El vizconde demediado (3 page)

Read El vizconde demediado Online

Authors: Italo Calvino

BOOK: El vizconde demediado
6.19Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Esperamos nuestra retribución, «señor».
[1]

—¿Cuánto es? —preguntó Medardo, y se habría dicho que se reía.

El hombre de la trenza dijo:

—Ya sabéis cuál es el precio por el transporte de un hombre en una litera…

Mi tío sacó una bolsa de la cintura y la echó tintineante a los pies del portador. Éste apenas la sopesó, y exclamó:

—¡Pero esto es mucho menos de la suma pactada, «señor»!

Medardo, mientras el viento le levantaba el borde de la capa, dijo:

—La mitad.

Dejó atrás al portador y dando pequeños saltos sobre su único pie subió los escalones, entró por la gran puerta abierta de par en par que daba al interior del castillo, empujó a golpes de muleta los dos pesados batientes que se cerraron con estruendo, y aún golpeó el portillo que había quedado abierto, desapareciendo de nuestra vista. De dentro nos continuaba llegando el traqueteo que alternativamente producían el pie y la muleta, mientras se dirigía por los pasillos hacia el ala del castillo donde estaban sus aposentos privados, y también de allí oímos golpear y atrancar puertas.

Inmóvil tras el enrejado de la pajarera, le esperaba su padre. Medardo ni siquiera había ido a saludarle: se encerró en sus habitaciones solo, y tampoco quiso mostrarse o responder a la nodriza Sebastiana que permaneció mucho tiempo llamando a la puerta y compadeciéndole.

La vieja Sebastiana era una corpulenta mujer enlutada y con velo, con la cara sonrosada sin una arruga, salvo la que casi le escondía los ojos; había amamantado a todos los jóvenes de la familia Terralba, y había ido a la cama con todos los más viejos, y había cerrado los ojos a todos los muertos. Ahora iba arriba y abajo por las galerías de un encerrado a otro, y no sabía cómo ayudarles.

Al día siguiente, como Medardo continuaba sin dar señales de vida, nos pusimos a vendimiar de nuevo, pero sin alegría, y en las viñas no se hablaba de otra cosa que de su estado, no porque nos apenase mucho, sino porque el asunto era atrayente y oscuro. Sólo la nodriza Sebastiana se quedó en el castillo, espiando con atención cada ruido.

Pero el viejo Ayulfo, casi adivinando que su hijo volvería tan triste y arisco, hacía tiempo que había amaestrado a uno de sus animales más estimados, un alcaudón, para que volara hasta el ala del castillo donde estaban los aposentos de Medardo, entonces vacíos, y entrara por la ventana de su habitación. Aquella mañana el viejo abrió la portezuela al alcaudón, siguió su vuelo hasta la ventana de su hijo, y luego volvió a esparcir la comida a las urracas y a los paros, imitando sus trinos.

Al poco rato, oyó el ruido de un objeto arrojado contra la alambrera. Se asomó, y sobre una cornisa estaba su alcaudón rígido. El viejo lo retuvo entre el hueco de las manos y vio que un ala estaba destrozada como si hubiesen intentado arrancársela, una patita estaba rota como oprimida por dos dedos, y un ojo lo tenía arrancado. El viejo apretó el alcaudón contra el pecho y se puso a llorar.

Se encamó aquel mismo día, y los sirvientes desde el otro lado del enrejado veían que estaba muy mal. Pero nadie pudo ir a asistirlo porque se había encerrado dentro escondiendo las llaves. En torno a su cama volaban los pájaros. Desde que se había acostado todos revoloteaban y no querían posarse ni cesar de batir las alas.

A la mañana siguiente, la nodriza, asomándose a la pajarera, vio que el vizconde Ayulfo estaba muerto. Los pájaros se habían posado todos en su cama, como sobre un tronco que flotara en medio del mar.

