Elegidas (4 page)

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Authors: Kristina Ohlsson

Tags: #Intriga

BOOK: Elegidas
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6

Peder Rydh observaba con gran escepticismo el patético intento de Fredrika de ofrecer consuelo. Acariciaba a Sara Sebastiansson con las mismas reservas que a un perro repugnante, al que hay que acariciar porque es la mascota de un amigo. La gente como ella no tenía nada que hacer en la policía, porque en ese trabajo tenías que estar en contacto diario con las personas, gente de todo tipo. Peder suspiró, irritado. La decisión de permitir que civiles entraran en la policía no le parecía una buena idea.

—Necesitamos aportar a la institución competencias más innovadoras —habían declarado personas situadas en lo más alto del organigrama.

Fredrika había contado varias veces lo que había estudiado en la universidad pero, la verdad sea dicha, a Peder apenas le importaba. Cuando hablaba usaba muchas palabras y muy largas, y eso complicaba mucho las cosas. Pensaba demasiado y sentía muy poco. Simplemente, no tenía la madera necesaria para ser policía.

Peder no podía sino admirar el terco rechazo del sindicato al estatus y la posición que los civiles habían adquirido en la organización policial. No tenían ningún tipo de experiencia de campo ni habilidades que sólo se adquieren aprendiendo la profesión desde la base, patrullando unos cuantos años, cargando borrachos, hablando con hombres que maltratan a sus mujeres, llevando a casa a jóvenes bebidos y hablando con sus padres, o forzando la entrada en viviendas donde un alma solitaria ha fallecido y después se ha quedado allí, pudriéndose.

Peder negó con la cabeza. Tenía otras cosas en qué pensar que en los compañeros incompetentes. Repasó la información que había obtenido hasta el momento de los interrogatorios al personal del tren. Henry Lindgren, el revisor, hablaba demasiado pero tenía facilidad para los detalles y, sinceramente, no tenía problemas de memoria. El tren salió de Göteborg a las 10.50 y llegó a Estocolmo con ocho minutos de retraso, a las 14.07.

—Yo no tuve nada que ver con el retraso en Flemingsberg —advirtió Henry—. Fueron Arvid y Nellie.

Miró entristecido el tren, que seguía detenido junto al andén. A lo largo de los vagones las puertas estaban abiertas como bocas con grandes agujeros oscuros. Más que nada en el mundo, Henry deseaba que la niña apareciera de pronto por uno de aquellos agujeros. Que de alguna manera se hubiera perdido en el tren, se hubiera quedado dormida y se hubiera despertado. Pero con aquella seguridad que sólo la gente adulta puede sentir, Henry sabía que eso no sucedería. Los únicos que entraban y salían del tren eran los policías y los técnicos. El andén estaba precintado y en el suelo húmedo continuaba la intensiva búsqueda de huellas. A Henry le resultaba imposible deshacer aquel nudo en la garganta que lo atenazaba.

Peder continuó con la conversación.

—Has dicho que vigilabas a la niña. ¿Qué ocurrió después?

Peder vio claramente cómo se hundía Henry, casi como si envejeciera allí de pie en el andén, al explicar la causa por la que había dejado a la niña.

—Es difícil estar en todas partes —confesó, rendido—. Como ya he dicho antes, había alboroto en algunos vagones y tuve que dejar a la niña para ir hasta el vagón número 3. Pero llamé a Arvid por la radio. Lo llamé varias veces, pero no contestó. Creo que no me oyó. Por lo visto no le llegaba la señal.

Peder se tragó el comentario sobre la conducta de Arvid.

—Así que ¿dejaste a la niña sin pedir a ningún pasajero que le echara un ojo? —preguntó no obstante.

Henry abrió los brazos de forma dramática.

—¡Iba al vagón de al lado! —gritó—. Y pensé, sí, pensé que volvería enseguida. Y eso fue lo que hice. —Su voz se rompió—. Estuve alejado de la niña menos de tres minutos, volví en el preciso instante en que el tren se detenía y la gente empezaba a bajar.

Pero ya había desaparecido. Y nadie recordaba haberla visto levantarse y salir. —La voz de Henry sonó ahogada cuando continuó—: Pero ¿cómo es posible que nadie haya visto nada?

Sobre eso, Peder sabía demasiado. Coge a diez testigos del mismo delito y darán diez versiones distintas de lo que ha ocurrido, de en qué orden sucedió y de lo que el delincuente llevaba puesto.

Lo realmente extraño era la conducta de Arvid Melin. En primer lugar permitió que el tren saliera de Flemingsberg sin que a Sara Sebastiansson le diera tiempo de subir y después no contestó a la llamada de Henry.

Peder buscó a Arvid, que estaba sentado en uno de los bancos del andén. Su nerviosismo era patente. Cuando Peder se acercó, levantó la mirada y preguntó:

—¿Tardaremos mucho? Tengo que irme.

Con lentitud premeditada, Peder se sentó a su lado, le clavó la mirada y respondió:

—Una niña ha desaparecido. ¿Qué tienes que hacer que sea más importante que ayudar a encontrarla?

A partir de ahí, Arvid no dijo nada que no fuera una respuesta directa a una pregunta directa.

