La influencia han era evidente incluso en esta ruda ciudad fronteriza. Paseé por calles llamadas Benevolencia Florida y Fragancia Cristalizada y en una plaza de mercado llamada Empresa Productiva e Intercambio Justo, vi a torpes soldados mongoles
comprando bellos pájaros cantores enjaulados y cuencos con relucientes pececitos para adornar sus rudos cuarteles militares. Cada tenderete del mercado tenía un cartel, una plancha larga y estrecha colgada verticalmente, y la gente me traducía amablemente las palabras inscritas en el alfabeto mongol o en los caracteres han. Cada cartel además de indicar el producto que vendía la tienda, «Huevos de faisán para elaborar pomada para el pelo» o «Tinte de índigo con olor de especias», añadía unas palabras de consejo: «La indolencia y la charlatanería no favorecen los negocios» o «Antiguos clientes han llevado a la triste necesidad de no conceder créditos» u otras frases del mismo estilo. Pero Kashgar tenía algo gracias a lo cual comprendí inmediatamente que Kitai era diferente de los demás países: la infinita variedad de olores. Es cierto que todas las demás comunidades orientales habían olido lo suyo, pero habían olido principal y terriblemente a orina rancia. Kashgar no estaba libre de este olor acre, pero tenía muchos olores más, y mejores. El más perceptible era el del humo de kara, que no es desagradable, y con él se fundía el olor de innumerables y fragantes inciensos, que la gente quemaba en sus casas y tiendas, además de quemarlo en los lugares de culto. También se percibía a todas horas del día y de la noche el olor de las comidas que se preparaban en las cocinas. A veces el olor era familiar: el aroma simple, bueno, sabroso de unas costillas de cerdo triándose en alguna cocina no musulmana. Pero a menudo no lo era: el olor de una olla repleta de ranas hirviendo o de un perro en estofado desafía toda descripción. Y a veces era un olor interesante y exótico: el de azúcar quemado, por ejemplo, que sentía mientras contemplaba a un vendedor han de dulces derretir azúcares de brillantes colores sobre un brasero para luego, como un brujo, soplar y retorcer este fondant dándole formas delicadas y sedosas: una flor de pétalos rosados y hojas verdes, un hombre marrón sobre un caballo blanco, un dragón con muchas alas multicolores. En el mercado se exponían en cestos hojas de cha, de tipos muy variados, más de los que yo hubiese imaginado, todos aromáticos y sin que dos tipos olieran igual; y jarros de especias con unos picantes desconocidos para mí; y cestos de flores con formas, colores y perfumes que yo no había visto nunca. Incluso nuestra Posada de las Cinco Felicidades olía diferente de todas las demás que habíamos conocido, y el patrón me explicó el motivo. En el revoque de las paredes habían mezclado pimienta roja meleghéta. Desanimaba a los insectos, dijo, y le creí, porque el lugar estaba notablemente limpio de bichos. Sin embargo, estábamos a principios de verano y no pude verificar su otra afirmación: que la caliente pimienta roja hacía más calientes las habitaciones en invierno.
No vi a ningún comerciante veneciano en la ciudad, ni genovés, ni pisano ni a ningún otro rival comercial nuestro, pero nosotros los Polo no éramos los únicos blancos. O lo que se entiende por hombres blancos; recuerdo que muchos años después un sabio han me preguntó:
—¿Por qué os llaman blancos a los europeos? Vuestro color es más bien rojo ladrillo. De todos modos había unos cuantos blancos más en Kashgar, y su tono rojizo era fácilmente visible entre los colores de los cutis orientales. En mi primer paseo por las calles vi a dos blancos barbudos sumidos en profunda conversación, y uno de los dos era tío Mafio. El otro llevaba el traje de sacerdote nestoriano, y tenía la cabeza plana por detrás, lo que le identificaba como armenio. Me pregunté qué tema de discusión podía haber encontrado mi tío para hablar con un clérigo hereje, pero no me entrometí, me limité a saludarle con la mano al pasar por su lado.