IV

Tras la muerte de su padre, Medardo empezó a salir del castillo. También fue la nodriza Sebastiana la primera en darse cuenta, una mañana, al encontrar las puertas abiertas de par en par y las habitaciones desiertas. Se envió una cuadrilla de criados por el campo a seguir el rastro del vizconde. Los criados corrían y pasaron bajo un peral que habían visto, aquella noche, cargado de frutos tardíos, aún sin madurar. «Mira allí», dijo uno de los criados: vieron las peras que colgaban bajo el cielo blanquecino y al verlas se atemorizaron. Porque no estaban enteras, todas estaban cortadas a lo largo y colgadas aún cada una de su propio tallo: de cada pera sólo había la mitad derecha (o la izquierda, según desde donde se mirara, pero todas eran de la misma parte) y la otra mitad había desaparecido, cortada o quizá mordida.

—¡El vizconde ha pasado por aquí! —dijeron los criados. Sin duda, después de haber estado encerrado tantos días sin comer nada, aquella noche le había entrado hambre, y había subido al primer árbol a comer peras.

Caminando, los criados encontraron sobre una piedra media rana que saltaba, por la virtud de las ranas, aún viva: «¡Seguimos la pista buena!», y prosiguieron. Se extraviaron, porque no habían visto medio melón entre las hojas, y tuvieron que volver atrás hasta que lo encontraron.

De los campos pasaron al bosque y vieron una seta cortada por la mitad, un boleto, luego otro, un boleto rojo y venenoso, y así, caminando por el bosque, siguieron encontrando, de vez en cuando, estas setas que brotaban de la tierra con medio tallo y que abrían sólo media sombrilla. Parecían divididos con un corte neto, y de la otra mitad no se veía ni siquiera una espora. Eran setas de todas las especies, pedos de lobo, níscalos, agáricos; y había casi tantas venenosas como comestibles.

Siguiendo este rastro difuso los criados llegaron al prado llamado «de las Monjas» donde había un estanque entre la hierba. Era la aurora y en el borde del estanque la figura exigua de Medardo, envuelta en la capa negra, se reflejaba en el agua, donde flotaban setas blancas o amarillas o de color de tierra. Eran las mitades de las setas que se había llevado, y ahora estaban esparcidas sobre aquella superficie transparente. En el agua las setas parecían enteras y el vizconde las miraba: y también los criados se escondieron en el otro extremo del estanque y no se atrevieron a decir nada, fijándose también ellos en las setas que flotaban, hasta que se dieron cuenta de que sólo había setas buenas para comer. ¿Y las venenosas? Si no las había tirado al estanque, ¿qué había hecho con ellas? Los criados se alejaron corriendo por el bosque. No tuvieron que ir muy lejos porque en el sendero encontraron a un niño con un cesto: dentro estaban todas las medias setas venenosas. Aquel niño era yo. De noche jugaba solo en torno al Prado de las Monjas a darme miedo apareciendo de repente entre los árboles, cuando encontré a mi tío que saltaba sobre su pie por el prado al claro de luna, con un cesto al brazo.

—¡Hola, tío! —grité. Era la primera vez que conseguía decírselo.

Él pareció contrariado al verme.

—Voy por setas —me explicó.

—¿Y has cogido alguna?

—Mira —dijo mi tío y nos sentamos a la vera de aquel estanque. Iba escogiendo las setas y algunas las tiraba al agua, otras las dejaba en el cesto.

—Ten —dijo dándome el cesto con las setas escogidas por él—. Fríetelas.

Habría querido preguntarle por qué en su cesto sólo había la mitad de cada seta; pero comprendí que la pregunta hubiese sido poco adecuada, y me alejé después de haberle dado las gracias. Iba a freírmelas cuando encontré la cuadrilla de los criados, y supe que todas eran venenosas.

