El viajero (99 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

BOOK: El viajero
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—No tanto. —Sacudió como una yegua briosa los rizos de su negra crin —. Yo había aprendido a fingir. Fingí que cada hombre era mi bello, valiente Ali Babar. Y ahora confío que Alá me entregará por fin mi propia recompensa. Si vos, amo Marco, no me hubieseis convocado, yo misma os habría pedido audiencia para que ayudarais a reunir nuestras vidas. ¿Diréis a Ali que deseo ser suya de nuevo, y que espero que se nos permita casarnos?

Tosí de nuevo, sin saber qué responder:

—Ejem… princesa Mar-Yanah…

—Esclava Mar-Yanah —me corrigió —. Para los esclavos hay reglas de matrimonio más estrictas incluso que para los reyes.

—Mar-Yanah, os aseguro que el hombre que recordáis con tanto cariño os recuerda igual. Pero cree que todavía no le habéis reconocido. Realmente me asombra que pudierais hacerlo.

Ella sonrió de nuevo.

—Es decir, que le veis como le ven mis compañeros esclavos. Por lo que dicen, ha cambiado mucho.

—¿Por lo que dicen…? ¿O sea que no le habéis visto todavía?

—Desde luego, le he visto. Pero ignoro qué aspecto tiene. Todavía veo en él al campeón que hace veinte años luchó para salvarme de mis secuestradores árabes, y que aquella noche hizo tiernamente el amor conmigo. Es joven, y tan recto y esbelto como la letra alif, y virilmente bello. Más o menos como vos, amo Marco.

—Gracias —contesté, pero débilmente, porque continuaba confundido. ¿No había notado ella todavía el feo rasgo que le había merecido el nombre de Narices? Luego añadí —: No tengo ningún deseo de que una encantadora dama pierda sus encantadoras imaginaciones, pero…

—Amo Marco, ninguna mujer puede desilusionarse mucho en relación al hombre que ama realmente. —Dejó la taza, se me acercó y alargó la mano tímidamente para tocarme la cara —. Tengo casi los años suficientes para ser vuestra madre. ¿Puedo deciros un pensamiento de madre?

—Hacedlo, por favor.

—También vos sois bello, y joven, y pronto un día una mujer os amará de verdad. Tanto si Alá os concede que podáis vivir juntos toda vuestra vida, como si os exige, como nos exigió a Ali Babar y a mí, que no podáis reuniros hasta transcurrido mucho tiempo desde vuestro primer encuentro, vos envejeceréis y ella también. No puedo predecir si os transformaréis en una persona débil y encorvada, o gruesa o calva o fea, pero nada importará. Puedo deciros esto con certeza: ella os verá siempre como os vio cuando os conocisteis. Hasta el fin de vuestros días, o de sus días.

—Alteza —le dije, y con convicción, porque si alguna mujer merecía un título así, era ella —. Quiera Dios que encuentre a una mujer de corazón y ojos tan amorosos como los vuestros. Pero debo señalar en conciencia que un hombre puede cambiar en aspectos que no pueden percibirse.

—¿Quizá os creéis en la obligación de informarme de que Ali Babar no se ha mantenido irreprochable durante todos estos años. ¿Que no ha sido una persona firme, ni fiel, ni admirable, ni incluso masculina? Sé que ha sido un esclavo y sé que de los esclavos se espera un comportamiento inferior al de las personas.

—Sí, claro —murmuré —. Él dijo más o menos lo mismo. Dijo que intentó convertirse en lo peor del mundo, porque había perdido a lo mejor.

Ella meditó mis palabras y dijo pensativamente:

—Aparte de lo que él y yo hayamos sido, le será más fácil a él ver las marcas dejadas en

mí, que a mí ver las suyas.

