El viajero (30 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

BOOK: El viajero
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aposento oí una serie de ruidos procedentes del patio exterior: un silbido largo y pronunciado, un sonoro clop y un grito ronco en forma de «¡luia!» Luego entró mi tío procedente de ese patio, desnudo todavía, con la piel manchada de sangre y la barba oliendo a humo, y dijo con satisfacción:

—Esta fue la última porción del viejo demonio, y se fue como había deseado. He quemado sus vestiduras y las mantas y he dispersado las cenizas. Podemos marchar cuando nos hayamos vestido y comido.

Comprendí, desde luego, que no habían dejado en velatorio a Belleza de la Luna de la Fe, sino que le habían hecho unos funerales muy poco musulmanes, y las palabras de tío Mafio «se fue como había deseado» despertaron mi curiosidad. Se lo pregunté, él rió y dijo:

—El último trozo se fue volando hacia el sur, hacia La Meca.

BAGDAD

1

Continuamos descendiendo a lo largo del Furat, y siguiendo en dirección sudeste atravesamos una franja de tierra particularmente ingrata, en donde el río se había abierto paso cortando una sólida roca basáltica. Era una tierra inhóspita, baldía y negra, en la que ni siquiera había hierbas, palomas ni águilas. Pero allí no nos persiguieron ni los Descarriados ni nadie. Y poco a poco el paisaje se fue haciendo más agradable y hospitalario, como si celebrara nuestra huida del peligro. Las márgenes del río comenzaron a elevarse sensiblemente hasta acabar formando un amplio y verde valle con huertas, bosques, pastos, granjas, flores y frutos. Pero las huertas estaban tan herbosas y descuidadas como los bosques nativos y los terrenos de las granjas tan llenos de vegetación y de malas hierbas como los campos de flores silvestres. Los propietarios de las tierras se habían marchado, y las únicas personas que encontramos en aquel valle eran familias nómadas beduinas dedicadas al pastoreo, gente errante que vagaba por aquel valle como pudiera hacerlo por las praderas, sin patria y sin raíces. En ningún lugar había población sedentaria, nadie que trabajara para impedir que la tierra, antes domesticada, se volviese salvaje.

—Esto es culpa de los mongoles —dijo mi padre —. Cuando el ilkan Hulagu, es decir el kan menor Hulagu, arrasó esta tierra e invadió el imperio persa, la mayoría de los persas huyeron o se rindieron ante él, y los supervivientes no han regresado todavía para trabajar sus tierras. Pero los árabes y los curdos nómadas son como la hierba de la que viven y en busca de la cual van errantes. Los beduinos se inclinan ante cualquier viento, sin preocuparse de dónde sopla, ni de si es una brisa suave o un fiero simún; pero luego vuelven a enderezarse, igual que la hierba. A los nómadas no les importa quién gobierna esta tierra, y mientras la tierra esté ahí, en su sitio, jamás les importará, hasta el fin de los tiempos.

Giré sobre mi silla de montar, mirando la tierra que nos rodeaba, la más rica, fértil y prometedora que habíamos visto hasta entonces en nuestro viaje, y pregunté:

—¿Quién gobierna ahora Persia?

—Cuando Hulagu murió le sucedió como ilkan su hijo Abagha, quien ha sustituido Bagdad por una nueva capital en la ciudad norteña de Maragheg. Aunque el Imperio persa forma parte actualmente del kanato mongol, aún está dividido en shanatos, como antes, por ventajas administrativas. Pero cada sha está subordinado al ilkan Abagha, del mismo modo que Abagha está subordinado al gran kan Kubilai. Todo aquello me impresionaba. Sabía que aún nos faltaban muchos meses de duro viaje hasta llegara la corte del gran kan Kubilai. Pero allí, en las regiones occidentales de

Persia, estábamos ya dentro de las fronteras del dominio de ese kan tan lejano. En el colegio había estudiado con admiración y entusiasmo el Libro de Alejandro, y sabía que Persia llegó a formar parte del imperio del conquistador, y que su imperio era tan extenso que le valió el apelativo de «Magno». Pero las tierras conquistadas y gobernadas por los macedonios no eran más que un simple recorte de mundo comparado con las inmensidades conquistadas por Chinghiz Kan, ampliadas posteriormente por sus hijos y aún más por sus nietos hasta convertirse en un Imperio mongol de inimaginable inmensidad, sobre el cual reinaba actualmente el nieto Kubilai como kan de todos los kanes.

Creo que ni los antiguos faraones, ni el ambicioso Alejandro ni los avariciosos cesares pudieron haber soñado que existía tanto mundo, o sea que difícilmente pudieron haber soñado en conquistarlo. En cuanto a los posteriores monarcas occidentales, sus ambiciones y adquisiciones han sido todavía más insignificantes. Al lado del Imperio mongol, todo el continente denominado Europa parece una mera península, pequeña y atiborrada de gente; y todas sus naciones, como la de levante, sólo parecen pequeñas provincias ansiosas por darse importancia. Desde la eminencia donde se sienta entronizado el gran kan, mi nativa República de Venecia, orgullosa de su gloria y grandeza, debe de parecer tan trivial como el villorrio de Suvediye, donde gobierna el ostikan Hampig. Si los historiadores quieren seguir dignificando a Alejandro como el Magno o grande, sin duda deberían reconocer a Kubilai como inmensamente mayor. No soy yo quien ha de decirlo. Pero puedo afirmar que al entrar en Persia me estremeció

darme cuenta de que yo, un simple Marco Polo, estaba poniendo pie en el imperio más extenso gobernado jamás por un solo hombre desde los tiempos en que existe el mundo de los nombres.