2
En uno de los días de ocio obligado, salí de las murallas de la ciudad para contemplar el
campamento de los mongoles, lo que ellos llaman su bok, practicar algunas palabras mongoles que conocía y aprender otras nuevas.
Las primeras palabras nuevas que aprendí fueron éstas: «Hui! Nohaigan Hori!», y las aprendí a toda prisa, porque significan «Ola! ¡Quitad vuestros perros!» Jaurías de mastines grandes y truculentos merodeaban libremente por todo el bok, y cada yurtu tenía a la entrada dos o tres perros atados con cadenas. Comprendí también que había actuado con prudencia al llevar mi látigo de montar, como hacen siempre los mongoles, para golpear a los canes. Y aprendí rápidamente a dejar el látigo fuera cada vez que entraba en un yurtu, porque entrar con él era un acto de descortesía y ofendería a sus ocupantes humanos, pues podían suponer que no los consideraba mejores que perros. También tuve que observar otras reglas de conducta. Cuando un forastero se acerca a un yurtu ha de pasar primero entre dos de los fuegos de campamento del exterior, para purificarse adecuadamente. Además no se puede pisar nunca el umbral de un yurtu al entrar o salir de él, y no hay que silbar mientras se está en su interior. Aprendí todo esto porque los mongoles tenían muchas ganas de recibirme y de instruirme en sus costumbres y de interrogarme sobre las mías. De hecho estas ganas rayaban en el ansia. Si el carácter de los mongoles tiene un rasgo que supera la ferocidad que demuestran hacia los forasteros enemigos es la curiosidad con que reciben a los forasteros pacíficos. El sonido más frecuente en su idioma es «uu», que no es una palabra sino un sonido de interrogación.
—Sain bina, sain urkek! ¡Enhorabuena, buen hermano! —me dijo saludándome un grupo de guerreros; y luego me preguntaron inmediatamente —: ¿De qué parte bajo los cielos venís, uu?
—De bajo los cielos de Occidente —respondí, y ellos abrieron las hendiduras de sus ojos, todo lo que éstas permitían, y exclamaron:
—Hui! Aquellos cielos son inmensos, y abrigan a muchos países. ¿En vuestra tierra occidental habitabais bajo un techo, uu, o bajo una tienda, uu?
—En mi ciudad nativa, bajo un techo. Pero he estado mucho tiempo de viaje, viviendo bajo una tienda, cuando no lo hacía bajo el cielo abierto.
—Sain! —gritaron, sonriendo radiantemente —. Todos los hombres son hermanos, ¿no es cierto, uu? Pero los hombres que viven bajo tiendas son hermanos más próximos, tan próximos como mellizos. ¡Bien venido, hermano mellizo!
Se inclinaban para saludarme y me indicaban con gestos que entrara en uno de sus yurtus. El yurtu no se parecía en nada a mi delgada tienda de dormir, excepto en que también era portátil. Su interior tenía una única habitación redonda, pero espaciosa, de seis pasos de diámetro y su parte superior quedaba bien por encima de la cabeza de una persona erguida. Las paredes eran de listones de madera entrelazados, y eran verticales desde el suelo hasta la altura de los hombros, curvándose luego hacia dentro para formar una cúpula. En lo alto del centro había un redondel abierto por donde se escapaba el humo del brasero que calentaba la habitación. La estructura de listones sostenía la cubierta exterior del yurtu, formada por hojas superpuestas de fieltro pesado, pintadas de amarillo con arcilla y sujetas al armazón por cuerdas entrecruzadas. El mobiliario era escaso y simple, pero de buena calidad: alfombras para el suelo y camas de colchones, todo hecho de fieltro brillantemente coloreado. El yurtu era tan sólido, caliente y resistente a la intemperie como cualquier casa, pero podía desmontarse en una hora y envolverse en fardos pequeños y ligeros que podían llevarse sobre una única silla de equipaje.
