Elegidas (42 page)

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Authors: Kristina Ohlsson

Tags: #Intriga

BOOK: Elegidas
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—En ese caso continuaremos con nuestra patrulla —añadió el agente, aún a la espera.

—Todo va bien —insistió ella con una voz monótona—. Todo va bien.

El policía salió y cerró la puerta tras de sí. La hija de Ellen tocaba los acordes de
Layla
y su hijo reía y hablaba en voz alta y chillona al teléfono.

«Qué extraño que todo continúe como si nada hubiera ocurrido», pensó.

—Por eso no quería conocer a tu familia, Ellen —dijo Carl en un tono un poco más dulce.

Se sonó con un pañuelo de tela en el que alguien había bordado sus iniciales. ¿Le gustaba la costura a su mujer?

—Estaba tan confundido con toda nuestra historia —suspiró—. Con nosotros. De lo que era en realidad. Lo que teníamos. Lo que podía llegar a ser. Y si tendría el valor suficiente.

El pecho de Ellen subía y bajaba mientras intentaba respirar sin que el aire se le quedara atascado en ninguna parte.

—¿Valor para qué? —preguntó en voz baja—. ¿Valor para hacer qué?

—Para hacer lo que he hecho. Abandonar a mi familia.

Más tarde, Ellen recordaría que en ningún momento de la conversación bajó la vista.

Carl empezó a hablar más deprisa.

—Sé que lo he hecho todo mal, que me he portado mal; y entiendo que debes de haberte preguntado dónde me había metido cuando no contestaba a tus llamadas. Aun así, tengo que preguntarte…

Silencio de nuevo. Silencio, excepto por la guitarra de Eric Clapton y las risas al teléfono.

—Aun así, tengo que preguntarte si crees… Si crees que tú y yo podríamos intentarlo.

Ellen buscó su oscura mirada. Por un momento lo vio como el día que lo conoció. Sano y lleno de vida.

Pero aquello había sido entonces. ¿Qué perspectivas tenían, en cualquier caso?

—No lo sé, Carl —susurró—. De verdad que no lo sé.

63

La puerta del apartamento estaba algo abierta cuando el coche patrulla se acercó a la vivienda de Aron Steen. Alex y Peder se quedaron dentro del vehículo con las armas dispuestas. Fredrika había recibido la orden de permanecer en la Casa. En la vida se le ocurriría a Alex responsabilizarse del personal civil y desarmado en una situación tan delicada como aquélla.

—Aron Steen —gritó Alex en tono imperativo.

No hubo respuesta.

Dieron un empujón a la puerta, que quedó abierta de par en par.

Nadie a la derecha, nadie a la izquierda.

El grupo entró en el piso y avanzó hacia delante.

Un recibidor sombrío con las paredes oscuras, sin decoración alguna.

Alex sintió un olor ácido que le picaba en la nariz.

Gasolina. El piso apestaba a gasolina.

Lo encontraron en la cocina. Estaba sentado tranquilamente en una silla, con el niño desnudo y sedado en sus brazos empapado en gasolina, y con un mechero en la mano.

Los del coche patrulla hablaban en voz baja: «Tranquilo», «Nos quedamos aquí» y «Tenemos que mantener la distancia. El suelo está empapado de gasolina».

No atravesaron el umbral de la cocina.

Tampoco lo hizo Alex, que guardó el arma y colocó los pies justo donde acababa el recibidor y empezaba la cocina. En el límite donde acababa el campo de acción Alex y empezaba el de Aron Steen.

Sus miradas se cruzaron. Aron Steen sonrió levemente.

—Por fin nos conocemos, Alexander —dijo éste, rompiendo el silencio.

—Eso parece —respondió Alex con tranquilidad.

Aron Steen movió un poco al niño en sus rodillas. La patrulla estaba atenta a cualquier movimiento. Aron volvió a sonreír.