—¿Qué les dijiste a los pasajeros que te preguntaron cuánto tiempo iba a estar detenido el tren en Flemingsberg? —preguntó Peder con severidad, dándose cuenta de que le hablaba como si fuera un alumno de secundaria.

—No lo recuerdo con exactitud —murmuró el tipo, evasivo.

Peder pudo constatar que Arvid, con casi treinta años, respondía de la misma forma en que él creía que le contestarían sus hijos cuando fueran adolescentes.

«¿Adónde vas?» «¡Por ahí!» «¿Cuándo volverás?» «¡Más tarde!»

—¿Recuerdas haber hablado con Sara Sebastiansson? —preguntó.

Arvid negó con la cabeza.

—Apenas —respondió. Peder empezaba a plantearse seriamente espabilar a Arvid a sacudidas, cuando éste continuó—: Mira, vino mucha gente a preguntar. Creo que recuerdo haber hablado con ella, con la madre de la niña. Cada uno es responsable en cierta medida de lo suyo —añadió con voz queda, y fue entonces cuando Peder se dio cuenta de lo afectado que estaba en realidad—. No era una puta promesa que el tren se iba a quedar allí diez minutos sólo porque lo dijéramos nosotros. Todos,
todos
los pasajeros querían llegar lo antes posible. Nunca ha sido ningún problema salir antes de lo anunciado. ¿Por qué se marchó del andén? Si se hubiera quedado, habría oído la llamada a través de megafonía.

Arvid le dio una patada a una lata de Coca-Cola tirada en el suelo, que se alejó botando hacia el tren y luego continuó por el andén.

Peder sospechaba que, si la niña no aparecía, tanto el sueño de Arvid Melin como el de Henry Lindgren se verían afectados durante no poco tiempo.

—¿En ningún momento te diste cuenta de que os ibais sin Sara Sebastiansson? —preguntó lentamente.

—No, en absoluto —respondió Arvid con énfasis—. Es decir, sólo eché un vistazo al andén, como solemos hacer. Estaba vacío, así que nos fuimos. Y después Henry asegura que me llamó por radio, pero yo no oí nada… porque me había olvidado de encenderla.

Peder miró hacia el cielo gris oscuro y cerró su bloc de notas.

Hablaría con el resto del personal del tren y con las demás personas del andén, pero decidió que no por mucho rato. Si Fredrika había acabado su interrogatorio con la madre de la niña, quizá pudiera echarle una mano.

Con el rabillo del ojo vio que Fredrika y Sara Sebastiansson intercambiaban unas cuantas frases antes de despedirse. Sara parecía muy afectada. Peder tragó saliva. La imagen de su propia familia emergió a la superficie de su conciencia. ¿Qué haría él si alguien intentara hacer daño a alguno de sus hijos?

Apretó con fuerza el bloc de notas. Tenía que darse prisa. Era necesario hablar con más gente y a Alex no le gustaba esperar.

7

Volvieron a la Casa en el coche oficial de Peder. El vehículo rodaba sobre el asfalto mojado por la lluvia y tanto Fredrika como Peder iban absortos en sus propias cavilaciones. Aparcaron en el garaje subterráneo y subieron en silencio en ascensor hasta la planta donde se hallaban los despachos de los investigadores, cercanos a los departamentos de la policía judicial provincial y de la nacional, y de la policía de Estocolmo. Lo cierto, aunque nadie lo dijera abiertamente, era que el grupo de investigación de Alex Recht prestaba servicio a dos amos, o a tres, en realidad. Se trataba de un grupo especial compuesto por individuos elegidos a dedo, con distintos antecedentes y experiencias, y que sobre el papel pertenecía a la policía de Estocolmo pero, en realidad, podía ser utilizado tanto por la policía nacional como por la provincial. Una solución política que no debería constituir un problema.

Fredrika se hundió en su silla detrás del escritorio. ¿Había un lugar mejor para pensar y actuar? Se dio cuenta de que había sido una ingenua al creer que sus aptitudes serían valoradas y solicitadas dentro de la organización policial. No lograba entender de dónde provenía aquel desprecio general y profundo que los policías sentían por la formación académica. ¿Era en verdad desprecio? ¿No sería simplemente que se sentían amenazados? Fredrika no habría sabido decirlo. Sólo sabía que, a la larga, aquella situación laboral devendría insoportable.

Antes de llegar al grupo de investigación de Alex Recht, había colaborado en un trabajo de investigación para el Consejo de Prevención de Crímenes y había prestado servicios durante algunos años en Asuntos Sociales, en calidad de consultora. Había solicitado un puesto en la policía para ampliar su experiencia práctica, pero no pretendía quedarse allí, ya que tenía una amplia red de contactos en diferentes instituciones. Sólo necesitaba mantener la calma y pronto surgiría una nueva oportunidad.

Fredrika era muy consciente de la opinión que sus compañeros tenían de ella: difícil y poco accesible. Alguien sin humor y sin una vida sentimental normal.