Fui yo quien la corregí entonces:

—Esto es totalmente falso. Lo menos que puede decirse de vos es que habéis sobrevivido bellamente. Cuando oí hablar por primera vez de Mar-Yanah me imaginé a una triste ruina de persona, pero ahora veo todavía a una princesa. Ella movió negativamente la cabeza:

—Yo era doncella cuando Ali Babar me conoció, y estaba entera. Es decir, que aunque había nacido musulmana mi sangre era real y en la infancia no me habían quitado mi bizir. Podía enorgullecerme entonces de mi cuerpo, y Ali pudo gozar con él. Pero desde entonces me he convertido en el juguete de medio ejército mongol, y luego de un número igual de hombres, y algunos hombres maltratan sus juguetes. —Apartó otra vez sus ojos de mí, pero continuó diciendo —: Vos y yo hemos hablado francamente; y así lo haré ahora. Mi meme está rodeado de cicatrices de dentelladas. Mi bizir está estirado y fláccido. Mi góbek está flojo y sus labios sueltos. He abortado tres veces y ahora ya no puedo concebir.

Tuve que conjeturar el significado de las palabras turcas que había utilizado, pero era imposible confundirse sobre la sinceridad de sus palabras finales.

—Si Ali Babar puede amar lo que queda de mí, amo Marco, ¿creéis que no puedo amar yo lo que queda de él?

—Alteza —dije de nuevo y otra vez sinceramente, aunque con la voz algo ahogada —, me siento confuso y avergonzado, pero he aprendido algo. Si Ali Babar puede merecer una mujer como vos, es más hombre de lo que yo había imaginado. Y yo sería menos hombre si no me esforzara en facilitar vuestra boda. Quisiera iniciar inmediatamente los trámites. Decidme: ¿cuáles son las normas de palacio en relación a los matrimonios entre esclavos?

—Los propietarios de ambas partes han de conceder su permiso, y han de ponerse de acuerdo respecto al lugar de residencia de la pareja. Eso es todo, pero no todos los amos son tan indulgentes como vos.

—¿Quién es vuestro amo? Mandaré un mensaje solicitando audiencia. Su voz vaciló un poco:

—Mi amo, siento decirlo, tiene poco control sobre su familia. Tendréis que hablar con su esposa.

—Extraña familia —observé —. Pero esto no tiene que complicar nada. ¿Quién es ella?

—La dama Zhao Guan. Es una de las artistas de la corte, pero su título es armero de la guardia de palacio.

—Ah, sí. He oído hablar de ella.

—Es… —Mar-Yanah se detuvo un momento para escoger cuidadosamente sus palabras —. Es una mujer de fuerte voluntad. La dama Zhao quiere que sus esclavos sean totalmente suyos y que estén disponibles a todas horas.

—Yo no soy exactamente una persona débil —dije —. Y he prometido que vuestros veinticuatro años de separación acabarán ahora y aquí. Cuando estén resueltos los trámites, haré que vos y vuestro héroe volváis a reuniros. Hasta entonces…

—Que Alá os bendiga, buen amo y amigo Marco —dijo con una sonrisa tan brillante como las lágrimas de sus ojos.

Llamé a Buyantu y a Biliktu para que acompañaran a la visita a la puerta. Lo hicieron de mala gana, con frentes arrugadas y labios contraídos, por lo que cuando volvieron me dirigí a ellas en tono severo.

—Vuestra actitud de superioridad no es muy cortés y no os favorece mucho, queridas. Sé que vuestro valor es únicamente de veintidós quilates. La dama que habéis acompañado de tan mala gana vale según mi propia estimación veinticuatro quilates

enteros. Ahora, Buyantu, ve a presentar mis respetos a la dama Zhao Guan y dile que Marco Polo solicita hora para visitarla.