—Me parece que deberíamos ser capaces de resolver esta situación sin violencia innecesaria —comentó con la cabeza ladeada—. ¿Puedes pedirles a tus compañeros que esperen en el recibidor, Alex? Para que tú y yo podamos hablar con tranquilidad.

Era el tono de voz de un maestro. Le hablaba como si él fuera un niño, un alumno. Alex se puso furioso. Aron Steen no tenía nada que enseñarle. Debía meterse eso en la cabeza.

Peder apareció por detrás de Alex. Empuñaba un arma. Éste le hizo una seña para que se marchara y también a los hombres detrás de él para que avanzaran por el pasillo hasta el recibidor. Desde allí podrían ver lo que ocurría, pero llamarían menos la atención.

Aron los observó. Sonreía, pero sus ojos ardían.

—¿Verdad que el fuego tiene algo de especial? —susurró mientras jugaba con el encendedor—. Lo aprendí cuando era muy pequeño.

Alex esperó. Después se preguntaría por qué.

La mirada de Aron se dirigió a él y luego a los hombres que tenía detrás.

—Te propongo un cambio: el niño por un salvoconducto al extranjero.

Alex asintió lentamente.

—De acuerdo.

—Lo haremos así —continuó Aron Steen con voz suave—. El niño y yo dejaremos el apartamento, nos sentaremos en un coche y nos iremos. Vosotros no nos seguiréis. Cuando me haya alejado lo suficiente, llamaré para comunicaros dónde encontraréis al niño.

Los rayos de sol bailaban en el cristal de la ventana, detrás de Aron y del niño. Alex los siguió con la mirada y después volvió a fijar sus ojos en Aron.

—No —respondió.

Aron dio un respingo.

—¿No? —repitió.

—No —confirmó Alex—. El niño no sale de aquí.

—Entonces morirá —respondió Aron con tranquilidad.

—También si te acompaña —contraatacó Alex en el mismo tono sereno que utilizaba Aron—. Por eso no podemos dejar que te lo lleves.

Aron estaba crispado.

—Pero ¿por qué iba a matarlo? Estoy diciendo que quiero cambiarlo por mi libertad.

—Y yo digo que de acuerdo —respondió Alex—. Pero, en ese caso, el cambio se hace aquí. Tú me das al niño y después abandonas el apartamento.

Primero Aron se echó a reír a carcajadas y después se levantó de golpe de la silla de la cocina de manera que Alex, involuntariamente, dio un paso atrás. La patrulla avanzó unos pasos, se detuvo y esperó. El cuerpo de Alex se imbuyó de una sensación de seguridad a todas luces absurda al notar la energía de los movimientos de la patrulla a su espalda. Como si de algún modo su presencia cambiara la situación.

—¿No te he mostrado cómo trabajo? —preguntó Aron levantando la voz—. ¿No te he mostrado con qué precisión realizo mis trabajos?

Alex se dio cuenta de que su voz había cambiado de tono, y eso le inquietó. Para la seguridad de todos, era fundamental que la situación se mantuviera bajo control.

—Hemos visto tu forma de operar —dijo despacio—. Y, naturalmente, estamos impresionados.

—No me halagues —replicó Aron.

Pero funcionó.

Aron volvió a sentarse. El niño era un cuerpo inerte y pesado; además, el suelo estaba resbaladizo por la gasolina. Alex vio cómo al niño se le escurría un hilillo por la nariz. Aron se movió para poder coger mejor a la criatura.

Alex empezaba a sentir la mente embotada a causa de los efluvios de la gasolina. Abrió la boca para decir algo pero Aron lo interrumpió.

—El niño y yo abandonaremos juntos el apartamento, si no, no hay trato —le desafió en voz baja.

—Tendríamos que negociarlo —señaló Alex poniéndose de cuclillas—. Los dos tenemos claro lo que queremos conseguir: yo al niño y tú, la libertad. —Alex separó las manos—. No debería ser tan difícil llegar a un acuerdo.

—Sí, eso es cierto —respondió Aron con tranquilidad.

