Elegidas (31 page)

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Authors: Kristina Ohlsson

Tags: #Intriga

BOOK: Elegidas
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Peder tragó saliva. Si la chica representaba el papel que ellos sospechaban en aquel caso, era absolutamente crucial encontrarla y hablar con ella.

Alex había decidido de inmediato proporcionar el nombre y la foto de Monika Sander a la prensa para que se pusiera en contacto con ellos, ella, o alguien que la conociera y supiera dónde estaba. También le enseñarían el retrato a Sara Sebastiansson; siempre había alguna posibilidad que confirmara que se trataba de la misma mujer. Procederían del mismo modo con los padres del otro niño desaparecido.

Pero tanto Peder como Alex estaban convencidos de que ella no podía ser el cerebro de las desapariciones. Si su madre de acogida estaba en lo cierto, el plan era demasiado meticuloso y sofisticado como para que la propia Monika pudiera planificarlo y hacer que todo ocurriera en el momento oportuno. Sin embargo, era casi seguro que constituía una figura clave en todo el asunto.

Peder negó con la cabeza. Había algo en lo que debería haber pensado, algo que debería recordar.

Tragó saliva varias veces. Tenía sed pero no tenía tiempo de detenerse y comprar algo para beber. Su primera prioridad era volver a Estocolmo y encargarse del nuevo caso para comprobar si estaba relacionado con el antiguo.

Debía de existir una relación; no podía ser obra del azar que hubieran metido el pelo y la ropa de un bebé en una caja y luego la hubieran dejado en el jardín. Los detalles en torno a la desaparición de Lilian Sebastiansson aún no habían trascendido a la prensa, el grupo de investigación los mantenía en secreto.

En realidad, Peder sólo tenía un pensamiento en la cabeza mientras se acercaba a Estocolmo y a lo lejos, al este, veía la silueta del edificio Globen. Deseó con todas sus fuerzas encontrar cuanto antes a Monika Sander. Lo antes posible.

48

Las enfermeras de la sección cuatro del hospital universitario de Karolinska, en Solna, habían sido instruidas para atender con extremo cuidado a la paciente que ocupaba en solitario la habitación tres. Se trataba de una mujer joven que había llegado a Urgencias en ambulancia a la una de la madrugada. Su vecino se había despertado al oír unos ruidos extraños en la escalera y miró por la mirilla para ver si se trataba de un ladrón. Por el contrario, lo que vio fue a la vecina de al lado tirada en el suelo del rellano, con las piernas dentro de su piso y la parte superior del cuerpo sobre el frío suelo de mármol. Le habían dado una paliza.

El vecino había llamado de inmediato a la ambulancia y después se sentó a vigilar a la delgada mujer, que apenas conservaba la conciencia cuando los de la ambulancia la alzaron con delicadeza para depositarla en la camilla y la sacaron de la casa.

Preguntaron al vecino el nombre de la chica.

—Jelena, o algo así —respondió éste—. Pero el piso no es suyo; el verdadero propietario no vive aquí desde hace años. La mujer a la que se han llevado es la última de una larga lista de realquilados. También hay un hombre que viene a veces, pero no sé cómo se llama.

En la puerta de la vivienda no había más nombres. La mujer agredida farfulló algo cuando el personal de la ambulancia le acarició la mejilla y le preguntó cómo se llamaba. Sin embargo, una enfermera que iba con ellos creyó entender algo así como Helena.

Después, la magullada joven cayó inconsciente.

En Urgencias evaluaron sus lesiones como de extrema gravedad. El examen demostró que tenía cuatro costillas fracturadas, un pómulo dañado, la mandíbula desencajada y algunos dedos rotos. Tenía morados por todo el cuerpo y, después de hacerle unas radiografías craneales, se reveló que sufría un trauma craneoencefálico a consecuencia de la violencia de los golpes, así que se estimó necesario ingresarla en cuidados intensivos.

Lo que hizo estremecer al personal médico no fueron tanto los innumerables moretones, heridas y daños que le habían ocasionado, como las quemaduras que tenía en una veintena de partes de su cuerpo, con algo que supusieron debía ser una cerilla. Las heridas debían de dolerle tanto que las enfermeras que la atendían estaban horrorizadas.

A eso de las diez, la joven, que había sido ingresada bajo el nombre de «Helena», empezó a despertar a la vida, aunque algo embotada debido a toda la morfina que le habían inyectado para aliviar su dolor. El jefe del departamento de Urgencias decretó el traslado a sala de la paciente, por lo que la llevaron en camilla a la sección cuatro.

La ayudante de enfermería, Moa Nilsson, era la encargada de vigilarla. No resultaba un trabajo especialmente duro. Moa observó con gran angustia a la delgada joven, cuya cara era un mosaico de morados. Era imposible decir qué aspecto tenía realmente, y tampoco habían encontrado ningún documento de identidad. De todas formas, Moa podía imaginarse bastante bien qué tipo de vida llevaba aquella mujer. Apenas tenía uñas y unos pequeños tatuajes realizados por un aficionado decoraban sus brazos. Era pelirroja, pero cualquiera podía darse cuenta de que iba teñida. Moa creía que incluso recién teñida. El pelo estropeado y lacio se desparramaba sobre la almohada alrededor de la cabeza de la chica. El rojo era tan rojo que ésta parecía descansar en un charco de sangre.