Los mongoles que me habían saludado y yo entramos en el yurtu a través de una abertura con un faldón, situada en el lado meridional, como en todos los edificios mongoles. Me indicaron que me sentara en la «cama del hombre», situada en la parte
septentrional del yurtu, y en donde este hombre quedaba de cara al sur, la dirección de buen agüero. (Las camas para las mujeres y los niños estaban dispuestas alrededor, en los demás lados menos favorables.) Me hundí en los cojines cubiertos de fieltro y mi anfitrión me puso en las manos un vaso que era un simple cuerno de carnero. Vertió en este vaso un líquido claro de olor rancio y color blanco azulado que guardaba en un odre.
—Kumis —me dijo que era.
Esperé cortésmente a que todos los hombres tuvieran sus cuernos llenos. Luego hice lo que todos: meter los dedos en el kumis y tirar unas cuantas gotas en todas las direcciones de la brújula. Me explicaron, de modo muy claro para que lo entendiera, que estaban saludando «al fuego» en el sur, «al aire» en el este, «al agua» en el oeste, y «a los muertos» en el norte. Luego todos levantamos nuestros cuernos y bebimos un buen trago, y yo cometí una infracción de la etiqueta. Me enteré de que el kumis era para los mongoles una bebida tan amada y sacrosanta como el qahwah para los árabes. Yo la encontré malísima y dejé imperdonablemente que mi cara reflejara esta opinión. Todos los hombres se miraron compungidos. Uno de ellos dijo con optimismo que con el tiempo aquel sabor acabaría gustándome y otro afirmó que me gustaría todavía más su efecto embriagador. Pero mi anfitrión tomó mi cuerno y se bebió su contenido, llenándolo luego con un líquido de un odre distinto. Me entregó de nuevo el cuerno y me dijo:
—Esto es arki.
El arki olía mejor, pero lo probé con precaución, porque su aspecto era idéntico al kumis. Comprobé con satisfacción que su gusto era mucho mejor, parecido al de un vino de calidad media. Asentí con la cabeza, sonreí y pregunté el origen de aquellas bebidas, porque no había visto viñas por el lugar. Quedé asombrado cuando mi anfitrión me dijo con orgullo:
—Se saca de la buena leche de yeguas sanas.
Los mongoles, aparte de sus armas y armaduras, fabrican dos cosas y sólo dos, y de ello se encargan las mujeres. Yo acababa de conocer ambos productos. Estaba sentado sobre unos cojines cubiertos de fieltro en una tienda cubierta de fieltro y estaba bebiendo un licor hecho con leche de yegua. Creo que las mujeres mongoles no desconocen las artes de hilar y tejer, pero las desprecian por bajas y afeminadas, pues estas mujeres son auténticas amazonas. Las telas tejidas que llevan las compran de otros pueblos. Pero son muy expertas en el arte de batir y entretejer los pelos de los animales para formar fieltros de cualquier peso, desde las pesadas cubiertas de los yurtus hasta telas tan suaves y finas como la franela galesa.
Las mujeres mongoles desdeñan todo tipo de leche, excepto la equina. No dan a sus niños la leche de sus pechos, sino que los alimentan desde la infancia con leche de yegua. Hacen algunas cosas insólitas con este fluido y no me costó mucho superar mi repugnancia y convertirme en un consumidor entusiasta de todos los productos lácteos mongoles. El más extendido es el kumis, una bebida ligeramente embriagadora. Se fabrica colocando leche fresca de yegua en un gran odre de cuero, que las mujeres golpean con palos pesados hasta que se forma mantequilla. Extraen ésta y dejan fermentar el líquido restante. Este kumis se vuelve picante y fuerte de gusto, con un cierto deje de almendras y si una persona bebe mucho puede emborracharse bastante. Si se golpea el odre más tiempo hasta que se separen la mantequilla y las cuajadas, y se deja que fermente el líquido restante, muy claro, se convierte en el tipo de kumis de gusto más suave y dulce, entero y efervescente, llamado arki. Y una persona puede emborracharse con esta bebida sin tomar mucha cantidad de ella. Las mujeres mongoles además de utilizar la mantequilla extraída de la leche utilizan
ingeniosamente las cuajadas. Las dejan al sol hasta que se secan y forman una torta dura. Desmigajan esta sustancia, llamada grut, y le dan forma de bolitas, que pueden conservarse indefinidamente sin que se pasen. Parte del grut se guarda para el invierno, cuando las yeguas del rebaño no dan leche, y otra parte se guarda en bolsas que los hombres llevan como raciones de emergencia cuando se van de marcha. Basta disolver el grut en agua para conseguir una bebida espesa, rápida y alimenticia. Los encargados de ordeñar las yeguas del rebaño son los hombres; constituye una especie de prerrogativa masculina, prohibida a las mujeres. Pero la elaboración posterior de kumis, arki y grut, y la fabricación de fieltro es trabajo de mujeres. De hecho las mujeres hacen todo el trabajo en un bok mongol.
