Read El vizconde demediado Online
Authors: Italo Calvino
El vizconde se alzó sobre el codo:
—¿Sabéis, Ezequiel, que todavía no he dado cuenta a la Inquisición de la presencia de herejes en mi territorio? ¿Y que vuestras cabezas enviadas como regalo a nuestro obispo me devolverían enseguida el favor de la curia?
—Nuestras cabezas aún están unidas a nuestros cuellos, señor —dijo el viejo—, pero hay algo que todavía es más difícil arrancarnos.
Medardo se levantó y abrió la puerta.
—Dormiré mejor bajo aquel roble de allí, que en casa de enemigos.
Y salió bajo la lluvia. El viejo llamó a los demás:
—Hijos, estaba escrito que el primero en venir fuera el Cojo. Ahora se ha marchado; la senda de nuestra casa está despejada; no desesperéis, hijos: quizá un día pasará un caminante mejor.
Todos los barbudos hugonotes y las mujeres con sus cofias bajaron la cabeza.
—Y aunque no venga nadie —añadió la mujer de Ezequiel—, nosotros permaneceremos en nuestro sitio.
En aquel momento un rayo rasgó el cielo, y el trueno hizo temblar las tejas y las piedras de las paredes. Tobías gritó:
—¡El rayo ha caído sobre el roble! ¡Ahora arde!
Corrieron fuera con las linternas, y vieron que la mitad del árbol estaba carbonizado, de la cima a las raíces, y que la otra mitad estaba intacta. Lejos bajo la lluvia oyeron el trote de un caballo y con un relámpago vieron la figura encapotada del sutil jinete.
—Tú nos has salvado, padre —dijeron los hugonotes—. Gracias, Ezequiel.
El cielo se despejaba por levante y era el alba.
Esaú me llamó aparte.
—Dime si no son tontos —me dijo bajito—, mira lo que he hecho yo mientras tanto —y me enseñó un puñado de objetos brillantes—, he quitado todos los tachones de oro a la silla, mientras el caballo estaba atado en la cuadra. Dime si no han sido tontos en no pensar en ello.
Esta forma de comportarse de Esaú no me agradaba, y la de su gente me turbaba. Por lo que prefería ir por mi cuenta y en la playa coger lapas y cangrejos. Mientras desde un escollo intentaba sacar un cangrejuelo, vi reflejarse en el agua en calma una espada sobre mi cabeza, y del susto caí al mar.
—Agárrate aquí —dijo mi tío, porque era él que se había acercado por detrás. Y quería que me aferrase a su espada, por la parte de la hoja.
—No, puedo salir sin ayuda —respondí, y trepé a un espolón que un brazo de agua separaba del resto de la escollera.
—¿Buscas cangrejos? —dijo Medardo—, yo, pulpos —y me dejó ver su presa.
Eran grandes pulpos negruzcos y blancos. Estaban partidos por la mitad por su espada, pero continuaban moviendo los tentáculos.
—Si pudieran partirse todas las cosas enteras… —dijo mi tío tendido boca abajo sobre el escollo, acariciando aquellas convulsas mitades de pulpo—, si cada uno pudiera salir de su obtusa e ignorante integridad… Estaba entero y todas las cosas eran para mí naturales y confusas, estúpidas como el aire; creía que lo veía todo y no era más que la corteza. Si alguna vez te conviertes en la mitad de ti mismo, y te lo deseo, chico, comprenderás cosas más allá de la común inteligencia de los cerebros enteros. Habrás perdido la mitad de ti y del mundo, pero la mitad que quede será mil veces más profunda y preciosa. Y también tú querrás que todo sea demediado y desgarrado a tu imagen, porque belleza y sabiduría y justicia existen sólo en todo lo que está hecho a pedazos.
—¡Oh, oh! —decía yo—, ¡qué cantidad de cangrejos aquí! —y fingía interés sólo por mi pesca para mantenerme lejos de la espada de mi tío.