Las compañeras de Moa pasaban constantemente por allí para ver cómo evolucionaba, pero la situación no cambió hasta que apareció el carro de la cena. En ese momento, la paciente abrió lentamente el ojo que no estaba hinchado.

Moa dejó a un lado la revista que estaba hojeando.

—Helena, estás en el hospital universitario de Karolinska —la informó en voz baja mientras se sentaba en el borde de la cama.

La joven no dijo nada. Parecía tener mucho, mucho miedo.

Moa le acarició con delicadeza un brazo.

Luego la chica susurró algo.

Moa se inclinó con el ceño fruncido.

—Ayúdame —susurraba—. Ayúdame.

SABADO
49

Spencer Lagergren tenía muchas virtudes, pero Fredrika Bergman siempre había echado de menos en su relación cierta dosis de improvisación. En cierto modo, aquello podía explicarse por el hecho de que él estuviera casado, lo cual acotaba el espacio para la espontaneidad. Sin embargo, gran parte de aquella carencia se debía a que la fantasía de Spencer estaba bastante limitada. Sólo podía sorprender con ayuda y colaboración de la casualidad.

Pero no había regla sin excepción.

Fredrika sonrió ligeramente mientras intentaba arreglarse a toda prisa el pelo oscuro para que quedara peinado de alguna forma. Había pensado en pasar la noche en Umeå sola, con la única compañía de una copa de vino y un bloc de notas. Y la noche había empezado así, pero de pronto oyó una voz detrás de donde estaba sentada, en la terraza del Stadshotell tomando una copa de vino cuyo precio resultaba prohibitivo.

—Perdona, ¿está libre este asiento?

Fredrika se sorprendió tanto al oír la voz de Spencer que se quedó textualmente con la boca abierta, babeando vino tinto.

Spencer frunció el ceño.

—¿Cómo va todo? —preguntó un poco turbado mientras cogía una servilleta de la mesa para enjugarle la boca.

Fredrika se ruborizó y se echó a reír a la vez que se atusaba el cabello.

La ocurrencia de Spencer era sencillamente admirable. Tenían un acuerdo muy claro: su relación no incluía ningún tipo de obligación o promesa de ofrecer apoyo al otro. De modo que el papel de Spencer en su vida era diáfano y a pesar de ello, había ido hasta allí. Probablemente no sólo por ella, sino también por sí mismo.

—Hay que aprovechar la ocasión cuando se presenta —dijo Spencer mientras brindaban al cabo de un momento—. No ocurre cada día eso de ir a Umeå y alojarse en el lujoso Stadshotell.

La sorprendida Fredrika intentó darle las gracias y explicarse a la vez. Era maravilloso poder verlo tan pronto otra vez pero ¿se daba cuenta de que ella debía pasarse el día siguiente trabajando sin descanso y después cogería el vuelo para volver a casa? Claro que sí, Spencer lo entendía, pero la echaba demasiado de menos. Además, por teléfono había notado lo triste y destrozada que estaba.

Fredrika creía que la mujer de Spencer, Eva, sabía de su relación. Aquello explicaba que él pudiera ausentarse de su casa con tanta facilidad alguna noche cada semana. Por su parte, Eva había tenido sus propias aventuras amorosas a lo largo del pasado año.

Alguna que otra vez Spencer había hablado de los motivos por los que no se separaba. Su matrimonio incluía una serie de relaciones delicadas, entre otras la de él con su suegro, que hacían que el divorcio resultara impensable. Y, había añadido Spencer, de alguna manera extraña y a pesar de todo, él y a su mujer estaban unidos por un fuerte vínculo.

Un vínculo que por lo visto podía tensarse, pero probablemente nunca se rompería del todo.

Y eso, pensaba Fredrika, en realidad no constituía un problema, porque ella no estaba segura de querer compartir su vida con Spencer a jornada completa.

Fue una noche tranquila y para recordar. Tomaron un vino en la terraza y después fueron a un restaurante cercano, donde un joven pianista coronó la cálida velada con música en vivo. En un momento dado, mientras Fredrika, embriagada por el vino y la paz del momento, miraba fijamente al pianista, Spencer alargó la mano sobre la mesa y le acarició la cicatriz de su brazo con actitud pensativa e interrogante. Fredrika siguió observando al pianista y evitó la mirada de Spencer, aunque no se apartó.

Fredrika adoptó una expresión grave mientras metía el cepillo del pelo en el bolso y se arreglaba la chaqueta. No podía evitar liberarse del sentimiento de congoja que la atenazaba: aún no se había atrevido a explicarle la llamada del Centro de Adopción.

«Tiene que saberlo —pensó—. Independientemente del tipo de relación que tengamos él y yo, debo explicárselo. Y pronto.»