—Porque la única tarea digna de un hombre es la guerra —me dijo mi anfitrión aquel día
—. Y la única ocupación digna de una mujer es el cuidado de sus hombres. Uu?
Un ejército mongol va a todas partes acompañado por las mujeres de los guerreros y por otras adicionales para los hombres solteros, y por los hijos de todas estas mujeres, y no puede negarse que gracias a esto los hombres raramente tienen que ocuparse de otra cosa que del combate. Una mujer puede montar y desmontar un yurtu sin ayuda, y ocuparse de todo lo necesario para que esté bien provisto, bien mantenido y limpio y en buen estado, y puede mantener a su hombre alimentado y vestido y de humor para la lucha y puede cuidarlo cuando está herido y puede tener preparados sus instrumentos de guerra y también sus caballos. Los niños también trabajan recogiendo estiércol o kara para los fuegos del bok, haciendo de pastores y de guardianes. Se sabe que en las contadas ocasiones en que la batalla ha resultado desfavorable a los mongoles y han debido llamar a sus reservas del campamento, las mujeres han cogido las armas, se han lanzado al combate y se han comportado valientemente.
Lamento decir que las mujeres mongoles no se parecen a las guerreras amazonas de la antigüedad según las retratan los artistas occidentales. Se las podría casi confundir con los varones mongoles, porque tienen el mismo rostro plano, los pómulos anchos, la complexión correosa, los párpados hinchados que convierten sus ojos en rendijas, ojos que cuando son visibles aparecen siempre inflamados y rojos. Las mujeres quizá sean menos corpulentas que los hombres, pero no lo parecen, porque llevan trajes igualmente abultados. Acostumbran a cabalgar la mayor parte de su vida, como los hombres, y puesto que cabalgan a horcajadas cuando van a pie se les nota la misma andadura caballar, con los pies a rastras, que a los hombres. Las mujeres se diferencian porque no llevan barba ni bigote lacio, como algunos hombres. Los hombres también llevan el pelo largo, trenzado por detrás, y a veces afeitado en la coronilla, como la tonsura de un cura. Las mujeres se recogen el cabello encima de la cabeza de modo complicado y quizá lo hacen una sola vez en la vida porque luego lo barnizan con la savia del árbol wutong y lo dejan así. Encima del cabello sujetan un tocado alto llamado gugu, fabricado con corteza y decorado con trozos de fieltro coloreado y de cintas. Una mujer con su cabello fijo y su gugu puede llegar a ser dos palmos más alta que un hombre, tan enormemente alta que para entrar en un yurtu tiene que agacharse. Mientras conversaba con mis anfitriones la mujer del yurtu entró y salió varias veces y en cada ocasión tuvo que agacharse. Pero la inclinación no era una genuflexión y no hizo ninguna señal más de servilismo. Simplemente se dedicó a sus faenas, a buscar nuevos jarros de kumis y de arki para nosotros, a sacar los vacíos y a preocuparse continuamente por nuestra comodidad. Su marido allí presente la llamaba Nai, que significa únicamente Mujer, pero los demás la llamaban con deferencia Sain Nai. Me interesó comprobar que una Buena Mujer, aunque trabajara como una esclava, no se comportaba ni la trataban como tal. Una mujer mongol no tiene que ocultar su cara tras un chador, ni ocultar toda su persona en pardah ni sufrir ninguna de las humillaciones