—Cuando lleguemos a Bagdad —continuó mi padre —enseñaremos al actual sha, quien quiera que sea, la carta que traemos de Kubilai. Y el sha tendrá que recibirnos, como embajadores acreditados de su señor.

Continuamos descendiendo a lo largo del Furat y cada vez veíamos más rastros de civilización a través del valle, pues por todas partes se entrecruzaban múltiples canales de riego que se ramificaban del río. Sin embargo, ni personas ni animales ni ningún otro mecanismo hacían girar las inmensas norias de madera que había sobre los canales, las cuales permanecían inmóviles, y los cangilones de barro alrededor de su rueda no levantaban ni vertían agua. En la parte más ancha y verde del valle está el punto de máxima aproximación entre el Furat y el otro gran río que fluye hacia el sur de ese país, el Diylah, a veces llamado Tigris, que según se supone es uno de los otros ríos del Jardín del Edén. En ese caso, la tierra situada entre los dos ríos sería probablemente el lugar donde estaba situado el jardín bíblico. Y en caso de que así fuera, el jardín, cuando nosotros lo vimos, estaba tan vacío de habitantes, hombres y mujeres, como inmediatamente después de la expulsión de Adán y Eva.

En aquella región dirigimos nuestros caballos hacia el este del Furat y cabalgamos diez farsajs más hasta el Diylah; cruzamos el río por un puente construido con cascos vacíos de barcas que sostenían una pasarela de tablas y llegamos a Bagdad, situada en la orilla oriental.

La población de la ciudad, como la de los campos de alrededor, había disminuido terriblemente durante el asedio y toma de la ciudad por Hulagu. Pero en los últimos quince años aproximadamente gran parte de sus habitantes habían regresado y reparado los daños sufridos. Los mercaderes de la ciudad parecen ser más resistentes que los campesinos. Igual que los primitivos beduinos, los civilizados comerciantes parecen recuperarse rápidamente de las adversidades del desastre. En el caso de Bagdad, probablemente se deba a que muchos de sus mercaderes no eran musulmanes pasivos y

fatalistas, sino judíos y cristianos irrefrenablemente enérgicos; algunos de ellos procedían de Venecia, y los de Génova eran incluso más numerosos. O quizá Bagdad se recuperó porque es una importante encrucijada comercial, y por tanto una ciudad muy necesaria. Además de ser término occidental de la Ruta terrestre de la Seda, es término septentrional de la ruta marítima de las Indias. La ciudad no está

propiamente junto al mar, claro, pero en su río Diylah hay un denso tráfico de grandes barcas fluviales que descienden llevadas por la corriente, o que suben contra corriente impulsadas por las pértigas, comunicando Bagdad con Basora, una ciudad situada en el sur, en el golfo Pérsico, adonde llegan los navíos árabes de alta mar. En todo caso, y sean cuales fueren los motivos que favorecieron la recuperación, Bagdad era, cuando nosotros llegamos allí, lo que había sido antes de los mongoles: un centro comercial rico, vital y activo.

Era una ciudad tan bella como activa. De todas las ciudades orientales que había conocido hasta entonces, Bagdad era la que más me recordaba a mi nativa Venecia. Los muelles del Diylah estaban tan llenos, y eran tan tumultuosos, caóticos y olorosos como la Riva de Venecia, aunque los barcos que se veían allí, todos construidos y tripulados por árabes, no podían compararse en modo alguno con los nuestros. Eran embarcaciones alarmantemente primitivas para confiarlas al agua, construidas sin clavijas, ni clavos ni sujeciones de hierro de ningún tipo; las tablas del casco estaban cosidas con cuerdas de alguna fibra basta. Sus costuras e intersticios no estaban recubiertos con brea para impermeabilizarlos, sino con una especie de grasa hecha con aceite de pescado. El más grande de estos barcos tenía un único remo de dirección, y no era demasiado manejable pues estaba firmemente engoznado en medio de la popa. Otra cosa deplorable de estos barcos árabes era el sucio sistema de almacenar sus cargamentos. Después de llenar la bodega con una carga de todo tipo de comestibles, dátiles, frutos, grano y cosas por el estilo, los barqueros árabes solían llenar la cubierta situada directamente sobre la bodega con un rebaño de animales, formado a menudo por caballos árabes de calidad. Eran animales realmente hermosos, pero evacuaban con tanta frecuencia y cantidad como cualquier caballo, y sus excrementos goteaban y se filtraban entre las tablas e iban a parar sobre el cargamento de comestibles guardados bajo cubierta. Bagdad no está, como Venecia, comunicada por canales, pero sus calles siempre están rociadas de agua para que el polvo no se levante; y eso les da una fragancia húmeda que me recordaba a los canales. La ciudad tiene también muchas plazas abiertas, equivalentes a las piazze de Venecia. Algunas son plazas de mercado, los bazares; pero la mayoría son jardines públicos, pues los persas son unos enamorados de los jardines.