Eran más de las nueve cuando Fredrika abandonó el Stadshotell y se dirigió a la dirección donde vivía el responsable del curso de escritura al que había asistido Sara Sebastiansson. Separarse de Spencer era un ritual relativamente sencillo. Nunca sabía con seguridad cuándo volverían a verse, pero daba igual. Lo más importante era que sabía con certeza que querían verse de nuevo.

Antes de bajar del coche, Fredrika habló unos instantes con Alex por teléfono. Éste le contó que los medios de comunicación estaban impacientes, algo que a Fredrika no le había pasado desapercibido al ver los titulares de la prensa. No habían encontrado el cadáver de ningún bebé, lo cual de por sí era motivo de satisfacción, aunque todos sabían que se les agotaba el tiempo.

—Infórmame en cuanto tengas algo —le pidió Alex justo antes de acabar la conversación—. Hemos seguido unas cuantas pistas durante la tarde y la mañana, pero lo cierto… —Fredrika se lo imaginó negando con la cabeza— lo cierto es que no tenemos nada —suspiró.

Fredrika salió del coche y casi corrió hacia la puerta de la pequeña casa, que recordaba un poco a la de la bruja del cuento de Hansel y Gretel. Dulce y hospitalaria, con bonitos detalles pintados en la fachada. La zona era elegante y tranquila. Floridos árboles frutales, jardineras bien cuidadas. No había niños ni jóvenes. El concepto «barrio de jubilados» cruzó la cabeza de Fredrika antes de que se abriera la puerta y se encontrara cara a cara con un hombre alto y con una generosa mata de pelo rojo.

Fredrika parpadeó, sorprendida.

—¿Magnus Söder?

—Yo mismo —le respondió el hombre mientras le tendía la mano.

Fredrika reconoció su voz de la conversación telefónica y le estrechó la mano, esbozó una sonrisa y lo miró directamente a los ojos. Tenía una mirada dura.

Magnus Söder, recién jubilado y con manchas de café en el chaleco tejido a mano, era tan diferente a como se lo había imaginado que casi se sonrojó. Por algún extraño motivo había pensado que sería algo más joven, más moreno y más atractivo. Y un poco más bajo. Fredrika siempre se ponía nerviosa cuando se sentía pequeña en relación con alguien que no conocía.

Magnus atravesó la casa delante de Fredrika y salió a la magnífica terraza que había en la parte trasera. No le ofreció nada para beber, tan sólo se limitó a sentarse enfrente de ella y mirarla a los ojos.

—Como ya te dije por teléfono, apenas guardo recuerdos de aquellos años —empezó, conciso. Y antes de que Fredrika tuviera tiempo de decir nada, añadió—: Soy ex alcohólico, y ésa no fue una buena época para mí.

Fredrika asintió.

—Como ya te expliqué, no tengo ninguna pregunta en especial.

Magnus Söder separó las manos.

—He estado buscando los papeles de aquel año —suspiró—. Nunca me ha gustado tirar nada.

Dejó una carpeta verde sobre la mesa, y el sonido que hizo ésta al dar contra la mesa sobresaltó a Fredrika.

—¿De quién se trata? —preguntó Magnus.

—De Sara Lagerås —respondió Fredrika con rapidez, y se felicitó a sí misma por recordar el nombre de soltera de Sara.

Magnus contempló una página de la carpeta abierta.

—Sí —asintió—. Vivía en Göteborg, ¿verdad?

—Así es —respondió Fredrika.

—Y ahora ha perdido a su hija. Lo oí en las noticias.

—Exacto.

Magnus emitió un sonido impreciso.

—En realidad sí tengo alguna pregunta —observó Fredrika, que se arregló la blusa cuando creyó percibir la mirada de Magnus Söder fija en su escote. Éste sonrió un poco y levantó la vista—. ¿Puedes decirme si Sara trabajó en la escuela después de que se acabara el curso de escritura?

Magnus siguió hojeando los documentos de la carpeta.

—Sí. Decidimos que se quedaría todo el verano. Siempre se quedaba alguien. El otro profesor, que ahora vive en Sydney, y yo necesitábamos ayuda con las tareas administrativas.

—Y ¿cómo elegíais a la persona que se iba a quedar?

—Se decidía con anterioridad, o bien elegíamos a alguno de los alumnos. Todos se querían quedar, era como una especie de mérito.

—¿Y en el caso de Sara Lagerås?

—Nos escribió de antemano —respondió—. Conservo su carta en la carpeta. Decía que le gustaría trabajar en Umeå durante el verano y envió algunos escritos suyos. Parecía aplicada, así que le dimos una oportunidad.

—¿Puedo ver la carta?

Magnus se la dio.

—No contiene información interesante. Sara sólo pedía un trabajo de verano en la escuela.

—¿No comentó que hubiera otro motivo para quedarse?

—No, que yo recuerde. —Al ver la expresión de Fredrika, añadió—: Mira, lo cierto es que me acuerdo bien de aquella chica, Sara. Pero sólo fue una más de los muchos que trabajaron aquí en verano. Vivía sola en la escuela y salía con la gente del curso. No hablé mucho con ella, y nunca de temas personales. Discutíamos sobre el trabajo y la escritura.

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