No volví a la orilla hasta que no se hubo alejado con sus pulpos. Pero el eco de sus palabras continuaba turbándome y no encontraba defensa para este furor suyo demediador. Hacia cualquier parte que me volviera, Trelawney, Pietrochiodo, los hugonotes, los leprosos, todos estábamos bajo el signo del hombre demediado, era él el amo a quien servíamos y del que no conseguíamos liberarnos.
Sujetado a la silla de su caballo saltador, Medardo de Terralba subía y bajaba por los riscos de mañana, y se asomaba hacia abajo escrutando con ojo de rapaz. Así vio a la pastorcilla Pamela en medio de un prado junto a sus cabras.
El vizconde se dijo: «Entre mis agudos sentimientos no tengo nada que corresponda a lo que los enteros llaman amor. Y si para ellos un sentimiento tan estúpido tiene, sin embargo, tanta importancia, aquello que para mí pueda corresponder a él, será, seguro, magnífico y terrible.» Y decidió enamorarse de Pamela que, gordita y descalza, con un simple vestidillo rosa encima, estaba boca abajo sobre la hierba, dormitando, hablando con las cabras y oliendo las flores.
Pero los pensamientos que había formulado fríamente no deben engañarnos. A la vista de Pamela, Medardo había sentido una confusa conmoción en la sangre, algo que no notaba desde hacía tiempo, y había acudido a aquellos razonamientos con una especie de prisa acobardada.
Durante el camino de regreso, a mediodía, Pamela vio que todas las margaritas de los prados tenían sólo la mitad de los pétalos y que la otra mitad había sido deshojada. «¡Ay de mí —se dijo—, tenía que sucederme precisamente a mí, de todas las chicas del valle!» Había comprendido que el vizconde se había enamorado de ella. Cogió todas las medias margaritas, las llevó a casa y las metió entre las páginas del libro de misa.
Por la tarde fue al Prado de las Monjas a apacentar los patos y a que nadaran en el estanque. El prado estaba tapizado de blancas pastinacas, pero también estas flores habían corrido la suerte de las margaritas, como si parte de cada corimbo hubiese sido cortado de un tijeretazo. «¡Ay, ay de mí —se dijo—, precisamente soy yo la que él quiere!», e hizo un manojo con las pastinacas partidas, para ensartarlas en la moldura del espejo de la cómoda.
Luego no pensó más en ello, se ató la trenza alrededor de la cabeza, se quitó el vestido y tomó un baño en el laguito junto a sus patos.
Por la noche, regresando a casa por los prados, todo estaba lleno de milanos, llamados también «molinillos». Y Pamela vio que habían perdido el plumón sólo de una parte, como si alguien se hubiese tendido en el suelo para soplarles hacia arriba por una parte, o con media boca solamente.
Pamela cogió algunas de aquellas medias bolas blancas, sopló sobre ellas y su mórbido plumón voló a lo lejos. «Ay, ay, ay de mí —se dijo—, seguro que me quiere. ¿Cómo acabará todo esto?»
La casucha de Pamela era tan pequeña que una vez hechos entrar los patos en la planta baja y las cabras en el primer piso ya no se cabía. Por todas partes estaba rodeada de abejas, porque también tenían colmenas. Y el suelo estaba lleno de hormigueros, y bastaba con posar una mano en cualquier lugar para sacarla negra y hormigueante. Estando así las cosas, la mamá de Pamela dormía en el pajar, el papá dormía en una barrica vacía, y Pamela en una hamaca suspendida entre una higuera y un olivo.
En el umbral Pamela se detuvo. Había una mariposa muerta. Un ala y la mitad del cuerpo habían sido aplastados por una piedra. Pamela lanzó un grito y llamó al papá y a la mamá.
—¿Quién ha venido aquí? —dijo Pamela.
—Ha pasado nuestro vizconde hace poco —dijeron papá y mamá—, ha dicho que estaba corriendo tras una mariposa que le había picado.
