Habían condenado al zudio por un delito bastante común: cargar sus préstamos con intereses excesivos, pero se murmuraba su participación en intrigas más picantes. Corría el rumor de que no se limitaba como un razonable prestamista cristiano a tratar con joyas, vajillas de plata y otros objetos de valor, sino que estaba dispuesto a prestar buen dinero a cambio de simples cartas de papel, aunque tenían que ser de tipo indiscreto o comprometedor. Muchas venecianas recurrían a los escribientes para que les escribieran precisamente cartas de ese tipo, o para que les leyeran las que recibían, y quizá las mujeres allí presentes querían contemplar al zudio y especular con la posibilidad de que tuviera copias comprometedoras de su correspondencia. O quizá, como pasa a menudo con las mujeres, tenían ganas de ver azotar a un hombre.
Acompañaron al usurero hacia el pilar de los azotes varios guardias gastaldi uniformados y su consolador asignado, un miembro de la lega Hermandad de la Justicia.
El hermano quería conservar su anonimato en esta misión degradante de consolar a un judío, y llevaba una sotana larga y un capuchón sobre el rostro con dos agujeros para los ojos. Un preco de la Quarantia estaba donde yo había estado el día anterior, en la loggia de San Marcos, con los cuatro caballos, y desde aquella altura leyó con voz retumbante:
—Puesto que el convicto Mordecai Cartafilo se ha comportado muy cruelmente atentando contra la paz del Estado y el honor de la República y la virtud de sus ciudadanos… se le sentencia a recibir trece fuertes golpes de frusta y a ser encerrado luego en un pozzo de la prisión del palacio mientras los Signori della Notte investigan otros detalles de sus crímenes…
Siguiendo la costumbre, preguntaron al zudio si quería formular alguna objeción a la sentencia, pero éste se limitó a gruñir despreocupadamente:
—Né tibi né catabi.
El desgraciado pudo encogerse fríamente de hombros antes de sentir el látigo, pero actuó de otro modo en los minutos siguientes. Primero gruñó, luego gritó y al final aulló. Yo paseé los ojos por la multitud —los cristianos asentían todos con aprobación y los judíos intentaban mirar a otras partes —, pero mi mirada se detuvo sobre un cierto rostro y quedó fija en él; luego, empecé a deslizarme a través de la apretada multitud para acercarme a mi dama perdida y hallada de nuevo.
Oí un grito detrás mío y la voz de Ubaldo que me llamaba:
—Ola, Marco, ¿no quieres oír la música de la sinagoga?
Pero yo no me volví. No quería arriesgarme a perder de nuevo a la mujer. También ahora iba sin velo para ver mejor la frusta, y mis ojos se regalaron de nuevo con su belleza. Cuando me hube acercado vi que estaba al lado de un hombre alto con capa y capucha echada sobre los ojos; desde luego era tan anónimo como el hermano de la Justicia del pilar de los azotes. Y cuando estuve muy cerca de ellos oí que murmuraba a la dama:
—Entonces fuiste tú quien habló al morro.
—El judío se lo ha merecido —dijo ella, mientras el delicioso puchero se prolongaba brevemente en sus labios.
—Un pollito ante un tribunal de zorros —murmuró él.
Ella rió ligeramente pero sin ganas:
—¿Hubierais preferido, padre, que yo dejara a los p-pollitos ir al confesonario?
Me pregunté si la dama era más joven de lo que yo imaginaba puesto que llamaba padre a todo el mundo. Pero cuando dirigí una mirada de soslayo al capuchón, pude ver gracias a mi menor estatura que era el cura de San Marcos del día anterior. Me extrañó
que se paseara ocultando sus hábitos y continué escuchando, pero su conversación inconexa no me dio ninguna pista.
Él dijo con un murmullo de voz:
—Te has cebado en la víctima equivocada. La que podía hablar, no la que pudo haber escuchado.
Ella rió de nuevo y dijo con malicia:
—Nunca dijiste el nombre de esa última persona.
—En ese caso dilo tú —murmuró él —. Dilo al morro y entrega a los zorros un macho cabrío en lugar de un pollito.
Ella denegó con la cabeza:
—Este individuo, este viejo cabrón, tiene amigos entre los zorros. Necesito un sistema más secreto todavía que el morro.
Él calló un momento. Luego murmuró:
—Bravo.
Supuse que con aquel murmullo estaba aplaudiendo la frusta, cuya actuación estaba
acabando en aquel momento después de un último y penetrante aullido de dolor. La multitud empezó a moverse para dispersarse:
Mi dama dijo:
—Sí, investigaré esa posibilidad. Pero ahora —añadió tocando el brazo del hombre bajo la capa —la tal persona se nos aproxima.
Él bajó todavía más su capuchón sobre el rostro y se movió con la multitud separándose de la mujer. Se puso al lado de ella otro hombre, de cabello gris, rostro enrojecido y ropa tan fina como la suya. Quizá éste era su padre de verdad, pensé yo. El hombre le dijo:
—Vaya, aquí estás, Ilaria. ¿Cómo pudimos perdernos?
