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Authors: Javier García Sánchez

Tags: #Histórico, #Terror, #Drama

Ella, Drácula (10 page)

BOOK: Ella, Drácula
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Él, a diferencia de esas gentes que nunca quisieron saber, pese a que poseían múltiples indicios para haber indagado en ello, siempre quiso llegar hasta el fondo de los enigmas que le acosaron a lo largo de su vida. Él, filósofo a su pesar, no podía dejar de hacerse la pregunta acerca del porqué de las cosas, de las sencillas y de las complejas. Lo mismo pasaba con la actitud o carácter de las personas. No se quedaba tranquilo hasta que alcanzaba, si no a justificar, sí al menos a comprender las causas profundas que incitaban a alguien a hacer esto, y a ése de más allá, lo otro. Por tal razón, y no sin los lógicos esfuerzos para dar con lo que buscaba, finalmente halló lo que, a su entender, pudo haber sido el elemento, o con mas exactitud, la serie concatenada de elementos endógenos que marcaron el comportamiento brutal de Erzsébet Báthory.

Que la mayor parte de sus antepasados, e incluso sus contemporáneos, como era el caso de su primo Segismundo, estuviesen locos, a tenor de determinados actos que cometieron, incluso teniendo en cuenta la eventualidad de que ella hubiera padecido algún grado de epilepsia, una enfermedad que forzosamente tuvo que transmitirse de generación en generación entre su familia, ¿justificaba lo que hizo Erzsébet en aquella década de locura, la última de su vida? La respuesta era no. O no sólo.

Y a pesar de todo parecía cierto que en ella latía el embrión de un monótono y atroz compás que durante más de cuarenta años nadie pudo evaluar en toda su amplitud. Pero faltaba el desencadenante, y una de las piezas clave de ese factor desencadenante, así lo creía Pirgist tras largo tiempo de indagaciones y posteriores pruebas consigo mismo, por fuerza tenía que estar en lo que Darvulia le daba. Algo que fue subiendo de nivel hasta desbordarse como el cauce de un río. Algo que, por supuesto, ni la propia Darvulia se atrevió jamás a probar, pues no estaba segura de lo que podía salir de tal experiencia. Su maña para sobrevivir se cifraba en la secular superstición de las gentes ante lo desconocido y, aquí residía lo importante, su innegable sabiduría para extraer de la tierra arcanos que estuvieron ahí, creciendo y marchitándose, volviendo a nacer para de nuevo pudrirse, en interminables ciclos, y así desde que el mundo es mundo y la tierra, tierra. Darvulia conocía las reglas de los cielos, anticipaba los eclipses y las tormentas, así como los períodos de sequía. Todo ello estaba inscrito en una serie de códigos que, a su vez, debió de heredar de otra hechicera como ella. Y, si se lo hacía saber a las gentes con antelación, éstas creían automáticamente en sus poderes. Lo mismo podría decirse de su conocimiento de los misterios que envuelven el universo vegetal. Si a una persona de buen corazón e inconmovible fe le hubieran dado una de aquellas pócimas, diciéndole en tono seguro: «Con esto verás a Dios», sin duda, o por lo menos con un elevado número de posibilidades, esa persona crédula y bienintencionada hubiese acabado arrobada con la súbita irrupción del Paraíso ante sus aturdidos ojos, incluso teniéndolos herméticamente cerrados. Toda una legión de ángeles desfilarían sin cesar por la mente de quien ingiriese el extracto de la planta, pues su fe en lo ultraterreno era enorme y su bondad inagotable. Porque era eso y no otra cosa lo que deseaba ver. En el polo opuesto, si esa misma operación se efectuase con una persona de turbios pensamientos y con una innata inclinación a profesar credibilidad a cualquier tipo de fuerzas tenebrosas, sus visiones probablemente irían en tal sentido.

Erzsébet no era a Dios a quien quería contemplar. No precisamente. Más bien quería hacerlo con su opuesto. Y lo encontró. Darvulia, pues, se limitó a ofrecer a su mecenas el alimento que ésta necesitaba, convirtiéndola en una vicaria del mal. Pero si ella misma no probó aquello que ofrecía a Erzsébet es porque era bruja, mas al cabo humana. Erzsébet no. O no del todo. Y ahí se inició su precipitación al abismo.