(Según supe después la palabra que en farsi significa jardín, pairi-daeza, se transformó en nuestro término bíblico Paraíso.) En estos jardines públicos hay bancos para que los paseantes descansen, arroyuelos que fluyen, muchos pájaros con sus nidos, árboles, arbustos, plantas perfumadas y flores radiantes, especialmente rosas, porque los persas son unos apasionados de las rosas. (A cualquier flor la llaman gul, aunque esa palabra en farsi significa concretamente rosa.) Asimismo, los palacios de las familias nobles y las grandes casas de los ricos mercaderes están construidas alrededor de jardines privados, tan amplios, tan repletos de rosas y de pájaros, y tan parecidos a paraísos terrenales como los jardines públicos.

Supongo que en mi cabeza los términos musulmán y árabe eran intercambiables, y por tanto pensaba que toda comunidad musulmana debía ser indistinguible en cuanto a suciedad, bichos, mendigos y hedor se refiere de las ciudades, pueblos y puebluchos árabes que había atravesado. Me sorprendió agradablemente descubrir que los persas, aunque sean de religión islámica, tienden a mantener limpios sus edificios, sus calles, sus vestidos y a ellos mismos. También, la proliferación de flores por todas partes y una

relativa disminución de mendigos hacían de Bagdad una ciudad más agradable y hasta menos pestilente, excepto, inevitablemente, alrededor del muelle y de los mercados del bazar.

Como es lógico, casi toda la arquitectura de Bagdad era peculiarmente oriental, sin embargo no resultaba totalmente exótica a mis ojos de occidental. Vi muchas filigranas de encaje hechas en piedra, los arabeschi, que Venecia también ha adoptado en la fachada de algunos edificios. Bagdad seguía siendo una ciudad musulmana, a pesar de haber sido absorbida por el kanato, pues los mongoles, a diferencia de la mayoría de conquistadores, no imponen en ningún lugar cambios de religión; y como tal estaba sembrada de esos grandes templos musulmanes, las masyids. Pero sus inmensas cúpulas no eran muy distintas de las de San Marcos y de las demás iglesias venecianas. Sus estilizadas torres de minarete apenas se diferenciaban de los campanili de Venecia, únicamente en que su sección solía ser redonda y no cuadrada y en que tenían balconcitos en la cúspide desde donde los muecines gritaban de vez en cuando para anunciar las horas de la oración.

Por cierto, en Bagdad todos estos muecines eran ciegos. Yo pregunté si era una condición necesaria para ese cargo, alguna exigencia del Islam, y me contestaron que no. Los ciegos hacen esta función de muecín convocando a la oración por dos razones prácticas. Como están incapacitados para la mayoría de los demás empleos, no pueden pedir por éste una paga alta. Y tampoco pueden aprovecharse pecaminosamente de su elevada posición, literalmente hablando; es decir, no pueden mirar lascivamente a cualquier mujer decente que suba a su azotea a quitarse el velo, o a veces algo más, y a tomar un baño de sol privado.

El interior de una masyid es muy distinto al de nuestras iglesias cristianas. En ninguna de ellas, y en ningún lugar, se encuentran estatuas, pinturas ni ninguna imagen reconocible. Creo que el Islam reconoce tantos ángeles, santos y profetas como el cristianismo, sin embargo, no permite ninguna representación, ni de ellos ni de ninguna otra criatura viva o que haya vivido alguna vez. Los musulmanes creen que Alá, como nuestro Dios Señor, creó todas las cosas vivientes. Pero a diferencia de nosotros, los cristianos, mantienen que toda creación, incluso una simple imitación de algo vivo en pintura, madera o piedra, debe estar reservada siempre a Alá. Su Corán les advierte que el Día del Juicio, cualquier creador de cualquier imagen se verá obligado a darle vida; si no puede hacerlo, y evidentemente no podrá, se le condenará al infierno por haberse imaginado capaz de realizar una imitación. Y aunque una masyid musulmana o un palacio o una mansión siempre tienen una gran riqueza decorativa, estas decoraciones no representan nada: consisten solamente en formas y colores y en intrincadas arabeschi. A veces es posible distinguir que estas formas están tejidas con la típica escritura árabe de gusanitos, construyendo alguna frase o versículo del Corán. (Estas cosas tan raras que aprendí sobre el Islam, y muchas otras cosas extrañas que también aprendí, se debieron a que en mi estancia en Bagdad primero tuve un maestro, y después otro, ambos raros y extraordinarios, pero ya hablaré de ellos en su momento.) Me impresionó especialmente un tipo de decoración que veía en las habitaciones interiores de todos los edificios privados y públicos de Bagdad. He de decir que la vi allí

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