Read El vuelo de las cigüeñas Online
Authors: Jean-Christophe Grange
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco
O más abajo: «El rostro de Khalil se había puesto de color escarlata. Mordía la manta y contenía las lágrimas. No quería llorar delante de mí. Y pese a todo, desde lo más hondo de su orgullo, el niño me sonreía. De repente, escupió sangre. Y supe que era como el rocío que muchas veces precede a las tinieblas interminables, saludando así su entrada en el más allá…».
El estilo era ambiguo. De estas imágenes, de esta escritura se desprendía una cierta fascinación. Doisneau transfiguraba el sufrimiento de Calcuta y, en cierto modo, le proporcionaba una belleza turbadora. Sin embargo, yo adivinaba que el éxito del libro se debía más al destino solitario de este médico francés, que se había enfrentado con la eterna desgracia del pueblo indio. Doisneau lo contaba todo: el horror de los
slums
, los barrios más pobres; la vida de los millones de seres que vivían como ratas en el fango y la enfermedad, o lo abyecto de la supervivencia de aquellas gentes obligadas a vender su sangre o sus ojos o a tirar de por vida de los
rickshaws
…
Los caminos de la esperanza
era un libro maniqueo. Por un lado, estaba el dolor cotidiano, insostenible, de la multitud. Por el otro, un hombre solo, que gritaba «no" y dignificaba a este pueblo sufriente. Según él, los bengalíes habían sabido conservar una verdadera dignidad frente al dolor. A los lectores les gusta esta clase de historias sobre el "orgullo de la desgracia». Cerré el libro. No me decía nada, salvo que Mundo Único y su fundador eran decididamente irreprochables.
Cerca de la medianoche, el avión aterrizó. Pasé la aduana de Roissy-Charles de Gaulle, y luego cogí un taxi. La noche era clara. Estaba de vuelta en mi país.
Era casi la una de la mañana cuando entré en mi apartamento. Tropecé con el correo amontonado debajo de la puerta. Lo recogí y luego recorrí cada una de las habitaciones para comprobar que ningún intruso había penetrado durante mi ausencia. Luego fui al despacho y llamé a Dumaz. Poco después el inspector me envió un fax de más de cinco páginas.
Leí el documento de un tirón, sin tan siquiera sin sentarme. En primer lugar, Dumaz había encontrado las huellas de Max Böhm en Amberes. Había llevado la fotografía del ornitólogo a todas las oficinas de las bolsas de diamantes. Varias personas habían reconocido al viejo Max y se acordaban perfectamente de sus visitas regulares. Desde 1979, el suizo venía a vender sus diamantes cada año, exactamente en las mismas fechas, entre los meses de marzo y abril. Algunos compradores se reían y le preguntaban si tenía un «árbol de diamantes» que florecía cada primavera.
El segundo capítulo del fax era más interesante todavía. Antes de partir para Europa, Dumaz había pedido a la CSO —la inmensa central de compra de diamantes en bruto, con sede en Londres, que controla el 80 o el 85 % de la producción bruta mundial de diamantes— la lista completa de los responsables, ingenieros y geólogos que hubiesen trabajado en las minas africanas, tanto las del este como las del oeste, desde 1969 hasta la actualidad. A su regreso había estudiado pacientemente esta larga lista y había descubierto, junto con el de Max Böhm, al menos dos nombres que conocía.
El primero era el de Otto Kiefer. Según la CSO, el «Tío Granada» dirigía todavía varias minas de diamantes en la República Centroafricana, especialmente la de Sicamine. Dumaz estaba completamente seguro de que el checo tenía un papel esencial en el contrabando de piedras preciosas. El segundo abría horizontes insospechados. En la lista referente a África austral, Dumaz había anotado un nombre que le recordaba algo: Niels van Dötten, un hombre que había trabajado al lado de Max Böhm desde 1969 a 1972 en Sudáfrica, y que hoy en día era uno de los mayores responsables de las minas de Kimberley. Niels van Dötten era también el geólogo belga que había acompañado a Böhm a la selva virgen en agosto de 1977. Fue Guillard, el ingeniero francés interrogado por Dumaz, el que le había sugerido que Van Dötten era belga. Se había dejado engañar por el nombre y el acento de Van Dötten. No era ni belga, ni holandés. Era un afrikáner, un blanco de Sudáfrica.
Este descubrimiento esencial demostraba que Böhm había mantenido, desde los años setenta, relaciones continuadas en Sudáfrica con un especialista en diamantes. Además, por algún misterioso motivo, Van Dötten se había reunido con Böhm en la RCA en agosto de 1977. Los dos hombres, después de la «resurrección" de Böhm en 1978, habían vuelto a ponerse en contacto. Van Dötten era el traficante del este, el que "equipaba» a las cigüeñas australes, desvalijando las minas que tenía a su cargo; Kiefer era el hombre del oeste.