Cuando Buyantu se hubo ido y Biliktu se hubo marchado enfadada a otra habitación para esconder su mal humor fui a echar un vistazo más tranquilo a mi jarra llena de huoyao pastoso. Era evidente que los cincuenta liang de polvo de fuego se habían echado totalmente a perder. Dejé a un lado aquella jarra, cogí el cesto restante y contemplé su contenido. Al cabo de un rato empecé a recoger muy cuidadosamente algunos granos de salitre de la mezcla. Cuando tuve más o menos una docena de puntitos blancos, humedecí ligeramente la punta del mango de marfil de un abanico. Recogí el salitre con la punta del mango y sin intención fija lo acerqué a la llama de una vela cercana. Los granos se fundieron instantáneamente formando un vidriado sobre el marfil. Aquello me dio que pensar. El artificiero tenía razón cuando me habló del huoyao humedecido, y me había aconsejado que no intentara cocerlo. Pero supongamos que pusiera un pote de huoyao sobre un fuego bajo, no muy caliente, para que el salitre de su interior se fundiera y aglomerara el conjunto… Mis meditaciones se interrumpieron con el regreso de Buyantu, quien me informó de que la dama Zhao podía recibirme en aquel mismo momento.

Allí fui y me presenté:

—Marco Polo, señora mía —haciendo luego un adecuado koutou.

—Mi señor marido me ha hablado de vos —dijo, mientras me daba venia para levantarme con un juguetón golpecito de su desnudo pie.

Tenía las manos ocupadas jugando con una bola de marfil, igual que su marido, para conservar flexibles los dedos.

Cuando me levanté, agregó:

—Me preguntaba cuándo os dignaríais visitar a este íntimo miembro de la corte. —Su voz era tan musical como campanillas al viento, pero parecía como si en la producción de esta música no interviniese mucho el factor humano —. ¿Queréis discutir mi cargo, o mi trabajo auténtico? ¿O los pasatiempos que intercalo?

Dijo esto último con una impúdica sonrisa. Era evidente que doña Zhao me consideraba enterado, como todo el mundo, de su glotonería por los hombres. Debo confesar que sentí brevemente la tentación de incorporarme a su alacena de bocados. Tenía más o menos mi edad, y su belleza me hubiese atraído si no hubiese llevado las cejas totalmente depiladas y sus delicados rasgos recubiertos con un polvo blanco como la muerte. Yo tenía curiosidad como siempre por descubrir lo que se ocultaba debajo de las ricas ropas de seda, sobre todo en este caso porque aún no me había acostado con una mujer de raza han. Pero reprimí mi curiosidad y dije:

—De momento, ninguno de estos temas señora, si bien os parece. Tengo otra…

—Ah, uno de los tímidos —dijo, cambiando su sonrisa impúdica por una sonrisa afectada

—. Empecemos, pues, hablando de vuestros pasatiempos favoritos.

—Quizá en otra ocasión, doña Zhao. Quisiera hablar hoy de una esclava vuestra llamada Mar-Yanah.

—Aiya! —exclamó, que es el equivalente han de «vaj!». Se irguió repentinamente sobre su sofá frunciendo el cejo, y no es muy agradable mirar un cejo fruncido cuando no hay cejas en medio. Preguntó secamente —: ¿Pensáis que esa turca es mucho más atractiva que yo?

—En absoluto, señora —dije mintiendo —. Soy de noble cuna en mi tierra nativa, y ni aquí

ni en ningún lugar estaría dispuesto a admirar a una mujer que no fuera de tan perfecta ascendencia como vos.

Preferí no citar el hecho de que ella era sólo noble mientras que Mar-Yanah tenía sangre real.

Pero mi frase pareció ablandarla:

—Bien dicho. —Se recostó de nuevo voluptuosamente —. Pero yo he descubierto que a veces un soldado mugriento y sudoroso puede resultar atractivo… Alargó la palabra como invitando un comentario mío, pero yo no quería dejarme arrastrar a un concurso de experiencias perversas. Por lo tanto intenté continuar:

—En relación a la esclava…

—La esclava, la esclava… —suspiró ella. Hizo pucheros, tiró al aire su bola de marfil y la recogió petulantemente —. Hace un instante estabais hablando con propiedad, como corresponde a un galante que visita a una dama. Pero preferís hablar de esclavas. Recordé que con los han cualquier negocio se ha de abordar dando rodeos, después de un largo intercambio de trivialidades. O sea que dije con galantería:

—Preferiría con mucho hablar de mi señora Zhao y de su incomparable belleza.