La nodriza Sebastiana, cuando le contaron la historia, dijo:

—La mitad de Medardo que ha regresado es la mala. Veremos hoy en el proceso…

Aquel día debía tener lugar un proceso contra unos bandoleros arrestados el día anterior por los esbirros del castillo. Los bandoleros eran gente de nuestro territorio y por lo tanto era el vizconde quien debía juzgarlos. Se hizo el juicio y Medardo se sentaba en el sillón encorvado y se mordía una uña. Vinieron los bandoleros encadenados: el cabecilla de la banda era aquel chico llamado Fiorfiero que había sido el primero en ver la litera mientras pisaba la uva. Vino la parte ofendida y eran unos caballeros toscanos que, dirigiéndose a Provenza, atravesaban nuestros bosques cuando Fiorfiero y su banda les asaltaron y robaron. Fiorfiero se defendió diciendo que aquellos caballeros habían venido furtivamente a nuestras tierras, y que él les había dado el alto y desarmado creyéndoles precisamente cazadores furtivos, en vista de que no lo hacían los esbirros. Hay que decir que por aquellos años los asaltos de bandoleros eran una actividad muy difundida, por lo que la ley era clemente. Aparte de que nuestra región era particularmente adecuada para el bandolerismo, de modo que incluso algún miembro de nuestra familia, sobre todo en tiempos revueltos, se unía a los bandoleros. De la caza furtiva ya no hablo, era el delito más leve que se pudiera imaginar.

Pero los temores de la nodriza Sebastiana estaban fundados. Medardo condenó a Fiorfiero y a toda su banda a morir ahorcados, como reos de rapiña. Pero como los robados eran a su vez reos de caza furtiva, también condenó a éstos a morir en la horca. Y para castigar a los esbirros, que habían intervenido demasiado tarde, y no habían sabido prevenir ni las fechorías de los cazadores furtivos ni las de los bandoleros, también para ellos decretó la muerte en la horca.

En total eran una veintena de personas. Esta cruel sentencia produjo consternación y dolor en todos nosotros, no tanto por los gentileshombres toscanos que nadie había visto hasta entonces, como por los bandoleros y los esbirros que eran por lo general estimados. A Maese Pietrochiodo, albardero y carpintero, se le encargó construir la horca: era un trabajador serio e inteligente, que ponía interés en su trabajo. Con gran dolor, porque dos de los condenados eran parientes suyos, construyó una horca ramificada como un árbol, cuyas sogas subían todas al mismo tiempo maniobradas por un solo árgano; era una máquina tan grande e ingeniosa que se podía ahorcar con ella de una sola vez incluso a más gente de la condenada, de modo que el vizconde aprovechó para colgar diez gatos alternados cada dos reos. Los cadáveres rígidos y la carroña de gato se bambolearon durante tres días, y al principio nadie se atrevía a mirarlos. Pero pronto nos dimos cuenta del aspecto imponente que ofrecían, y también la cabeza se nos iba en disparatados pensamientos, de tal forma que incluso nos desagradó decidirnos a descolgarlos y a deshacer la gran máquina.