Pirgist siente una fuerte punzada en el pecho al recordar, mientras escribe sin pausa. Se ve a sí mismo, más joven y desesperadamente curioso, probando alguna de las supuestas pócimas que ella tomó en cantidades imposibles de mesurar, pero enormes sin ningún género de duda, muy superiores a las que él se vio capaz de ingerir. János cierra el puño, dejándolo muy cerca del corazón cuando reconstruye las imágenes que su cerebro creó al hacerle efecto tan devastadores poderes. Sus alucinaciones fueron horribles, porque de entrada era horrible lo que él esperaba hallar en ellas. Al igual que hizo Erzsébet, probó de aquí y de allá. Luego, aún neófito y temeroso, efectuó mezclas, siempre asesorado por personas con conocimientos de Botánica y de Medicina. Intentaba acercarse así al espectro que la Condesa tuvo que presenciar. Paso a paso, en soledad y con escasa luz, cerrado su dormitorio bajo llave y con un libro de oraciones a mano, se dejó llevar por aquella tempestad de imágenes que en varios momentos dieron con él de bruces en el suelo.

Entonces, al reponerse un poco del impacto de tales visiones, le sobrevenía una sudoración fría, así como fuertes temblores. Igual que a ella. Entonces se decía: «Ya lo sé, ahora sé qué veía…». Acto seguido, entre rezos compulsivos, se repetía: «Nunca más, nunca más…». Pero al cabo del tiempo lograba enterarse de la existencia de otra planta que también ella pudo tomar, el estramonio o el mezéreo, la aladierna o la dedalera, el ajenjo o el evónimo, y su espíritu, en ese afán desmedido de conocimiento que estaba llevándole al borde de la sinrazón, no descansaba hasta que la probaba. Luego se repetía su contrición. La mente de Pirgist estaba tan llena de cuanto vio, oyó, e intuyó cuando era niño, tan rebosante de cuanto logró sonsacarle a su madre antes de que ésta muriese, en medio de períodos de fiebre en los que era posible arrancarle alguna palabra relacionada con aquella época aciaga que a todos marcó de por vida, tan repleta de cuanto respecto a la Condesa había ido averiguando en el último medio siglo y que en verdad conformaba la mayor parte de su vida, tanta había sido su obcecación por entrar, más allá del espacio, más allá del tiempo, en el cerebro de Erzsébet, que por fuerza sus propias alucinaciones tenían que ser aterradoras. Lo fueron. Por eso, y porque llegados a tal extremo seguía sin comprender realmente, aunque por fin había entendido algo, entreviéndolo con la mirada de la imaginación, hubo un momento en el que el «nunca más» se hizo realidad. Alcanzó la frontera en su osadía. Ya ni siquiera deseaba saber más, pues aceptó que cuanto viese en tal estado sería de índole espuria y abominable. Llevaba el horror cosido a sus más inextricables pensamientos y sensaciones. Por ello decidió poner fin a la búsqueda. No inútil pero sí vana. No baldía pero sí, en esencia, estéril. Porque, así se lo dijo vez tras vez, aquel horror continuado y sólido, a juicio suyo seguía sin justificar los actos cuya génesis él intentó discernir con la tenacidad del descubridor, con el temple del cirujano, con la firmeza del pionero.

Hay ciencias, hay descubrimientos, hay paisajes espirituales que sólo admiten un pionero, pues el resto, los que le suceden, son burdos imitadores, ecos de un eco ya ido y cada vez más débil e inaudible. Ella fue la pionera, y él sólo podía seguir el difuso rastro de sus huellas. Supo que nunca hallaría el camino y, atemorizado, a ratos arrepentido y otros lleno de frustración y enojo, lo abandonó.