Fue entonces cuando oí por primera vez su nombre. Ilaria y el hombre mayor se marcharon juntos. Ella charlaba animadamente comentando «lo bien que ha trabajado la frusta, y lo perfecto que ha sido el día para esto», junto con otras típicas observaciones femeninas. Me separé lo suficiente de ellos para no despertar la atención, pero los seguí
como si me tiraran de una cuerda. Temí que andarán solamente hasta el muelle y que allí tomaran el bátelo o la góndola del hombre. De ser así me hubiese costado mucho seguirlos. Todos los espectadores que no disponían de un bote propio estaban compitiendo para alquilar uno. Pero Ilaria y su acompañante se fueron hacia el otro lado y atravesaron la piazzetta hacia la piazza principal, evitando la multitud y siguiendo el muro del palacio del Dogo.
El rico traje de Ilaria rozó los morros de las máscaras leoninas de mármol que sobresalen del muro del palacio, a la altura de la cintura. Son lo que los venecianos llamamos musi da denonzie secrete, y hay uno por cada tipo de crimen: contrabando, evasión de impuestos, usura, conspiración contra el Estado, etc. Los morros tienen ranuras en lugar de bocas y al otro lado de ellas, dentro del palacio los agentes de la Quarantia están agazapados como arañas esperando que una telaraña dé un tirón. No tienen que esperar mucho entre cada alarma. A lo largo de los años estas ranuras de mármol se han ido ensanchando y alisando con el roce, porque innumerables manos han deslizado en su interior mensajes anónimos imputando crímenes a enemigos, a acreedores, a amantes, a vecinos, a parientes carnales e incluso a gente totalmente desconocida. Los acusadores permanecen en el anonimato y pueden acusar sin pruebas, y además la ley deja poco margen para la malicia, la calumnia, la frustración y el despecho, por lo que son los acusados quienes deben mostrar su inocencia. No es fácil conseguirlo, y raramente se puede hacer.
El hombre y la mujer dieron la vuelta a dos lados de la plaza porticada, mientras yo los seguía lo bastante de cerca para escuchar su charla anodina. Luego entraron en una de las casas de la misma piazza y la actitud de los criados que abrieron la puerta me demostró que vivían allí. Estas casas, situadas en el corazón mismo de la ciudad, tienen fachadas poco decoradas y no reciben el nombre de palacios. Se las llama «casas mudas», porque su simplicidad exterior no delata la riqueza de sus ocupantes, que figuran entre las familias más antiguas y nobles de Venecia. Por lo tanto también yo guardaré silencio sobre el nombre de la casa donde entró Ilaria, y así evito el peligro de deshonrar el nombre de esa familia.
Durante esa breve vigilancia me enteré de dos cosas más. Los fragmentos de conversación demostraban, incluso para una mente entontecida como la mía, que el hombre de cabello gris no era el padre de Ilaria sino su marido. Eso me causó cierta pena, pero me animé pensando que una mujer joven con un marido viejo debería abrirse fácilmente a las atenciones de un hombre más joven, como yo. El otro elemento de la conversación que capté fue una referencia a la festa que debía celebrarse la semana siguiente, el Samarco dei Bócoli. (Debería haber indicado que el
mes era abril, y que el veinticinco de abril es la fiesta de San Marcos. En Venecia ese día se celebra siempre con una fiesta de flores, de alegría y de mascarada dedicada a
«san Marcos de los Brotes». Esta ciudad gusta mucho de las fiestas, y recibe con especial alegría ese día porque es la primera fiesta que llega cada año después del Camevale, que puede haberse celebrado dos meses antes.)
El hombre y la mujer hablaron de los trajes que les estaban haciendo y de los distintos bailes a los que habían sido invitados, y sentí otra punzada en el corazón porque esos festejos se celebrarían detrás de unas puertas cerradas para mí. Pero luego Ilaria dijo que también deseaba participar en los paseos al aire libre a la luz de las antorchas. Su marido le hizo algunas objeciones gruñendo y quejándose del gentío y de los apretones que sufriría «entre el vulgo», pero Ilaria insistió riendo, y mi corazón latió de nuevo con esperanza y decisión.
Cuando hubieron desaparecido dentro de su casa muta, corrí a una tienda que conocía cerca del Rialto. En la entrada colgaban máscaras de tela, de madera y de cartapesta, rojas, negras, blancas y de color carne, de formas grotescas, cómicas, demoníacas y naturales. Irrumpí en la tienda y grité al fabricante de máscaras:
—¡Hacedme una máscara para la festa Samarcol Una máscara que me dé un aspecto hermoso pero viejo. Quiero aparentar más de veinte años. Pero que se me vea bien conservado, viril y galante.
6
Sucedió, pues, que en aquella mañana de fines de abril, el día de la festa, me vestí con mi mejor traje sin que tuviera que decírmelo ninguno de los criados. Me puse un doublet de terciopelo cereza y pantalones de seda color lavanda, y mis zapatos rojos cordobeses que tan poco usaba, y por encima una capa pesada de lana destinada a disimular mi delgada finura. Oculté mi máscara debajo de la capa, salí de la casa y me fui a probar mi mascarada con los niños de las barcas. Cuando estuve cerca de su barcaza saqué la máscara y me la puse. Tenía cejas y un bigote gallardo de pelo auténtico, y su rostro era la cara nudosa y curtida por el sol de un marinero que ha recorrido medio mundo.