«No es verdad —pensaba Fredrika—. No soy fría, lo que pasa es que en estos momentos estoy jodidamente perdida.» Sus amigos la describirían como cálida, empática y muy leal. El caso es que ella era así en privado, y de pronto se encontraba en un centro de trabajo donde se esperaba que actuara como en su vida privada, pero estando de servicio. Para Fredrika eso resultaba impensable.

No era que no sintiera nada por la gente que conocía en el ámbito laboral; tan sólo había elegido sentir un poco menos.

—Yo no soy una asistente espiritual —le había replicado a un amigo que criticaba su escasa predisposición para implicarse sentimentalmente en su trabajo—. Soy investigadora de crímenes. No se trata de quién soy, se trata de lo que
hago
. Yo investigo, que consuele otro.

«Si no, te ahogas —pensaba Fredrika—. Si tengo que consolar a cada víctima que encuentro, no quedará nada de mí.»

Fredrika no recordaba haber deseado ni una sola vez en toda su vida trabajar en la policía. Cuando era pequeña solía soñar con la música, con ser violinista. Llevaba la música en la sangre. Los sueños los cultivaba en el corazón. Muchos niños se van alejando paulatinamente de sus primeros sueños sobre lo que quieren ser cuando sean mayores. Pero Fredrika no; bien al contrario, desarrolló esos sueños y los concretó. Junto a su madre buscaron distintas escuelas de música y decidieron cuál sería la más adecuada para ella. Cuando empezó secundaria, ya había compuesto su primera pieza musical.

Fue al cumplir los quince cuando las circunstancias de su vida cambiaron. Para siempre, como se vería después. Su brazo derecho quedó maltrecho tras un accidente de tráfico cuando volvía de esquiar. Después de un año de rehabilitación, fue evidente que sería incapaz de soportar el esfuerzo de practicar con el violín durante varias horas al día.

Los médicos, con las mejores intenciones, le dijeron que había tenido suerte. Desde un punto de vista teórico y razonable, Fredrika podía llegar a entenderles. Había ido a las montañas con una amiga y su familia. La madre de la compañera quedó paralítica de cintura para abajo y el hijo de la familia murió. En los periódicos se referían al accidente como «La tragedia de Filipstad».

Pero para Fredrika no tendría otro nombre más que el Accidente, y en sus pensamientos constituía un punto de inflexión muy concreto en su vida. Antes del Accidente era una persona, y después fue otra. Había un Antes muy claro y un Después igual de claro. No quería oír hablar de Suerte. Todavía, después de casi veinte años, se preguntaba si alguna vez aceptaría la vida que tenía en el Después.

—Hay muchas cosas que puedes hacer —le decía sabiamente su abuela las veces que Fredrika daba salida a la tremenda desesperación que sentía por haber sido privada de la posibilidad de conseguir el futuro soñado—. Por ejemplo, podrías trabajar en un banco, tú siempre has sido muy buena en matemáticas.

Sin embargo, los padres de Fredrika no decían nada. Su madre era concertista de piano, y la música era un componente sagrado en la vida cotidiana de la familia. Fredrika prácticamente había crecido entre los bastidores de los distintos escenarios donde interpretaba su madre, como solista o con la orquesta. A veces, ella misma formaba parte de la orquesta. Por momentos había sido una experiencia mágica.

Fredrika mantenía con su madre unas conversaciones más provechosas.

—¿Qué voy a hacer ahora? —le había susurrado una noche antes de acabar el bachillerato, cuando las lágrimas se obstinaban en no dejar de brotar.

De una amante de la música a otra.

—Encontrarás algo, Fredrika —le había respondido su madre mientras le acariciaba la espalda—. Hay una gran fuerza dentro de ti, mucha voluntad y ganas. Ya encontrarás algo.

Y así fue.

Historia del Arte, Historia de la Música, Historia del Pensamiento. La oferta de cursos de la universidad era infinita.

—Fredrika será catedrática de Historia —decía su padre lleno de orgullo aquellos primeros años.

Su madre callaba; era su padre quien siempre hablaba de los grandes éxitos que imaginaba cosecharía algún día su hija en la vida.

Pero Fredrika no fue catedrática. Por el contrario, se hizo criminóloga, especializada en delitos contra mujeres y niños. Nunca presentó la tesis; tras cinco años de estudios universitarios sintió que ya había terminado con los conocimientos teóricos.

En los ojos de su madre veía que aquello no era precisamente lo que se esperaba de ella; se suponía que no iba a dejar el mundo académico. Si bien su madre no expresó la desilusión que sentía, admitió que estaba sorprendida. Fredrika hubiera deseado tener aquella capacidad. Nunca desilusionarse, sólo sorprenderse.

Por consiguiente, Fredrika no sabía lo que era disfrutar, ni ser perezosa, ni tampoco sabía de pasiones ni de sentirse perdida. Y mientras imprimía las denuncias por maltrato que Sara Sebastiansson había presentado contra su ex marido, pensó, como muchas otras veces, por qué las mujeres permanecen junto a los hombres que las maltratan. ¿Es amor y pasión? ¿Miedo a la soledad o a la exclusión? Pero Sara Sebastiansson no se quedó con él. En realidad, no. Al menos según los documentos que Fredrika tenía ante ella.

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