Era excesiva la delantera que Erzsébet le llevaba, incluso al margen de sus taras familiares y su supuesta maldad en estado puro. Ella sin duda fue muchísimo más lejos que él en ese pulso con lo desconocido. Tomaría otras plantas de las que Pirgist no había encontrado rastro alguno, y en proporciones considerablemente más grandes. A lo que cabía añadir que mientras él era un hombre corpulento y sano, pues siempre llevó una vida regida por principios de austeridad y buenas costumbres, ella debía padecer el inconveniente de sus continuos excesos, así como su propia condición de mujer, en teoría menos fuerte que el varón. Pirgist seguía siendo un hombre no obeso pero sí fornido, que sobrepasaba en más de una cabeza a la práctica totalidad de personas que conocía. En cambio la Condesa, según le contó en cierta ocasión su madre, ya en el lecho de muerte, no tanto en una confesión producto de los recuerdos sino producto de la fiebre que la hacía monologar intermitentemente, era más bien baja de estatura, aunque muy estilizada pese a su edad. Ella lo disimulaba usando altos tacones que ocultaban los pliegues de la falda y caminando erguida como un junco. Eso la hacía aparecer inmensa. Así lo balbuceó su madre mientras agonizaba:

—¡Tendrías que haberla visto, apoyada en la balaustrada junto a la torre más elevada del castillo, o paseando por los alrededores, tendrías que verla! ¡Parecía llegar al cielo…! —deliraba su desdichada madre, que en su obnubilación confundía cielo con infierno.

Entonces, se dice Pirgist, si era de constitución débil y por tanto su organismo vulnerable, si ese cuerpo por fuerza debía de estar castigado por la vida que siempre llevó, ¿cómo era posible que hubiese aguantado aquello?

Pirgist nunca llegó a saberlo. Simplemente se lo imaginó, ya que no le quedaba otro remedio. El ser humano, y algo de humano debía de tener Erzsébet, es capaz de sobrepasar con creces, en apariencia, sus propios límites físicos y mentales si su convencimiento le induce a hacerlo. En cierta ocasión, un galeno de Praga le dijo, sabiendo de lo que János le hablaba:

—La sugestión no mueve montañas, pero sí las hace cambiar de sitio…

Ahora por fin lo entendía.

Él mismo era un pobre hombre acosado de temores, de achaques, de dudas. Un pecador más de los muchos que pueblan el mundo intentando que la muerte no les sorprenda sin tener su espíritu en paz y libre de mácula para así, en la otra vida, tener no sólo el descanso eterno sino también la dicha infinita de yacer junto al Creador.

Pero nada de eso concernía a Erzsébet. Su ateísmo no fue humano, como no lo fueron sus actos.

Ella fue la hija del trueno y de la noche. Vivió carente de escrúpulos, y ni el más ligero atisbo de remordimiento impidió cualquiera de sus fechorías. No necesitaba alcanzar un estado de gracia en la otra vida, pues se la había dado a sí misma en ésta. Tampoco anhelaba la presencia del Creador, ya que no creía en Él, sino en su acérrimo enemigo. Eterno a fin de cuentas. De ahí, quizá, que en vida hiciese méritos por acercarse más, en la hora de su muerte, a Aquel a quien rindió culto mientras vivió.

Pero en su demencial búsqueda de la gloria en las Tinieblas, desconocedora de qué significaban la moral o el pecado, también ella cometió errores. Errores puntuales, mínimos, que a la postre lo único que hicieron fue cortar bruscamente la desgracia que llevaba a cuantos lugares alcanzase su poder, que era mucho. Los cometió, por suerte, precisamente por su empeño en vulnerar cualquier precepto ético adoptado por el género humano desde que éste existe. Por ejemplo, profanar a los muertos. Así, ahondó en su propia superación del pecado, buscando siempre uno mayor y más inmencionable. Ése fue su gran pecado.

Si su tía Klara obró como obró, inducida por los rigores del sexo cuando éste se torna enfermedad, y sus antepasados y familiares aún vivos, como su primo Segismundo, lo hicieron por algo tan humano como detestable que simbolizaba el afán de poder, ella, la hija del trueno, no dio síntomas de hacerlo ni por lo primero ni por lo segundo. Sus orgías fueron depurándose en perfidia y voluntad de causar daño físico, sin otra razón aparente que las justificase. Es dudoso que lo obtenido en ellas, piensa Pirgist, fuese únicamente placer sexual, aunque sin duda también lo obtendría de vez en cuando, sobre todo en la primera época. De eso apenas nada puede saberse, pues ella sería la única testigo. En cuanto a sus víctimas, todas murieron. Quizá haya que aguardar a estar en el cielo para que lo cuenten, sigue razonando Pirgist.