V

Aquéllos eran para mí tiempos felices, siempre por los bosques con el doctor Trelawney buscando conchas de animales marinos petrificados. El doctor Trelawney era inglés: había llegado a nuestras costas tras un naufragio, encima de un tonel de burdeos. Había sido médico en los barcos durante toda su vida y había realizado viajes largos y peligrosos, entre ellos unos con el famoso capitán Cook, pero nunca había visto nada del mundo porque se quedaba siempre bajo cubierta jugando a las cartas. Naufragado aquí, se aficionó enseguida al vino llamado «cancarone», el más áspero y grumoso de los nuestros, y no sabía pasarse sin él, hasta el extremo de llevar siempre en bandolera una cantimplora llena. Se quedó en Terralba y se convirtió en nuestro médico, pero no se preocupaba de los enfermos, sino de sus descubrimientos científicos que le hacían dar vueltas —y a mí con él— por campos y bosques día y noche. Primero una enfermedad de los grillos, enfermedad imperceptible que sólo tenía un grillo entre mil y con la que no sufría nada; y el doctor Trelawney quería buscarlos todos y encontrar el remedio adecuado. Luego los restos de cuando nuestra tierra estaba recubierta por el mar; y entonces íbamos cargándonos de guijarros y sílices que el doctor decía que habían sido, en otro tiempo, peces. Finalmente, su última gran pasión, los fuegos fatuos. Quería encontrar la manera de cogerlos y conservarlos, y con este propósito pasábamos las noches haciendo correrías en nuestro cementerio, esperando que entre las tumbas de tierra y hierba se encendiera alguno de aquellos vagos resplandores, y entonces intentábamos atraerlo hacia nosotros, tratábamos de capturarlo, sin que se apagase, en recipientes que experimentábamos cada vez: sacos, botellas, garrafones sin paja, estufas, coladores. El doctor Trelawney había montado su habitáculo en una casucha cercana al cementerio, que servía anteriormente de casa del sepulturero, en aquellos tiempos de fasto y guerras y epidemias en que convenía tener a un hombre para hacer únicamente ese trabajo. Allí el doctor había instalado su laboratorio, con botellas de todos los tipos para poner los fuegos y redes como las de pesca para atraparlos; y alambiques y crisoles en los que él escrutaba cómo de las tierras de los cementerios y de las miasmas de los cadáveres nacían aquellas pálidas llamas. Pero no era hombre de quedarse mucho tiempo absorto en sus estudios: los dejaba pronto, salía e íbamos a la caza de nuevos fenómenos de la naturaleza.

Yo era libre como el aire porque no tenía padres y no pertenecía a la categoría de los siervos ni a la de los amos. Formaba parte de la familia de los Terralba sólo por tardío reconocimiento, pero no llevaba su nombre y nadie se cuidaba de educarme. Mi pobre madre era hija del vizconde Ayulfo y hermana mayor de Medardo, pero había manchado el honor de la familia huyendo con un cazador furtivo que fue más tarde mi padre. Yo nací en la cabaña del cazador, en los terrenos incultos bajo el bosque; y poco después mi padre murió en una pelea, y la pelagra acabó con mi madre que se había quedado sola en aquella mísera cabaña. Fui entonces acogido en el castillo porque mi abuelo Ayulfo se apiadó de mí, y crecí al cuidado de la corpulenta nodriza Sebastiana. Recuerdo que cuando Medardo era todavía un muchacho y yo tenía pocos años, a veces me dejaba participar en sus juegos como si fuéramos de igual condición; luego la distancia creció entre nosotros, y me quedé de la parte de los siervos. Ahora en el doctor Trelawney encontré a un compañero como nunca había tenido.

El doctor tenía sesenta años, pero era de mi estatura; tenía una cara arrugada como una castaña pilonga, bajo el tricornio y la peluca; las piernas, que las polainas enfundaban hasta medio muslo, parecían más largas, desproporcionadas como las patas de un grillo, también a causa de las grandes zancadas que daba; y llevaba una casaca de color tórtola con adornos rojos, sobre la que colocaba en bandolera la cantimplora del vino «cancarone».

Su pasión por los fuegos fatuos nos empujaba a largas marchas nocturnas para alcanzar los cementerios de los pueblos vecinos, donde se podían ver a veces llamas más hermosas de color y tamaño que las de nuestro camposanto abandonado. Pero ¡ay si los campesinos descubrían este ajetreo nuestro!: confundidos con ladrones sacrílegos fuimos perseguidos una vez durante varias millas por un grupo de hombres armados con podaderas y tridentes.

Other books

Why Me? by Donald E. Westlake
Weird Tales volume 28 number 02 by Wright, Farnsworth, 1888-€“1940
Pieces of Autumn by Mara Black
Not Even for Love by Sandra Brown
PEG BOY by Berube, R. G.
She's Leaving Home by William Shaw
Play to the End by Robert Goddard
Wildfire in His Arms by Johanna Lindsey