—Ola, Marco —dijeron los chicos —. Sana capona.
—¿Me reconocéis? ¿Se ve que soy Marco?
—Bueno. Ahora que lo dices… —replicó Daniele —. No, no te pareces mucho al Marco que conocemos. ¿A quién crees que se parece, Boldo?
Yo le corté impaciente:
—¿No parezco un marinero de más de veinte años?
—Pues… —dijo Ubaldo —. Quizá un marinero bajito…
—A veces no dan mucha comida a bordo —dijo Daniele animándome —. Podrías haberte quedado así por culpa de la comida.
Me sentí muy molesto. Cuando Doris salió de la barcaza y dijo sin más:
—Ola, Marco —di media vuelta para gritarle algo, pero lo que vi me detuvo. También ella se había disfrazado en honor del día. Se había lavado aquel cabello de tono indeterminado y había aparecido un hermoso cabello de color oro pajizo. Se había lavado la cara y se la había empolvado con un atractivo color pálido, como las venecianas adultas. También llevaba un traje femenino largo, de brocado, cortado y rehecho a partir de uno de los trajes de mi madre. Doris dio una vuelta para que las faldas se arremolinaran y me preguntó tímidamente:
—¿No soy tan fina y bonita como la lustrisima dama de tu amor, Marco?
Ubaldo masculló algo sobre «todas estas damas y gentilhombres enanos», pero yo me quedé mirando a Doris a través de los ojos de la máscara.
Doris insistió:
—¿Me sacarás a pasear en este día de fiesta, Marco?… ¿De qué te ríes?
—De tus zapatos.
—¿Qué? —preguntó ella en un susurro, bajando la mirada.
—Me río porque ninguna dama ha llevado nunca estos horribles tofi de madera. Doris puso una cara indescriptiblemente ofendida y se retiró de nuevo a la barcaza. Yo me entretuve con los chicos hasta que me aseguraron, medio convenciéndome que nadie descubriría que yo era un chico, excepto quienes estaban ya enterados de ello. Luego los dejé y me fui a la piazza San Marcos. Era demasiado pronto, y aún no había salido de casa ningún participante en la fiesta. Dona Ilaria no había descrito su traje mientras yo la espiaba; podía ir tan disfrazada como yo, y por lo tanto para reconocerla era preciso que vigilara delante de su puerta y la viera salir hacia el primero de sus bailes. Podía haber despertado sospechas si me quedaba en aquel extremo de los soportales como un ratero novato de extraordinaria estupidez, pero afortunadamente no era yo la única persona en la piazza vestida de modo sorprendente. Debajo casi de cada arco un matacin o un montimbanco disfrazados estaban montando sus plataformas para exhibir sus talentos mucho antes de que llegaran los espectadores. Se lo agradecí, porque así
tuve algo que mirar aparte de la entrada de la casa muta.
Los montimbanchi, embutidos en trajes como de médico o de astrólogo, pero con mayor profusión de estrellas, lunas y soles, ejecutaban varios pases de conjuro o hacían girar el manubrio de un ordegnogorgia para atraer con la música a los paseantes. Cuando conseguían captar la atención de alguien empezaban a pregonar a voz en grito sus remedios: hierbas secas, líquidos de color, hongos de leche de luna o cosas semejantes. Los matacini aparecían todavía más resplandecientes con sus brillantes caras pintadas y sus trajes de cuadros, diamantes y parches, y lo único que podían ofrecer era su agilidad. Saltaban por encima de sus plataformas y dentro y fuera de ellas, ejecutando enérgicas acrobacias y danzas del sable, contorsionándose con fantásticas evoluciones, haciendo malabarismos con pelotas y naranjas o saltando el uno sobre el otro. Se paraban luego para recobrar el aliento y pasaban el sombrero para recoger unas monedas.
A medida que avanzaba el día llegaron más actores y ocuparon otros lugares en la piazza, también llegaron vendedores de confeti y dulces y bebidas refrescantes, y aumentó asimismo el número de paseantes normales, que sin embargo no llevaban todavía sus atuendos de fiesta. Estos paseantes se congregaban alrededor de una plataforma para contemplar las habilidades de un montimbanco o escuchar a un castrón cantando barcarole con acompañamiento de laúd, y cuando el artista empezaba a pasar su sombrero o a ofrecer sus mercancías, se trasladaban a otra plataforma. Muchas de estas personas tras pasar de un artista a otro llegaban a donde yo estaba al acecho con mi máscara y mi capa; entonces se quedaban parados delante mío mirándome con la esperanza de que hiciera algún número extraordinario. Su actitud era torturante, porque ante ellos sólo podía sudar (aquel día de primavera el calor apretaba más de la cuenta) y adoptar la actitud de algún criado apostado en aquel lugar que esperaba pacientemente a su amo.