—¿Y desde cuándo pican las mariposas? —dijo Pamela.
—Bueno, también nosotros nos lo preguntamos.
—La verdad es —dijo Pamela— que el vizconde se ha enamorado de mí y tenemos que estar preparados para lo peor.
—Venga, venga, no pierdas la cabeza, no exageres —respondieron los viejos, como acostumbran a responder siempre los viejos, cuando no son los jóvenes los que les responden así.
Al día siguiente, cuando llegó a la piedra donde acostumbraba a sentarse apacentando las cabras, Pamela soltó un grito. Unos restos horribles ensuciaban la piedra: eran la mitad de un murciélago y la mitad de una medusa, una vertiendo negra sangre y la otra viscosa materia, una con el ala desplegada y la otra con los blandos ribetes gelatinosos. La pastorcilla comprendió que era un mensaje. Quería decir: cita esta noche en la orilla del mar. Pamela hizo de tripas corazón y fue.
En la orilla del mar se sentó sobre los guijarros y escuchaba el rumor de las olas blancas. Y enseguida unos chasquidos sobre los guijarros y Medardo galopaba por la orilla. Se detuvo, se desató, bajó de la silla.
—Yo, Pamela, he decidido estar enamorado de ti —le dijo.
—¿Y es por esto —soltó ella— por lo que despedazáis todas las criaturas de la naturaleza?
—Pamela —suspiró el vizconde—, no tenemos ningún otro lenguaje para hablarnos sino éste. Cada encuentro de dos seres en el mundo es un despedazarse. Ven conmigo, conozco este mal y estarás más segura que con ningún otro; porque yo hago el mal como todos lo hacen; pero, a diferencia de los otros, tengo la mano segura.
—¿Y también me desgarraréis a mí, como a las margaritas o a las medusas?
—Yo no sé lo que haré contigo. Sin duda que el tenerte me hará posibles cosas que ni siquiera imagino. Te llevaré al castillo y te tendré allí y nadie más te verá y tendremos días y meses para comprender lo que tengamos que hacer e inventar siempre nuevos modos de estar juntos.
Pamela estaba tendida sobre la arena y Medardo se había arrodillado a su lado. Hablando gesticulaba rozándola todo alrededor con la mano, pero sin tocarla.
—Pues bien: antes debo saber qué me haréis. Podéis hacerme ahora una prueba y yo decidiré venir o no al castillo.
El vizconde lentamente acercó su mano sutil y retorcida a la mejilla de Pamela. La mano temblaba y no se comprendía si se tendía para una caricia o para un arañazo. Pero aún no había llegado a tocarla, cuando retiró la mano de repente y se levantó.
—Es en el castillo donde te quiero —dijo alzándose al caballo—, voy a preparar la torre en la que vivirás. Te dejo un día más para pensarlo y luego tendrás que haberte decidido.
Y al decir así espoleó y se alejó por aquellas playas.
Al día siguiente Pamela subió como acostumbraba al moral para coger moras, y oyó gemir y aletear entre las frondas. Por poco se cae del susto. En una rama alta había un gallo atado por las alas, y gruesas orugas azules y peludas lo estaban devorando: un nido de procesionarias, insectos dañinos que viven en los pinos, le había sido colocado en la cresta.
Era sin duda otro de los horribles mensajes del vizconde. Y Pamela lo interpretó: «Mañana al rayar el alba nos veremos en el bosque.»
Con la excusa de llenar un saco de piñas Pamela subió al bosque, y Medardo apareció de repente desde detrás de un tronco apoyado en su muleta.
—Entonces —preguntó a Pamela—, ¿te has decidido a venir al castillo?
Pamela estaba tendida sobre las agujas de pino.
—Me he decidido a no ir —dijo volviéndose apenas—. Si me queréis, venid a verme aquí en el bosque.