Por un momento se hizo el silencio. Las nubes se ocultaron fugazmente y la estancia se ensombreció.

—Entonces ¿el niño no puede abandonar el apartamento? —preguntó Aron al cabo.

Alex negó con la cabeza.

—No, el niño no sale de aquí.

Miró a su alrededor. Sólo se podía salir de la cocina atravesando la puerta. De súbito, una sensación terrorífica atravesó el ambiente impregnado de gasolina y se alojó en el interior de Alex. ¿Por qué no se había sentado Aron con el niño en la sala de estar? Allí, al menos, había una puerta que daba al balcón que no estaba vigilada y por la que se podía huir. ¿Por qué se había encerrado en un rincón?

Aron respondió a la silenciosa pregunta de Alex.

—Era lo que me temía —se burló—. Nunca habéis tenido la intención de dejarme salir de este apartamento.

Antes de que a Alex le diera tiempo a responder, el mechero se encendió y en un instante la cocina quedó envuelta en llamas.

Tercera Parte

SEÑALES DE RECUPERACIÓN

FINALES DE SEPTIEMBRE
64

El otoño se acercaba sin que el verano hubiera acabado de llegar. Sólo entonces dejó de llover, no antes. El cielo estaba limpio de nubes y las tardes cada vez eran más frías y oscurecía antes.

Alex Recht se reincorporó al trabajo la tercera semana de septiembre. Se detuvo en el umbral de su despacho, sonriendo. Se alegraba de regresar.

En la zona donde estaba la cafetera le dieron la bienvenida con café y pastel. El jefe hizo un breve discurso al que Alex respondió con un sentido agradecimiento, recogió las flores y volvió a dar las gracias.

Cuando se quedó a solas en su despacho, no pudo reprimir unas lágrimas. Realmente, era fantástico estar de vuelta.

A juicio de los médicos, las lesiones de sus manos habían curado mejor de lo esperado, e incluso las expectativas eran que pronto recuperaría la completa movilidad de las dos.

Alex inspeccionó por centésima vez las cicatrices que surcaban tanto las palmas como el dorso. Una fina piel de diferentes tonos de rosa formaba extraños dibujos, cubría sus manos y llegaba hasta las muñecas.

Era extraño, pero no recordaba haber sentido dolor cuando se le quemaron las manos. Sí recordaba toda la escena: la cocina de Aron se convirtió en un infierno de llamas, pero éste se quedó sentado en la silla, completamente ajeno a lo que le rodeaba mientras el niño ardía en su regazo. Alex se vio a sí mismo lanzándose a las llamas y arrebatándole el cuerpo del niño de los brazos. Aún podía oír su propio grito retumbar en la cabeza:

—¡Joder! ¡Fuera de aquí, coño! ¡El niño está ardiendo!

Y el niño estaba de verdad ardiendo, hasta el punto de que Alex no cayó en la cuenta de que él también se estaba quemando. Depositó la criatura sobre el recibidor y rodó por encima de él con su cuerpo para apagar las llamas. Peder, a su vez, se tiró sobre Alex con una gran toalla de baño e intentó apresarle ambas manos al mismo tiempo. El fuego crepitaba y chisporroteaba, quemaba y maldecía.

Los de la patrulla entraron en la cocina equipados con una alfombra antideslizante, la alfombra del baño y unas cuantas toallas más para protegerse del fuego. Parecía imposible llegar hasta la mesa de la cocina donde Aron Steen ardía como una antorcha. No soltó ni un solo gemido mientras el fuego devoraba su vida. En el futuro, aquélla sería la imagen que recordarían casi todos aquellos que habían intervenido en la operación: el hombre sentado e inmóvil ardiendo junto a la mesa de la cocina.

Un vecino que oyó el tumulto llegó corriendo con un extintor. Gracias a su ayuda pudieron controlar el fuego hasta que llegaron los bomberos y la ambulancia, pero para entonces una persona había muerto y un niño pequeño sufría graves quemaduras. Los de la ambulancia encontraron a Alex en el baño, donde intentaba curarse las manos heridas con agua corriente.