Y en cuanto al poder, ¿de qué le servía a Erzsébet todo su supuesto poder si lo empleaba prácticamente en soledad, a lo sumo rodeada de su fiel círculo de secuaces, que permanecían a su lado como animales de compañía, y con los que realmente no podía compartir nada? Quien tiende a aspirar al poder lo hace para mostrarlo al exterior. Ello va implícito en el propio espíritu del poder. Emplearlo para que otros lo vean. Hacer gala del mismo para que otros sufran sus consecuencias. Ésa es la diferencia básica entre quienes lo ejercen y quienes lo padecen. Pero usar tal poder en alcobas sombrías, en lavaderos helados y oscuros, borrando después a toda prisa las huellas de lo que allí sucedió, es decir, la prueba fehaciente de ese poder, ¿tiene sentido?

Comúnmente, así viene siendo desde hace siglos y por desventura así acaecerá hasta el final de los tiempos, quien tiene poder es para ejercerlo y también para hacer ostentación del mismo en cuantas ocasiones puede, pues de ese modo se perpetúan las jerarquías y vínculos con quienes obedecen. En su caso, seguía diciéndose una y otra vez János Pirgist, ¿no resultaba absurdo ese poder cuando lo utilizaba para dar rienda suelta a sus más bajos instintos prácticamente en la furtividad, ya que así consumó sus más abyectas acciones? Lo grave de Erzsébet es que fue, aun en un nivel intuitivo, lo suficientemente astuta como para saber utilizarlo de modo que una serie de personas, desde sus fieles ayudantes Dorkó, Jó Ilona y Ficzkó o Kata, la lavandera, y luego una lista mucho más extensa de colaboradores, la ayudasen en sus proyectos. Era inteligente pero ¿de dónde emergió su instintiva sabiduría para sembrar el miedo? ¿Con qué sutileza hilvanaba sus tramas, articuladas sobre el lánguido encanto que emana de quienes, poseyendo gran belleza, tienen asimismo enorme poder? ¿Cómo supo conjugar esa sugestiva connivencia entre servidumbre y silencio?

Tuvo que ser, no obstante, al poco de quedar viuda, o sea a partir de 1604, cuando la Condesa empezó a cometer sus primeros excesos graves. Y eso, con el tiempo, iba a acabar volviéndose contra ella. No fue en Csejthe, su guarida predilecta y donde mayor número de muchachas torturaba y asesinaba, el lugar en el que incurrió en tales incurias. No, esa serie de negligencias empezaron en los alejados castillos de Pistyán, de Sárvár y de Kerezstúr. Ahí se le fue la mano, ahí fue donde perdió los nervios y la paciencia. Donde tuvo prisa, una prisa inconcebible que la hizo olvidar la elemental prudencia de borrar huellas de sus crímenes.

En Pistyán dejaron el cuerpo de una muchacha enterrado a escasa distancia de la superficie poco antes de que ella misma partiese de allí con sus secuaces. Era época de lluvia y el agua removió la tierra. Días después de que hubiesen abandonado el lugar, uno de los perros de su yerno, el conde Miklós Zrinyi, removiendo con sus patas dio con el macabro hallazgo. El yerno, asustado, quizá ni siquiera se lo comentase a su esposa, la hija mayor de Erzsébet. A quien sí hizo partícipe del descubrimiento fue a Megyery, el tutor de Pál, hijo pequeño de la Condesa. Éste receló, sin duda, y a partir de entonces ya nunca dejaría de estar en guardia, pues desde entonces empezaron a llegarle rumores, primero confusos y dignos de poco crédito, luego ya más preocupantes y fundamentados. Pero aún tardaría varios años en comentarle tan terribles sospechas a György Thurzó, el Palatino pariente de Erzsébet.

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