Poco antes de que Dumaz hubiese enviado su fax, Wagner me había enviado otro. El mensaje incluía un mapa por satélite de Europa, Oriente Próximo y África, en el que se destacaban los itinerarios observados de las cigüeñas hasta el momento y su posible trayecto en el futuro. En Europa, encima de la red de itinerarios, escribí «Max Böhm», el cerebro del sistema. A medio camino, en el centro de África, escribí «Otto Kiefer». Al sudoeste, más abajo, «Niels van Dötten». Unas líneas de puntos unían estos nombres sobre el mapa del satélite. Por ellas discurrían las trayectorias de las cigüeñas. El sistema era perfecto. Infalible.
Marqué el número de Dumaz.
—¿Y bien? —dijo antes de oír mi voz.
—Es perfecto. Su información confirma mis propios resultados.
—Ahora le toca a usted contarme lo que sabe.
Le resumí mis descubrimientos: la trama que se ocultaba detrás de las cigüeñas, los diamantes, Sikkov y su colega, y la misteriosa implicación de Mundo Único. Para terminar, le comuniqué a Dumaz mi decisión de ir a la República Centroafricana. El inspector se quedó sin habla. Al cabo de un minuto, me preguntó:
—¿Dónde están los diamantes?
—¿Cuáles?
—Los del este, los que han desaparecido con los pájaros.
La pregunta me desconcertó. No le había hablado de Iddo ni de Sarah. Dumaz estaba muy intrigado por la desaparición de esta fortuna. Decidí mentirle.
—No lo sé —respondí lacónicamente.
Dumaz suspiró.
—El asunto cobra una importancia que nos sobrepasa.
—¿Cómo?
—Siempre pensé que Max Böhm traficaba con productos africanos. Imaginaba que era un tráfico a pequeña escala. Ahora, la amplitud del sistema me deja sin habla.
—¿Qué quiere decir?
—Hablé con los hombres de la CSO. Hace años que sospechan que Max Böhm tenía un papel central en el tráfico de diamantes. Pero jamás pudieron descubrir su red, la trama de las cigüeñas, que usted acaba de descubrir. Buen trabajo, Louis, pero es mejor que le pasemos el testigo a otro. Pongámonos en contacto con la CSO.
—Le propongo un trato. Concédame diez días más, el tiempo de ir a la República Centroafricana y de volver. Después, entregaremos juntos el informe a la CSO y a la Interpol. Hasta ese momento, ni una palabra.
Dumaz vaciló, y luego dijo:
—Diez días. De acuerdo.
—Escúcheme —volví a hablar—. Tengo una misión para usted. Un nuevo personaje ha aparecido en este asunto. Una mujer. Se llama Sarah Gabbor. Está metida en todo esto, sin quererlo ella, e intenta ahora vender en Amberes unos diamantes que tiene. Usted debería poder encontrarla.
—¿Es una de las cómplices de Böhm?
—No. Solo busca vender unas piedras.
—¿Cuántas?
—Unas pocas.
Por una desconfianza irracional, acababa de mentir de nuevo a Dumaz.
—¿Cómo es? —me preguntó.
—Muy alta, delgada. Tiene veintiocho años, pero parece mayor. Rubia, con media melena, la piel mate y los ojos de una belleza perfecta. Su rostro es muy anguloso, muy original. Créame, Hervé, quien la haya visto no la olvidará.
—¿Sus diamantes serán en bruto, supongo?
—Sí. Provienen de la trama de Böhm.
—¿Desde cuándo intenta venderlas?
—Unos cuatro o cinco días, más o menos. Sarah es israelí. Tratará con los compradores judíos. Visítelos de nuevo.
—¿Y si encuentro su pista?
—Pues abórdela con mucha calma y explíquele que usted trabaja conmigo. No le hable de los diamantes. Persuádala simplemente de que se esconda hasta que yo vuelva. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —Dumaz pareció reflexionar unos momentos—. Pongamos que encuentre a Sarah. ¿Qué puedo decirle para convencerla de que nosotros trabajamos juntos?
—Dígale que llevo su Glock en mi corazón.
—¿Su qué?
—Su Glock. G-L-O-C-K. Ella lo comprenderá. Otra cosa —añadí—. No se fíe de la apariencia de Sarah. Es hermosa y elegante, pero es una mujer peligrosa. Es una israelí, ¿comprende? Una combatiente entrenada, experta en armas de fuego. Desconfíe usted del menor de sus gestos.
—Ya veo —dijo Dumaz con voz neutra—. ¿Eso es todo?
—Le había pedido información sobre Mundo Único. No he encontrado nada en su fax.
—Me he topado con serios obstáculos.
—¿Qué quiere decir?
—Mundo Único me ha proporcionado un mapa detallado de sus centros en todo en el mundo. Pero la organización se niega a darme la lista del Club de los 1001.
—En calidad de policía, usted no podría…
—No tengo orden judicial. Además, Mundo Único es una verdadera institución en Suiza. Estaría mal visto que un pobre poli comience a molestarlos por un asunto que no se basa, en el fondo, en nada serio. Francamente, no tengo peso suficiente para hacerlo.
Dumaz me exasperaba. Había perdido toda su eficacia.
—¿Puede, por lo menos, enviarme ese mapa por fax?
—En cuanto colguemos.