—Así es mejor.

—Me sorprende un poco que el maestro Zhao teniendo al alcance de su mano un modelo tan excelente no haya pintado cuadros de vos.

—Lo hizo —dijo con una sonrisa de satisfacción.

—Siento que no me enseñara ninguno.

—Si pudiera hacerlo no querría, y no puede. Están en posesión de los diversos señores que aparecen retratados en las mismas pinturas. Y tampoco es probable que estos señores las enseñen.

No necesité dar muchas vueltas a esta observación para entender su significado. De momento me reservé mi juicio sobre el maestro Zhao, tanto si sentía simpatía por su situación como si me molestaba su hábil complicidad con ella, pero estaba claro que aquella joven dama no me gustaba mucho y que ya tenía ganas de abandonar su compañía. Dejé, pues, de andarme con rodeos.

—Ruego a mi dama que perdone mi insistencia sobre el tema de la esclava, pero intento enderezar un entuerto de larga duración. Pido a la dama Zhao que dé su permiso para el matrimonio de su esclava Mar-Yanah.

—Aiya! —exclamó de nuevo y en voz alta —. ¡La vieja marrana está embarazada!

—No, no.

Ella continuó, sin oír mis palabras, mientras sus cejas inexistentes se retorcían.

—¡Pero esto no os obliga a nada! Ningún hombre se casa con una esclava sólo por haberla fecundado.

—¡Yo no lo hice!

—La molestia es ligera y se elimina con facilidad. La llamaré y le patearé el vientre. No os preocupéis más.

—No estoy preocupado por…

—Sin embargo todo esto son especulaciones. —Su lengüecita roja asomó por la boca y lamió sus pequeños y rojos labios —. Todos los médicos declararon estéril a esta mujer. Sin duda sois excepcionalmente potente.

—Señora Zhao, ¡la mujer no está encinta y no soy yo quien quiere casarse con ella!

—¿Qué?

Por primera vez su rostro quedó sin expresión.

—Es un esclavo mío que desde hace mucho tiempo ha estado enamorado de vuestra Mar-Yanah. Sólo os pido que os pongáis de acuerdo conmigo y les permitáis casarse y vivir juntos.

Se me quedó mirando. Desde que yo había entrado la joven dama había ido asumiendo una expresión tras otra: de invitación, de timidez, de petulancia, y ahora comprendí por qué mantenía sus rasgos continuamente en movimiento. Sin ninguna contorsión consciente aquel rostro blanco era tan vacuo como una hoja de papel en blanco. Me

pregunté si el resto de su cuerpo era tan poco excitante como el rostro. ¿Eran todas las mujeres han hojas en blanco que sólo asumían apariencia humana esporádicamente?

Casi le agradecí que pusiera una expresión de disgusto y dijera:

—Esta mujer turca es mi peinadora y la encargada de ponerme cosméticos. Ni mi señor marido puede modificar su horario. No veo por qué motivo debo compartirla con un marido suyo.

—¿En este caso quizá podríais venderla? Yo podría pagaros una suma que os permitiría comprar una sustituía excelente.

—¿Queréis insultarme? ¿Suponéis que no puedo permitirme regalar una esclava si me apetece?

Se levantó de un salto del diván, movió rápidamente sus pies desnudos y agitando como una estela tras suyo sus ropas, cintas, borlas y polvos perfumados abandonó la habitación. Me quedé allí preguntándome si me había despedido sumariamente o si iba a buscar un guardia para arrestarme. La chica era tan mutable y exasperante como su rostro inconstante. En el transcurso de una breve conversación había conseguido llamarme en rápida sucesión descarado, presuntuoso, salaz, entrometido, apocado y finalmente ofensivo. No me extrañaba que una mujer así precisara de un suministro continuo de amantes; probablemente los iba olvidando uno por uno a medida que salían de su cama.

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