A Alex le resultaba difícil recordar lo que ocurrió después. Sabía que había permanecido sedado varios días. Cuando despertó sentía mucho dolor, pero en cuanto empezó la rehabilitación todo había ido mejor de lo esperado.

Los periódicos se hicieron eco de lo ocurrido mientras Alex estaba de baja. Los asesinatos de los niños y de Nora, en Jönköping, fueron descritos en innumerables reportajes, complementados con mapas llenos de flechas y puntos y una cronología para relatar la historia una y otra vez.

Alex los leyó todos. Porque no tenía otra cosa mejor que hacer, aseguraba.

Las vidas de Nora y de Jelena, en sus diferentes versiones, eran el tema estrella. Los periódicos contactaban con los familiares de las jóvenes, personas con las que si bien nunca habían tenido contacto, les gustaba salir en la prensa. Los antiguos compañeros de clase explicaban extraños incidentes de cuando iban a la escuela, e incluso hablaron con algún que otro ex jefe y lo citaron en los artículos.

El trabajo de investigación también fue seguido con suma atención. ¿Podría la policía haber actuado con más agilidad? ¿Podría haberse identificado antes al asesino? Distintos especialistas expresaron sus puntos de vista. Algunos opinaban que la policía había complicado lo que ellos consideraban una «investigación muy sencilla», mientras otros se expresaban con mayor sensatez: hasta cierto punto, era lógico que la policía hubiera considerado al padre de Lilian Sebastiansson como el principal sospechoso en la primera fase de la investigación. Había sido correcto, aunque perdieron un tiempo muy valioso.

Más crítico fue el grupo de expertos respecto a la operación policial en la vivienda de Aron Steen en Midsommarkransen. Algunos opinaban que la policía debería haber dado media vuelta al percibir el olor a gasolina y no haber regresado hasta conseguir mantas ignífugas y extintores. Otros sostenían que la policía nunca debería haber intercambiado una sola palabra con Aron Steen: en su lugar, deberían haber intentado reducirlo con un disparo a través de la ventana, ya que se hallaba en buena posición de tiro.

Ninguno de los que opinaban en los medios había estado presente en la operación. Por el contrario, Alex sí. Hasta el día de su muerte defendería que no podía haberse llevado a cabo de otra manera. Dejarse ver en la puerta y luego dar marcha atrás para ir a buscar un extintor hubiera significado poner en peligro la vida del niño. En el mismo momento en que entraron en el edificio, sólo había un camino para ellos: hacia delante.

Los artículos que Alex consiguió leer sin irritarse fueron los extensos reportajes dedicados a la figura del asesino. Los autores de los artículos llevaron a cabo una investigación más profunda y accedieron a una ingente documentación sobre su pasado, lo cual hizo su lectura mucho más interesante. Alex se daba cuenta por los textos que los periodistas no sabían de qué hablaban. Era imposible relatar la trágica historia de Aron Steen sin que el artículo tuviera al mismo tiempo un tono compasivo. No de perdón, aseguraban, pero sí de comprensión.

«En realidad, Aron nunca tuvo una oportunidad —pensaba Alex—. Como bebé, fue maltratado por su abuela, una mujer trastornada que año tras año le fue reduciendo a la miseria, confundiendo su concepto del bien y del mal, e impidiéndole que desarrollara el menor sentido de la empatia. Día tras día, iba a la escuela con la ropa sucia, malhumorado, siempre apestando al tabaco de su abuela y enrabietado con la cantinela de sus compañeros de clase, que lo llamaban «la nena de la abuela». Estaba tan delgado y llevaba el pelo tan largo que era difícil saber si era chico o chica, decían los críos. Los más crueles, inspirados por la peste a humo que echaba y su aspecto desastrado, lo llamaban Cenicienta.

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