—Hervé, voy a salir lo antes posible para África, mañana o pasado mañana. No me pondré en contacto con usted. Es demasiado complicado. Después de diez días, volveré con las últimas claves de esta historia.
Me despedí de Dumaz y colgué. Unos segundos más tarde, mi fax se puso a zumbar. Era el mapa de los centros de MU. En el momento actual, contaba alrededor de sesenta campamentos en todo el mundo, de los cuales, un tercio eran permanentes. Los otros campamentos podían desplazarse según las necesidades. Los centros estaban localizados en Asia, en África, en Sudamérica, en Europa del Este. Había mayor concentración de ellos en los países desgarrados por la guerra, el hambre o la miseria. Así, el Cuerno de África tenía más de una veintena de campamentos. Bangladesh, Afganistán, Brasil, Perú totalizaban otra veintena. En esta distribución disparatada vi dos trazados muy claros. Un itinerario «este", a través de los Balcanes, Turquía, Israel, Sudán, luego África del Sur. Un trazado "oeste» mucho más corto, que partía del sur de Marruecos —el Frente Polisario—, y después se dividía entre Mali, Níger, Nigeria y la República Centroafricana. Superpuse este mapa al de Wagner: los campamentos estaban situados en la ruta de los pájaros y fácilmente podían ser puntos de encuentro para los centinelas de las cigüeñas, como Sikkov.
Aquella noche apenas dormí. Me informé de los vuelos con dirección a Bangui: un vuelo de Air Afrique despegaba al día siguiente por la noche, a las once y media. Reservé una plaza en primera clase, que seguía pagando Böhm.
El círculo de mi destino se cerraba cada vez más. De nuevo estaba solo. Camino del centro abrasador del misterio y de las cenizas vivas de mi propio pasado.
EN EL CORAZÓN DE LA SELVA
El 13 de septiembre por la tarde, cuando las puertas acristaladas de Roissy-Charles de Gaulle se abrieron, bajo el panel de Air Afrique, comprendí que ya había entrado en el continente negro. Altas mujeres lucían sus vestidos largos de colores abigarrados; negros muy serios, embutidos en sus trajes de diplomático, vigilaban sus maletas de cartón; gigantes con turbante, chilaba clara y bastón de madera, esperaban pacientemente bajo la pantalla de salidas. Numerosos vuelos para África parten de noche, y allí había una verdadera multitud a lo largo de los mostradores.
Facturé mis maletas y luego subí por una escalera automática hasta la sala de embarque. Durante el día había completado mi equipo. Había comprado una mochila impermeable, un poncho de tela de gabardina —la estación de las lluvias estaba en su apogeo en la RCA—, un saco de dormir de algodón fino, calzado para caminar, hecho de un material sintético que se secaba rápidamente, y un cuchillo imponente, con el filo dentado. También me había procurado una tienda ligera, para una o dos personas, por si había que acampar de forma improvisada. A mi botiquín le había añadido medicinas contra el paludismo, pastillas para los cólicos, repelentes de mosquitos… También me había provisto de alimentos de supervivencia —barras de cereales, platos precocinados…— que me permitirían evitar tener que comer monos a la parrilla o antílopes asados. Finalmente, había cogido un magnetofón y cintas de ciento veinte minutos para poder grabar eventuales conversaciones.
Embarcamos alrededor de las once. El avión iba medio vacío, y todos los pasajeros eran hombres. Me di cuenta de que era el único blanco. La República Centroafricana no parecía ser un destino turístico. Los negros se instalaron y se pusieron a discutir en una lengua desconocida, llena de sílabas toscas y entonaciones agudas. Me figuré que hablaban en sango, la lengua nacional de la República Centroafricana. Algunas veces hablaban en francés, un francés lleno de subidas y bajadas, de frases sentenciosas y erres cascabeleras. En seguida me fascinó esa lengua inesperada. Era la primera vez que una lengua «hablaba» tanto por su sonoridad como por las palabras pronunciadas. El DC-10 despegó a medianoche. Mis vecinos abrieron sus maletines y sacaron de ellos botellas de ginebra y güisqui. Me ofrecieron una copa, que yo rechacé. Fuera, la noche se cerraba y parecía que nos envolvía un halo extraño. Las conversaciones de mis vecinos me acunaban dulcemente. No tardé en dormirme.
A las dos de la mañana hicimos escala en N'Djamena, en Chad. Por la ventanilla no vi más que un vago edificio mal iluminado al final de la pista. Por la puerta abierta entraba un calor pegajoso y como sediento. Fuera, siluetas blanquecinas flotaban en la oscuridad. De repente, todo desapareció. Despegamos de nuevo. N'Djamena se me había presentado tan fugaz como un sueño.
A las cinco de la mañana me desperté bruscamente. La luz del día brillaba por encima de las nubes. Era una luz gris y vibrante, una transparencia de acero, cuyos reflejos titilaban como si fuesen de mercurio. El avión entró en picado con un ángulo de ochenta grados en el corazón de las nubes. Atravesamos capas negras, azules, grises, que nos sumieron en una oscuridad total.