—Vendrás al castillo. La torre donde vivirás ya está preparada y tú serás su única dueña.
—Vos queréis tenerme allí prisionera y después tal vez hacerme quemar en un incendio o roer por los ratones. No y no. Os lo he dicho: seré vuestra si lo queréis pero aquí, sobre las agujas de pino.
El vizconde se había puesto en cuclillas junto a la cabeza de ella. Tenía una aguja de pino en la mano; la acercó a su cabello y se la pasó en torno. Pamela sintió que se le ponía carne de gallina, pero se quedó quieta. Veía el rostro del vizconde inclinado sobre ella, aquel perfil que era perfil incluso visto de frente, y aquella media cara de dientes descubierta en una sonrisa amarga. Medardo apretó la aguja de pino en el puño y la quebró. Se levantó.
—¡Te quiero tener encerrada en el castillo, encerrada en el castillo!
Pamela comprendió que podía atreverse, y movía en el aire los pies descalzos diciendo:
—Aquí en el bosque, no digo que no; encerrada, ni muerta.
—¡Ya sabré yo cómo llevarte allí! —dijo Medardo poniendo la mano en el lomo del caballo que se había acercado como si pasara por allí por casualidad. Subió al estribo y se alejó por los senderos de la floresta.
Aquella noche Pamela durmió en su hamaca suspendida entre el olivo y la higuera, y por la mañana, ¡horror!, se encontró una pequeña carroña en el regazo. Era una media ardilla, cortada como de costumbre a lo largo, pero con la leonada cola intacta.
—Ay, pobre de mí —dijo a sus padres—, este vizconde no me deja vivir.
El papá y la mamá se pasaron del uno al otro la carroña de la ardilla.
—Pero —dijo el papá— la cola la ha dejado entera. Quizá es una buena señal…
—Quizá está comenzando a volverse bueno… —dijo la mamá.
—Siempre lo corta todo en dos —dijo el papá—, pero lo que la ardilla tiene más hermoso, la cola, lo respeta…
—Este mensaje quizá quiera decir —dijo la mamá— que cuanto tú tienes de bueno y de hermoso él lo respetará…
Pamela se llevó las manos a la cabeza.
—¡Qué es lo que tengo que oír de vosotros, padre y madre! Aquí hay gato encerrado: el vizconde os ha hablado…
—Hablado no —dijo el papá—, nos ha hecho llegar que quiere venir a vernos y que se interesará por nuestras miserias.
—Padre, si viene a hablarte quítale la cubierta a las colmenas y le echas encima las abejas.
—Hija, quizá Maese Medardo se está volviendo bueno… —dijo la vieja.
—Madre, si viene a hablaros, atadle sobre el hormiguero y dejadle allí.
Aquella noche el pajar donde dormía la mamá ardió y la barrica donde dormía el papá se deshizo. Por la mañana los dos viejecitos contemplaban los restos del desastre cuando apareció el vizconde.
—Me disgusta haberos asustado esta noche —dijo—, pero no sabía como entrar en materia. El hecho es que me gusta vuestra hija Pamela y quisiera llevármela al castillo. Por esto os pido formalmente que me la entreguéis. Su vida cambiará, y también la vuestra.
—¡Figúrese lo contentos que estaríamos, señoría! —dijo el viejecito—. ¡Pero si supiera el carácter que tiene mi hija! Imagínese que ha dicho que soltáramos las abejas de las colmenas contra usted…
—Imagínese, señoría… —dijo la madre—, figúrese que ha dicho que le atáramos sobre el hormiguero…
Menos mal que aquel día Pamela volvió a casa pronto. Encontró a su padre y a su madre atados y amordazados uno sobre la colmena, la otra encima del hormiguero. Y menos mal que las abejas conocían al viejo y que las hormigas tenían otra cosa que hacer que morder a la vieja. Así pudo salvarlos a los dos.
—¿Habéis visto lo bueno que se ha vuelto el vizconde? —dijo Pamela.