráneo.

La distancia es la distancia, tanto si se calcula por el número de pasos de una persona como por el número de días a caballo necesarios para cubrirla. Sin embargo, allí en Kitai, cualquier distancia parecía siempre más larga, porque no se contaba en farsajs sino en lis. El farsaj, que comprende aproximadamente dos millas y media occidentales, fue inventado por persas y árabes que siempre han sido grandes viajeros y que están acostumbrados a pensar en grandes unidades de medición. Pero el li, que vale solamente un tercio de milla, fue inventado por los han, que suelen ser gente hogareña. El campesino han probablemente en toda su vida no se aventura a más de unos li de distancia de su pueblo natal. Por lo tanto supongo que para él un tercio de milla es una gran distancia. De todos modos, cuando los Polo salimos de Kashgar yo estaba

acostumbrado a calcular en farsaj y no me impresionó mucho pensar que nos faltaban sólo ochocientos o novecientos farsajs para llegar a Kanbalik. Pero cuando me fui acostumbrando a calcular en li, el número de li que faltaban desde Kashgar hasta Kanbalik era apabullante: unos seis mil setecientos. Si no había apreciado aún la vastitud del Imperio mongol, desde luego acabé admirándola cuando viví la vastitud de su nación central, Kitai.

Fue preciso ejecutar dos ceremonias antes de salir de Kashgar. Nuestros guardias mongoles de escolta insistieron en que nuestros caballos, que ahora sumaban seis monturas y tres animales de carga, tenían que someterse a un cierto ritual para protegerlos contra los azghun de la ruta. Azghun significa «voces del desierto», y supuse que eran algún tipo de duende que infesta el desierto. Los guerreros llevaron de su bok a un hombre llamado chamán, que para ellos era un sacerdote, pero que nosotros calificaríamos de brujo. El chamán que parecía por sí solo un auténtico trasgo, con los ojos desorbitados y cubierto de pintura, murmuró algunos conjuros, echó unas gotas de sangre sobre las cabezas de los caballos y los dio luego por protegidos. Se ofreció a hacer lo propio con nosotros los infieles, pero nos negamos cortésmente, explicándole que ya teníamos con nosotros a nuestro propio sacerdote.

La otra ceremonia fue saldar nuestra cuenta con el patrón del caravasar, y ésta exigió

más tiempo y discusión que la escena de brujería. Mi padre y mi tío no aceptaron de entrada ni pagaron inmediatamente la cuenta del patrón, sino que regatearon por cada partida. Y la cuenta incluía todos los elementos de nuestra estancia: el espacio que habíamos ocupado en la posada y que habían ocupado nuestros animales en el establo, la cantidad de comida consumida por nosotros y de grano ingerido por los caballos, la cantidad de agua que habíamos bebido nosotros y ellos, y las hojas de cha remojadas en nuestra agua, el combustible de kara que se había quemado para nuestra comodidad, la cantidad de luz de candil de que habíamos disfrutado y el aceite necesario para ello. La cuenta lo incluía todo excepto el aire que habíamos respirado. Cuando la discusión subió de tono, intervinieron en ella el cocinero de la posada, o gobernador de la olla, como se titulaba a sí mismo, y el hombre que había servido nuestras comidas, o mayordomo de la mesa, y los dos empezaron a sumar a grandes voces el número de pasos que habían dado y los pesos que habían llevado y la cantidad de eficacia y de sudor y de genio que habían gastado con nosotros…

Pero pronto comprendí que no estaba ante un concurso de latrocinio por parte del patrón y de indignación por parte nuestra. Era simplemente una formalidad esperada, otra costumbre derivada del complicado comportamiento del pueblo han, una ceremonia tan excitante para el acreedor y el deudor que la pueden prolongar discutiendo elocuentemente durante horas, insultándose mutuamente y reconciliándose, rechazando todo acuerdo y proponiendo compromisos hasta que al final se ponen de acuerdo, se paga la cuenta y todos quedan más amigos que antes. Cuando finalmente salimos cabalgando de la posada, el patrón, el gobernador de la olla, el mayordomo de la mesa y todos los demás criados estaban en la puerta saludándonos con la mano y enviándonos el saludo de despedida han: «Man zou», que significa «Dejadnos solamente si es preciso.»

La Ruta de la Seda se bifurca en dos cuando sale de Kashgar por el este. Esto se debe a que al este mismo de la ciudad hay un desierto, un desierto seco, pelado y arrugado, como una llanura cubierta de cacharros amarillos hechos trizas, un desierto tan grande como una nación, y basta su mismo nombre para que todos lo eviten, porque se llama Takla Makan, que significa «si se entra en él, no se sale más». Quien viaja por la Ruta de la Seda puede escoger la rama que rodea por el noreste este desierto o la que lo rodea por el sureste; y esta última fue la que tomamos. La ruta nos condujo por una cadena de

Other books

Interference & Other Stories by Richard Hoffman
From the Ashes by Gareth K Pengelly
Muckers by Sandra Neil Wallace
The Drowning Man by Margaret Coel
Only Mine by Elizabeth Lowell
Direct Action by John Weisman